Las consecuencias de que existan sistemas que hagan posible la corrupción generalizada en la administración pública, las pagan las mayorías de nuestros pueblos, los de siempre, los más pobres, los olvidados, y es claro que nadie contribuye a beneficiarlos, a mejorar sus niveles de vida, lo que justificaría todo este afán, todo este empeño, todo este esfuerzo, por combatir eficazmente la corrupción administrativa en nuestros sistemas de gobierno, ello sin desmedro de otras consecuencias del problema, las cuales se reflejan en otros ámbitos, como el político, y tienen una gravedad insospechada por cuanto restan credibilidad a nuestros sistemas políticos.
Según el filósofo Hegel, las consecuencias de la corrupción en la administración pública pueden ser tanto positivas como negativas, veamos:
a) Consecuencias Positivas: éstas se refieren a la forma en que las altas esferas sociales hacen permisible la corrupción con los argumentos siguiente:
1.- Que desde el punto de vista administrativo la esperanza de una suma extra, otorgada por los interesados en el rápido despacho de un expediente, impulsa al empleado público a trabajar con ahínco, diligencia y prontitud simplificando trámites, minimizando las regulaciones e incluso dedicándole horas extraordinarias al trabajo.
2.- Que las partidas de dinero envueltas en el soborno son una especie de sobresueldo a favor de servidores del Estado injustamente pagados.
3.- Que ese sobresueldo informal favorece la actividad económica de conformidad con el principio de las demandas inducidas.
4.- Que desde ese punto de vista de la libre empresa el acto corrupto constituye un ahorro que le aporta capital a inversionistas potenciales.
5.- Que enriquecimiento al vapor, aunque ilícito, es un modo de penetrar y ampliar, en los países en procesos de desarrollo, el círculo estrecho que encierra a la rancia oligarquía, activando en consecuencia la movilidad social.
b) Consecuencias Negativas: en éstas se considera a la corrupción como perniciosa y elemento desintegrante de la sociedad, la corrupción administrativa pone en peligro la seguridad ciudadana y atenta contra la salud de la nación y naturalmente afecta a la propia seguridad nacional.
Cuando a las manos de ciudadano sin responsabilidades públicas, llega un expediente de una denuncia de corrupción en la que una cantidad de canales de riego no fueron construidos pero fueron pagados a los supuestos constructores, en realidad está sucediendo no sólo que se violó la ley ni que el Estado perdió un cantidad más o menos importantes de recursos sino, sobre todo, que una cantidad importante de hombres y mujeres de nuestros campos se han quedado esperando esas obras para cultivar y cosechar sus pequeños sembradíos y con su producto prorrogar pobremente sus pobres vidas y las de sus familias.
El fenómeno de la corrupción o enriquecimiento ilícito en la administración pública peruana ha alcanzado dimensiones desproporcionadas producto de una voluntad política permisiva ante la depredación del erario público y la ineficacia de nuestra legislación para sancionar a los funcionarios que en el ejercicio de sus funciones se enriquecen ilícitamente.
Son muy escasos los funcionarios que ejercen un cargo público y al término del mismo no sean ya millonarios, creando de esta forma un negativo precedente para las futuras generaciones, y socavando la moral de todo un pueblo que flaquea en la consistencia necesaria para mantener la lucha contra la corrupción.
Para Robert Klitgaard la corrupción ha sido a veces atribuida a la continuación del sistema de patronazgo explotador existente en las sociedades tradicionales.
Se ha observado con frecuencia, “escribió el cuentista político y africanista John Waterbury”, que la búsqueda de protección respecto a la naturaleza, a la violencia y a las exacciones de gobiernos arbitrarios y depredatario era un tema constante en la vida social de las llamadas sociedades tradicionales. “En los gobiernos corruptos que pueden encontrarse hoy en muchos países, los pobres del tercer mundo pueden haber intercambiado una forma de vulnerabilidad por otra”.
Por varias razones de tipo cultural e histórico, entonces las sociedades difieren en sus tradiciones, costumbres, normas de conducta.
Estas diferencias, a su vez, pueden dar cuentas de los diferentes grados y tipos de corrupción que se encuentran a través de los países.
Veamos ahora qué pasa con la corrupción en nuestras democracias latinoamericanas. Un factor crucial para entender nuestros regímenes de gobierno es que éstos no son una construcción sui generis sino un trasplante, en donde el órgano ha generado particulares formas de adaptación al cuerpo social.
Esta forma de gobierno, que podemos llamar democracia moderna o poliarquía y ha tenido su origen en el cuadrante noroccidental del planeta, ha cobrado en nuestros países una forma muy distinta que creemos merecedora de un análisis específico por parte de la ciencia política.
La única institución comparable con las democracias del primer mundo son las elecciones. El resto de las instituciones democráticas como los tribunales, la separación de poderes, los pesos y contrapesos, el electorado ilustrado, la libertad de expresión e información, la existencia de información alternativa, el sometimiento pleno del poder militar sobre el civil, la igualdad real de oportunidades, la igualdad ante la ley, etcétera, están ausentes o sumamente deterioradas.
Existen dos tipos de instituciones, las formales y las informales. En nuestras democracias la brecha entre estas instituciones formales que guían la conducta y la conducta real de los individuos es demasiado grande.
Estas prácticas informales, separadas de lo que en realidad debería ser, van progresivamente dejando de ser prácticas aisladas, desviaciones ínfimas a la regla, para transformarse poco a poco en instituciones informales de uso cada vez más generalizado.
Vinculada estrechamente al ejercicio del poder, la corrupción parece ser una presencia constante en la historia de la humanidad. Lord Acton, católico liberal y catedrático de la universidad de Cambridge, acuñó a fines del siglo XIX una fórmula que se ha hecho célebre: en una carta dirigida al obispo Mandel Creighton, fechado el 3 de abril de 1887, sostuvo que «el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente». Ha habido, pues, corrupción siempre, porque siempre ha habido poder entre los hombres, y cuando tal poder ha carecido de cauces y linderos predeterminados, los actos corruptos han tendido a desbordarse fuera de todo control.
Conviene advertir, sin embargo, que «la “corrupción” tenía antes un sentido mucho más amplio que el que tiene actualmente», desde Platón y Aristóteles hasta Maquiavelo, esto es, desde la Antigüedad clásica hasta el Renacimiento, el término se utilizaba «para referirse menos a las acciones de los individuos que a la salud moral del conjunto de la sociedad», por lo que se destacaba aspectos tales como «los términos de la distribución de la riqueza y del poder, de la relación entre dirigentes y seguidores, de las fuentes del poder, y el derecho moral de los gobernantes a gobernar», o también «el “amor a la libertad” de un pueblo». De allí que, por ejemplo, para Tucídides, la toma ateniense de Melos, desprovista de otra justificación que la mera necesidad de conquista, «implicaba la corrupción del Estado».
Según hace notar Joaquín Gonzáles, en realidad el entendimiento cabalmente moderno del fenómeno reclama, como un elemento esencial, «la distinción de res publica y ámbito privado, propia de las sociedades complejas que instauran órganos de poder con capacidad autónoma de decisión». En el mismo sentido se pronuncia Michael Johnston, para quien «las concepciones modernas de la corrupción se basan en la idea de roles explícitamente públicos, dotados de poderes limitados y sujetos a obligaciones impersonales».
Como quiera que fuere, situado plenamente en nuestro tiempo, se constata que, a pesar de la gran atención que en los últimos años concita la corrupción y de las numerosas nociones y perspectivas presentadas, «su conceptuación sigue siendo problemática», mostrándose como «fenómeno proteico y clandestino, de difícil aprehensión intelectual». Y es que, como ha señalado Philp, «nadie ha logrado dar con una “definición concisa” y universalmente satisfactoria», no obstante que «la búsqueda de definiciones ha sido desde hace mucho tiempo un rasgo de los debates conceptuales y políticos sobre la corrupción».
Albert Calsamiglia, entre otros autores, ha llamado la atención acerca del relativismo del concepto. Al reservar un lugar de importancia a «una teoría de la corrupción que pretenda resolver problemas prácticos», el estudioso español sostiene que esto no será posible «sin tener en cuenta las condiciones y las prácticas sociales sobre las que (tal teoría) se proyecta». Se sigue de aquí que «la corrupción es relativa a unas prácticas sociales», lo que exige «aceptar que la misma conducta puede considerarse corrupta en una sociedad y no corrupta en otra».