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Cultura

“Historias al ritmo de Chacalón”, de Fernando Carrasco Núñez

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Hace muchos años, en la década de los ‘80s, por esas cuestiones del azar, caí en la Carpa Grau.  Fue la primera vez que escuché en vivo a Chacalón y la Nueva Crema. Salíamos de un concierto subte por el centro de Lima y rebuscábamos Pisco Vargas o Conde de los Andes o Camino al Cielo.  Éramos un grupo de subterráneos de 18 años caminando por las callejuelas adyacentes a la avenida Iquitos y a ese edificio infame conocido como Palacio de Justicia, noticiados de la venta de estos licores espirituosos en fondas de temida reputación.

Entre empujones, burlas y miradas que pasaban del asombro al achoramiento y del reto al desprecio, los que en aquella época conocíamos como chicheros, observaban nuestras ropas negras, los chancabuques de milico, los pelos parados o muy largos, los rostros desconcertados de muchachos mestizos como ellos, pero cuyos padres tal vez llegaron antes a esta Ciudad de los Culpables que no considerábamos nuestra. Así nos zampamos a la Carpa por unas rendijas, sobornando con media res a un cholo trejo que oficiaba de guachimán. Recuerdo claramente que Chacalón cantaba El Provinciano y cientos o miles o millones de circunstantes, para el caso da lo mismo, se agitaban dando pasitos que mezclaban el rock setentero con la salsa y las notas tristes del huayno serrano.  Hombres y mujeres vestidos con ropas multicolores bebían cerveza por hectolitros y coreaban con hondo sentimiento, soy muchacho provinciano me levanto muy temprano, para ir con mis hermanos, a trabajar, no tengo padre ni madre, ni perro que a mí me ladre, sólo tengo la esperanza, de progresar, busco una nueva vida en esta ciudad…

Recuerdo que el Chato Jorge (tránsfuga de la Universidad de Lima refugiado en la Agraria), subte de Lince y fanático de Echo and the Bunnymen, Siouxsie y Gabinete Caligari, groupie de los aurorales Voz Propia y pata de la gente de Eutanasia, me miró y me dijo, oe Troglo, estos si son subterráneos, huevón… no esos anarco-fumones, borrachos y vagos mantenidos de la Helden o de la Jato Hardcore, esta gente chambea, huevón y sufre de verdad, huevas, este es el verdadero Perú.  Mira, mira, causa, mira ese pogo, dijo señalando a la masa ondulante y ebria: panaderos, mecánicos automotrices, empleadas del hogar, ambulantes, obreros metal-mecánicos, carpinteros, jornaleros, campesinos sub-proletarizados llorando con la estremecedora guitarra del maestro Carballo y la peculiar voz de Chacalón y entonces, sin darnos cuenta, ya nos encontrábamos cantando Qué dolor siente mi corazón…

Papá Chacalón.

Desde ese entonces empecé a escuchar las canciones de Chacalón. Mi barrio de origen era un barrio que se ufanaba de salsero y rockero, en el mejor de los casos, paisanos “decentones” devotos del huayno clásico del Jilguero del Huascarán, Pastorita Huaracina o Picaflor de los Andes, pero nunca propensos a esa “horrible música de serranos achorados” que era como calificaban a la música chicha la mayoría de universitarios e incluso los radicales que habían tomado las armas, quienes repetían cual catecismo: el que habla de razas es racista, el que habla de clases es clasista.

Pocos años después coincidiríamos con Cachuca en los estudios de Filderes en Ingeniería, cuando aún se formaban las canciones iniciales de Los Mojarras y Semilla Nociva pergeñaba las primeras notas de El Poema Anarquista y País Racista.  Para entonces, la realidad del país era otra, pero la música chicha seguía permaneciendo al margen. A pesar de sesudos tratados sobre el tema, a despecho de los intelectuales izquierdosos y de los esnobs que adoptaban la chicharra como emblema, cualquier estilo chichero (luego le dirían cumbiambero para asimilarla a los medios), seguía estando al margen de la ley de los bienpensantes criollos-blancoides, quienes en su temor cerval al indio levantisco asociaban la guitarra rockera-huaynera matizada con raptos de salsa, con el delincuente asaltabancos y el cholo altivo que no cree en nada ni en nadie, ni siquiera en el dios de los cristianos. 

Testimonio esto porque he leído varios comentarios, seguramente bien intencionados, respecto a “Historias al ritmo de Chacalón”,  magistral libro de cuentos de Fernando Carrasco Núñez.  Y un lugar común a estas reseñas es aquél que reza que el libro narra la historia de la Lima marginal, chichera y lumpen. Palabras más, palabras menos, este es el lugar que se está haciendo común para aquilatar la obra de Carrasco.  Craso error de quienes solo ven la epidermis de una obra que auguro será mayor con el tiempo, la madurez y los cojones bien puestos del autor.

Fue Marx quien categorizó a ese segmento de las clases sociales conocido por no dedicarse a actividades productivas, si no a acciones al margen de las leyes del Estado, con el término lumpen-proletariado (lumpen en alemán vendría a ser andrajoso), una subclase inferior incluso a la del proletariado, carente de conciencia de clase y como pretendían ciertos sectores, el perfecto colchón o punto de apoyo de la burguesía para sus fines particulares. 

Una definición más precisa la brinda el propio Marx en el capítulo V (escrito en 1852) de “El 18 de Brumario de Luis Bonaparte”: “Bajo el pretexto de crear una sociedad de beneficencia, se organizó al lumpemproletariado de París en secciones secretas, cada una de ellas dirigida por agentes bonapartistas y un general bonapartista a la cabeza de todas. Junto a roués arruinados, con equívocos medios de vida y de equívoca procedencia, junto a vástagos degenerados y aventureros de la burguesía, vagabundos, licenciados de tropa, licenciados de presidio, huidos de galeras, timadores, saltimbanquis, lazzaroni, carteristas y rateros, jugadores, alcahuetes, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, traperos, afiladores, caldereros, mendigos, en una palabra, toda esa masa informe, difusa y errante que los franceses llaman la bohème: con estos elementos, tan afines a él, formó Bonaparte la solera de la Sociedad del 10 de diciembre (…)”.

Pues bien, “Historias al ritmo de Chacalón” (SINCO Editores, 2020) de Fernando Carrasco Núñez (Lima, 1976), contiene algunas historias con personajes y argumentos propios de esa capa social tan temida por los criollos inservibles que se alucinan europeos, pero en conjunto el libro no es un fresco exclusivo de esa Lima lumpenesca, temida hasta la pichi por la izquierda almagrista y la derecha pizarrista, de esa Lima achorada compendio de los hijos del Perú Real, del Perú profundo, ese que le paró los machos al invasor chileno, al reptil Fujimori, al asesino AGP, al traidor Humala y a todos los Regentes que vienen gobernando nuestro país en contra de la voluntad popular manipulada en elecciones farsescas cada cinco años.  Esa Lima que muchos denuestan como lumpen (lo más cercano al lumpen-proletariado serían ahora los mototaxistas reguetoneros o la escoria caribe con estatus de refugiados políticos), esa no es la Lima que he podido percibir en el libro de Carrasco.

Veamos por qué digo todo esto y por qué resulta injusto ese reduccionismo facilista de etiquetar la narrativa de Fernando Carrasco, en particular la desplegada en este libro, como una oda al lumpen nacional, como la narrativa de la marginalidad. 

En primer lugar, los cuentos cumplen con el que tal vez deba ser el único requisito a exigir a cualquier creador: las historias están muy bien contadas, los cuentos son redondos y te mantienen en vilo, te conmueven, te asquean, te deleitan o simplemente te arrancan una sonrisa o una lágrima: este libro, amigos, se lee de un tirón.  No es pretensioso, ni artificiosamente almibarado, no desbarra en rosquetadas experimentales tan queridas por post-modernos de izquierda y derecha.  Desde lo más profundo del tuétano andino barrial, Carrasco chapa su chela, apela al recuerdo, usa su talento, conjura la nostalgia, afila la chaveta y empieza la fiesta de contar una buena historia, deleitando al circunstante, tal como lo hacía cuando entonaba boleros en el fenecido Bar de Ciro.

En segundo lugar, la verdadera narrativa del lumpen peruano, la auténtica narrativa de los marginales es, a mi entender, la narrativa de esos mamertos que se solazan contando historias onanistas de Mirafloresmanta, Sanborjayocc y La Molinamarca,  infradotados que alucinan ser ciudadanos del mundo,  hijos de milicos genocidas, sobrinos de congresistas rateros, entenados de altos burócratas ministeriales, hermanos de políticos de todos los pelajes, gaintelectuales incapaces de conmoverse con el llanto de un niño, marihuaneros sin horizonte, hijos de meretrices de la política lorcha, entenados de empresarios explotadores, escritorzuelos felatrices de Españistán y come-niños disfrazados de periodistas, es decir, el verdadero lumpen que apesta nuestra Patria, todos esos marginales al Perú hirviente de los barrios de un país con más de 32 millones de habitantes, mutantes de una realidad dolorosa, injusta y pletórica de historias que nada tendrían que envidiar al neorrealismo italiano o la narrativa de los jóvenes airados que tan bien contó el británico Alan Sillitoe en La Soledad del Corredor de Fondo, a mi parecer, el texto más inmediato al libro de Fernando Carrasco, vecino de Nocheto, El Agustino.

Cuando Chcalón canta, los cerros bajan.

Y como dicen que para muestra un botón, y como un solo botón sería mezquino, comentaré 3 cuentos redonditos, en donde relumbra la verdadera temática del libro: el racismo y la exclusión, la guerra de clases y la descomposición de una sociedad asentada en cimientos de papel, la habilidad y la honradez de un pueblo que sufre y trabaja sin descanso y sin temor a la muerte.

1. Carehuaco

2. El retorno de Carmela

3. Tú serás la causa de mi muerte.   

Carehuaco

Subtitulado “Llanto de un niño”, como la inolvidable canción de Chacalón, cuenta la historia de un niño que a la tierna edad de 8 años es rebautizado como Carehuaco, apelativo infame que en el Perú puede condenarte al acomplejamiento, al ostracismo y al fracaso.  El pequeño, cuyo nombre no se menciona, es oriundo del puerto de pescadores de Pimentel, en el norte peruano.  Hijo y nieto de pescadores, Carehuaco es el vivo retrato de su padre y es, además, el vivo retrato de los pescadores artesanales peruanos, esos hombres que se hacen a la mar en una chalana en busca del sustento cada madrugada, sin derechos laborales de ningún tipo, condenados por la gran industria pesquera y la contaminación a alejarse cada vez más mar adentro por cada vez menos pescado. El padre de Carehuaco es tragado una madrugada por la mar junto a tres compañeros y los cadáveres nunca aparecen. Aquí comienza la vida del niño norteño en la Ciudad de los Culpables: su madre, imposibilitada de hacerse cargo de 3 niños, decide enviarlo a Lima con sus tíos, mientras ella se queda en Pimentel (Chiclayo), trabajando para mantener a los 2 más pequeños, que ni siquiera pudieron conocer al padre.  Narrado en primera persona por el propio protagonista, quien lleva de la mano al maestro/escritor a través de la historia, este es sin duda alguna el relato más conmovedor del libro.  El personaje principal es un niño que a los 14 años recuerda cómo nació el apodo Carehuaco y cuenta sin complejos ni resentimiento las circunstancias en que surge el apelativo, atizado por la sabiduría y la discreción del maestro/escritor, alumbrados por un juguito de fresa con leche y varios cafés humeantes.   

El desenlace, magistral a mi modo de ver, ocurre cuando la maestra María Chumpitaz Arias lleva una mañana un libro de láminas para ilustrar la clase acerca de la Cultura Mochica.  Después de describir detalladamente los logros de esta gran cultura de la costa norte (arquitectura, hidráulica, la cultura militar y marinera, la orfebrería), la profesora saca de su cartera el libro bellamente ilustrado.  Va mostrando a los niños las imágenes de collares, orejeras, utensilios de oro, máscaras, hasta que aparecen las obras de alfarería: los famosos huaco-retrato.  En ese instante un palomilla grita, ¡Yarlequé, allí está tu cacharro!, y el salón revienta de risa.  Pero Carehuaco permanece impasible, maravillado, observando el huaco-retrato que le resulta tan familiar, que le trae a la memoria el rostro de su padre, el inconfundible rostro de su padre. De un momento a otro, sus ojos se inundan en lágrimas ante el recuerdo: “dirigente de los pescadores de Pimentel, aguerrido, sabio y fuerte como un algarrobo”.  Así era su padre.

La profesora lo abraza y lo saca del salón. Lo reconforta, lo instruye con sabiduría, le insufla amor propio, identidad y autoestima: “me dijo que yo siempre debería vivir orgulloso de mi padre, y, sobre todo, de haber heredado la inteligencia y la belleza de los antiguos moches”. 

Como es natural en Carrasco, este hermoso cuento tiene una banda sonora de amplio espectro.  Desde los gustos musicales de Yarlequé padre (La Paz y la Dicha y Llanto de un niño, de Chacalón y la Nueva Crema, valses, marineras y tonderos, entre los que menciona La Perla del Chira) hasta las canciones que la madre cantaba mientras cocinaba (Nueva Ola, baladas de Juan Gabriel) y los valses de Los Embajadores Criollos que entonaba su padre los domingos, las canciones fluyen como aguas trinas alumbrando escenarios y reforzando episodios.

Otro aspecto a destacar del cuento es la presencia inmanente del maestro/escritor y su bonita agenda de cuero verde. Más allá del fetiche, la presencia del Profe y su elegante agenda de cuero anuncian que el alter ego de Carrasco ya le echó el ojo a una buena historia. Lo demás es trabajo del artista. Carrasco no es un escritor profesional y dudo que quiera serlo.  Carrasco, lo sabemos, es Licenciado en Educación por la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle “La Cantuta” y se gana los frijoles como profesor y la literatura, barrunto, la considera como un oficio con el cual interpretar el caos y el desorden de este mundo, que si le permite ganarse unos cobres, bienvenido sea, pero la dimensión psicológica y el despliegue intelectual, la ética y la estética de este volumen de cuentos me impiden pensar que, por lo menos ahora, Carrasco acomode las nalgas para  escribir-corregir–quemar sus naves literarias sólo por la ilusión de agenciarse unos cuantos morlacos.

Un cuento como Carehuaco en épocas de globoidiotización  y cosmopolitismo epidérmico, objetivo de las nuevas izquierdas y las derechas decrépitas, podría parecer a los paladares “finos” un alegato cuasi provinciano.  Pero  no debemos olvidar que se puede ser universal desde lo local, sin haber salido nunca incluso de tu propia manzana, porque como respondió Arguedas a Cortázar, “todos somos provincianos en este mundo, provincianos de las naciones y provincianos de lo supranacional”.

El retorno de Carmela

Carmela, muchacha ancashina, vive en Nocheto (Santa Anita) en un cuartito alquilado.  Oriunda de un caserío de Yungay es enfermera técnica y trabaja en una clínica de Lima.  Cada semana, los viernes por la noche, Carmela aborda un ómnibus interprovincial y enrumba hacia su natal Yungay, tras recorrer cerca de 500 kilómetros remontando la Cordillera de los Andes. Después de la obligatoria visita a la familia, la joven corre desesperada a los brazos de su amante secreta: el Hada Verde.

La técnica que usa Carrasco para narrar la historia demuestra que abundan en su taller literario las herramientas precisas para hilvanar fino.  Por un lado, el punto de vista omnisciente de una tercera persona cuenta a Carmela en remisión apelando al recuerdo para exorcizar las causas que la empujaron al vicio del alcoholismo. Por otro, es la propia Carmela quien detalla su historia a su apreciado profesor del taller de literatura.

Esta técnica usada por Carrasco resulta funcional para el difícil tema del alcoholismo femenino.  Carrasco deja fluir la historia en labios de Carmela, desde que siendo una adolescente se refugia en el licor para librarse del miedo y de la presencia lacerante de un agresor sexual (un familiar cercano venido desde Lima) que intenta someter a una pre-púber Carmela, casi con el consentimiento de su propia familia: Carmela debe enfrentar en soledad este episodio violatorio y el alcohol se convierte en refugio ante la imposibilidad de comunicar y exorcizar con alguien el atentado que sufre siendo niña.  Sin ápice de didactismo ni moralina, nos enteramos a través del desarrollo de la historia cómo la propia de familia es quien introduce juguetonamente a Carmela en el mundo del vicio. Los conocidos cumpleaños familiares, las festividades patronales, las fechas conmemorativas, cualquier pretexto es bueno para, entre bromas, obligar a los adolescentes a probar alcohol y son los propios padres y familiares directos quienes conducen a sus hijos al desbarrancadero donde mora Baco. 

Pero no es el canal familiar el único sendero para llegar a enviciarse con la droga más consumida entre los adolescentes peruanos.  El ambiente amical de Carmela, primero en el colegio y el barrio y luego en el Instituto de Enfermería de Yungay, en donde en contra de cualquier pronóstico, Carmela se gradúa de enfermera (porque era “una borrachita responsable”) y luego la Clínica limeña en la cual recala la protagonista, en todo lugar la muchacha encuentra una pandilla de dipsómanos dispuestos a entablar relaciones íntimas con el Hada Verde, algo que se inicia como un juego divertido y placentero pero termina desarmando el cerebro hasta apagarlo.

Sin embargo, son la vergüenza y el amor propio de Carmela los que la conducen a la decisión de escapar del Hada Verde que la tiene aprisionada y a punto de acabar con la dignidad de su existencia y con su propia vida. Sabemos que el alcohol daña los lóbulos frontales y temporales de la corteza cerebral.  Estas zonas del cerebro son las encargadas de procesos complejos como el control de los impulsos, el ajuste a las normas sociales, la autopercepción en sociedad y los propios comportamientos personales. Es decir, las zonas más importantes para controlar los problemas con la bebida resultan ser las más dañadas por el alcohol y por tanto, a más trago por más tiempo, mayor será el daño infligido al cerebro y al organismo.

Tal pareciera que Carrasco ha vivido la experiencia en carne propia, porque la descripción del período de abstinencia de Carmela, desde que toma la decisión de librarse del Hada Verde —es así como llamaba Wilde al ajenjo, el elíxir espirituoso de 89° preferido por la bohemia del siglo XIX—  hasta el momento en que debe pasar la prueba de fuego en el matrimonio de su hermana, es vívida y real.  Carmela resulta victoriosa y logra mantener la abstinencia: es  joven todavía, se aferra a los recuerdos bonitos de su infancia rural, al cariño de su familia, al recuerdo de su pueblito, a las canciones y el amor familiar que alumbraron sus primeros días.

Ante el espectáculo macabro de la descomposición de la Sociedad Andina (incluyendo en el término a la 100% andina Ciudad de los Culpables), siempre resultará interesante la banda sonora de cada cuento que nos entregue Fernando Carrasco. Porque la sinfonía de las ciudades cosmopolitas e hiper-pobladas constituye el trasfondo de la épica de los mortales comunes que se buscan el sustento diario en sus calles, parques, plazas, mercados y en los más impensables vericuetos.

En este caso, la odisea de Carmela transcurre al ritmo de la cumbia peruana y del huayno moderno.  Acompañan en las diferentes etapas de la odisea de la protagonista los huaynos de Sonia Morales (Perdóname) y Dina Páucar (Volveré), los cuales juegan probablemente una doble función: por un lado, evocan una infancia feliz lejos del mundanal ruido en su Yungay natal, pero por otro, a través precisamente de esa nostalgia, conducen o mantienen a Carmela en el desbarrancadero en el cual Baco celebra eternamente. Escuchamos también las cumbias de Agua Marina (El casorio) y Armonía 10 (Herido corazón, El Cervecero) y las del sempiterno Chacalón, idolatrado en el natal caserío de Carmela por su viejo amigo El Conejo chacalonero y que al ser escuchado en el barrio que le da cobijo en Lima (Nocheto, barrio chacalonero como el que más), la conduce a la añoranza y al deseo irrefrenable de aliviar la nostalgia en el alcohol.

Finalmente es imposible dejar de recordar el famoso poema El Brindis del Bohemio del mexicano Guillermo Aguirre Fierro (Pero en todos los labios había risas/Inspiración en todos los cerebros/Y repartidas en la mesa/Copas pletóricas de ron, whisky o ajenjo), ante el recuerdo de la familia perdida por culpa del vicio y las malas juntas que Carmela rememora en el bus de retorno a su pueblo natal.  La Carmela de Carrasco es el arquetipo de cierta mujer novo-andina, aquella que sale adelante pese a las vicisitudes y pese a que la mujer es más susceptible que el hombre a problemas asociados con el consumo de alcohol, tanto problemas de salud como de dependencia, por no mencionar la vulnerabilidad de una mujer ebria a recibir agresiones sexuales. 

Carrasco en la tumba de Chacalón en el cementerio El Ángel.

Tú serás la causa de mi muerte

Para el común de peruanos el término lumpen carece de significado, les resulta absolutamente desconocido. Incluso para jóvenes universitarios salidos de las canteras de las universidades-pollería de los últimos años, la palabra lumpen o lumpen-proletariado sonará a insulto en alemán o quechueslovaco, algo así como reconchetumare. Pero si les mencionas que el causa en cuestión es palomilla, bandidito, chueco, choro, ladrón, como que los muchachos ya van comprendiendo como es la nuez.  Un causa puede ser choro, pero si no choca con el barrio (como los choros de antaño), entonces el causa es bandidito no más.  Si el causa es un choro (torreja, monse, faite, taita, en fin) que tuvo que colgar los guantes porque lo lisiaron en un enfrentamiento, porque reflexionó en cana o porque vio la luz en algún lugar de culto evangélico, entonces ese choro plantado se dedicará a escuelear a los jóvenes del barrio sobre las inconveniencias de tan finos y elegantes menesteres. Sin embargo, hay otros que no se arrepienten nunca y aun cuando hayan colgado los guantes, mediante el viejo oficio de contar historias, se dedican a trabajar el ingenio y a ser memoria viva del gremio.

Uno de estos “hombres de la noche”, surgido de un barrio del cono este de Lima, es quien cuenta la historia al Escritor Noctámbulo en un bar del centro de Lima, no sin antes advertirle al colega (porque a fin de cuentas ambos son contadores de historias) que lo que va a escuchar es una verdadera historia (no una  historia verdadera): vitalista, callejera, “…no sonseritas de pecho frío, poseras e intelectuales”.

El arte de Carrasco se afina en este relato. El narrador es presentado como un lector impenitente, pero es a la vez un causa trabajado por la vida, un tipo con calle, lo cual le ha permitido entre otras insignias, conseguir joyas literarias a precios irrisorios (Arlt, Hemingway) y hacerse de historias asombrosas. Víctima del extraño vicio de leer caminando, empieza a referir su historia en la particular jerga de los conos de Lima, principiando en una infancia dura y llena de carencias con alusiones concretas al desastre del primer gobierno aprista, a la adolescencia pelotera en medio de los apagones causados por la voladura de torres de alta tensión en los ochentas y aquella canción “Viento” como dolorosa banda sonora de una niñez en la que aprendió a contar ficciones a sus patas del colegio para hacerse invitar el fiambre.  Sin censuras, el narrador oral va indicando al Escritor Noctámbulo los secretos para contar una buena historia, sin desviarse, exagerando un poquito pero haciéndola siempre creíble, sobre todo si  uno es el protagonista, “las cositas claves del escenario y de los personajes, minucias, gestos”.

Resulta curioso, ignoro si ha sido adrede, pero quien haya conversado con un narrador oral de estratos populares, descubre una capacidad increíble para hilar historias, la cual es mayor por la capacidad para improvisar, si el narrador es un individuo carente de preparación académica, si es un contador de historias nato. Esta capacidad nacida involucra actividades cerebrales complejas como recordar, manejar diferentes registros lingüísticos, leer, escribir, escuchar, recrear y componer música inclusive.

Para quienes hemos entroncado nuestro destino con el pueblo, subleva la incapacidad de la juventud actual para hilvanar apenas frases u oraciones inteligibles. Influencia de la televisión y la radio, del lenguaje cibernético y del reguetón vomitivo parido en las máquinas clónicas en el norte de América, los muchachos de estos días, se distinguen por su afasia y su incapacidad para comunicar ideas, emociones y sentimientos.  Pero, si uno se adentra en el corazón de los diferentes estratos de la masa viva, la cosa cambia.

Entonces, en personajes tan disímiles como los que presenta Carrasco, ¿cuál es la índole de la memoria? ¿Sería posible el pensamiento sin lenguaje? Según algunos neuro-psicólogos todos los procesos del pensamiento involucran o están determinados por el lenguaje y la afasia significa la muerte de la cognición.  Según otros, como los seguidores de Jean Piaget, pensamiento y lenguaje son corrientes separadas y creen que el pensamiento puede proseguir en forma inalterada pese a una afasia aguda.

Muchos pensadores han asociado la descomposición del lenguaje con la corrupción o descomposición social. Octavio Paz dice que “cuando una sociedad se corrompe, lo primero que se gangrena es el lenguaje”, Karl Kraus creía que toda depravación de la palabra permite reconocer la depravación del mundo, la prueba de que algo está podrido en la base. Consideraba Kraus que la corrupción lingüística era la causa de la degradación de los pensamientos y las conciencias; según él, las personas que hablan mal y escriben mal también pensarán y actuarán mal.

Carrasco, hijo del pueblo, ha conseguido maridar sin problemas el lenguaje lumpen de la Lima actual (incluida la jerga del hampa), con una prosa elegante y eficaz, carente de barroquismos ociosos.

El relato recorre sin dar tregua al lector escenarios tan disímiles como las cantinas de El Agustino y Barrios Altos, el óvalo de Santa Anita, un local en La Molina y el famoso Bar del Sastre en Nocheto, que es donde se va gestando la historia central del relato:  el viaje del protagonista a Tingo María, en la selva central del Perú, llevando un misterioso Toyota Yaris color guinda, por encargo de gente colombiana metida en “asuntos bien serios”, a través de un viejo conocido del anti-héroe del cuento, un zambo apodado Metralleta. Metralleta es un zambo canero y de poco confiar, famoso además por gilero y recurre al anti-héroe, hijo empobrecido de un antiguo Rey de la Papa abastecedor de las pollerías grandes de Lima, bonanza que le permitió al protagonista estudiar en el CMLP y aficionarse a las armas de fuego, afición que más tarde le servirá para agenciarse de un dinero extra.  Browning, Magnum y otros fierros, con el número de serie bien limado, le permiten ganarse unos cuantos cobres adicionales a su trabajo como taxista en un destartalado Daewoo Tico color amarillo.

De manera increíble, el carro estaba limpio de cualquier tipo de droga, pero era el gancho para endulzar al Chatín (el protagonista-narrador) con el fin de trasladar un cargamento de veinte kilos de cocaína desde Tingo María hasta Lima, en complicidad con un agente del CORAH (un proyecto especial de control y reducción de la coca en el Alto Huallaga, financiado por EU).  Todo está conversado, le van a dar incluso un nuevo DNI y es imposible que algo salga mal. El protagonista se debate en un mar de dudas, pero es pobre y siempre le ha gustado correr riesgos. Recuerda con nostalgia las buenas épocas de su vida, cuando el padre tenía dinero. Su joven mujer está gestando y no tiene seguro social ni un trabajo fijo.  Este segundo viaje le permitirá agenciarse un buen puñado de dólares y, si todo sale bien, armará un negocio en Lima, una bodeguita, tal vez una librería o un pequeño restaurante, lo que sea.  Las dudas atormentan su alma, pero como la primera vez se dice, o todo o nada.

Después de varias vueltas de tuerca magistrales, el desenlace del cuento es contundente e inesperado: Metralleta engaña a los colombianos, “cierra” a los policías cómplices del engaño, se queda con la droga, no le paga al Negro Humo, torturador de los colombianos para lograr el rescate, incluso ha sembrado una leyenda difundida por el Pucarino: ha sido ajusticiado por unos chiquillos lúmpenes del Callao y su cadáver arrojado en un basural de Caquetá. Pero Metralleta no puede engañar al más sapo de todos, al que se la tenía bien jurada, al dueño de la Beretta Magnum.

Colofón

Si esperábamos encontrar en la narrativa desplegada por Carrasco los viejos tópicos alusivos al Ande, apus tutelares, jarjachas terroríficas y wamanis sagrados, nos daremos de muelas contra el pavimento ahuecado, sucio y maloliente de las calles de Lima, mega-urbe en la cual se entremezclan al ritmo de Chacalón los hijos de los migrantes de todo el país, conformando una nueva raza que aún no sublima su más pura esencia por múltiples causales de orden social, político y económico, pero que en el camino irá adquiriendo forja e identidad, tal como lo hacen los inolvidables Carehuaco, Carmela, Jacinto y Eliseo, los Once Chavetas, los habitúes al Bar del Sastre y qué duda cabe, el personaje principal de todos los cuentos: el inconfundible Profe y su boina y zapatos marrones, pantalón beige y agenda de cuero verde, regalo de Carmela. Es el Profe quien logra arrancar con su sabiduría, cariño y paciencia las potentes historias a los personajes más disímiles como los que hemos disfrutado en los siete cuentos de Carrasco. 

A manera de epílogo anotaré que a lo largo de este hermoso volumen de cuentos permanece latente y dolorosa la herida principal que desgarra a la sociedad peruana real, no esa que se cuentan entre ellos mismos los malcriados ahijados del Marqués Lorcho. Comenzando por el niño norteño marginado con esa aleve maldad infantil por otros como él mismo, debido a las facciones de su rostro pre-hispánico, hasta el equipo de fútbol de los Once Chavetas, cruzando por la joven Carmela (huanuqueña, huaracina, huancaína, yungaína, puneña, con toda justicia neo-limeña) recuperada del alcoholismo por su fuerza de voluntad y el amor familiar, este volumen de cuentos arranca el velo con el cual el capitalismo de alta intensidad (implantado violentamente en el Perú hace casi 30 años) pretende ocultar nuestros rostros: seguimos todavía a una distancia sideral del pretendido paradigma integrador y optimista que planteara el Inca Garcilaso de la Vega hace más de 4 siglos. Ese sueño integrador de Garcilaso, convenientemente defendido por los que disfrutan de las gollerías de un sistema económico y un orden social injusto, asesino de las ilusiones de un pueblo de “hombres que aman y luchan llevados por un cruel destino”.

Comentarios

Rafael Inocente (Lima, 1969) Escritor peruano, autor de la novela “La Ciudad de los Culpables” (1° Ed. 2007, 2° Ed. 2012, Editorial Altazor), “Discursos contra la Bestia Tricéfala” (con Arturo Delgado Galimberti y Rodolfo Ybarra, 2009, Hipocampo Editores) y el libro de cuentos “No todas van al Paraíso” (Editorial Altazor, 2013). Colabora en la publicación electrónica Rebelión (www.rebelion.org)y en la Revista de IDL (Instituto de Defensa Legal), entre otras publicaciones digitales.

Cultura

Un amigo escritor para Hitler: El obituario del Premio Nobel 

Lee la columna de Hans Herrera Núñez

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Si usted cree que Vargas Llosa es controversial, es porque no conoce a Knut Hamsun. Se cumplen 80 años en que el 30 de abril murió Hitler en la Cancillería de Berlín. Una semana después, en Noruega, la leyenda de la literatura escandinava, Hamsun, escribiría un obituario en honor del Gran Dictador de Europa.

Hamsun en 1945 tenía 86 años, el famosos novelista y premio Nobel, era una leyenda viviente entonces, autor de obras maestras como Hambre y Pan que desarrollan la novela psicológica heredera de Dostoievski en una exploración acertada del monólogo interior de sus protagonistas.

Durante el ascenso de Hitler y luego durante la ocupación de Noruega por Alemania, el inmortal escritor se mostró favorable a Hitler.

El obituario de Hitler

Knut Hamsun escribió en mayo de 1945, estando la guerra perdida, un obituario de Adolf Hitler en el periódico Aftenposten. El panegírico de Hamsun a Hitler sirvió como artículo principal del periódico colaboracionista sobre la muerte de Hitler.

El breve obituario dice en su totalidad:

«No soy digno de hablar en nombre de Adolf Hitler, y su vida y sus acciones no me incitan a ninguna provocación sentimental. Hitler fue un guerrero, un guerrero por la humanidad y un predicador del evangelio de la justicia para todas las naciones. Fue un reformador de primer orden, y su destino histórico fue actuar en una época de brutalidad sin igual, que al final le falló.

Así puede el ciudadano europeo occidental mirar a Adolf Hitler. Y nosotros, sus seguidores más cercanos, inclinamos la cabeza ante su muerte”, escribió Knut Hamsun.

El obituario se publicó la noche del 7 de mayo de 1945, una semana después de la muerte de Hitler.

Cuando su hijo Tore le preguntó sobre el motivo de este obituario, Knut Hamsun respondió: “Fue un gesto de caballerosidad hacia un gran caído”.

Para el propio Hamsun, el obituario y otras declaraciones y escritos llevaron a su arresto poco después del fin de la guerra. Sin embargo, los cargos en su contra se suavizaron cuando el profesor Gabriel Langfeldt y el médico jefe Ørnulv Ødegård determinaron que tenía “capacidades mentales permanentemente deterioradas”.

Antes de morir fue acusado de traición y finalmente fue seriamente multado y calificado de loco. En 1948, tuvo que pagar una suma ruinosa al gobierno noruego de 325.000 coronas (65.000 dólares o 16.250 libras esterlinas en aquel entonces) por su presunta afiliación al Nasjonal Samling y por el apoyo moral que brindó a los alemanes, pero fue absuelto de cualquier afiliación nazi directa. Si era miembro del Nasjonal Samling o no, y si sus capacidades mentales estaban deterioradas, es un tema muy debatido incluso hoy en día.

Hamsun declaró que nunca migró a ningún partido político. Escribió su último libro a los 90 años, Paa giengrodde Stier (Sobre senderos cubiertos de maleza), en 1949, un libro que muchos consideran una prueba de su capacidad mental.  En él, critica duramente a los psiquiatras y a los jueces y, con sus propias palabras, demuestra que no está enfermo mental. Hamsun murió en 1952.

Después de la guerra, los noruegos quemaron libros de Hansum y su recuerdo sigue siendo espinoso entre sus compatriotas. Como dijo una escritora de su país, ningún noruego habla abiertamente de Hansum pero todos tienen al menos un libro suyo en casa.

El autor danés Thorkild Hansen investigó el juicio y escribió el libro “El juicio de Hamsun” (1978), que causó revuelo en Noruega. Entre otras cosas, Hansen declaró: “Si quieres conocer idiotas, ve a Noruega”, pues consideraba indignante ese trato al veterano autor ganador del Premio Nobel. En 1996, el cineasta sueco Jan Troell basó la película “Hamsun” en el libro de Hansen. En “Hamsun”, el actor sueco Max von Sydow interpreta a Knut Hamsun; su esposa, Marie, es interpretada por la actriz danesa Ghita Nørby.

El profesor Atle Kittang, de la Universidad de Bergen, escribió sobre el legado de Hamsun en el sitio web del Centro Knut Hamsun. Afirmó que existían razones complejas detrás de la publicación del obituario por parte de Hamsun. Señala que, tras su único encuentro en 1943, Hitler no ocupaba un lugar destacado en la evaluación de Hamsun. En consecuencia, Kittang cree que el obituario debería considerarse parte de la necesidad de provocación de Hamsun, como lo demuestran su vida y obra.

Hamsun, la leyenda de la literatura

Más de medio siglo antes, un joven Hamsun se oponía al realismo y al naturalismo. Argumentaba que el objeto principal de la literatura modernista debía ser la complejidad de la mente humana, que los escritores debían describir el «susurro de la sangre y la súplica de la médula ósea». Hamsun se convertiría muy pronto hacia 1800 a ser considerado el «líder de la revuelta neorromántica de principios del siglo XX». 

Entre sus admiradores se encontraban Thomas Mann, Hermann Hesse, Robert Musil, Arthur Schnitzler, Jakob Wassermann, Stefan Zweig, Martin Buber, Arnold Schoenberg y Alfred Einstein. Todos ellos contribuyeron a la publicación conmemorativa que se publicó en Alemania con motivo del 70º cumpleaños de Hamsun. Al Festschrift publicado en Noruega con el mismo motivo también contribuyeron Maxim Gorki, Gerhart Hauptmann, Heinrich Mann, Tomáš Garrigue Masaryk y André Gide. Otros admiradores incluían a Ernest Hemingway, Franz Kafka, John Galsworthy, Henry Miller e incluso el joven Bertolt Brecht. Uno de los periodistas y escritores más conocidos de Alemania en aquel momento, Kurt Tucholsky, también confesó en un breve artículo en el Vossische Zeitung del 1 de enero de 1928: “Kurt Tucholsky ama… a Hamsun”

Todo empezó en 1888, cuando el barco de vapor danés Thingvalla en que viajaba un Hamsun pobre y desconocido se encontraría con la musa. Fue en ese viaje en que su barco estuvo amarrado en Kristiania durante un día en su camino de EEUU a Copenhague, que dicha ciudad danesa le trajo recuerdos desagradables del año 1886, cuando tuvo que soportar allí un duro período de hambre, sin trabajo. Hamsun no abandonó el barco y esa noche escribió las primeras líneas de la novela, que ya capturan la atmósfera opresiva de todo el libro: 

«Fue en ese tiempo cuando yo vagaba y me moría de hambre en Cristianía, en esa ciudad extraña de la que nadie se va hasta que ha sido marcado por ella”.

En Copenhague alquiló una habitación en el ático y, padeciendo nuevamente hambre, continuó escribiendo. Presentó el manuscrito inacabado a Edvard Brandes, el editor de arte del periódico Politiken. Profundamente conmovido, Brandes persuadió a Carl Behrens para que publicara partes del libro de forma anónima en la revista danesa Ny jord (Nueva Tierra) en noviembre. La obra llamó inmediatamente la atención por la radicalidad de su representación y su ruptura con el concepto aún joven del nuevo realismo. La revista Dagblad pronto reveló el misterio que rodea la identidad del autor. Hamsun continuó trabajando en la obra, que fue publicada íntegramente, aunque todavía de forma anónima, en 1890. Ese mismo año fue publicada en traducción alemana por Samuel Fischer.

Hambre narra en primera persona el declive físico y psicológico de un joven escritor y periodista fracasado en Kristiania, la actual Oslo. De vez en cuando logra vender un artículo a un periódico, pero sus ganancias rara vez son suficientes para cubrir comida y alojamiento, por lo que deambula por la ciudad hambriento y a veces incluso sin hogar. Al intentar ocultar su precaria situación, el narrador en primera persona la empeora aún más. Describe su estado mental con gran detalle y de forma vívida; Su estado de ánimo fluctúa entre la depresión, la euforia, la desesperación y la vergüenza.

El narrador anónimo en primera persona sale de su habitación y camina sin rumbo por Cristianía. Cuando conoce a un hombre pobre, a pesar de su propia situación, empeña su chaleco y le da la mayor parte del dinero que recibe. Poco después, persigue a una mujer,  luego busca un empleo y fracasa, después se le ocurre un texto brillante y escribe lo que intuyo es una obra maestra, envía el manuscrito a un editor, sin un centavo y viviendo en la calle se le ocurre entrar furtivamente a la habitación que alquilaba y de donde lo echaron por deudor, y es entonces que descubre una carta, su libro tiene suerte y le han adelantado 10 coronas. Aquí empieza la historia.

El autor y crítico danés Erik Skram elogió la obra como un “acontecimiento literario de primer orden”, y el crítico noruego Carl Nærup escribió en 1895 que “sentó las bases de una nueva literatura en Escandinavia”. Muchos críticos consideran que la novela es la mejor obra de Hamsun. El autor se hizo famoso de la noche a la mañana, fue un invitado bienvenido en los círculos intelectuales y fue invitado a dar lecturas en los EE.UU.

Influenciado por la psicología de Dostoievski (el narrador recuerda ciertos rasgos de Raskolnikov, el antihéroe de Crimen y castigo, pero también protagonista de El sótano) y por el naturalismo de Zola, Hamsun, en Hambre, prefigura también los escritos de Kafka y de la literatura existencialista del siglo XX.

Recepción en el siglo XXI: En su novela de 2017 Suleika abre sus ojos, Gusel Jachina retoma una imagen de Hamsun: la gente intenta superar el hambre cortándose con un cuchillo y chupándose la sangre de los dedos.

Respecto a esta raza de artistas vagabundos descrito en Hambre, Virginia Nicholson escribe en Among the bohemians: Experiments in Living 1900-1939:

«Después de cincuenta años podríamos juzgar que la pobreza de Dylan Thomas era noble, mientras que la de Nina Hamnett no tenía sentido. Sin embargo, una artista menor y sin dinero se vuelve igual de famélica que un genio. ¿Qué los impulsó a hacerlo? Creo que tales personas no sólo escogieron el arte, sino también la vida de artista. El arte les ofreció un estilo de vida diferente, uno que creyeron les compensaba de la pérdida de comodidades y respetabilidad».

Tal vez Hamsun viera en Hitler a aquel artista frustrado que como él vivió el hambre y la soledad del anonimato en esa otra Christiania llamada Viena.

«En aquel tiempo tenía hambre y vagaba por Christiania, esa extraña ciudad de la que nadie sale sin llevar sus marcas…»

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Cultura

El poeta y el mimo

Lee la columna de Edwin Sarmiento

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Por Edwin Sarmiento

(Estando yo en un pueblito, por las alturas de Lima, y sin Internet, se murió mi amigo Jorge Acuña, el mimo más grande que tuvimos en la década del 70 en el Perú. Se nos fue a la edad de 94 años. Las redes sociales se llenaron de nostalgia al informar de este desenlace. Y pensar que Jorge era un tipazo fuera de serie. Hace cuatro años yo publiqué en mi muro una semblanza de dos amigos: el poeta Reynaldo Naranjo y el mimo Jorge Acuña, con quienes aparezco en una fotografía de esas que nos tomamos, casi siempre, con el corazón. Muerto Naranjo, hace unos años, y ahora Acuña, hace unos días, deseo compartir este texto a modo de homenaje a ambos y a esas épocas doradas que nos tocó vivir)

I

Debió ser en la Casa de la Literatura, al costado de Palacio de Gobierno, cuando algún amigo nos tomó esta fotografía. No recuerdo, exactamente, el año. Aquí estoy junto al poeta y periodista Reynaldo Naranjo y el actor peruano, mimo y promotor del teatro de la calle, Jorge Acuña (al centro y de pelo cano). Él debe estar cumpliendo, ahora, 91 años, en Suecia, donde radica, mientras que Naranjo nos dejó cuando tenía 84, hace dos años, al ser atropellado por un camión, cuando cruzaba, una mañana, la avenida Benavides, en Miraflores. Con ambos alterné en situaciones distintas de mi vida. Al poeta lo recuerdo con la sonrisa y picardía criolla, permanentes. Fue uno de los mejores tituleros que tenía el periodismo de los 70. Convivieron en él la creatividad del poeta social, con la neurosis de los cierres de edición en las salas de redacción de diarios y revistas, en los cuales trabajó como periodista. Cuando coincidíamos en el bar Palermo de la Av. Colmena, yo recitaba este poema, escrito en 1968:  (A un edificio en construcción) “Obreros y cemento/ curiosos e ingenieros/ ingresan a la gran mezcladora// Mientras el ruido gira/ va naciendo el gigante/ hijo robusto/ que ha de crecer/ hasta el veintavo piso// Danza de músculos/ de cerebros y días// Nos pararemos/ en el piso más alto/ tal los conquistadores/ de las altas montañas// Alzaremos los brazos/ para tocar el cielo/ y el flamante ascensor,/ como nave dorada,/ nos dejará en la tierra/ con las manos vacías// Vendrá la burocracia// Gerentes, policías,/ padrinos y ahijados// Contratarán porteros/ y nos serán cerradas/ las puertas que pusimos” Luego de un reverencial silencio, yo preguntaba, ¿recuerdas quién escribió este tremendo poema? Y él, soltando esa carcajada que llegaba hasta la Casona de San Marcos, decía, creo que fue un tal Reynaldo Naranjo. Y yo gritaba: ¡respuesta correcta! Junto a César Calvo, Javier Heraud, Arturo Corcuera, Mario Razzeto fue una las figuras representativas de la denominada generación del sesenta. Naranjo, Calvo y el poeta uruguayo Alfredo Zitarrosa fundaron, en algún momento, la Casa de la Poesía, en el distrito de Barranco. Luego, grabaría con Calvo y el músico Carlos Hayre, el disco Poemas y Canciones, que los muchachos de entonces, escuchábamos en el LP que circulaba de mano en mano, prestadito nomás.

II

Jorge Acuña es un tipazo, un actor de primera, un mimo que empezaba su función, al aire libre, en la plaza San Martín, a las tres de la tarde. Lo hacía colocando, primero, un letrerito sobre cartón y escrito a plumón que decía: «Todo acto o voz genial viene del pueblo y va hacia él” (César Vallejo). Luego, procedía, lentamente, a maquillarse la cara, mientras los curiosos se iban aglomerando, formando un semicírculo que él había trazado, previamente, con tiza, muy cerca del monumento al libertador San Martín. Las tardes, si eran de invierno, empezaban a calentarse a medida que la gente, mayormente de rostro cobrizo, empezaba a compactarse codo a codo, hombro a hombre, uno detrás de otro, hasta que empezaba la función. El mimo iniciaba su trabajo con una explicación sobre el teatro, señalando la función del artista en un país pobre como el nuestro, la necesidad de que el buen arte debería salir a las calles a buscar al pueblo, lejos de esperar en salas pequeñas y selectivas, sólo al alcance de quienes podían pagar una entrada y en este chamullo, que la gente escuchaba en silencio, el actor terminaba citando a Vallejo, a Mariátegui, también al Che Guevara, a Marx y a un largo etcétera marxista, maoísta, pensamiento Mao Tze Tung. Y sus amigos, que no éramos pocos, nos arrancábamos con unos aplausos, seguidos por un público que por casualidad pasaba, esa hora de la tarde, por la plaza San Martín. Ya en el “tempo” exacto del buen arte, Acuña se arrancaba con su lenguaje corporal moviendo manos, brazos y piernas, o abriendo los ojos, lo más que podía, o cerrándolos, si sus historias tenían que ver con trepar las paredes, abrir las puertas, cocinar una sopita, asombrarse de algo o soportar el terror de una mala noticia, en fin. El público reía a rabiar, comentaba en voz alta, aquello que el mimo los iba describiendo, en silencio, sólo con el movimiento de su cuerpo. Dos horas más tarde, el público seguía aplaudiendo y él decía que al artista no había que explotarlo, porque era un trabajador como cualquiera y tenía derecho a ser recompensado. Aclaraba que esa recompensa sería voluntaria y gracias por su apoyo, compañeros. Es cuando sus ganchos, o sea, nosotros, le ayudábamos a pasar el sombrero entre el público que iba soltando un sol, dos soles, una china, a veces un caramelo, como después descubriríamos al hacer el recuento en el bar Palermo, a eso de las seis de la tarde, cuando, en una mesa, hacia el extremo del bar, nos instalábamos para acompañarlo hasta pasada la medianoche. Él formaba montoncitos de diez soles cada uno y cuando ya no había nada que contar, Acuña, separaba la mitad de lo que había en la mesa, lo guardaba en un bolsillo y decía que el resto sería para disfrutar la noche y así era.  Ahora que ya no estará con nosotros, me viene la nostalgia. Fue un tipazo.

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Cultura

Rodolfo Muñoz, un modelo desnudo lleno de historias [VIDEO]

Un recuerdo del querido personaje bellasartino.

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El jueves 24 pasado se conoció el fallecimiento del Hércules de Bellas Artes. Rodolfo Muñoz trabajó por más de 60 años en la Escuela Nacional de Bellas Artes del Perú, su trabajo era despojarse de su ropa para que los alumnos de la ENSABAP lo inmortalicen con sus primeros trazos.

En el reciente podcast de Lima Gris, Edwin Cavello y Luis Felipe Alpaca recordaron lo entrañable del querido personaje que fue pintado por maestros como Humareda, Szyszlo, Tilsa, Tola, Ángel y Gerardo Chávez, entre otros.

Aquí el podcast especial sobre Rodolfo Muñoz.

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Cultura

Falleció Jorge Acuña, el mimo que habló con el alma

Su familia confirmó el deceso. El extrañable personaje falleció a los 94 años en la ciudad de Estocolmo en Suecia.

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El Perú ha perdido una de sus almas más silenciosas. Jorge Acuña, el emblemático mimo peruano que durante varios años convirtió la Plaza San Martín en un escenario de poesía muda, falleció recientemente, según confirmó su familia. Tenía el don raro de decir mucho sin palabras, de conmover sin un solo sonido. Hoy, el eco de sus gestos queda flotando en el aire como un susurro entre adoquines y palomas.

Acuña fue más que un artista callejero; fue un testigo del tiempo. A finales de los años sesenta, cuando el país se debatía entre la incertidumbre política y la efervescencia cultural, él apareció como un oasis de belleza en medio del caos. Su rostro pintado de blanco y sus movimientos precisos eran una forma de resistencia, una poesía viviente que se ofrecía gratuitamente a todo transeúnte que supiera detenerse a mirar.

“Ser mimo no es disfrazarse, es desnudarse”, dijo alguna vez en una entrevista para Lima Gris. Esa frase —que hoy resuena con una fuerza mayor— resume la filosofía de vida de Acuña: el arte no como espectáculo sino como verdad desnuda, como entrega absoluta. En esa misma entrevista, también confesó: “La calle me enseñó a ser humilde, pero también me hizo fuerte. No hay escenario más honesto que el pavimento”.

Jorge Acuña dedicó más de cuatro décadas a su arte. Viajó, enseñó, formó discípulos en talleres y escuelas independientes, pero nunca se desligó de la calle, su primer amor y su escuela más sincera. “Podría estar en un teatro con luces y telón, pero prefiero el aplauso de una niña que me mira desde la vereda”, dijo con una sonrisa tímida, sin quitarse el maquillaje.

Sus personajes —el anciano que lucha contra el viento, el niño que juega con una mariposa invisible, el obrero cansado que carga el peso del mundo— no eran simples pantomimas. Eran espejos de un país que muchas veces no se detiene a mirarse. Y él, sin pedir nada a cambio, ofrecía esos reflejos todos los días, bajo el sol o bajo la llovizna limeña.

La noticia de su muerte ha conmovido a quienes lo conocieron y a quienes alguna vez se detuvieron, siquiera por un instante, a contemplar su arte. No hay grandes homenajes, no hay titulares ruidosos. Pero en la Plaza San Martín, donde tantas veces detuvo el tiempo con un gesto, alguien ha dejado una flor. Y eso basta.

Porque Jorge Acuña no ha muerto del todo. Vive en cada silencio que conmueve, en cada gesto que dice más que las palabras, en cada niño que se detiene a mirar a un artista callejero con los ojos bien abiertos.

Su cuerpo se ha ido. Su arte perdurará.

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Cultura

César Gutiérrez autor de Bombardero: «Nunca me sentí influenciado por la prosa de Vargas Llosa» [VIDEO]

En un nuevo episodio del podcast de Lima Gris, conversamos con el escritor y periodista cultural César Gutiérrez.

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César Gutiérrez es ampliamente reconocido como uno de los más destacados periodistas culturales del país, pero también —y quizás con mayor intensidad— como un escritor de singular talento que, durante años, ha mantenido un silencio tan enigmático como elocuente. Gutiérrez Rivas no es un autor cualquiera: en 2008 dejó una marca indeleble en la literatura peruana con la publicación de Bombardero, una obra que reveló su formidable capacidad narrativa y lo consagró como una de las voces más potentes y originales de su generación.

Con su libro Bombardero, César Gutiérrez irrumpió en la literatura peruana con una prosa que desafía las convenciones, un torrente verbal tan desbordante como preciso, que evoca y provoca vértigo narrativo.

En una reciente entrevista para el podcast de Lima Gris, conversamos con César Gutiérrez sobre su silencio literario, Mario Vargas Llosa y el periodismo cultural. El autor de Bombardero no se calla nada. Aquí la entrevista completa.

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Cultura

Xavier Bacacorzo: un retrato íntimo

Lee la columna de Hélard Fuentes Pastor

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Por: Hélard André Fuentes Pastor

Recuerdo el día que lo conocí con la nitidez propia de mis veinte años. En ese entonces, presidía el Centro de Estudios Históricos para el Desarrollo Social (CEHDES) “Guillermo Galdós Rodríguez”, que organizó una única actividad: el Primer Congreso Regional de Historia del Arte Popular en la Alianza Francesa de Arequipa.

Durante la organización del evento, y motivado por razones familiares, propuse la participación del doctor Xavier Bacacorzo como ponente magistral. Una noche, lo visité en la Facultad de Filosofía y Humanidades, donde dictaba cátedra. Me acerqué con la ingenuidad de un universitario, mencionando que había sido profesor de mi padre y tras una breve conversación evocando ese recuerdo, respondió a la invitación con una serie de quejas sobre el funcionamiento de la Universidad de San Agustín, cuyo letargo, como lo viví después, ha generado impotencia y frustración en más de uno.

Recuerdo la expresión de decepción en su mirada cuando me dijo: “Participaré cuando estemos en la Católica con doble C”, dando a entender que el evento lo organizaba San Agustín y prefería no asistir. No quise ser cargoso; porque insistir o explicarle ―pensé―, lo impacientaba aún más.

Siempre lo vi y leí con admiración, y quizás por eso, a lo largo de estos catorce años, mi sentimiento de reconocimiento hacia su obra se mantuvo intacto. Su legado no solo se refleja en cerca de una decena de títulos, sino también en una actividad cultural impresionante, especialmente a mediados del siglo XX, y en una valiosa contribución periodística como columnista en diversos medios, entre ellos Arequipa Al Día. Este sentimiento persiste en mí, a pesar de los encuentros y desencuentros que vivimos, tan propios de los intelectuales, artistas y literatos.

Xavier Bacacorzo no era cortesano; no esperaba caer bien ni mal. Comunicaba lo que pensaba, lo que había leído o lo que intuía a través de los astros y sus conexiones espirituales, aunque a veces no lo hacía de la mejor manera.

Un día lo encontré caminando por el Portal de Flores, con una visible cojera que, sin embargo, no le impedía recorrer largos tramos del Centro Histórico. Me acerqué a él, mencionando mi nombre, pero al alzar la mirada, con sus ojos esquivos, no respondió a mi saludo. Esta vez, porfiado, insistí un par de veces, y cerca del quiosco de periódicos en la intersección con la calle Mercaderes, le dije:

—Soy el autor del libro del 50… La lucha del pueblo arequipeño (…).

Con eso, arranqué de sus labios una respuesta.

—Por cierto —dijo—, muy mal escrito.

Yo sonreí y, sin perder el ánimo, le pregunté las razones por las que pensaba eso. Entonces, señalándome el McDonald’s, me dijo:

—¿Tienes tiempo?… Vamos por un café.

Conversamos mucho. Le conté que su hermano Jorge había dado por muerto a un niño en un poema. Le mencioné que había leído sus artículos sobre el movimiento popular de junio de 1950 y que incluso había empleado su división cronológica en mi libro. Creo que también se lo entregué ese día.

Hablamos de poesía, de un poemario que estaba por publicar. Corrigió algunos versos de mi poema Noctámbulo. También conversamos sobre mi tío abuelo, Pedro Luis González, de quien —según me contó— había sido jurado de tesis y quiso sorprenderlo con un trabajo voluminoso (con un “sillar”).

En medio de todo, me preguntó por mi signo zodiacal, entre otras cosas. Luego, avanzamos hasta una fotocopiadora, donde hizo copiar algunos de sus artículos, uno sobre la visita de Pablo Neruda a Arequipa —a quien había recibido personalmente—, y otra a color de una pintura en honor a Francisco Mostajo, a quien retrató en vida.

Antes de despedirse, me dijo:

—Serás mi discípulo.

Yo, que no creía mucho en esas cosas, porque no son de mi tiempo, solo sonreí y le respondí:

—Doctor, creo que cada quien hace su propio camino, pero es un honor escucharlo.

Me lo encontré incontables veces en el Panorámico, en Mercaderes y en San Francisco. A veces, acompañado de su esposa, María Esther Basurco. En una de esas ocasiones, nos detuvimos a conversar sobre Mariano Melgar. Unos estudiantes de antropología lo habían invitado a dar una charla sobre el vate arequipeño.

Me preguntó:

—¿Irás?

—No puedo, doctor, porque en las mañanas enseño en un colegio. Allá… en Mariano Melgar —respondí.

Luego, me preguntó qué tema me gustaría que tratara, y yo le dije:

—Quizás sobre la naturaleza fenotípica o étnica de Melgar, recordando los dibujos que lo representan como un europeo y aquellos que lo muestran como un hombre mestizo con rasgos predominantemente andinos.

La ocasión más difícil ocurrió un atardecer en Mercaderes, a la altura de una sede de la Librería San Francisco. Me acerqué para saludarlo, pero cuando escuchó mi nombre, visiblemente molesto, me dijo que no quería saber nada de mí. Me dejó consternado.

Resulta que unos amigos suyos, abogados, le dijeron que yo había escrito un libro sobre Melgar, cosa que nunca ocurrió, y que, además, no citaba su trabajo. Entonces, traté de aclararle la situación, y creo que logré demostrarle que lo único que había escrito sobre Melgar era un artículo que aparece en mi obra sobre el Cementerio de la Apacheta, y que, aunque no tenía su libro, sí lo citaba. Le expliqué que cómo no lo iba a citar si alguna vez nos habíamos encontrado y conversado al respecto.

—¡Evento al que no asististe! —me dijo.

Y yo le respondí:

—Estaba trabajando, doctor, como le mencioné en aquella ocasión.

Se tranquilizó. Sin embargo, debo confesar que en ese momento experimenté desconcierto. Preocupado por su edad y por el impacto que mi acercamiento pudo haber tenido, decidí alejarme.

Años después, en 2018, organizamos un homenaje a Carlos Meneses Cornejo, con la publicación de un libro sobre su vida y un opúsculo de saludos. Sabiendo que María Esther había publicado en Arequipa Al Día (que dirigió don Carlitos), la invité a escribir unas palabras de homenaje. Grata fue mi sorpresa cuando respondió, además, con un segundo texto suscrito por los hermanos Gustavo y Xavier Bacacorzo. ¡Genial! Y aún más grato fue que asistiera al evento, realizado en la Biblioteca Mario Vargas Llosa, espacio vinculado a un novelista del que discrepó y renegó en más de una ocasión. En medio de la incertidumbre que domina los sentidos, me acerqué y el doctor me saludó con familiaridad. Le dije: «¿Y usted cuándo se deja hacer un homenaje?», mientras me mostraba, de un cartapacio que llevaba en las manos, una serie de artículos y algunas biografías de él, pues su trayectoria aparece en diccionarios locales y nacionales.

Lo más inolvidable aún fue el abrazo que se dieron con Eusebio Quiroz, con quien habían tenido una serie de polémicas académicas sobre temas como la Guerra del Pacífico o la llamada “Revolución del 50”. Ambos se preguntaron cómo estaban y se desearon lo mejor.

Luego llegó la pandemia, y no volví a verlo. Supe de él por los correos electrónicos que compartimos con su esposa, cuando lo invité a participar en el libro Voces de la poesía peruana (Parihuana, 2021).

En ciertos libros, he leído que nació en 1931. En mi antología aparece el año que consulté en registros oficiales, 1930. Sin embargo, en una de nuestras comunicaciones, María Esther me comentó que fue en 1932. Todo en él siempre fue un misterio, lo que lo convierte en un intelectual único, sin igual.

Xavier fue un personaje excepcional por múltiples razones; pero era, en esencia, hombre; un hombre de letras, y ser un hombre de letras implica profundas lecturas, inolvidables diálogos, polémicas, reflexiones humanísticas, aciertos y desaciertos. Por eso, resulta más sencillo comprender al hombre que fue, al que hoy recordamos, porque la congoja y el pesar que acompañan el ocaso de la existencia, nos permiten entender de mejor manera el orden de las cosas, asimilar los recuerdos con reconciliación y valorar esos buenos momentos, apreciando cada circunstancia de aprendizaje, cercanía y alejamiento en nuestras vidas. Xavier fue uno de los personajes de la vieja escuela, cuya obra es clave para comprender los procesos históricos-literarios del siglo XX y una época crucial en nuestra ciudad.

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Cultura

Álvaro Vargas Llosa: su pareja lo deja, la ex contraataca y Bayly opina

Un dolor de muelas en el corazón. Así es la vida amorosa de Álvaro, quien ha tenido que vivir un duelo doble, primero por la muerte de su padre nuestro premio Nobel, y después la ruptura relámpago de su pareja de origen libanés. Aquí los pormenores.

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¿Cuándo se jodió Álvaro? Quizás fue en este 2025 cuando su romance terminó de manera inesperada. O tal vez en 2021 cuando dejó atrás la solidez de un matrimonio de casi treinta años por la aventura de rejuvenecer con una nueva pareja. Sea que Álvaro esté mirando la Gran Vía de Madrid o desde la Diagonal de Barcelona, es muy seguro que ve al mundo desde donde esté como la Avenida Tacna, sin amor.

Nada se va, Nada se fue

 En una carta publicada en el diario El País, el conferencista reveló que su pareja lo abandonó en el momento más difícil de su vida. Según relató, mientras él lidiaba con el dolor de la muerte de Su padre, Mario Vargas Llosa, Nada regresó a su país natal sin ofrecerle ninguna explicación, poniendo fin a su relación de cuatro años.

“Pues te cuento, ya que el diálogo continúa, que, como todos los dramas, el tuyo tiene un toque tragicómico: mientras tú agonizabas, morías y se iniciaba mi duelo, mi pareja… regresó a su país para siempre sin que medie una conversación de despedida”, escribió Álvaro en una carta abierta en El País, titulada “Elogio fúnebre de mi padre”. El ensayista de 59 años no solo rinde homenaje al legado intelectual y humano de Mario Vargas Llosa, sino que también comparte con los lectores el doloroso momento personal que le tocó vivir paralelamente al duelo familiar. En el texto, da entender  que Nada se fue sin ofrecer una despedida o una explicación clara.

De inmediato como si fuesen las mismas Erinnias de Esquilo, aparecieron como glosistas de la carta su ex mujer y su ex amigo (¿?).

La ex esposa contraataca

Con garbo y elegancia, Susana la ex de Álvaro, lanzó un tweet que hace volar la imaginación de los internautas: 

«Dos palabras: Efímero: pasajero, de corta duración y Mentecata: tonto, fatuo, falto de juicio, privado de razón.  A buen entendedor, pocas palabras»

Álvaro Vargas Llosa y Susana Abad.

No solo eso, la ex esposa de Álvaro Vargas Llosa reconfiguró su biografía  en Instagram, llamando la atención de los usuarios en lo que obviamente es una clara indirecta hacia su exesposo: “El mundo es redondo y da muchas vueltas”.

Además, compartió una serie de imágenes acompañadas de frases reflexivas, como “Confía en la intuición, te avisa antes que la razón”, “Que la sed no te haga beber del vaso equivocado” y “Cada uno da lo que tiene en su corazón”.

Álvaro Vargas Llosa y Susana Abad se casaron en 1992 y, fruto de su romance, nacieron tres de sus hijos: Julio, Leandro y Aitana. Sin embargo, después de dos décadas de matrimonio, la pareja decidió separarse en 2021, sorprendiendo al público. La noticia se dio a conocer de manera insólita y poco convencional: Susana, en lugar de hacer un comunicado o de hablar con la prensa, cambió su biografía en Twitter, afirmando que estaba en “proceso de divorcio”.

Como si no hubiera quedado suficientemente claro que su relación con Álvaro Vargas Llosa había llegado a su fin, Susana Abad compartió un mensaje revelador: “Una vez le dijeron: eres muy bella para estar sola. Ella respondió: Nada de eso, soy demasiado maravillosa para estar con cualquiera”. A lo que añadió: “Pues eso”, subrayando de manera definitiva que no había marcha atrás en su decisión.

Una vez consumado el divorcio, no pasó ni un mes para que el hijo mayor de Mario Vargas Llosa presentara públicamente a su nueva pareja: Nada Chedid, una traductora libanesa a quien conoció en 2006 y con la que retomó contacto en 2020, justamente cuando aún estaba casado con la madre de sus hijos. En ese momento, comenzaron a circular rumores que sugerían que la relación con Nada había sido un factor decisivo en la disolución definitiva de su matrimonio.

Nada Chedid y Álvaro Vargas Llosa.

Y para colmo Bayly 

Para el periodista, la revelación de Álvaro resulta inoportuna, y es que no fue el momento para dar un anuncio como este por lo que lo calificó de ‘desatinado’.

“Es una carta preciosa, un texto muy bien escrito y seguramente muy bien leído. Pero, ¿tenía que revelar Álvaro, al final de esta carta de despedida a su padre, que su novia lo había despedido? Yo creo que fue un paso en falso. Creo que fue un anuncio desatinado, inoportuno en esa circunstancia”. Y luego agregó: “Álvaro no debió contar algo tan íntimo, tan personal, en los funerales de su padre. Y es evidente, para mí, que si ya lo había contado y luego tomaba la decisión de publicar el discurso en el diario El País de España, pudo haber suprimido esas tres líneas quejumbrosas. Me parece un paso en falso”.

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Cultura

Día Internacional del Libro 2025: en promedio, menos de dos libros al año lee un peruano

Este 23 de abril se celebrará importante fecha en distintos países del orbe y en comparación con otros países de la región estamos muy por debajo en lectura.

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Uno de los inventos más grande de la humanidad no requiere de electricidad, ni de modernas tabletas, y tampoco del pago de una suscripción, solo sostener en sus manos aquellas hojas que conforman una historia fascinante, misteriosa, reveladora o sumamente intrigante.

Cada libro es una historia diferente, puede que el tema sea el mismo, pero la manera y estilo de escribirlo, y sobre todo de imaginar cómo se desarrolla la trama, hace que ninguno de ellos sea idéntico. También influye la etapa en que lo leamos, ya sea de muy jóvenes, ya adultos o en nuestros años otoñales.

En épocas de inteligencias artificiales, mega computadoras, plataformas que encadenan a las personas a deslizar su dedo de abajo hacia arriba, los libros han quedado relegados en algún rincón de la casa. Ya pocas personas se toman el tiempo de ‘desconectarse’ de la vorágine del mundo entrampado a un enchufe y una conexión a internet; podría calificarse como ‘rara avis’ a aquellas personas (hombres, mujeres o niños) que están en la calle concentrados en algún capítulo de su novela favorita.

A propósito del Día Internacional del Libro a celebrarse este miércoles 25 de abril, cabe recordar que menos del 50 % de peruanos ha leído un libro, según la Encuesta Nacional de Lectura (ENL) realizada en el año 2022, teniendo como universo de encuestados a personas entre los 18 y 64 años.

En estricto, de acuerdo a las cifras arrojadas por la ENL, el peruano en promedio lee 1.9 libros al año, cifra sumamente baja a comparación de otros países en la región. Por ejemplo, en Argentina sus ciudadanos leen 6.4 libros año, de acuerdo a la Cámara Argentina del Libro. En tanto, en Brasil se lee 4.7 libros. Nuestro vecino país de Chile lee en promedio 3.9 libros al año, de acuerdo a data recabada por la Biblioteca Nacional de Chile.

Nuevas generaciones optan por los contenidos digitales. Foto: Gobierno del Perú.

Factores del bajo nivel de lectura en el Perú

Una crítica que se tiene que realizar a todos los padres de familia es el no acostumbrar a sus hijos a coger un libro en su tiempo libre, optando por entregarles un celular para su distracción lo que hace que a la larga se pierda el hábito de la lectura de manera voluntaria.

Otro de los factores es la aparición de distintos medios digitales. Los peruanos se han ‘mal acostumbrado’ a leer solo las portadas y un poco de texto, desechando cualquier otro tipo de información más detallada.

Y cómo no soslayar el hecho de los altos precios de algunos libros, espantando a muchos ciudadanos de querer adquirirlos. Cabe recordar que nuestro país es mayoritariamente informal y acceder a un libro, ganando solamente el sueldo mínimo, puede representar un gasto considerable en la economía de una persona.

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