Crane se mató a los 32 años porque ya era suficiente. Su extenso poema The Bridge, es una “síntesis mística de la historia de los Estados Unidos” con el puente de Brooklyn como su símbolo central. Así, –junto a “La tierra baldía” de T.S. Eliot y los “Cantos” de Ezra Pound–, es uno de los mayores poemas de lengua inglesa del Siglo XX. Autodidacta, luchó contra las expectativas de su padre empresario para forjar su obra en el contexto de una vida breve y tormentosa.
1.
El puente, de Hart Crane constituye el último gran intento, en la literatura norteamericana, de construir el mito de la Tierra Prometida, esa Nueva Jerusalén en la que los hombres gozarían de las beatitudes del Cielo, augurada por Emerson y Thoreau. Pero ese mito, aunque armado con referencias bíblico-litúrgicas –Crane había sido educado en los rigores de la ciencia cristiana–, es un mito moderno, que abraza los avances de la tecnología y los valores de la sociedad democrática, que conecta lo cósmico y lo industrial, lo telúrico y lo arquitectónico. El símbolo que Crane eligió para encarnar esa utopía contemporánea fue el puente neoyorquino de Brooklyn, una obra maestra de la ingeniería humana, inaugurado en 1883.
El mito se configura a partir de la reunión de ciertos elementos fundacionales: el viaje de Colón y las aventuras de los descubridores, como Hernando de Soto, el primer europeo en alcanzar el Misisipi; el sueño de Eldorado; la conquista del Oeste –Crane, nacido en Ohio, descendía en línea directa de los pioneros que viajaron en caravanas desde Nueva Inglaterra; la cultura india, representada por Pocahontas; el Cutty Sark y el dominio de los mares; los hermanos Wright y el nacimiento de la aviación. Se integran asimismo elementos religiosos, históricos, literarios –como Rip van Winkle, el personaje de Washington Irving, o Edgar Allan Poe–, legendarios y paisajísticos: la naturaleza, tanto urbana como rural –las praderas, los campos de maíz–, tiene una importancia capital en el poemario, para describir una realidad salvífica, el “nuevo territorio pactado de vívida hermandad”.
En torno al puente totémico, “deidad inmortal”, desfilan estas epifanías del Nuevo Mundo, estos avatares de la contemporaneidad. Pero ninguno usurpa su papel protagonista. La pieza inaugural, que le está dedicada, es una suerte de obertura sinfónica. El aria final, titulada “Atlántida”, también dedicada a él, fue el primer poema del conjunto en ser escrito. Crane lo compuso en la misma habitación de Columbia Heights desde la que Washington Roebling, el ingeniero paralítico que lo había diseñado, supervisaba con un catalejo, treinta años antes, las labores de construcción.
El inmenso puente es descrito homéricamente: “trillones de martillos susurrantes vislumbran a Tiro:/ serenamente, sobre el gemido de un yunque/ de eones, el silencio remacha Troya./ Y tú, allá arriba, Jasón, grito imperativo,/ aún le pones arreos al retozo del aire”. También Maiakovski y Jack Kerouac han cantado al puente. Lorca –a quien Crane conoció durante la estancia del granadino en Nueva York– lo hizo, con menor hipérbole, aunque no con menor viveza, en “Ciudad sin sueño (Nocturno del Brooklyn Bridge)”, de Poeta en Nueva York: “Aquel muchacho que llora/ porque no sabe la invención del puente/ o aquel muerto que ya no tiene/ más que la cabeza y un zapato,/ hay que llevarlos al muro/ donde iguanas y sierpes esperan…”.
2.
Comencemos con esta imagen: Hart Crane suspendido en el aire a mitad de camino entre la superficie del mar del Golfo de México y la baranda del barco a vapor de pasajeros, el USS Orizaba. Estamos al norte de Habana. Es el 27 de abril de 1932 justo al mediodía. Hemos frenado el tiempo, como pausando una película. El poeta Hart Crane esta por morir. Tiene casi 33 años, pero parece mucho mayor. Las peleas, el alcoholismo y la angustia crónica lo han envejecido. Tiene el pelo gris y la cara hinchada.
¿Sería posible entrar en la mente del poeta en este preciso instante? ¿Siente un enorme alivio o un furioso arrepentimiento? ¿Compone, en un milisegundo, todos los versos que aun tiene por escribir? O logra saber, purgando todas las dudas, que con lo que escribió fue suficiente para lograr su anhelado fin: entrar en el palacio de la Poesía; ser hermano de Walt Whitman, Herman Melville y Emily Dickinson; de escribir un poema lírico-épico que fuera un capítulo de la historia de la eternidad.
Si pudiéramos, detendríamos la película, la rebobinaríamos y devolveríamos a Crane a la cubierta del Orizaba. Allí esta su chaqueta blanca que él mismo dejó prolijamente doblada sobre la baranda antes de tomar coraje, en solo un instante, y saltar. Le pediríamos que estuviera tranquilo. Le aseguraríamos que tendría que estar en paz. Con lo que ya escribió es hermano de Walt Whitman. Y de Rimbaud y de Keats también. Que logró la meta. Que tiene que cuidarse y seguir escribiendo.
Pero las cosas no funcionan así. Hay que dejarlo caer al mar. Segundos más tarde –el tiempo vuelve a correr– una señora se acerca a la baranda y ve a Crane nadando, con ganas, hacía la nada. Su cuerpo no será recuperado.
Su tumba en Garrettsville, Ohio –el pequeño pueblo donde nació– dice solamente:
HAROLD HART CRANE
1899 – 1932
LOST AT SEA
3.
Hart Crane fue el único hijo de una pareja catastrófica. Su padre, C.A. Crane, era un exitoso hombre de negocios que ganó una fortuna en la industria de chocolates y golosinas. Era el inventor de un pequeño confite llamado Life Savers que tiene la forma de un salvavidas circular. Aun son populares en los Estados Unidos. Su madre, Grace Hart Crane, era un persona intensa, directamente histérica. El matrimonio no fue feliz. Tras una separación temporal en 1908 se divorciaron definitivamente en 1917, cuando Crane tenía 18 años. A los 20, el poeta le escribió a su madre: “Creo que ya es hora que reconozcas que los últimos ocho años de mi juventud ha sido un sangriento campo de batalla de la vida sexual y los problemas entre tu y papá”.
Crane cambió su nombre de pila de Harold a Hart para adoptar el apellido materno de su madre. En marzo de 1917, tras haber publicado su primer poema –firmado Harold Crane– en una revista llamada The Pagan, su madre le escribió: “¿Es tu intención ignorar el lado de la familia de tu madre completamente? Es lo único que se me ocurre criticar. Me parece que Hart, o por lo menos H. debe estar en algún lado”.
Al tomar el nombre Hart declaró su alianza en la batalla matrimonial. Su padre le seguirá diciendo Harold. Su padre. Solamente acá hay material para hacer un largo capítulo de psicoanálisis básico. Crane supo desde muy temprano que quiso ser poeta. Su confianza en sí mismo y su ambición fue tal que abandonó la secundaria para dedicarse a su vocación. Su padre no lo entendía. Lo aconsejaba que se dedicara a los negocios familiares y que dejara la escritura para sus momentos libres. Que fuera un hobby, como el golf. Tras varios intentos de integrarlo a su empresa hubo una ruptura final y Hart huyó a Nueva York. En Ohio se sentía solo, sin vitalidad, lejos del centro de las cosas. Era homosexual. En Greenwich Village comenzó a encontrarse a sí mismo, sexual y artísticamente.
Pero ese encuentro fue violento. En muchas cosas, tanto en su vida y su obra, Crane se parece a Rimbaud. La falta de dinero era una pesadilla crónica; aunque no tuvo un Verlaine, sus relaciones con los hombres fueron choques intensos y calamitosos. La borrachera se le convirtió en una forma de vida y lo llevó a extremos visionarios. Como Rimbaud también, desdobló la sintaxis y descubrió metáforas absolutamente originales en un intento de transmitir la experiencia pura en verso. A diferencia de Rimbaud, sin embargo, nunca tuvo el deseo de abandonar la poesía.
Aunque eligió el arte por encima de la vida de los negocios, trabajó en varias agencias de publicidad. Su vocación poética tampoco significaba un desdén por el pragmatismo del mundo de la industria y el comercio. El crítico Langdon Hammer escribió: “No hay duda de que, como poeta, Crane absorbió mucho del carácter y modo de pensar de su padre –su gravedad, su franqueza con las personas y su creencia los valores americanos. En su memoria The Awakening Twenties, Gorham Munson recordó la impresión que tuvo la primera vez que escuchó a Crane hablar. La voz del poeta era vigorosa, característica del medio oeste de los Estados Unidos, casi áspera como la de un vendedor”.
En una larga carta escrita a su padre el 12 de enero de 1924, Crane explica por qué no puede volver a Ohio y trabajar en la empresa familiar:
“…me gustaría pedirte que te imaginaras trabajar en algo simplemente por el amor de hacer algo bello –algo que tal vez no se pueda vender en sí mismo, o ser usado para vender alguna otra cosa, pero que simplemente es una comunicación entre hombres, un lazo de comprensión y de iluminación humana. Una obra de arte verdadera es eso. Si puedes entender esto tal vez veas que después de todo no he sido tan imprudente en seguir lo que puede parecer una estrella remota. Solo pido dejar detrás de mí algo que el futuro pueda considerar valioso. Y requiere algo de sacrificio a veces para dar esa cosa que tú sabes que está dentro de ti y que vale la pena dar. Haré todos los sacrificios necesarios por ese fin.”
4.
La obra poética que dejó Crane es compleja, hermética, eufórica e incomparable a la de cualquier otro poeta. En su centro está el poema lírico épico “The Bridge” (El puente) –que transforma el puente de Brooklyn en un emblema– o mejor dicho en una especie de instrumento simbólico que genera una compleja historia secreta de los Estados Unidos. En realidad, es difícil explicar literalmente de qué se trata “The Bridge”.
El gran defensor y evangelio de Crane es el venerado crítico Harold Bloom. Tal vez nadie lo ha entendido tan bien. Vale la pena citarlo en detalle:
“Crane es un poeta difícil, intensamente metafórico y alusivo. Combinado con sus anhelos transcendentales y su alto estilo invocatorio, su lógica metafórica da la sensación de una densidad impactada, a veces se resiste a ser desenredado. Su autoconciencia y poder retórico puede ser extraordinario y sugiere afinidades con Christopher Marlowe y Gerard Manley Hopkins como también con T.S. Eliot. A pesar de la personalidad dionisíaca de Crane y su tendencia a la perdición, él revisaba su trabajo obsesivamente”.
Como verán, hasta las lúcidas explicaciones de Bloom parecieran necesitar, a su vez, sus propias explicaciones. Crane, sin embargo, dejó una clave para su obra hermética. Sus cartas lúcidas y amorosas son comparables con las de John Keats. Aunque nunca elaboró una teoría formal poética en su correspondencia con poetas y críticos contemporáneos –y también con amigos y familiares– Crane dejó un testamento clarísimo de sus intenciones artísticas.
En una carta a su amigo Gorham Munson del 18 de Febrero del 1923, Crane explica sus intenciones al escribir “El puente”:
“En términos generales se trata de una síntesis mística de ‘América’. Historia y hechos, locaciones y etc. todos tienen que ser transfiguradas en una forma abstracta que funcionaría casi de manera independiente de su temática en sí misma. Los impulsos iniciales de nuestro pueblo tendrán que ser unidos hacía el clímax del puente –el símbolo de nuestro futuro constructivo, nuestra identidad única, en el cual también están incluidos nuestras esperanzas científicas y logros futuros. El augurio místico de todo esto ya esta parpadeando en mi mente…pero el hecho de escribirlo, juntar las fuerzas para hacerlo, me tomará meses, en el mejor de los casos. Y tal vez tendré que abandonarlo. Tal vez sea una ambición imposible…”
Crane es un poeta difícil porque demanda mucho de su lector. Leerlo puede llevar una vida entera. Hay que confiar que él vio algo y sintió algo único, y que la única manera de acceder a esa visión es a través de sus herméticas construcciones. Bloom, ese lector supremo, lo descubrió a los 10 años y hoy, a los 83, lo sigue venerando. En más de 70 años de lectura no lo ha podido agotar. No podemos imaginarnos una mejor recomendación para iniciar la lectura de Hart Crane, que hoy descansa en los mares…
EL PUENTE
Cuántos amaneceres, frío tras su mecido descanso,
habrán de zambullirse las gaviotas a su alrededor
soltando anillos blancos de tumulto, erigiendo
la Libertad por encima del agua encadenada.
Luego, con limpia curva, apartamos los ojos,
espectrales como las velas que pasan por debajo,
de alguna hoja de cálculo que será archivada;
hasta que el ascensor nos libera de la jornada…
Pienso en los cines, esas vistas panorámicas
de multitudes inclinadas ante una escena trepidante
nunca mostrada, pero a la que pronto se apresuran,
anunciada a otros ojos en la misma pantalla.
Y tú, cruzando el puerto entre destellos de plata,
como si te alcanzase el sol, dejas
en tu andar cierto balanceo pendiente.
Tu misma libertad te sigue sosteniendo.
Desde algún túnel de metro, celda o altillo
un loco se apresura hacia tus parapetos,
se inclina un poco, su camisa chillona se hincha,
una broma se arroja desde la atónita caravana.
La luz del mediodía gotea en las vigas de Wall Street,
diente roto de celeste acetileno;
toda la tarde giran las grúas entre nubes…
Tus cables respiran aún el Atlántico Norte.
Oscuro como el cielo de los judíos
tu galardón… gracia concedida
de anonimia que el tiempo no disipa:
vibrante absolución, el perdón que nos otorgas.
Arpa y altar fundidos por la furia
(¡qué fuerza afinaría el coro de tu cordaje!),
umbral terrible de la promesa del profeta,
de la oración de paria y del gemido del amante.
De nuevo las luces del tráfico que rozan tu lenguaje,
veloz y sin cesuras, inmaculado suspiro de los astros,
salpican tu ruta, cifran la eternidad.
Hemos visto la noche alzada en tus brazos.
Bajo la sombra de tus pilares esperé;
sólo en la oscuridad tu sombra es clara.
Los iluminados bloques urbanos se han borrado,
ya la nieve sepulta todo un año de hierro…
Insomne como el río que pasa debajo de ti,
tú que abovedas el mar, hierba que sueña en las praderas,
ven a nosotros, los humildes, baja
y con tu curvatura ofrece un mito a Dios