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Fahrenheit 051 / Gabriel Rimachi Sialer

Fahrenheit 051: El programa sobre libros de Lima Gris TV

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En este primer programa, conducido por el escritor Gabriel Rimachi Sialer, se aborda el tema de la pandemia y la ciencia ficción: una distopía como el clásico “Fahrenheit 451”, su origen y su extraordinario destino, acaso tan extraordinaria como la propia vida de su autor, Ray Bradbury; y la antología “Cuentos peruanos de la pandemia”, trabajo realizado por el crítico literario y poeta Ricardo González Vigil para el sello Mascaypacha.

Libros, pandemia, poesía con Alessandra Tenorio y las recomendaciones librescas en esta primera entrega de “Fahrenheit 051”. Que lo disfruten.

Aquí el primer programa:

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Gabriel Rimachi Sialer. Escritor y periodista. Autor de los libros de cuento "Canto en el infierno", "El color del camaleón", "El cazador de dinosaurios", "Historias extraordinarias", "La increíble historia del capitán Ostra" y de la novela "La casa de los vientos". Responsable de antologías de narrativa fantástica, cuentos suyos han sido incluidos en importantes antologías. Dirige el podcast "Libros que arden" en Spotify y el Círculo de Lectores Perú www.circulodelectores.pe

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Ceviche en bolsa y sopa en botellón: el gran drama nacional

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Mientras las estadísticas oficiales anuncian 45,928 personas infectadas de COVID-19 y 1286 muertos al día de hoy, un gran sector de la prensa se ha volcado a poner sobre el tapete el gran drama del Perú actual (que es Lima, como siempre): ¿quién llevará la comida que prepararán los restaurantes a partir del 11 de mayo? ¿Cómo llegará el ceviche fresquito a las mesas nacionales, el pollo a la brasa sin las papas remojadas o el lomo saltado recocido por el calor del tecnopor? ¿Cómo será el tratamiento que se le dará al chicharrón de calamar o al arroz a la cubana? ¿Cómo sobrevivirá la cocina de autor en un país que se muere de desesperación por salir a devorar lo que durante más de 50 días no pudo?

Cuando la pandemia provocada por el Coronavirus era una lejana realidad y se cobraba cientos de miles de muertos en Europa y Asia, en el Perú se desarrollaba con total normalidad una nueva forma de explotación laboral: los servicios de delivery. Miles de jóvenes (y no tan jóvenes) se volcaron a esta nueva actividad proveídos de motos y bicicletas para llevar a tu casa lo que te provocaba comer o beber un día cualquiera, por S/5 soles de transporte (que incluía la gasolina). Sin seguro médico, sin CTS, sin estar en planilla, sin beneficios laborales, este nuevo ejército de sub empleados se ganaba el pan diario exponiendo sus vidas a asaltos, accidentes de tránsito, cobros miserables de parte de los empleadores por pertenecer a una marca gastronómica o siendo abandonados cuando la tragedia les caía encima en el ejercicio del deber (por llamarlo de alguna manera).

La propuesta del gobierno para el reinicio de las actividades económicas incluye en el sector comidas al servicio de entrega por delivery o el recojo en tienda: no se puede sentar uno a comer en los restaurantes. Pero para ello deben formalizar a los trabajadores encargados de dicho reparto. Es decir: que cada restaurante debe contar con un equipo propio de entrega y este equipo debe formar parte de la planilla de trabajadores de dicha empresa. Pero claro, eso implica que el empleador haga lo que durante décadas no ha hecho: formalizarse totalmente y tratar al trabajador como tal. No es noticia el hecho de los descuentos inmorales a las propinas que dejaban los comensales, del descuento por los uniformes de trabajo, de los despidos arbitrarios sin beneficios sociales ni económicos, de los horarios salvajes que se les imponían, como tampoco de la explotación de la mano de obra venezolana que encontró en este rubro una forma de ganarse la vida, a pesar de todo. Pero todo eso se acabó ahora con esta nueva disposición del gobierno. Es además la oportunidad para formalizar a un sector inmenso de trabajadores.

El día de ayer un dominical matutino entrevistó a propietarios de restaurantes y a una periodista gastronómica que defendieron el inicio de las actividades económicas para este rubro pero negándose a formalizar a sus repartidores. “Como sucede en otros países”, dicen, basta con el aplicativo y listo, tenemos gente que puede salir a repartir la comida y ya. Solo hay que exigirles (no brindarles) el uso de mascarillas, guantes y alcohol, respetar los protocolos que se desarrollarán y listo el pollo: a comerrrrrr. No parece haber diferencia entre comida criolla y la criollada entonces. Quieren retomar sus actividades pero sin entender que a partir de ahora todo será diferente, que el mundo ha cambiado, que nosotros también tenemos que cambiar. Defender el sistema de delivery por aplicativo es defender un sistema perverso de explotación laboral donde los repartidores se revientan la espalda durante más de 12 horas al día para poder cumplir con sus gastos mensuales. Pero nada de esto importa cuando tu barriguita se desespera por esos makis acevichados que son el delirio del mediodía o el after office.

Por la noche, Sol Carreño, en Cuarto Poder, le increpa a la ministra de la Producción que no hay que preocuparse por las condiciones laborales de los repartidores de comida, que esto no es una crisis laboral, sino una crisis sanitaria. La ministra sonríe. Le responde que quieren aprovechar el momento para de una vez solucionar este gran problema. Carreño insiste en que es una crisis sanitaria, no laboral. La ministra vuelve a sonreír.

Y mientras se cocinan ideas para comer rico, en Iquitos se realiza una colecta pública organizada por un sacerdote para poder poner una planta de oxígeno y así salvar miles de vidas. En Lambayeque, las autoridades locales irrumpen en una conferencia de prensa que da el ministro de salud para gritarle que es una burla que lleven 500 pruebas rápidas a una ciudad con más de 4 mil infectados. En Huancavelica esperan a los que aún no llegan, caminando desde Lima, para decirles que no los pueden recibir. En la policía nacional se destapan nuevos casos de escandalosa corrupción por sobrecostos (robar en tiempos de pandemia debería considerarse traición a la patria). Y en todo el Perú los médicos reclaman, muchos de ellos entre lágrimas, equipos de seguridad porque no pueden con tanta muerte y tanto dolor de quienes reciben cenizas de sus muertos sin un adiós.

Escribió alguna vez en gran Juan Gonzalo Rose: Para comerse un hombre en el Perú / hay que sacarle antes las espinas, / las vísceras heridas, / los residuos de llanto y de tabaco. / Purificarlo a fuego lento, / cortarlo a pedacitos / y servirlo en la mesa con los ojos cerrados, / mientras se va pensando / que nuestro buen gobierno nos protege.

Y después dicen que los poetas exageran.

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Amores/aromas que matan

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Escribe: Gabriel Rimachi Sialer

Lima, 14 de febrero de 2020. *** 29.5° de calor. Sensación térmica de 32° grados. 12:17 del mediodía. Estación México.

Debemos ser poco más de 400 las personas que estamos yendo al centro de Lima desde Chorrillos. Vamos apretados a más no poder, apiñados, con el rostro distorsionado por el contacto con los cristales de las puertas eléctricas, vamos agudizando las contradicciones. Cada uno es un emisor de calor. Cada uno suda profusamente. Las ventanas, abiertas pero pequeñas, no permiten la circulación del aire, están empañadas por el vaho de la gente. Hay globos en forma de corazón pegados al techo, es 14 de febrero.

Hay osos de peluche que en algunos meses terminarán en la basura. Cartas de amor. Todos respiramos el aliento del otro, el olor del otro, el humor del otro; entonces la agitación repentina que viene del fondo hace que volteemos a ver qué pasa, a murmurar posibilidades, calcular los daños, encender la filmadora del Facebook para registrar el momento. Y ahí nos damos cuenta de la dimensión de las cosas, el inicio del terror, el espanto, los gritos desesperados: alguien se ha tirado un pedo en el Metropolitano.

Ha sido uno silencioso y largo, de esos letales, de los que salen del cuerpo desesperadamente porque los intestinos lo repelen; de esos que uno suelta de costadito y salen casi silbando, medio levantando un cuarto de nalga, como quien no quiere la cosa y entonces, sin apuntar y sin mayor compasión por el prójimo, lo suelta para inmediatamente después mirar a los costados para echarle la culpa al vecino. Un pedo mortal. Entonces empiezan los murmullos y se van levantando las voces “¡Quién ha sido!”, gritan “¡Quién ha sido!”, desesperados, «¡El que ha sido que respire hondo!», pero es inútil, el flaco que gritaba ha respirado una porción del pedo letal y ha caído muerto. Los ojos en blanco, espuma blanca en la boca. El aire de pronto se enrarece y se espesa, la gente empieza a caer poco a poco al fondo, como aves envenenadas. Una mujer alcanza a gritar que ha sido un hermano bolivariano, pero este también está muerto en su asiento, seguramente soñando que regresa a los llanos felices de la patria, que es donde está el corazón.

El Metropolitano no se detiene. El chófer ha entrado en pánico, grita que no lo han capacitado para estas ocasiones, pero ni eso importa, ahora hay que salvarnos del pedo, que avanza hacia nosotros como en un cuento de Stephen King: lentamente y devorando todo a su paso. El pasillo está regado de cadáveres, algunos sobrevivientes empiezan a vomitar, otros intentan romper las ventanas pero estamos tan apiñados que poco se puede hacer, y el pedo ya va llegando hasta donde estamos nosotros. Se ha expandido y ahora recubre las paredes y el techo. Y avanza. El chofer ha saltado por la ventana y vamos a la deriva. Suena “Speed” de Billy Idol, a todo volumen. Empiezo a escribir esto ¿por qué lo hago? ¿Son los efectos colaterales? ¿Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas; o los heraldos negros que nos manda la Muerte? Empezamos a desvariar, ya llegó: es verde, todo verde, un pedo verde que me está mirando. Hace un calor de mierda en Lima, demasiado calor para morir por culpa de un pedo, demasiado calor para yaj say dadijeo8983ubrj,ndkn sui uh owo ubqwiub da adsfrfvf rs f rfrefgrn nppkjhoew oefnwoif we w wfwjpww,d biubiu siewu we…

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YO (no) SOY, GRAÑA

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Escribe: Gabriel Rimachi Sialer

Oficinas de Graña y Montero, 7 p.m.

– Señores, en los últimos meses hemos perdido 400 millones de dólares en contratos. Se nos viene encima la tanda de juicios y no estamos seguros de que podamos superar la ola de reparaciones económicas que nos impondrán. Estamos jodidos, más jodidos que Cuevita buscando equipo. Tenemos que generar más ingresos o será el fin. ¿Alguna idea para mejorar nuestra imagen?

– ¡Huyamos a Suiza!

– ¡Vendamos todos nuestros activos!

– ¡Una pollada!

– Calma, calma. Hagamos un comunicado pidiendo perdón al país. Vamos a generar empatía instantánea porque el peruano siempre se solidariza con la víctima así sea esta una reverenda rata. Vamos a victimizarnos asumiendo que la marca tuvo la culpa, que G&M ya no son parte de la empresa, los expulsamos a esos corruptos (risitas), los que estamos poniendo el pecho tendremos conciencia social, empatía con los más pobres y con los que menos tienen (que son la misma vaina pero esas frases venden).

– Buena idea. Busquemos a uno de nuestros aliados. Lucho, encárgate de que uno de nuestros socios nos dé una página completa para anunciar nuestro cambio. A la gente le gustan los cambios, los challenges, la huevadita. El peruano tiene la memoria frágil y el corazón enorme. Le fascinan las campañas sentimentales del pisco y las playas, la música de la selva y Perú en Nebrasca. Sí, que se sienta como en “Mujer, casos de la vida real”. La hacemos linda.

– Cerrado. Que traigan al toque a uno de esos publicistas sentimentales. Eso nos hace falta: corazón. Nadie se resiste a un corazón roto y a un pedido de perdón. Que se sienta… sincero pero no arrastrado. Que emocione… pero que nos mantenga dignos. Sí, con la mirada en el horizonte y un drone que haga una toma aérea que nos muestre “parte de la sociedad”.

– Quitemos las letras de la fachada. Dejemos sólo el logo. Eso reforzará las disculpas públicas.

– Muy buena idea, eso reforzará aún más la idea. Que las retiren a primera hora.

Martes, 8:00 a.m. Diario Gestión, página completa.

“No queremos quedarnos callados. Menos olvidar lo que pasó. Por eso, aquí está la empresa Graña y Montero para pedirle perdón a todos los peruanos. Las personas que causaron daños, tuvieron malas decisiones o cometieron actos ilícitos, ya no forman parte de esta empresa. Sin embargo, los actuales directivos y ejecutivos queremos pedirles disculpas a todos nuestros trabajadores y a todos los peruanos por los daños ocasionados. Nosotros seguimos aquí porque queremos reivindicarnos con el país. Estamos comprometidos con el Perú y estamos colaborando con la justicia con total transparencia en todo lo que se necesite, para que se pague lo que se tenga que pagar. Desde ahora ya no somos Graña y Montero, ese nombre, ya no nos representa. Los más de 17,000 trabajadores que nos quedamos en esta empresa estamos construyendo una nueva compañía cuyo cimiento es asegurar que lo que pasó, jamás vuelva a suceder”

Epílogo (en una isla de Bahamas):

– Oye, pero si estamos pidiendo disculpas públicas al país ¿también vamos a devolver todo el billete?

– No, pues; no seas huevón. Si ya no somos Graña y Montero ¿por qué tendríamos que devolver algo?

– Tú sí, ah… ¡Salud!

* Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia

(Texto ficticio de Gabriel Rimachi Sialer)

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Julio Guzmán: el último romántico

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Escribe: Gabriel Rimachi Sialer

Hay algunas cosas que no cambiarán nunca cuando estamos en época electoral: por ejemplo, que la semana previa a las elecciones suele ser la más tóxica de todas, días donde los candidatos bajan por las escaleras imitando al Jocker, parejas del mismo partido rapeando sus “propuestas” para “enganchar con los más jóvenes”, señoras que aseguran que el sexo anal produce embarazos, señores que apuestan por la pena de muerte aprovechando la triste coyuntura de violencia contra las mujeres, jóvenes que claman por una oportunidad congresal pero no saben ni dónde están parados cuando les hacen preguntas básicas sobre historia del Perú, poetas que ofrecen leyes sobre “educación en nuevas masculinidades”, etc. Y el deporte infalible en la última semana electoral es el lanzamiento de caca con ventilador, para regocijo de la siempre noble, pura y digna comunidad virtual.

Lo que ha pasado con Julio Guzmán, por ejemplo, es tendencia en las inquisitorias redes. En el video propalado por Panorama el último domingo, se informa de que el candidato presidencial tuvo un almuerzo romántico con una colaboradora de su partido, en el departamento de esta. El almuerzo (tres tapers de tecnopor con arroz chaufa), estuvo cálidamente ambientado con decenas de velas y globos en forma de corazón: imposible que sea un almuerzo de trabajo. La mala suerte quiso que el televisor se incendiara y el fuego se extendiera por el departamento, provocando que Guzmán saliera huyendo del edificio dejando a la mujer sola esperando a que llegaran los bomberos, y explicando luego que él se hizo cargo de los gastos y que las explicaciones se las debe a su esposa, y a nadie más.

Pero mientras todos gritan indignados por la infidelidad del candidato Morado y cuestionan su incendiario corazón, no reparan en dos hechos importantes: primero que el vídeo es del año 2018 (y según el candidato presidencial ya conversó del tema con su esposa), y segundo y más importante (mientras le echan la culpa al fujiaprismo ¿?), que es más que probable que el video haya salido del mismo vientre Morado. Es sencillo: hace un par de semanas la anciana esposa de Daniel Mora, fundador de partido Morado y número 3 de la lista, lo acusó de haberle propinado una pateadura en el suelo, luego de haberle roto la nariz de una cachetada. La señora tiene 72 años. Y tiene las fotos luego de la agresión. Y tiene la denuncia judicial. Guzmán, que es tan lento cuando las papas queman, demoró días en salir al frente y cuando lo hizo, dijo que Mora era un tal por cual y que estaba expulsado del partido que ayudó a fundar, que ya había hecho la petición al JNE (un saludo a la bandera porque legalmente es inviable que a Mora lo saquen pues ya pasó el tiempo para ello), y que iban a tomar las medidas correctivas del caso. Mora entonces lo acusó de desleal. Días después sale el video de Guzmán.

Cuando a Bill Clinton lo acusaron de infiel con el escandaloso caso Lewinski, salió al frente a decir que sí pues, era verdad, que había cometido un error. Cuando a Toledo le sacaron su romance con Lady Bardales, tuvo que asumir que era verdad (luego de que Eliane Karp con toda seguridad trapeara el piso con él). Cuando Caretas sacó la foto de Alan cargando a un pequeño Federico Danton, no le quedó más remedio que aceptarlo públicamente al lado de una desencajada y humillada Pilar Nores. Y así la lista es larga e incluye a Kennedy y Marilyn Monroe pero este último ejemplo es ya de otro nivel. ¿Qué hizo Guzmán en “Cuarto Poder” frente a un por demás agresivo Augusto Thorndike? Perdió la oportunidad de asumir sus culpas y se quedó callado cuando en dos ocasiones el periodista lo llamó “cobarde”. Guzmán no está en carrera electoral en este momento, y eso debería tenerlo presente siempre, pues cada vez que sale y habla, sus candidatos al congreso son los que sufren las consecuencias. Es falso que con este escandalete los morados vayan a sumar votos. En el Perú la gente puede perdonar amantes, salidas del clóset, incluso robos porque hizo obras, pero no que huyas dejando a alguien abandonado en medio de un incendio. Ni siquiera es una observación «moral», es simplemente que eso no se hace. Y ahora, por comer chaufa en tecnopor, Guzmán es incluso antiecológico y “falto de charm”. Las cosas que uno tiene que leer en Facebook.

Veremos los resultados en las urnas.

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Arte

McDonald´s. LA CAJITA FELIZ

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Escribe: Gabriel Rimachi Sialer

Gabriel Campos y Alexandra Porras habían terminado el colegio hace algunos meses cuando decidieron, como pareja de jóvenes enamorados, buscar un trabajo para ahorrar, construirse un futuro y pasar lo que quedara de vida juntos. Les quedaban apenas cuatro meses. La madrugada del domingo, mientras cumplían un horario laboral de doce horas (de siete de la noche a siete de la mañana por mil soles al mes) encontraron la muerte en uno de los locales de la multinacional McDonald´s ubicado en Pueblo Libre, mientras trapeaban el piso y un cable pelado de una de las máquinas expendedoras de gaseosas hizo contacto con el agua. No llevaban guantes ni botas de seguridad.


Murieron en la madrugada. Primero ella, según indican las pesquisas hasta hoy, y luego él que, al intentar salvarla, también fue alcanzado por el shock eléctrico. El local no contaba con el sistema eléctrico de seguridad que corta la luz al milisegundo en que se produce un corto circuito. Las familias fueron notificadas de sus muertes recién a las diez de la mañana porque “no contaban con las fichas de identificación de las víctimas y tuvieron que llamar a una Central”. Los bomberos fueron impedidos de entrar al local por el administrador de la franquicia y el abogado de la franquicia Arcos Dorados (que tiene según indica, el más alto nivel de contratación de jóvenes en América Latina) impidió el paso del abogado de los deudos, para luego declarar al diario La República que los jóvenes “sí contaban con las botas y los guantes de seguridad”.


McDonald´s emitió un comunicado lamentando “el accidente” y anunciando un cierre de dos días a nivel nacional “por luto”. ¿De verdad creen que somos tan cojudos que no nos damos cuenta que esos dos días están siendo dedicados a parchar y revisar las condiciones de infraestructura de sus locales? Hay más de dos mil locales de McDonald´s en el Perú, y ahí maltrabajan en condiciones de moderna esclavitud miles de jóvenes que ven una oportunidad para ganarse alguito y ayudar en sus casas o pagarse sus estudios. La municipalidad clausura ese local hasta nuevo aviso, la SUNAFIL se hace la sueca y los medios de comunicación “oficiales” se mueren de miedo de perder el dinero de la publicidad navideña poniendo en sus noticieros “jóvenes mueren en restaurante”, “pareja de enamorados mueren electrocutados en local de comida rápida” y etc. etc. etc.


Hace unos años, el periodista Carlos Navea denunció que encontró una cucaracha en su pizza pedida a Domino´s. Ante el maltrato de la marca al usuario y la denuncia de este en redes sociales, la franquicia tuvo que irse del Perú porque los consumidores dejaron de ir a sus locales. Si algo hemos aprendido en todo este tiempo, nadie debería siquiera pensar en comerse un cono de helado en cualquiera de sus locales. Una cajita feliz no vale la felicidad truncada ahora para siempre, de dos jóvenes peruanos que solo se buscaban un futuro en una sociedad donde la precariedad laboral es marca registrada y aceptada por las autoridades a quienes poco les importa el prójimo.
Y si esto hubiera ocurrido en los Estados Unidos, ya podemos imaginarnos el juicio y los millones que la McDonald´s tendría que desembolsar por este crimen. Y no, no eran “colaboradores”, eran dos jóvenes trabajadores que, como cualquiera de nosotros, se buscaba una oportunidad para ser feliz en el Perú. Pero ya sabemos cómo acabará la historia.

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TV PERÚ: ¿LA HORCA DE PETROZZI?

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Escribe: Gabriel Rimachi Sialer

La salida de Hugo Coya de la dirección del Instituto de Radio y Televisión Peruana ha significado para Francesco Petrozzi –el doceavo ministro desde la creación de ese inútil ministerio hace nueve años– un duro revés, pero no sólo por lo absurdo de su despido y lo absurdo de su reemplazo: el también periodista Eduardo Guzmán, si no por el nivel del fuego cruzado que se ha desatado entre ambos, en un espectáculo lamentable que nada tiene que envidiarle a cualquier programa de farándula del mediodía.

Coya declaró para el programa “Cuarto Poder” que fue citado por Petrozzi para recibir la noticia de su despido, y que este fue resultado de la gestión de “un par de asesoras” que le habrían envenenado el alma al presidente contra él. Es decir, quien gobierna no es Vizcarra, si no sus asesores (y las encuestas). Hoy por la mañana el mismo ministro ha tenido que salir a los medios a decir que la decisión de despedir a Coya la tomó él, que nadie le dice qué hacer o qué no hacer, y que, finalmente, él no iba a renunciar al ministerio porque consideraba que no había hecho nada malo y que lo decía “mirándonos directamente a los ojos”.

Lo que no dijo el ministro y sí dijo Coya, era que el tenor ejercía una presión desde el poder para controlar las coberturas de prensa del canal del Estado, exigiendo cuentas sobre a quiénes se entrevistaba y por cuánto tiempo.  “Los anteriores ministros con los que he trabajado, ninguno me llamó para reclamarme nada o pedirme que algo no saliera o que no se hiciera determinada pregunta. Todo lo contrario, he trabajado con la más absoluta libertad […] Desde que asumió el ministro Petrozzi, me llamaba para reclamar que no debía salir un tema, que por qué entrevistamos a tal o cual, no solo fujimoristas, sino diferentes personas que podían tener un punto de vista distinto o crítico con diferentes temas”, manifestó según informes de Gestión el día de hoy. Dicen los rumores de aquella esquina (como dice la canción), que todo esto explotó por la amplia cobertura que el canal del Estado le dio a la salida de Keiko Fujimori del penal de Santa Mónica el viernes pasado.

Lo cierto es que la imagen de Petrozzi se ha debilitado en tan solo un fin de semana, al punto de que todo indica que tendremos un ministro número 13 en muy poco tiempo. Esa cartera, que debería atender casos realmente preocupantes como la destrucción de Kuélap (un caso escandaloso de ineptitud profesional, abandono estatal y desinterés de cuanto ministro se ha sentado en el Ministerio), o el aeropuerto de Chinchero (que sí va según declaró la ministra de economía en el CADE la semana pasada, a pesar de todos los estudios técnicos que indican su inviabilidad técnica), ha caído en un innecesario pozo negro del que le va a costar mucho salir. Si es que sale. Mientras tanto, los problemas siguen esperando la atención de un ministro que demora en tomar decisiones y, cuando las toma, no sabe cómo sustentarlas. A estas alturas el Ejecutivo debería cuestionar si es que realmente el Ministerio de Cultura cumple su función, o si la figura del INC resultaba más ejecutiva para los intereses del Perú.

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«La noche del campeón», un cuento de Gabriel Rimachi Sialer

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A todos los campeones del mundo.

I

Las luces de los postes aparecían y desaparecían en el parabrisas mientras Mario buscaba pasajeros en la avenida. El letrero de “TAXI” se iluminaba por una luz roja que parpadeaba de rato en rato. Estaba cansado y no había mucha gente, raro para un fin de semana que coincidía con la quincena. Ya aparecerían. Bostezó. Mientras tanto su estómago sonaba de hambre y el trasero le quemaba de tanto estar sentado manejando. Vio en una esquina descampada una carpa que ofrecía comida caliente. Se detuvo, contó el poco dinero que había ganado y bajó a comer algo. Antes de salir se miró en el espejo: su rostro estaba cansancio pero aun así se arregló el peinado de mecha larga y ensayó un par de sonrisas. Matador. Sabía que sus ojos siempre habían sido el gancho con las chicas, el color verde claro de su mirada las atraía y él no desperdiciaba ninguna oportunidad. Era un campeón.

            Hacía un frío húmedo a esa hora, como siempre. Una señora algo gruesa y buenamoza se le acercó con una sonrisa de ventas que le hizo mucha gracia y le ofreció el menú:

            —¿Qué le sirvo, joven? Tenemos caldo de gallina, con presa y sin presa.

            —¿Cuánto cuesta el caldo sin presa?

            —Tres soles sin presa y cinco con presa; el tallarín y el chaufa de pollo están a tres soles.

            Mario la miró a los ojos:

            —¿Y no tiene un menú? Algo para parar el estómago, pero barato nomás que recién estoy comenzando y no está buena la plaza.

            —¿Mala noche? Preguntó ella, coqueta.

            —Mala. Pero ya cambiará… —suspiró— los fines de semana siempre cae algo más que otros días, pero recién salgo así que deme una oferta. —La miró directo a los ojos, entrecerrándolos un poco, se sentía muy sensual cuando miraba así, matador.

            —Bueno, joven —dijo la señora, impactada por su mirada— sólo por ser usté le puedo hacer un menú: caldo sin presa más su combinado chifa y un té por cinco soles… como para que aguante toda la noche.

            Mario contó sus monedas, separó el dinero para el petróleo y cigarrillos y sonrió.

            —Ya, sale, deme un menú, pero bien despachao, como pa´ campesino.

            —Bueno— dijo ella sonriéndole con cierta coquetería— ¿quiere que prenda la tele?

            —No, señito, no se preocupe, mejor musiquita, ¿no? Póngase unos valsecitos, como para calentar la noche, ¿no?

            —Estás con frío… —lo tuteó, mirándolo a los ojos— te voy a dar algo caliente…

            —Podría ser… ¿un besito?… digo… con todo respeto.

            Ella lo miró a los ojos, luego vio sus brazos fuertes, de trabajo, ―no tendrá más de treinta años— pensó; vio el peinado de mecha larga y sintió ganas de apretarle los cabellos, su camisa abierta en dos botones dejaban ver un cuello que a ella le pareció perfecto para besar; le sonrió más coqueta que antes y se alejó rumbo a la radio, puso un CD del Zambo Cavero, miró a Mario que empezó a mover la cabeza al ritmo de la canción y le sonrió; ella suspiró disimuladamente y fue a servirle la comida. Mario miró la carpa, estaba un poco sucia; la luz de los fluorescentes iluminaba el interior verde fosforescente con rayas naranjas de la lona. La cocina industrial sonaba como una turbina de avión cuando el kerosene se encendía. Un televisor de catorce pulgadas, en blanco y negro, entretenía a un grupo de comensales —también taxistas— y a una pareja de universitarios que, con la mirada perdida, tragaban la presa de gallina sin saborearla. Estaban ebrios. Observó su carro, ya estaba viejo pero qué diablos, todavía arrancaba; además le había costado mucho trabajo conseguirlo, más aún mantenerlo y era su única herramienta de trabajo con la que llevaba dinero a casa para mantener a su mujer y a su hija de tres meses. Suspiró. La señora se acercó con el plato del caldo humeante, movía las caderas bien formadas en un vaivén cadencioso que buscaba atraer la atención de Mario. Cuando le puso el plato delante, dijo:

            —Espero que te guste mi sazón— y le guiñó un ojo; él le respondió:

            —De tus manos, veneno, preciosa— y sonrió devolviendo el guiño, frotándole disimuladamente la mano— qué bonitas manos, las cosas que harán.

            Por toda respuesta ella rio bajito, pero no retiró su mano, luego se fue. Mientras la señora se alejaba moviendo las caderas con más ganas que antes, Mario le miró el trasero, redondo, bien formado, que dejaba traslucir las marcas del calzón tipo bikini bajo el pantalón de lycra fucsia. Vio su espalda cubierta por un polo bien pegado que hacía notar el sostén y unos rollos a media espalda y sobre la cintura. Se llevó la cuchara a la boca, el caldo ya estaba tibio. Mientras comía, ella le hacía gestos coquetos desde el lugar donde estaban las ollas, y él le correspondía.

            Esta noche campeono, pensó, termino de comer y me la llevo a la playa en el carro, o por aquí nomás. Analizó todas las posibilidades que no incluyeran desembolso alguno de dinero porque estaba con las justas, salvo para los ponchos, pero la guantera guardaba una tira. En eso estaba cuando la señora volvió para llevarse el plato vacío.

            —¿Y usted cómo se llama, preciosa? Preguntó tocándole nuevamente la mano.

            —Rosa— Respondió, jugando con sus cabellos ondulados por el frizado.

            —Nombre de flor— le susurró.

            —¿Y tú? — Dijo ella sonriendo y mirando hacia todos lados.

            —Sol —respondió él.

            Rosa rio entonces y Mario vio sus labios carnosos extenderse como una tentación irremediable que tendría que saciar. Rio con ella y aprovechó para cogerla de las manos; ella le preguntó:

            —¿De verdad te llamas Sol?

            —No, preciosa, me llamo Mario — y tuteándola, continuó— anda ven, siéntate un rato, sólo un minuto y nada más, no es muy agradable comer solo.

            —No puedo, estoy atendiendo…

            —Anda, sólo un minutito—. Mario empujó una silla y ella se sentó.

            —Sólo un minuto porque estoy atendiendo… ¿Y por qué me dijiste que te llamabas Sol?

            —Es que la rosa se abre cuando sale el sol… —y sonriéndole coquetamente le apretó más las manos, ella sonrió y lo miró a los ojos con un brillo malicioso—. Termino de comer y nos vamos a dar una vuelta en mi carro, luego te traigo de regreso… ¿Qué dices? Así nos conocemos un poco más y, quien sabe…

            —¿Sí? —Respondió ella— no sé, no tengo costumbre de salir con desconocidos… por más que tengan los ojos tan bonitos como los tuyos.

            —¿Te gustan mis ojos, ah?, pueden mirarte toda la noche si quieres, sólo dime que sí.

            —Qué coqueto… pero recién te conozco, qué vas a pensar de mí… que soy…

            —Pero ya nos presentamos —interrumpió Mario— así que ya no somos desconocidos ¿no?

     —Déjame pensarlo un rato —se zafó de él, y acarició sus manos—…tienes manos grandes…

            —Y no sólo las manos… —dijo Mario.

            —¿Qué?— dijo ella con una sonrisa coqueta, moviendo ligeramente la cabeza, como sorprendida.

            —Que termino de comer y te espero para salir un rato ¿Qué dices?

            —Termina de comer y te respondo.

            Mario vio el polo de Rosa, le quedaba pegado al cuerpo, los grandes pezones endurecidos se levantaban sobre la tela, sintió una leve corriente de electricidad por la espalda y un endurecimiento entre sus piernas, se acomodó en la silla y al notar esto, ella fue a traerle el plato de tallarines con arroz; se lo sirvió y la llamaron de otra mesa para pedir la cuenta, le guiñó un ojo y le dijo con una sonrisa que iluminaba su rostro trigueño y sus ojos grandes: ya regreso.

            Mario comió deprisa, ni siquiera saboreó la comida, sólo pensaba en esos pechos y esas caderas que esa noche serían suyas ―qué rica, cómo será en la cama, termino de comer y la llevo a la playa, allí no pago peaje y por un par de soles me cuidan el carro y nadie molesta… esta noche campeono, carajo. Terminó el plato y bebió el té tibio de un trago. Pidió la cuenta. Mientras Rosa cambiaba el billete por sencillo para el vuelto, él no dejaba de observarla, ya con la mirada encendida en deseo. Estaba sobreexcitado; cuando se puso de pie, un bulto que entre sus piernas se dejaba notar, atrajo la mirada de Rosa.

            —Oye… qué es eso… ¿ah? —Preguntó acercándose lo suficiente para rozarle el pantalón con su mano— acomódalo… qué va a pensar la gente, que nos estamos calentando delante de todos.

            Él se acomodó el pantalón y la tomó de la mano. En un descuido de los demás comensales y de la cocinera, la jaló hacia la parte trasera de la carpa.

            —¿A dónde vamos? Tengo que terminar de atender a la gente —dijo ella mientras caminaban.

            —Aquí nomás, un ratito —y tomándola por la cintura la abrazó y le estampó un beso largo y cálido que la dejó sin aliento.

            —…Qué bien besas… —dijo ella—… pero alguien nos puede ver… un besito más y regreso ¿ya?

            Se volvieron a besar. Esta vez, Mario deslizó sus manos por debajo del pantalón de lycra fucsia y apretó sus nalgas, atrayéndola hacia su sexo endurecido. Al sentir el calor y la dureza del miembro, Rosa suspiró y lo abrazó con más fuerza, mientras empezaba a frotarse contra él, acelerando su respiración y su excitación. Él sacó las manos del pantalón de ella y las llevó hacia sus pechos, levantó el polo y le bajó el sostén, cuando vio sus senos, se lanzó sobre esos pezones que había imaginado mientras comía. Los succionaba una y otra vez, ella gemía bajito y continuaba frotándose contra su cuerpo, con los ojos cerrados y los labios entreabiertos. Estuvieron así casi diez minutos, mordiéndose los labios, jugando con sus cabellos, apretándose, tocándose los sexos, hasta que una llamada de la cocinera los despertó.

            ―¡Señora Rosa! ¡Señora Rosa!

            Rosa lo empujó suavemente y fue corriendo a atender la carpa, Mario le dijo jadeante ―te espero en el carro… ―. Ella volteó a mirarlo y respondió ―en cinco minutos estoy allí, y desapareció bajo el toldo, mientras se acomodaba el cabello. Mario fue a su carro, se sentó con la puerta abierta, encendió un cigarrillo y fumó a largas bocanadas, estaba contento. Esa noche, una vez más, campeonaría. Acomodó el asiento del copiloto, lo reclinó un poco para no perder tiempo a la hora del ataque, sacó los preservativos de la guantera y separó uno en la división para el sencillo que estaba bajo el radio. ― ¡El radio! Claro, música para completar el ambiente…—. Buscó en las estaciones y al inicio del dial oyó una melodía que le pareció apropiada, puso el volumen adecuado, se sacó la correa del pantalón y la guardó bajo su asiento, para no perder tiempo.

            Abrió los primeros botones de su camisa y se sintió como los dandys de las películas sobre Vietnam que siempre veía los domingos por la tarde. Cuando acomodó el espejo retrovisor para ensayar unas miradas, sus ojos tropezaron con el zapatito de Azucena, su hija, que colgaba como amuleto de suerte y recuerdo permanente de su condición de padre de familia. Sintió que un remordimiento empezaba a despertar, recordó a su esposa y pensó en qué estaría haciendo a esas horas, seguro dormía y soñaba con él, quizá lo esperaría con la comida caliente, de repente ella… ―lo siento bebé, pero esta noche papi campeona—, y diciendo esto desató el zapatito y lo guardó en la guantera.

            Cuando se acomodó en el asiento, vio que Rosa ya estaba cerca. Le abrió la puerta, ella subió y se sentó, él encendió el motor y cuando quiso avanzar hacia la avenida, ella le dijo:

            —Estaciónate por aquí nomás, cerca de la carpa, le he dicho a la muchacha que voy a traer unas cosas de la tienda; no tenemos mucho tiempo… si le digo que me demoro, de repente coge toda la plata y me roba el negocio, así son todas las serranas.

            —Bueno, como quieras, pero dime dónde puedo estacionar el carro, y que sea seguro… tú eres la que conoce el barrio…

            —Allí —dijo ella señalando un terral que funcionaba como losa de fulbito en las mañanas.

            No había postes de luz y no pasaba gente a esas horas, además, estaba a unos metros de la carpa. Mario estacionó el carro, apagó el motor, bajó un poco el volumen de la radio y abrazó a Rosa que quiso hacerse la difícil, pero no podía. Mario le atraía demasiado y no tenía mucho tiempo para gozarlo. Sólo se dejó llevar. Sólo se entregó. Mario la besó. Empezó el ataque del campeón. Le subió el polo y le bajó el sostén, sus pechos grandes y duros mostraban unos enormes pezones marrones que se erguían como dados, él los besaba mientras se quitaba los pantalones y la ropa interior. Rosa jadeaba con cada beso y apretón que recibía de Mario, sintiendo que se le iba la vida en cada caricia; se sacó las sandalias frotando sus pies entre sí, Mario se dio cuenta de esto y supo que ésa era la señal, ya bastaba de besos y abrazos, era la hora del campeón. Le quitó el pantalón de lycra y lo dejó en el asiento de atrás, luego siguió la trusa bikini. Semidesnuda, la sentó encima de él y empezó a besarla, Rosa se movía en círculos frotándose contra el miembro de Mario, que quería desesperadamente poseerla, pero ella continuaba con el juego de la tentación. No tuvo que esperar mucho. Él perdió el control de la situación y le rogó que le dejara entrar; ella, que jugueteaba con sus pechos haciéndolos saltar sobre los labios de Mario, se detuvo un instante en seco y le dijo al oído:

            ―… y qué esperas… que te dé permiso…

            Esto lo enloqueció, atrajo el cuerpo de ella hacia el suyo y, cuando se acomodaba encontrando la postura perfecta, sintió que le golpeaban la ventana de la puerta, fuertemente. Rosa seguía frotándose sin parar y no oyó nada, sólo gemía. Mario vio que quien tocaba la ventana era la cocinera de la carpa, que le hacía señas desesperadas con las manos e intentaba decirle algo. Se tiró hacia atrás, hizo el ademán de abrir la ventana, pero Rosa estaba descontrolada, había tomado entre sus manos el sexo de Mario y lo llevaba hacia la entrada del placer donde él —aún a pesar de la interrupción— hubiera querido estar, por lo menos un minuto. Rosa sintió una corriente de aire frío que corría por su espalda, volteó para cerrar la ventana y se encontró con que Mario la había bajado toda, y que la cocinera los miraba con curiosidad.

            —¡Magaly! ¡Qué haces acá! ¡Con quién has dejado el negocio! —Preguntó bajando el polo, que tenía recogido sobre las enormes tetas, acomodándose el sostén.

            —¡Señora! ¡Señora! —decía Magaly, muy nerviosa, agitando las manos.

            —¡Qué—pá—sa! —Gritó Mario, muy molesto, mientras conseguía poner su miembro en la entrada del sexo de Rosa — por fin… sólo un empujoncito y…

            —¡Señora! ¡Señora! — Seguía diciendo la cocinera.

            —¡Qué Magaly! ¡Qué! — Gritó Rosa sin dejar de moverse en círculos sobre Mario.

            —¡El Señor Carlos! ¡El Señor Carlos! Acaba de venir en la moto, ¡está preguntando por usté!

            Rosa dio un salto felino sobre Mario, se puso el pantalón de lycra fucsia, la trusa bikini y las sandalias, en menos de un minuto. En ese orden. Le dio un beso en los labios a Mario, que estaba mudo y calato, y le dijo: ―mañana te espero a la misma hora, disculpa, mi marido nunca viene al negocio… te veo mañana… chau. Cuando bajó del carro, Mario le gritó por la ventana: ―¡por lo menos ponte bien el calzón! Y echó a reír.

            Rosa se dio cuenta de que el calzón estaba sobre el pantalón y, junto con Magaly, rieron. La cocinera la tapó con su mandil y ella se cambió a pocos metros del carro. Mario miraba ese culo que se le iba de las manos, si su marido se hubiera demorado quince minutos más… Se vistió entonces y se fue de ese lugar pensando en volver al día siguiente.

            Cuadras más adelante detuvo el carro en un kiosco y compró cigarrillos, aún continuaba caliente. Hizo tres viajes al centro con dos mujeres mayores y gordas, y un viaje con un borracho; finalmente llevó a una pareja de jóvenes a un restaurante fino. Durante todo el camino, la pareja no dejaba de besarse y tocarse, hasta el extremo de viajar casi echados sobre el asiento, lo cual no mejoraba en nada el estado de Mario, que se movía a cada rato en su asiento. Cuando los dejó, pensó en ir a casa y estar con su mujer. Seguro que estaría dispuesta, sí, seguro, eso haría: llegaría, la haría feliz, él se quitaría toda esa tensión de encima y dormiría tranquilo, total, con los viajes hechos había ganado más dinero que en las noches anteriores y hacía mucho que no estaba con su mujer, aunque ella le había insinuado algo varias veces pero para él ya no era lo mismo. Ya no era su amante, su mujer, su hembra. Era la madre de su hija y eso era un freno para sus pasiones, una piedra en el calzoncillo, una trampa de ratón en el calzón. Por eso no la tocaba desde que nació su hija, hacía tres meses. Ella le había dicho que era normal, pero que no abusara. También era una persona, con sentimientos, con deseos y que lo amaba, que si él ponía de su parte irían donde un psicólogo para que los ayudara, ―no a ti, mi amor, yo sé que no estás loquito, es por nosotros, por nuestra familia, porque te amo… —Pero Mario nada, sin darse cuenta iba matando la magia que lo llevó a casarse cuando se sintió más enamorado que nunca y, mientras tanto, las luces de las calles avanzaban sobre el parabrisas del taxi. Faltando un kilómetro para llegar a casa vio la hora: cuatro y media de la mañana. En una esquina una silueta estiró el brazo. Mario aceleró y en esos segundos pensó “mejor me voy a casa, estoy con sueño, cansado y más caliente que burro en primavera”, sonrió, “bueno, si está en la ruta, que sea la última carrera…”. Y detuvo el auto junto a la silueta de una muchacha joven que, sin preguntar, abrió la puerta delantera y se sentó.

            Mario se percató de que la joven lloraba, era bonita y traía un vestido muy corto, mostrando un poco más que el muslo. Una casaca de cuero negro la abrigaba. El auto avanzó.

            —¿Adónde la llevo señorita? Usted dirá.

            —A cualquier lugar… no importa.

            —¿Cómo que a cualquier lugar?

            —No me importa, nada me importa. Respondió la joven entre suspiros.

            Mario llevó el carro hacia un lado de la pista, encendió las luces intermitentes y apagó el motor. Se volvió hacia la joven y tomándola del mentón le preguntó mientras le acercaba su pañuelo:

            —Ya no llores, amiga, sea lo que sea que te pase, no vale la pena llorar, no remedia nada.

            —Gracias por el pañuelo —dijo ella apartándose de Mario, olía fuerte a licor— lo que pasa es que mi enamorado acaba de terminar conmigo.

            —¡Y por eso lloras!, ese chico es un idiota, mira que dejar a una chica tan linda como tú.

            —Me llamo Jessica. —Dijo la chica sollozando.

            Mario  pensó  inmediatamente en la situación: la chica en tragos, él caliente, ni hablar, de esta no sales invicta, mamacita…

            —Porque hay que ser idiota para dejarte —continuó él, ya más motivado por las circunstancias— pero bueno… aún quedan muchos hombres sobre la tierra ¿no? Claro que… algunos más guapos que otros —y probó con la mejor de sus sonrisas.

            En medio de la turbidez, ella reparó en esos ojos verdes y esa sonrisa matadora, hizo un ademán de puchero y lo abrazó. Me doblé, pensó Mario, seguro que a esta flaca la han dejado como a mí: a medio vivir, y le respondió con otro abrazo. Ella preguntó, luego de un hipo: ¿Crees que soy fea?

            Listo, esa era la señal. Mario encendió la radio, la música era suave. A través del cristal del auto se veía a una pareja que hablaba y hablaba y de rato en rato reía, luego se hacían cosquillas. Luego se besaban. Luego se inclinaban sobre el asiento. Luego ya no se les vio.

II

            Cuando el sol se deslizó por entre las cortinas del hostal, detuvo sus primeros rayos sobre el rostro de Mario, que abrió los ojos lentamente y, estirando un brazo, buscó en la cama a Jessica. No la encontró. Lo primero que se le vino a la mente fue ¡la billetera!, saltó desnudo de la cama y corrió hacia la silla donde descansaban sus pantalones. Buscó en sus bolsillos, encontró su billetera y contó el dinero. Estaba completo. Buscó sus documentos, sus recibos, la foto de su matrimonio, el retrato de su hija, todo estaba en orden. Soy un campeón, susurró. Y se metió a la ducha.

            Cuando salió estaba más fresco, se vistió y peinó frente al espejo.

            ―Ahora, a casa, a descansar como debe ser. Qué suerte, no podía haberme quedado así después de lo de Rosa, ni hablar. Menos mal que tengo carro porque si no… ¡el carro! Metió las manos a los bolsillos buscando las llaves y no las encontró. Los vació hasta dejar el fundillo expuesto, buscó entre las sábanas, sobre la mesa de noche, en el cajón del velador… ahí estaban las llaves. Salió corriendo al pasadizo y sacó la cabeza por la ventana, miró hacia abajo y vio su carro estacionado, completo. Suspiró aliviado y volvió a la habitación. ¡Qué buena noche! Ojalá todas fueran así, ¿cómo haré para levantar a esta flaquita otra vez?— decía mientras se amarraba las zapatillas sentado en la cama— ¡Buéh! Mejor así, son cosas que pasan, ahora ¡a casa! ― Se puso de pie y acomodó su camisa, revisó la habitación para no olvidarse de nada y cuando estuvo seguro de eso, salió. En la recepción, el cuartelero le entregó sus documentos, el recibo y un sobre cerrado que decía: “Para Mario, de Jessica”.  Lo recibió doblándolo en dos, lo guardó en el bolsillo de su pantalón, entró a su auto y se marchó. Llegó a casa a las diez de la mañana, su mujer estaba con una bata puesta, esperándolo con el desayuno servido en la mesa. Cuando lo vio entrar, respiró fuerte y hondo, y salió a saludarlo. Sonriendo, le preguntó en un tono fingidamente cariñoso mientras él cargaba a su hija y le hacía gracias tontas:

            —¿Por qué llegas a esta hora?

            —¿Me estás interrogando? —Preguntó Mario, indignado.

            —No. Lo que pasa es que siempre llegas más temprano.

            —Sí… tienes razón, el carro se malogró y tuve que empujarlo hasta un grifo.

            —¿Ah sí? —Preguntó ella mientras le servía el café.

            —Sí. Menos mal que la noche no estuvo tan mal, si no, no hubiera podido repararlo.

            —¿Te fue muy bien entonces?

            —Más o menos, sabes que los fines de semana siempre se gana un poco más que otros días, no es mucho, pero es un poco más. Eso es lo que importa.

            —Si pues, eso es lo que importa— Susurró ella.

            —Sí, estoy muy cansado.

            Terminado el desayuno, Mario se fue a descansar, su hija se quedó dormida en la cuna y Alejandra lavó los platos. Estaba celosa, sabía que algo había pasado, o al menos que algo estaba pasando. Fue a su habitación y vio a Mario echado en la cama, en ropa interior. Tenían poco tiempo de casados y ella lo deseaba. Se acercó al borde de la cama, se acomodó a su lado, él sintió su presencia cercana y la abrazó, vio su rostro y descubrió algo que no veía hace mucho tiempo, o que no quiso ver: que Alejandra estaba enamorada de él.

            —¿Qué pasa, mi amor? — Preguntó Mario, somnoliento.

            —Nada —dijo ella mientras lo abrazaba y besaba— es que te amo tanto, que no quiero perderte.

            —No me vas a perder…

            —¿Seguro?

            —Seguro.

            —Te amo, mi amor, te amo… —dijo ella jugando con su cabello de mecha larga.

            —Y yo a ti.— Suspiró.

            —Entonces… ámame.

            Ella se quitó la bata y Mario vio que ese hermoso cuerpo desnudo le pertenecía. Sintió un remordimiento por su constante rechazo, por todas las veces que la había dejado de lado a causa de sus prejuicios. La besó con amor, como hacía tanto tiempo no lo hacía. Luego la cubrió con el edredón y empezaron a juguetear como antes de casarse, cuando visitaban hostales y playas y no desperdiciaban ninguna oportunidad de viaje o campamento para estar juntos. Como cuando eran completamente libres y felices.

III

            Una semana después, Mario llevaba la ropa a la lavandería en el auto. Su relación había cambiado mucho desde aquel día, era como si las cosas hubieran vuelto a ocupar su lugar, como si ese día se hubiera ordenado todo lo que andaba mal. En la lavandería, el señor que atendía revisó los bolsillos de los sacos, camisas, pantalones, y encontró un sobre con el nombre de Mario. Antes de que éste saliera del local, lo llamó y se lo entregó.

            Mario lo recibió indeciso, no recordaba el sobre aquél hasta que leyó el nombre: Jessica.

            ―Es mi prima―, le dijo al que atendía, que se alejó sin mayor ceremonia. Debe ser su teléfono o su dirección, justo, sabía que tenía que ser completo —pensaba— pero no puedo leerlo aquí.

            Fue a su auto, avanzó unas cuadras y se detuvo en un parque muy tranquilo, apagó el motor, recostó su asiento y, una vez cómodo, encendió un cigarrillo. Abrió el sobre y sacó una nota doblada en dos. Cuando terminó de leerla, se sentó de golpe y acomodó el asiento a su lugar original. Estaba pálido. El rostro se le avejentó cincuenta años en cincuenta segundos. Sólo cuando la voluta del cigarrillo quemó sus labios, salió del trance. Volvió a leer la nota, ese “lo siento mucho” al final de la carta, sellado con lápiz labial. Trató de calmarse y sonrió. Era una broma, habitual chiste de bar, un mito urbano. Arrugó el papel y lo arrojó a la calle lo más lejos que pudo. Cuando encendió el auto para irse, vio que el viento le devolvía aquella pequeña pelota de papel arrugado hasta la llanta delantera. Entonces apagó el motor y permaneció mudo, sentado en su taxi, durante muchas horas.

            Un año después, con el insoportable peso de la culpa en sus espaldas, Mario enterraba a Alejandra en el Cementerio Municipal; aquél hermoso cuerpo entregado al amor se había llenado de manchas lilas que la hacían gritar, y que luego la llevaron inevitablemente ante la muerte. Siete meses más tarde la pequeña Azucena moría también en la cama de un hospital infantil: la leche que recibió de su madre a través de los pezones heridos por sus inocentes encías traviesas, la mató. Mario había ido perdiendo todo en el camino: el carro, la casa, su esposa, su hija, su familia, el sueño, sus muebles, su dinero, la esperanza, su vida… no, su vida no la perdió, él pudo salvarse. Logró esquivar a la muerte aquella noche de fin de semana.

            Era un campeón.

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“Esperándome volver”, cuento de Gabriel Rimachi Sialer

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A Sheila Cuéllar

 

Todo empezó en la playa, los niños me veían divertidos pero temían acercarse. Alguna madre, extrañada, llamó a la policía por una hija curiosa que se acercó a tocar mi pecho. Yo mismo quedé sorprendido, pero antes de intentar una reacción ya estaba esposado y en la patrulla rumbo a la comisaría. Al llegar me interrogaron. No sabía qué responder. Luego me dejaron ir. Ni siquiera pude ponerme la camisa. Tuve que viajar en bus con el pecho desnudo y la gente me miraba como reprochando a un treintón en esas fachas. Pero los niños continuaban mirándome con la boca abierta, algunos buscaban refugio en el regazo materno. Otros buscaban acercarse. Tocarme. Eso me asustaba. Es terriblemente incómodo cuando un niño –o peor aún, una niña— se te echa encima. No me gustan los mocosos, siempre preguntan cosas imposibles y eso me desespera.

Al llegar a casa me bañé, pero mientras me secaba quedé perplejo: tenía una mancha azul que se movía bajo mi cuello. Una mancha enorme. Limpié el vaho del espejo y la imagen que me devolvió me paralizó. Un ave estaba creciendo entre mi piel. Un ave oscura. Curiosamente el miedo se desvaneció y sentí un calor agradable. Esa noche no pude dormir pero al hacerlo, ya cerca al amanecer, tuve el más extraordinario de los sueños. Al despertar me sentí extrañamente feliz.

Salí a caminar para decidir entre consultar al médico, a un brujo de la selva, presentarme a un circo o acudir a un instituto de investigación. Al llegar al hospital el doctor llamó a otros colegas y rieron mucho. Nadie lo veía. Sólo yo. ¿Estoy loco? Pensé, ¿será que me he vuelto loco? El doctor recomendó ver a un psicólogo. Este a un psiquiatra. Este mucho descanso.

Y yo creí que estaba loco. Regresé a la playa a descansar. Pero los niños de nuevo. Aunque esta vez empecé a hablarles como un poseído, a contarles historias extrañas, de monstruos con poderes sobrenaturales, en parajes increíbles. Al centro de un gran círculo humano, me convertí en una voz ajena e hipnótica. Veía sus pequeños cuerpos untados de protector solar. Ninguno quería irse y eso me irritaba. Los pocos amigos que tenía me fueron abandonando rápidamente mientras mi extraña vocación se consolidaba. Hasta que me quedé solo.

Como un autómata, salía temprano a la playa, me sentaba cerca de la orilla y en pocos minutos empezaba a contar historias, pero ya no era yo, era otra voz; tal vez un trauma de mi infancia – pensé. En la noche, mientras el ave dormía, yo intentaba borrarla con detergentes para ropa, pero sólo conseguí irritarme terriblemente la piel. Estaba desesperado. En el bar me tomaban por loco. Todos se alejaban. Las chicas reían de mi historia del ave que aleteaba en mi pecho y luego se marchaban. Al amanecer perdía el conocimiento y de nuevo a la playa. Odiaba esa maldita ave que me dominaba; que hacía que esos niños me quisieran.

Semanas después quise arrancarla de mi piel con un cuchillo pero aleteó tan fuerte que no me atreví a hacerlo. Me deprimí. Caí en un marasmo de rabia y fatiga.

Una mañana, sentí que algo se desprendía en mi cuerpo. Observé atónito al ave salir de mi pecho. Extender sus alas con pereza. Luego voló y se posó en la ventana. Era bellísima, para qué. Me miró curiosa, como preguntándose si su nido estaría bien. Creí ver que una lágrima rodaba por su pico. Sonreí. Por fin libre. Con disimulo cogí un zapato y se lo lancé con rabia ¡Por fin libre! ¡Lárgate! Le grité. El ave me miró nuevamente y voló. Se perdió en el infinito. Cerré aprisa todas las ventanas y puertas, corrí las cortinas y no salí en dos días de la habitación. Convencido ya de que no volvería, decidí incursionar en un bar y tener una aventura amorosa. Me hacía falta el calor adulto de un cuerpo de mujer. Curiosamente, mis contemporáneos comenzaron a aceptarme como uno de los suyos. Con rapidez volvieron las sonrisas y los brindis, los abrazos y las palabras. Ya no tengo ningún ave en el pecho, les contaba, es que andaba algo estresado y, tú sabes…

Todos rieron y prolongamos la fiesta hasta muy tarde.

Días después me desperté sobresaltado. Sentí que algo me faltaba y no sabía qué. Salí a caminar de madrugada para despejar la mente. Arrastré mi sombra por los empedrados, viendo a los borrachos de mi generación caminar frustrados, esquivando al tiempo. Vi sombras agazapadas tras las esquinas esperando un cuerpo ajeno; una solitaria pareja de amantes devorando sus pieles. Y me sentí solo. Abrí mi camisa y toqué mi pecho. No encontré nada. Llegué a casa y abrí las ventanas. Coloqué un plato de alpiste en la mesa y esperé en la silla de enfrente.

Horas después me serví una copa de vino. El tiempo pasaba. Las cortinas estaban demasiado quietas. El ave oscura no llegaba. A la cuarta copa me resistí a la idea de su ausencia y me senté en su silla para ocupar su espacio. Tal vez así llegaría. Pero entonces me sentí tan solo, que ahora hasta mi propia silla estaba vacía.

(Cuento publicado en la revista impresa Lima Gris 13)

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