“Querido, el arte medioeval es magnífico; pero las emociones medioevales están ya fuera de época. Naturalmente, pueden usarse en la literatura; pero es que lo único que puede usarse en literatura es lo que se ha dejado de usar en la vida real. “
El retrato de Dorian Gray, Oscar Wilde.
Sorprende sobremanera que en pleno siglo XXI las “historias de siempre” tengan gran vigencia en la industria del entretenimiento. Es como si, a pesar del escepticismo y cinismo de nuestra época, o mejor dicho, precisamente por ese cinismo, lo que mejor funciona en el cine y en la TV sean los grandes culebrones, versionados y re-versionados hasta el infinito. Hay de dónde elegir: el huérfano abandonado que descubre su cuna noble, la chica pobre y el galán rico (o viceversa), el héroe que descubre que “un gran poder conlleva una gran responsabilidad”, etc. Pero de entre todos esos esquemas hay uno que tiene gran tradición literaria y que quisiera repasar aquí: el de la prostituta de buen corazón, el de la chica mala capaz de un gran sacrificio. La infortunada pecadora capaz de morir por amor.
O de encerrarse en un convento, como se verá luego.
La película “Moulin Rouge” (Baz Luhrmann, 2001) no surgió de la nada. Su referente más directo es “La dama de las Camelias” de Alejandro Dumas hijo, basado a su vez en un episodio verídico: su romance con la cortesana Marie Duplessis, célebre cocotte en el Paris de los años cuarenta del siglo XIX. La conoció en 1844 y la despachó al año siguiente con una cachacienta nota que ha pasado a la inmortalidad:
Querida Marie,
No soy lo bastante rico para amarte como quisiera ni lo suficiente pobre para ser amado como quisieras tú. Olvidemos todo entonces, tu un nombre que debe serte casi indiferente, yo una felicidad que se me hace imposible. Es inútil decirte cuánto lo siento porque tú sabes bien cuánto te amo. Entonces, adiós. Tienes demasiado corazón como para no entender el motivo de mi carta y demasiada inteligencia como para no perdonarme.
Mil recuerdos.
30 de agosto, a medianoche.
A.D.
Historia que, pasteurizada y romantizada, idealizada y en nada parecida a lo que se vivió en realidad, con más dulce que hiel, y convertida Marie en Margarita Gautier y Dumas hijo en Armando Duval, a su vez inspiró a Verdi la deliciosa “Traviata.” Luego ¿cómo un tema tan escandaloso llegó a ser un exitazo? Naturalmente que se levantaron contra el autor y su libro toda clase de protestas, pero eso (como ahora hoy) no solo no impidió la difusión de la obra sino que además de famosa, la hizo rentable.
SANTAS QUE ANTES FUERON PECADORAS.
Ese tema “escandaloso” en realidad estaba muy arraigado en la cultura y en el arte judeocristiano. No había conflicto alguno con él, para los hombres y mujeres católicos del siglo XIX bastaba con ir a las iglesias y fijarse en las imágenes y pinturas de algunos altares. No era más que la reedición del eterno tema de la Magdalena, la supuesta pecadora arrepentida. La Biblia no da detalles de ella salvo lo que se lee en Lucas 8:2, que Jesús la libró de ciertos demonios que la poseían y que era una activa colaboradora de la labor de los apóstoles, pero quiso la tradición cristiana medieval, a raíz de un sermón del papa Gregorio I en 591, identificarla con la mujer adúltera que Jesús salvó de la lapidación en el evangelio de Juan. Y desde allí, a ser la santa que antes fue puta… y de ser en toda la edad media la patrona de las putas…
En “La dama de las camelias” finalmente lo que triunfa es la virtud, y eso no reñía con el status quo imperante ni con las enseñanzas de la Iglesia. Pecaba, sí, pero al final se arrepentía, eso la deslindaba de las pícaras literarias de inicios del siglo XVIII (como Moll Flanders) o de las libertinas acérrimas que a fines de ese siglo también surgieron (como Madame Merteuil). Y además no solo la Magdalena era un ejemplo religioso de que se podía ser muy buena después de haber sido muy mala: santa Thais de Alejandría era otro ejemplo en los altares. Bueno, en los altares de la iglesia ortodoxa y de la iglesia copta. El tema de Thais sirvió (¡oh coincidencia!) para que en los años noventa del siglo XIX se crearan tanto la novela de Anatole France (1890) como la ópera de Jules Massenet (1894).
Si tienen la oportunidad de leer la obrita de Anatole France, encontrarán fascinante la vuelta de tuerca que él le da a la tradición religiosa: Pafnucio, el monje que convierte a Thais, de la cortesana más deseada a la pecadora más arrepentida, finalmente sucumbe a la seducción de su recuerdo y va en su busca: solo para dar al traste con su deseo, pues ella se ha creído, de cabo a rabo, todo lo que él ahora ya no cree, y muere en olor a santidad mientras él, pobre desdichado (pobre estúpido, él mismo lo dice), se lamenta no haberla gozado cuando tuvo la oportunidad:
¡Ah! ¡Estúpido! La viste y la deseaste la gloria en el otro mundo. ¡Ah! ¡Cobarde! ¡La viste y te contuvo el temor de Dios! ¡Dios! ¡El cielo! ¿Qué significan? ¿Qué pueden ofrecerte que valga una mínima parte de lo que te hubiera dado ella? ¡Oh lamentable insensato, que buscabas la divina bondad en algo que no fuese los labios de Tais! ¿Qué mano cubría tus ojos? ¡Maldito sea. El, que te cegaba entonces! ¡Pudiste comprar, con tu condenación, un momento apasionado y no lo hiciste! ¡Con los brazos abiertos, carne perfumada con flores, te aguardaba, y no te atreviste a gozar en el encanto indecible de su seno desnudo! Atendiste a una voz interesada que te dijo: «¡Abstente!» ¡Necio!, ¡necio!, ¡más que necio! ¡Ahora te arrepientes y te desesperas! No sentir la alegría de llevar al infierno la menor memoria de un minuto inolvidable y de gritarle a Dios: «¡Quema mi carne; vierte la sangre de mis venas, rompe mis huesos, pero no puedes quitarme un recuerdo que me perfuma, que me orea por los siglos de los siglos!…» «¡Tais va a morir!» ¡Dios ridículo! ¡Si conocieras la mofa que me inspira tu infierno! «¡Tais va a morir!» ¡Y nunca será mía! ¡Nunca! ¡Nunca!
Vamos contando: van dos chicas malas que se volvieron buenas y a cada una le dedicaron un libro y una ópera.
DE SABOR NACIONAL.
Ahora tenemos a la tercera, y vaya sorpresa, ¡es peruana! Pues Micaela Villegas y Hurtado, la famosa Perricholi, cuenta también con su propia ópera (opereta, u ópera bufa, mejor dicho, musicalizada por Jacques Offenbach, estrenada en 1868 y a su vez basada en “La carroza del santo sacramento “ de Prosper Mérimée). Sé que muchos al leer esto dirán: “pero la Perricholi no fue una…” Exacto, pero hay que situarnos en la época de la que hablamos, y teniendo en cuenta los valores de la época de la que hablamos. En todo caso, se suma a la lista por una razón fundamental: el tronco vital de toda su leyenda, la puerta de entrada de su historia a la literatura francesa (y por ende, luego a la literatura universal) fue el episodio resabido y no comprobado históricamente del paseo en carroza y el posterior regalo de esta carroza que hizo, según los escritores franceses, a la Catedral de Lima. Vayamos por partes. Gabriel Lafond (viajero francés) en sus impresiones sobre Lima de 1822 fue uno de los primeros en recoger la leyenda de que la Perricholi había donado una carroza de su uso particular al arzobispado, para luego despachar al personaje declarando que acabó su existencia “en absoluto retiro.” Lafond le otorgaba a esa extraña donación un carácter “picaresco.” Basil Hall (escocés) replica esa leyenda más o menos por la misma época e insiste también en su carácter profano, casi de burla (de esta fuente recoge Mérimée el tema, para su obra de 1826). Max Radiguet (francés), que entre 1841 y 1845 estuvo en Perú da un carácter piadoso a la donación de la calesa (ya no carroza). E insiste con lo del retiro de la vida pública. Ricardo Palma citaría a Radiguet para rematar su versión del tema: «Sus tesoros los consagró al socorro de los desventurados, y cuando -dice Radiguet- cubierta de las bendiciones de los pobres, cuya miseria aliviara con generosa mano, murió en 1812 en la casa de la Alameda Vieja, la acompañó el sentimiento unánime y dejó gratos recuerdos al pueblo limeño». Y es precisamente ese carácter piadoso, esa muestra de arrepentimiento que se le imprime a la leyenda, la que coloca a la Perricholi literaria en el marco de las damas galantes arrepentidas del arte decimonónico. Ya en el siglo veinte, César Revoredo y Luis Alberto Sánchez, en sus versiones particulares sobre el tema, recogerían la misma escena y el mismo clima de arrepentimiento, y no dudarían en tenerlo por cierto, aunque Porras Barrenechea, erudito aguafiestas-papelito-manda, hubiese puesto en duda la historicidad de la escena. Desde luego la Perricholi histórica ni se encerró en un convento de monjas carmelitas (como también dicen por allí) luego de la partida del Virrey ni nada de eso. Se casó y se volvió empresaria teatral. Es más, ni siquiera fue mestiza, fue una criolla blanca, consulten a Porras Barrenechea, pero ése, ése es otro tema.
BONUS TRACK
Aunque no ha inspirado ópera alguna, aunque sí películas, Louise Françoise de La Baume Le Blanc, duquesa de La Vallière, amó tanto a Luis XIV que, según lo que recoge de otros Mario Stefano en “Las amantes célebres”, “le habría amado igual si en vez de ser el Rey Sol hubiese sido un simple mayordomo de palacio.” Claro, párrafo después Stefano no da crédito a esa posibilidad por haber sido Luis XIV cualquier cosa menos un galán (y sobre todo porque, cito: “también parece que el agua le inspiró siempre un verdadero horror. Por las mañanas se frotaba el rostro y las manos con una toallita humedecida en alcohol, y con esta sencilla operación daba por terminada su limpieza diaria”). Aún así, sí está comprobado que su devoción de querida real la llevó a extremos de gozar todas las acritudes y delicias del tormento religioso. Tan escrupulosa era que, según Stefano: “Cada vez que la pobre señorita esperaba un hijo (del Rey Sol) se sentía humillada y triste, plenamente consciente de vivir en pecado mortal.” En la plenitud de su belleza y juventud, se retiró al convento de las Grandes Carmelitas del arrabal de Saint-Jacques, muriendo allí luego de 36 años de impecable vida religiosa.
Lo curioso es que encontramos el tema de la cortesana arrepentida en otras culturas y religiones, ajenas a occidente y a la tradición cristiana.
Amrapali, por ejemplo, célebre belleza convertida en cortesana real en el feudo o república del señor de Vaishali, alrededor del año 500 antes de Cristo. Y reconvertida al budismo por la propia prédica de Buda. La leyenda popular cuenta que era tan bella que por poseerla se llevaron a cabo masacres propiciadas por reyezuelos rivales, cual una Helena de Troya en versión Bollywood. Y no obstante eso, las tradiciones budistas de la India afirman que Amrapali acabó sus días lejos del lujo y el esplendor, como monja budista, en olor a santidad.
Otra famosa cortesana convertida en monja es Jigoku-dayu, “la cortesana del infierno.” Supe de ella luego de ver en Nat Geo un especial sobre tatuajes japoneses. Fue una cortesana adoptada por el sacerdote Zen Ikkyu (1394-1481), que la adoctrinó y la llevó a la vida religiosa, además de dotarla de una educación literaria. Después de ser secuestrada y vendida a un burdel, eligió llamarse a sí misma como «Jigoku» (que significa «infierno»), en la creencia de que su desgracia era el resultado del karma de su vida anterior. La palabra “Dayu” indica que era una cortesana de muy alto nivel, todo lo opuesto a ser una meretriz callejera, no sé, supondremos que luego de su secuestro escaló mucho en su quehacer. Se cuenta también que su conversión al budismo se debió a una tenebrosa visión donde vio desfilar a una procesión de esqueletos, por eso en su iconografía se la representa llevando un kimono con escenas del infierno en él y, a menudo está rodeada de esqueletos, así se representa la repentina comprensión que tuvo de la fugacidad de la vida y de la ilusión que ésta significa (para el budismo, claro).
Ahora bien, repasando todas estas historias, tal vez los lectores han notado otro punto en común: que el “despertar religioso” de todas estas chicas ocurrió en el cenit de la juventud, es decir, cuando aún tenían mucho más que ofrecer al mundo, cuando aún podían cosechar más goces sensuales. Esto es importante, porque nos revela un poco la mentalidad machista que subyace en estos relatos: que si no te arrepientes siendo joven y bonita, nadie te lo creerá cuando te arrepientas siendo vieja y fea. Que si no, así cualquiera.
Hoy en día, menos mal, esta clase de historias solo pueden servir para hacer películas. Al menos en occidente las mujeres tienen más opciones de encontrar un equilibrio espiritual sin por ello renunciar al amor o al goce de los sentidos. Y decimos opciones, porque en la realidad todavía existen mujeres que van a las iglesias a golpearse el pecho y se creen lo que les predican los patriarcas de la moral: que son las culpables de hacer pecar a los hombres, de que en ellas hay una maldad intrínseca, y de que, si no se arrepienten, arderán toditas en un único lugar, en el caldero de Satanás.
A esas mujeres les diría lo que dijo alguna vez la reina de las flappers, la genial Mae West: «Las chicas buenas van al cielo, las malas, a todas partes.» O: “Cuando soy buena, soy muy buena, pero cuando soy mala, soy mucho mejor.»
¿No dije que fue genial?