Por Umberto Jara
Existe algo más doloroso que el adiós: se pierden para siempre las historias de quien se marcha. Aquello que vivió, aquello que sabía, sus recuerdos, su manera de entender el mundo, sus relatos. Todo se va. Nunca más puedes volver a preguntarle por un episodio, por un instante, por una nostalgia. Así se ha marchado mi hermano Eloy, llevándose todas sus historias, las que vivió y las que inventaba maravillosamente mientras las iba contando.
Está irremediablemente vacío el altar de la amistad: una mesa, unas copas y la charla amena, a veces culta, interesante pero también divertida, pícara, chismosa. Ahora, nunca más. Y duele tanto porque Eloy estaba hecho de historias. El mayor cronista que tuvo el periodismo peruano, el narrador curioso que, gracias a su sensibilidad de poeta, sabía retratar cada calle, cada esquina, cada barrio y sus personajes. Mirada y prosa. Y el gusto suyo por jugar con las palabras, ese arte aprendido de su maestro Cabrera Infante y esa cuota barroca que provenía de Lezama Lima.
Fue el hermano mayor que uno agradece haber tenido porque sin él la vida no habría sido la que uno agradece haber tenido. En la ardua década de los ochenta cuando el país se deshacía, me dio la dirección de su departamento en Surquillo con esta frase: “Vivo en la esquina de la poesía, Dante y Primavera”. Y me advirtió: “Lleva un sol para que toques el timbre”. El timbre era el poste en la avenida que había que golpear con la moneda para que él asome por la ventana. Desde entonces, esa amistad fue toda llena de vida.
Digo vida porque entendíamos que sólo valía la pena vivir a condición de disfrutar como enajenados de los libros; el cine; la salsa, el bolero, el tango, la cumbia toda la música posible; la poesía; el fútbol; el humor; el amor; y ejercer el periodismo como una pasión absoluta, jamás como un trabajo. Y, claro está, la bebida. Con Eloy supe que el mito del Tobara como bar peligroso era una mentira. Nos atendía el mozo al que bautizó como Lando Buzzanca y todo era risa. Todo fue vivir y reír. Maravilloso privilegio.
Había dinamitazos y muerte en la ciudad en esa década de los ochenta pero también estuvo el mini complejo de Surquillo para ver a la Princesita Mily y Pintura Roja o subir al escenario de Vico y su Grupo Karicia y entender que la salsa había sido parte de nuestra educación sentimental pero estaba la música tropical andina asomando como la banda sonora de un país informal que, con algunas pausas, se dedicaría al absurdo afán de hacerse mierda una y otra vez y Eloy sabía resumir con su filosofía de barrio, tanto mejor que la académica: “Tengo hijos de la generación “leche Enci”, como arroz con chizitos, cocino con puñados y pizcas, sé de qué pie cojean ciertos economistas. No es nuevo pero es: que los pitucos son menos y nosotros más. Ellos son el olvido y nosotros la memoria. ¡Sobreviviremos!”.
Quizá por eso nunca le tuvo miedo al desempleo, por recursero, por sobreviviente, por peruano hasta la médula pero sobre todo por una fidelidad inmensa a la vida que eligió tener: “La mayoría de gente quiere tener su depa, quiere tener su carro, su yate, yo no, me llega al pincho, yo quiero tener amigos y vitalidad para seguir escribiendo y admirándome de las cosas”. Anduvo por una infinidad de redacciones, cuando en el periodismo existían las verdaderas salas de redacción, y en todas, sin excepción, dejó su sello de cronista mayor, de observador perspicaz. Y el humor sin pausa y siempre querible.
Supongo que escribo estas líneas para sentir que todavía estamos juntos en una sala de redacción. Entre la enormidad de recuerdos y vida compartida, solo quiero ir un instante hasta la más hermosa y más vital redacción que compartimos: diario Expreso, 1990-1992. Una redacción que desbordaba de pasión, locura, amanecidas, crónicas, informes, todo mientras la ciudad estaba cercada por el estallido de bombas, muertos, heridos y apagones. La demencia del terrorismo. Y allí estuvimos cumpliendo con nuestra tarea de testigos. Un maravilloso grupo de periodistas, la mayoría jóvenes talentosos que una tarde cuando nos dijeron que había que clausurar la pasión, que había que dejar de hacer periodismo, nos fuimos sin que nos importe la economía en crisis y la violencia en las calles; nos fuimos todos, juntos, al desempleo y orgullosos y felices de ser, por encima de todo, periodistas. Con ellos aprendí el exacto sentido de la palabra dignidad que nada tiene que ver con la preocupación por la quincena.
Fue un tiempo tan afiebrado que, en los días siguientes, mientras pateábamos latas, el cuerpo avisó que había que darle algún mantenimiento. A mi loco querido lo llevé a un médico que ordenó análisis y vainas diversas y luego concluyó con un aviso: el hígado del cronista estaba hecho papilla y, en un aparte, el galeno me susurró al oído: “Si no se cuida, se va a morir”. Salimos y Eloy insistió en ir por un chilcano de pisco. Me negué rotundamente y él usó la frase y la sonrisa burlona que solía usar cuando yo me ponía en plan responsable: “¿Por qué eres así?” y añadió: “Déjame ser Dylan Thomas”, en referencia al poeta escocés que se sentó en la barra del White Horse Tavern y se bebió en fila, uno tras otro, sus últimos nueve whiskies. Fuimos a un bar y en la primera copa me dijo: “Yo sé lo que dice el médico pero necesito ser fiel al verso de Dylan: No entres dócilmente en esa buena noche”. Al día siguiente fuimos por un ceviche y cervezas. Eso fue hace 32 años y por eso, todos los años siguientes, estuve convencido de que Eloy era inmortal. Para refrendarlo superó el Covid cuando no existían ni vacuna, ni oxígeno ni camas en los hospitales. Pero anoche me deshicieron la certeza de su inmortalidad. Me la hicieron añicos. Y me he quedado con un desamparo inmenso porque nunca aprendí a imaginar su ausencia.
No está más. Solo quedan recuerdos. Mi madre acogiéndolo como un hijo y él hablándole con dulzura. Desde hace un tiempo, mi casa ya no es de puertas abiertas desde que constaté que el ser humano es muy peligroso y proclive a la traición. Por eso también me duele su partida porque Eloy podía llegar a casa a la que hora que le viniese en gana.
He tratado de engañar a la desolación que me envuelve diciéndome que si Eloy vivía en estado de humor, siempre lleno de bromas y alegría, no hay por qué ponerse triste. Acaso no escuchábamos en ruidosas rockolas a Héctor Lavoe cantando: “A mi velorio no venga a llorar”. Pero no puedo. Descubro, ahora, que la tristeza logra derrotar a la alegría cuando aquel que da alegría ya no está presente. Esta vez, mi hermano Eloy, solo me dejas el adiós envuelto en lágrimas.