DOS: sobre dos poetas latinos
John Martínez
Héctor Hernández Montecinos
Romy Sordómez
Ahora que cierra la década inevitablemente hacemos recuentos, catálogos para recordarlo todo. Otras veces, como todo lo verdadero, algunas cosas van y vienen, llegan, nos llenan, se van, vuelven, bajo otra piel pero con la misma totalidad, el mismo golpe pleno del aire. Sobre todo con la poesía, a la que vuelvo como un convulso siempre, siempre. Son dos, en mi caso, las personas que escriben poesía, que esta última década me han generado ese sentimiento.
A Romy Sordómez (Lima, 1982), la leí hace años, trabajaba en una revista de cultura ahora desaparecida, y no me dieron la comisión de ir a entrevistarla -Romy acababa de publicar “Vacas negras en la noche”.
Como dije no pude ir a esa comisión pero cuando trajeron el libro a la oficina, lo tomé y lo leí durante semanas. Luego el internet de cuando en cuando me daba noticias de ella, hasta hace unas semanas cuando conversando se animó a mandarme algunos textos inéditos para que salgan en Lima, ciudad donde ella no vive hace mucho.
A Héctor Hernández Montecinos (Sgto. de Chile, 1979) lo conocí en una piscina, en una fiesta de fin de verano, también en Lima. Hablar de Héctor es hablar de un poeta que ya tiene una voz propia. Viajero fabuloso, Héctor es en sí mismo un viaje, sus textos –sobre todo donde aborda el tiempo y lo inconmensurable- son imprescindibles para poder entender dónde está la poesía el día de hoy.
Ambos poetas me han desbordado, han elaborado en mí una serie de mapas y puentes por donde el “poema” es otra forma de mirar, donde el poema es la vida misma.
(Breve muestra)
ROMY SORDÓMEZ
Sucede que a veces tengo miedo
de lo mucho que pienso
y de lo poco que respiro
y del temor.
Yo hablo del temor
de no encontrar mis viejas botas de guerra
para echarme a andar
hasta pasada la medianoche;
de olvidarme cerrar la llave del agua
y que el río se lleve mis viejos apuntes.
Yo hablo del temor,
ese que arrasa tu corazón
y lo convierte en un triste y solitario latido;
de encontrar mis cigarrillos
en el bolsillo derecho de mi chaqueta
apolillados por el tiempo
y en lugar de humo respiré
miedo, un ruido parecido
al ronquido de mi abuelo.
(Poema inédito)
Titubeos del grillo
Entienda usted,
después de medianoche,
ya no hablo como aquellos
sino despacio y
titubeando,
en cada puesta de sol
en cada mañana soleada de abejorros
que yace sobre mi helado cuerpo.
Entienda usted,
hablo despacio y
titubeando
no por temor,
sino esperando
que alguien me arrastre
asomando hacia la ventana
su mirada
sobre mi viril cuerpo insatisfecho.
Entienda usted,
ya no soy quien teme
sino aquel a quien oigo despacio
desde su habitación
desperdiciar papel bond;
sirviendo a sorbos el ron
para no embriagar su espera
mientras se precipita sobre ella
y titubeando,
desespera
y erecta
su osado pie izquierdo.
Yo no haría
eso que usted hace
eso de esperar y contar
cada titubeo del grillo.
Solo despierte,
Acomode la almohada
e imagínela ebria
tosiendo su nombre
y piense
de espaldas,
contemplando.
(Poema inédito)
Un tuerto le dijo a un ciego:
Si he de ver
quiero que sea con mi ojo muerto,
que recuerda tu mirada
y recorre tu cuerpo
en otoño
de hojas granates
color de tu lengua cinamón
y olor a cebú.
Si he de amar
quiero que sea con mi ojo muerto,
que traga tierra
y fruto de cosecha recién parida,
que trae bajo la sombra
la paria
y la flor de loto.
Si he de palpar
quiero que sea con mi ojo muerto,
condenado a tu seno yermo,
que todo lo ve
y nada siente,
que repite el vaticinio del agorero
al llamarlo sodomita
viejo estéril,
un martes por la tarde.
(Del poemario Vacas negras en la noche, Editorial Sarita Cartonera, 2004)
HÉCTOR HERNÁNDEZ MONTECINOS
LA VIOLENCIA DE LOS POETAS
Todos han muerto.
Murió mi abuelo que comía piedras al amanecer, se dio un tiro de rifle en la boca pero la bala rebotó y cayó junto a los pies del cadáver.
Murió mi abuela que era una constelación delirante a través de las noches más duras donde me enseñó a caminar con los puños para que el olvido y la angustia no me destruyan como a ella.
Murió mi tío intoxicado con el veneno ramificándose por sus pulmones que eran extrañas casas donde vivían electrodomésticos solitarios y barrocas pinturas.
Murió mi otro tío, también emponzoñándose de a poco en cada país que le dio la espalda, pero no su sombra que él supo describir, salvaje, anárquico, mordaz esperando a que algún muerto le regalara un par de pilas para su reloj de oro.
Murió mi hermano, hermoso y loco, que me regaló todas las sustancias ilícitas y los besos encerrados en los baños que hoy llevan su nombre antes que los caudales de esos propios inodoros lo arrastraran al más allá.
Murió mi otro hermano, también trastornado por las llamas de su propia mente que era de donde siempre quiso huir junto a los helicópteros que me mostró en su vaso de vino antes de que casi me llevaran a mí también.
Murió mi otro hermano en este país, donde me recibía con dulce pisco y me invitaba a que leyéramos juntos en cónclaves subterráneos para que la fatalidad no nos descubriera.
Murió mi vida y estoy celebrándola con ellos.
CORO: Ni Poema Ni Cosa
(Un cadáver)
ESPERANTO
Yo creo en un Dios
que aún no existe.
Nadie sabe de mi fe,
de cuán apasionado estoy con ella; pero sí saben
lo que hice ese mes de julio acá en Perú,
porque yo creo en un Dios
que aún no existe.
Todo lo mío
está tan lleno de él
que es casi imperceptible:
salvo en los poemas misteriosos
que aparecen escritos por las estrellas.
Hermano, escúchame, escúchalo…
No es malo. Lo que viví ese
mes de julio o de enero
fortificó mi convicción
porque yo creo en un Dios
que aún no existe.
Nadie sabe de mi fe,
ni de qué se trata… pero sí saben
que en mis poemas algo de eso aparece,
y que el cuerpo es el cielo y la tierra prometida
donde el interdicto y el tabú
se convierten en una nocturna revelación
Nadie sabe… pero sí saben
que mi poesía es el viaje mental de mi pena
y que ese Dios sí es metáfora y promesa
también saben que es Incógnita porque es interminable…
Él no envidia nada, no mata,
no odia, no es vengativo, no es hipócrita
es como un niño sordomudo que camina por la calle
con una sonrisa mirando el cielo.
Yo creo en ese Dios …
CORO: Los Hermanos Nuevos
(también miramos el cielo y nos abrazamos)
�
XXVII
Me encanta ese chorro,
mi boca recuerda a ese muchacho, fuerte, implacable
alcalino dulzor. Me encanta.
Este país me ha tratado bien, muy buenos
lugares para perderse con alguien.
No quieres entrar. A mí me encanta esta
sensación
de convertir las noches en horizonte y los días en vértigo.
Yo sí deseo pasar, muchacho triste y dulce,
como tu piel, más oscura que mis intenciones,
para cubrir el rechinar de tus cuatro huesos.
Tú sabes lo que haremos allá adentro, seremos
fantasmas,
y mataremos el hambre de nuestros cuerpos
con la eternidad de saber que lo que nos pase
el día de mañana será una página de mi libro.
Y ese chorro que decía antes es la tinta de este
poema,
que te cae en los ojos y no te da miedo, lector.
Te trae algún recuerdo, yo no digo nada.
Dulce y triste es esta noche, no tengas miedo, no tengas
miedo.
CORO: Triste y Dulce
(como esta noche y tu piel)