Mi primera pasión
Empezaba 1990 y los Hermanos De La Salle me preparaban para la primera comunión. A mediados de ese año tuve que pasar por el mal rato de ver al genio del fútbol mundial, Diego Armando Maradona, con el rostro anegado en lágrimas, recibir la medalla de plata en la final del mundial de fútbol Italia 90 que consagró campeón al equipo teutón.
—¿Por qué lloras —me increpaba mi padre—, acaso tú eres argentino?
Creo que el hecho de ver a mi ídolo derrotado me hizo descubrir que la vida nunca sería como la soñamos, no todas nuestras expectativas se cumplirían: para combatir las deficiencias de la realidad estaba a nuestro servicio la ficción (pero yo, por supuesto, todavía no estaba al tanto de ello).
Aquel año me confesé por primera vez antes de probar la consabida hostia de rigor. Confesar. Palabra clave. Verbo decisivo. No sé con claridad en qué momento de mi vida me di cuenta de que yo escribo para confesar. El cantautor Andrés Calamaro, en una de sus canciones —autobiografías musicalizadas— más célebres nos dice que quiere arreglar todo lo que hizo mal: «todo lo que escondí hasta de mí, debo contar lo que solo yo sé».
Escribo para contar algo, confesar algo, deshacerme de algo que escondo. Lo vivido, oído, soñado o imaginado siempre es un punto de partida… la llegada —es decir, el final— siempre es algo que escapa a mi entendimiento, una revelación indómita.
Mis desencuentros con la curia… y con la realidad
Dejé de confesarme en la secundaria cuando un cura de la iglesia de La Compañía de Jesús se mostró exageradamente interesado en las cosas que yo pensaba —aquello que mi desmesurada imaginación me proveía— cuando me procuraba placer a mí mismo. El viejo empezó a jadear, sin el menor embarazo, dentro del confesionario.
Asqueado y furioso, me juré nunca más volver a comparecer ante un cura y así lo hice. Sin embargo, antes de acontecimientos importantes (exámenes de ingreso a la universidad, entrevistas de trabajo, visitas al doctor u operaciones de algunos de mis familiares) le escribía pequeños textos a Dios en alguna estampita del Señor de los Milagros, la Virgencita de Chapi, San Juan Bautista de La Salle o del Divino Niño.
Escribirle a ese siempre inaccesible Ser Superior era una manera de confesarme sin necesidad de compartir mis miserias («pecados» les llamaba en el colegio) con algún cura potencialmente peligroso y desagradable.
Ahora ya no le escribo a Dios, sólo hablo con Él. Presiento que nunca me escucha. Se trata de un monólogo esquizoide. El soliloquio de una prescindible y afectada versión menor de Juan Pablo Castel.
«Lo que escribes no es cristiano», me dijo la mujer amada. Así empezó la fractura definitiva. Dios me la regaló. Él también me la quitó. Ella me cambió por un templo evangélico. Yo siempre tuve un templo profano: quedaba en el barrio de IV Centenario. Hablo del estadio Mariano Melgar de Arequipa donde usualmente jugaba el club del que soy hincha (del que mi padre es hincha, del que mi abuelo fue hincha): el FBC Melgar.
Jorge Valdano, delantero campeón del mundo en México 1986, señala que en el fútbol entran a tallar tres maravillas humanas: la memoria, la emoción y los sueños. En la ficción ocurre lo mismo: escribimos porque recordamos y, ya lo dijo García Márquez, la vida no es la que uno vivió sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla. Las emociones tienen que ver con el presente, es decir, el momento mismo en que escribimos (el amor, el odio, la nostalgia, el pesimismo, la ira, etcétera) y los sueños, sobre todo los truncos, los no alcanzados, todo aquello con lo que con lo soñamos y seguimos soñando desde la infancia.
Las primeras lecturas
Como es casi obvio, mis primeras lecturas tenían que ver con el fútbol: El Gráfico, una revista deportiva argentina que llegaba los viernes por la tarde a un puesto de periódicos de la calle Mercaderes y en donde leí por primera vez «El penal más largo del mundo», aquel inolvidable cuento de Osvaldo Soriano. Y conocí a Ernesto Sabato.
Me inscribí en la academia de fútbol del ex-delantero Juvenal Briceño Ramos (un accidente en moto a causa de una borrachera interrumpió su prometedora carrera deportiva). Traté de aprender las más elementales nociones del fútbol en el estadio de Umacollo. Unos meses después, un amigo del barrio me llevó a probarme en el club Huracancito de La Pampilla. «Yo soy del Melgar», le dije. «No importa», repuso, «simplemente vamos a jugar.»
—¡No quiero que seas futbolista y no te voy a dejar ir a entrenar en el Huracán! —me dijo mi padre—. Allí vas a aprender a chupar: ¡los futbolistas son unos borrachos!
Mi padre es alcohólico.
Yo también lo soy.
Juan José Millás dice que aquello de lo que más huimos es con lo que más tropezamos.
La vida muchas veces es incomprensible y absurda. Empecé a vengarme de ella —hablo, por supuesto, de la realidad— cuando caí en la cuenta de las licencias que me otorgaba la ficción.
Obligado por mi progenitor —y también consciente de mi falta de talento— tuve que abandonar mi primera pasión. «Entonces —me dije— seré periodista deportivo y estaré lo más cerca posible del mundo del fútbol».
En la secundaria empecé a escribir cuentos de fútbol en una vieja máquina de escribir que mi madre dejó de utilizar. Sería más preciso señalar que yo me apropié de aquel aparato. La imaginación, cómplice y fiel compañera, me hacía poner al director de mi colegio —el hermano Barcenilla— en el arco del Melgar y dotarlo de todas las habilidades de «la araña negra» Lev Yashin… y quizá algo más. Modificar la realidad, de eso se trata.
De aquellos años recuerdo El principito: en aquel libro un dibujo que parecía ser un simple sombrero podía convertirse en una boa en plena digestión de un elefante. Cartas desde la selva de Horacio Quiroga fue una lectura cautivante (admiré más este escritor luego de rastrear sus datos biográficos plagados de infortunio, enfermedades y suicidios).
Al terminar la secundaria ya tenía muchos cuentos escritos y decidí postular a Ciencias de la Comunicación en la UNSA. Ingresé sin problemas. Sin embargo, no sé por qué terminé desertando. La verdad es que lo sé, pero no lo quiero aceptar (escribir también es aceptar): dejé el periodismo por coincidir en la misma universidad de una mujer que me hizo perder la cabeza.
Confesión final
Ahora que lo pienso (luego de perder a la mujer amada): también escribo porque nunca podré llevar a un hijo mío al estadio. ¿Qué intento decir? Que gracias a la ficción sí podré hacerlo. De eso se trata: contar historias con el mismo fervor y seriedad con los que jugaba al fútbol de niño. Con la misma ilusión con que, tomado de la mano de mi padre, subí las gradas de una de las entradas a la tribuna sur del estadio Melgar y descubrí otro mundo… El FBC Melgar: donde él y yo, a pesar de nuestros dramas, discrepancias, recelos y dolores, más que padre e hijo, siempre seremos cómplices.
(PUBLICADO EN LA REVISTA IMPRESA LIMA GRIS 10)