El Nautilus siempre estaba lleno a esas horas. Los camareros iban y venían trayendo los pedidos y atendiendo a los clientes. Conversaciones entremezcladas. Gritos. Risas. Sara odiaba ese lugar a las 4 de la tarde. Tenía que entrar saludando casi mesa por mesa, con un gesto, no más, para acabar buscando el rincón más discreto. Cristina la haría esperar al menos media hora y solo quería pasar desapercibida. Un camarero impertinente aparecía cada cinco minutos para prácticamente exigirle que hiciera su pedido y ella le despachaba educadamente explicándole que esperaba a alguien.
Él volvía una y otra vez haciéndola sentir muy incómoda. No apartaba la vista de la entrada. Ignorando a aquel tipo. Hasta que la puerta batiente del local se abrió por enésima vez y, ya cansada, apenas se molestó en prestar demasiada atención a quien entraba. Sin embargo, ahora sí era Cristina. Al ver al camarero girándose bruscamente hacia la puerta supo que ella había llegado. Hizo su entrada triunfal. A sus 17 años producía verdaderos espasmos en el sexo contrario. Exuberante, con porte de pantera, avanzaba sobre sus tacones de diez centímetros con paso firme, contoneándose altiva, moviendo suavemente la cabeza de un lado a otro, dejándose observar. El pelo cortado a navaja, unos ojos verdes grandes y profundos, pómulos marcados y labios gruesos. Segura y consciente de acaparar miradas lascivas potenciaba sus encantos con gestos medidos, sutiles y efectivos. Nada más acercarse a la mesa donde la esperaba Sara se sentó sonriendo al camarero.
El tipo se había quedado clavado en el sitio. Se deshacía en cumplidos, zalamero, y ella cruzaba las piernas coqueta dejando ver parte de sus muslos. Su atuendo favorito eran las minifaldas muy cortas y hacían las delicias de los tipos que se la comían con la mirada. En cinco minutos el camarero les había traído los cafés y se despedía de ella sin perder la sonrisa. Cristina estaba radiante. Más guapa que nunca. Le brillaban los ojos y pocas veces Sara la había visto tan contenta. No tardó en darse cuenta que difícilmente se podía deber a aquel novio del que le llevaba hablando desde hacía seis meses. Un universitario de 22 años. Serio, responsable y considerado. El mismo que la había ayudado en sus momentos más críticos, cuando más confundida estaba.
Le ofrecía una relación estable y duradera. Sus padres le miraban con agradecimiento por ser el artífice de los profundos cambios que había sufrido su hija, por estar convirtiéndola en una mujer de provecho. Traducido al idioma de ambas amigas: la había encarcelado y la mantenía atrapada en una pesadilla, pura rutina y mediocridad. Las largas conversaciones telefónicas entre ambas durante los últimos meses habían convencido a Sara de que Cristina estaba loca por escapar de aquella historia de alguna manera. Sin embargo, la tentación de mantener la imagen que había creado era más fuerte que su ansiedad.
Por fin las dos amigas estaban cara a cara y Cristina tenía una confidencia muy importante que hacerle. Movía los dedos de la mano derecha nerviosa, dando golpecitos en la mesa y giraba la cabeza a un lado y a otro asegurándose de que no hubiera nadie demasiado cercano que pudiera oír la conversación. Casi susurrando y acercándose mucho a Sara le dijo: -Tengo un amante-. Cómo se le llenaba la boca con la palabra. Era toda una aventura. Estaba viviendo una historia fascinante, un secreto que compartía por primera vez con alguien. No pudo entrar en detalles en ese momento porque en aquel lugar todas las antenas estaban siempre conectadas. La confidencia completa quedó aplazada porque solo unos minutos más tarde estaba saludando efusivamente al oficial. Un beso de tornillo y se hicieron las presentaciones.
Era la primera vez que Sara veía a Andrés y entendió a la primera la emoción de su amiga. Le repugnó en ese mismo instante. Había algo en aquel individuo que le despertaba una profunda desconfianza. No solo era su rostro afilado de ave rapaz carroñera, ni sus gestos para con ella tan arrogante y engreído, condescendiente al máximo, descarado en sus muestras de afecto, presumiendo de adquisición. Su voz resultaba exasperante por lo monótona, con elevaciones de tono innecesarias para dar importancia a sus frases magistrales. Era el que la había rescatado de su inconsciencia y se vanagloriaba de ello. Como si ella tuviera que corresponder a su magnánimo afecto, absolutamente irreal, con todo su repertorio de mujer sensual y entregada. Cristina hacía el papel de perdida-recuperada como nadie ante aquel sujeto. Sara se sentía cada vez más incómoda y una hora más tarde se despidió dejando que aquella representación siguiera su curso.
Esa noche Cristina la llamó y concertaron una cita a la misma hora de siempre pero en un local completamente diferente. La esperó en la puerta. No se sentía segura en territorio desconocido. Menos mal que esta vez su amiga fue puntual. Apareció enfundada en unos vaqueros tan ceñidos que debían estar cortándole la circulación, arreglada como si fuera otra, más estridente el maquillaje, más insinuante de lo acostumbrado. Entraron juntas y se sentaron en la primera mesa vacía que encontraron. Era un local muy discreto, minimalista, apenas tenía decoración. Mesas de madera y sillas duras e incómodas. Un barman cercano a la jubilación ejercía de camarero ocasional, no necesitaba más personal. El sitio perfecto para las confidencias de Cristina.
Pero no las hubo aquella tarde, la presentación del amante era prioritaria. Él también llegó puntual. Sara, incapaz de articular palabra se limitó a darle la mano y la notó caliente, firme. Fue un gesto brusco por parte de él, no debía estar acostumbrado a dar la mano a las mujeres y Cristina se rió. Sara no podía evadir aquellos ojos tan negros que la mantenían la mirada sin pestañear. Salomón era un tipo curtido, muy vivido y desafiante. Los gestos cariñosos de Cristina para con él obtenían medias sonrisas y suaves caricias en sus manos o su pelo. Sin embargo su rostro marcado por cicatrices antiguas, aquella sonrisa extraña con boca medio abierta que dejaba ver unos dientes romos, partidos algunos y amarillentos, un cuello ancho y fuerte, un cuerpo macizo y sólido, aquellas manos pesadas, llenas de callos, la piel cetrina y su voz grave y aguardentosa le daban escalofríos.
Debía andar por los cuarenta y la observa con desconfianza. A Sara había algo que no le gustaba en él, probablemente todo. La edad, el aspecto, lo altivo. Sólo se quedó con ellas unos minutos, apenas habló y desapareció como había llegado dándole la mano y concertando una cita con Cristina al día siguiente a la misma hora pero en otro lugar. Con más tiempo, para que pudieran hablar tranquilamente.
En cuanto se fue los ojos de Cristina eran un puro interrogante. Sara no sabía que contestar. Su amiga esperaba una opinión favorable que ella no tenía así que se limitó a mencionar el tema de la edad. Dentro del conjunto era uno de los inconvenientes desde luego, el primero que se le pasó por la cabeza. Cristina buscaba su complicidad y pensó que la mejor manera de conseguirla era ser sincera. No ahorró detalles para evitar las sorpresas a posteriori. Salomón estaba divorciado y tenía dos niños, la mujer le había dejado hacía mucho tiempo y casi no veía a los niños. Tenía dos hermanos más jóvenes, más de 15 años de diferencia a los que cuidaba como si fueran sus hijos y también se ocupaba de sus padres que ya eran bastante mayores.
Había estado en la cárcel un par de veces por delitos de menudeo, condenas cortas, no se iba a dejar pillar por otra cosa-decía soltando una carcajada nerviosa-, y ahora estaba intentando no meterse en líos porque una tercera condena le obligaría a pasar mucho tiempo en la cárcel. Además le quedaban solo unos meses para cumplir los cinco años sin delitos y limpiar de esa forma su historial. Iba a quedar en blanco. Había sido traficante pero ya no lo era. Estaba cambiando de vida. También fue drogadicto pero solo de joven, se desenganchó la primera vez que estuvo en la cárcel. Desde entonces consumía alguna raya de vez en cuando y fumaba canutos. El alcohol era su mayor problema pero lo estaba controlando. Decía que con ella todo era diferente, no necesitaba nada de eso. Sara estaba pálida. Callada. Intentando disimular sin conseguirlo.
Cristina decidió seguir con las confidencias para paliar el impacto o reforzarlo. Le conocía desde hacía un año, de vista solamente. En esa época ella estaba con otro tío. Un capullo con buenos contactos que la regalaba un gramo de coca de vez en cuando. Estaba pasando una mala época y sin darse cuenta acabó enganchada. Entonces apareció Andrés, un lío de una noche que se convirtió en costumbre. Poco después él se dio cuenta de que tenía un problema serio. Los temblores, los cambios de humor, la ansiedad. Una tarde de confidencias y se ofreció a ayudarla. La llevó a una casita que tenía cerca de la estación y se encerró con ella en una habitación durante dos días. Se quedó a su lado mientras pasaba el mono. Había sido muy doloroso y nunca se le iba a olvidar lo mal que lo pasó. No volvió a consumir nunca más y la relación con Andrés se hizo más seria. En realidad la recordaba todo el tiempo lo bien que se había portado con ella en aquella ocasión y de estar agradecida paso a estar harta. Una noche salió de marcha con unos amigos y se encontró a Salomón por casualidad.
La abordó en cuanto tuvo oportunidad. Ella había bebido mucho y cuando se quiso dar cuenta estaban follando como locos en su coche. Todo fue muy rápido y la llevo a casa pronto. Al día siguiente la volvió a buscar y desde entonces no podía dejar de verle. El tío era muy bueno en la cama, tenía un pene muy grande y grueso que hasta le dolía durante la penetración pero no importaba. Sara fue consciente de que la sexualidad exacerbada de Cristina había encontrado al compañero ideal. Siempre dispuesto, hábil e inteligente. Capaz de volverla loca en la cama y de tratarla con respeto y dulzura el resto del tiempo. Un tipo con muchas historias fascinantes que contar. Ella estaba viviendo su propia película del padrino con un mafioso de carne y hueso, retirado y necesitado de afecto. Cristina, tan ilusionada. Sara, fuera de juego. Cualquier estupidez que hubiera hecho su amiga hasta entonces no tenía importancia pero esta vez se le había ido la mano. Lo peor era que se sentía especial. Era muy cabezona y no dejaba mucho margen de acción. Cualquier cosa que le dijera no la haría cambiar de opinión y si no tenía cuidado se sentiría amenazada. El instinto animal de Cristina reaccionaba muy mal a los sermones y peor aún a la coacción. Tenía que sufrir las consecuencias de todo lo que hacía, por duras que fueran, para aprender. No sabía hacer las cosas de otra manera.
Al día siguiente Sara fue a la cita por curiosidad y lealtad. Aquella tarde los encontró sentados haciendo bromas, más tranquilos. El lugar de reunión era una cafetería que no conocía pero con mejor pinta que el local del día anterior. Vacía por la hora y lo lejos que estaba del centro, pero en aquellas circunstancias era mejor así. La llamaron desde el fondo del local y se acercó despacio. Conforme avanzaba hacia la mesa cambiaba de opinión continuamente. La idea de escuchar la historia de Salomón le convencía cada vez menos pero ya no podía echarse atrás. Le pareció que tardaba muchísimo en llegar a la mesa y antes de sentarse él le extendió la mano divertido, más relajado. Un saludo extraño para una chica rara que no daba besos.
Ella le aguanto la sonrisa sin terminar que se dibujaba en su rostro con otra del mismo estilo y tomo asiento. Pidieron los cafés y él empezó a hablar casi enseguida como si la hubieran estado esperando para ilustrarla. Ya sabía lo principal y estaba allí. Había confianza entre ellos. Salomón empezó explicando que las marcas que le cruzaban la cara se debían a peleas antiguas y accidentes de coche, generalmente por ir borracho, se había salvado más de una vez gracias a aquel cuello ancho y sólido que exhibía para ilustrar la historia. Tenía los huesos fuertes y sólidos y eso también ayudó. La revisión de cicatrices en brazos, torso y piernas fue inevitable. Hasta le mostró varias en la cabeza. Eran heridas de guerra que le hacían sentir orgulloso. Cristina seguía sus palabras entusiasmada y Sara esperaba que en esa bravuconada quedara todo su alarde.
Luego vino la insistencia de su amiga por escuchar algunas anécdotas de su pasado mafioso y él se lanzó en plancha. Les habló de la bolsa de deporte. De lo que significaba con una nostalgia evidente. Era un código. Una llamada a cualquier hora pidiéndole que la cogiera y dándole una dirección. Entonces él la metía en el maletero del coche y conducía a toda velocidad para cumplir gustoso el encargo. Aquellos momentos eran de pura adrenalina. Generalmente la llamada tenía que ver con unos gilipollas que se habían metido en el territorio que no debían o imbéciles que no querían pagar. Y ahí aparecía Salomón con un bate de béisbol, una navaja, un arma de fuego o sus propios puños, dependiendo de la situación. Con los camellos de poca monta con los puños tenía suficiente, con los que se hacían los listos tiraba de navaja y a los que no atendían a razones les partía las piernas con el bate. Había roto muchos huesos y dejado cicatrices profundas pero nunca se le iba la mano, era su trabajo y aunque mandó a muchos al hospital nunca mató a nadie. Sara abría los ojos y observaba la sonrisa de su amiga. Él lo decía completamente en serio. Estaba explicando lo efectivo y capaz que era en su trabajo.
Luego decidió despertar el interés de ambas y se aventuró a contar secretos de su antigua organización. En el pueblo vecino, una pedanía con muy pocos habitantes, tenían distintos apartamentos donde se ejercía la prostitución. Solía haber 4 ó 5 chicas por apartamento y los había de dos clases: el de las menores, chicas de 16 y 17 años, aunque ellos no podían controlar si alguna era más joven y mentía con la edad; y el de las jóvenes pero algo mayores, hasta los 25. El resto trabajaban en locales de los pueblos aledaños pero aquellos apartamentos eran lo más sofisticado de la zona. Discretos y con buen género.
Tenían mucho éxito entre los hombres mejor situados del pueblo. Entre sonrisas y en confidencia contaba como aquellos tipos organizaban cacerías falsas para revolcarse con las chicas, las más solicitadas eran las menores, eran un verdadero filón. Lo de las cacerías lo preparaban en serio. Se reunían un grupo de amigos, levantándose de madrugada, a las 4 salían, cargaban los coches con las escopetas y todos los aperos necesarios. Media hora más tarde llegaban a los apartamentos y se quedaban allí hasta las 7 u 8 de la mañana. De vuelta a casa pasaban por la carnicería que había justo bajo uno de los apartamentos y compraban los conejos recién muertos que llevarían a casa como coartada obvia. Nadie hacía preguntas. En la misma casa podían encontrarse en el pasillo alguno de los comerciantes más influyentes del pueblo, el director del banco, el juez de instrucción, el notario, el capitán de la guardia civil. Todos expertos cazadores reconocidos. También les comentó sin entrar en detalles que muchos de ellos, nombres no podía dar, recibían beneficios de la organización por responder de forma solicita cuando se presentaba alguna que otra dificultad. Unos sobres que él mismo había entregado más de una vez durante aquellas cacerías.
Ya mucho más tranquilo estuvo hablando de sus hermanos: Abel y Jeremías. Todavía jóvenes pero que ya mostraban maneras. Abel, el mayor, soldado profesional y un genio del trapicheo en el cuartel. Vivía en la capital y tenía un futuro brillante. Era listo y tenía estudios. Él si llegaría muy lejos. En la organización ya había despertado el interés. Jeremías, más loco, más parecido a él. Temperamental pero sabía manejar a la gente. A él le había conseguido un puesto como perro guardián de los envíos al norte y lo hacía bien. Disfrutaba de su trabajo.
Salomón se lió un canuto sin prestar atención al gesto de disgusto del camarero que permanecía en la barra sin moverse, mascullando en voz muy baja. Cristina le dio un par de caladas y se lo ofreció a Sara. Esta lo rechazó amablemente deseando salir de allí cuanto antes. Pero la conversación duró aún media hora más. El tema se desvió a su primera estadía en cárcel, a como entró siendo nadie y salió con contactos y un trabajo que le gustaba, que le permitió mantener a su familia y que se le daba francamente bien. Ya nada era igual, mucho tiempo apartado le había creado algunos problemas aunque seguía ayudando de vez en cuando a sus antiguos jefes con gestiones menores. Sin embargo, tenía que soportar las ínfulas de los que intentaban ocupar su puesto, más incompetentes pero todo había cambiado mucho y nadie se tomaba en serio el negocio. La primera regla era no ser un puto drogadicto, había que tener la cabeza despejada y estar alerta todo el tiempo. Cristina parecía tan orgullosa de él, de lo importante que fue. Sara ahora estaba asustada de aquel tipo. Más confundida aún porque el supuesto mafioso arrepentido era un nostálgico de su oficio. Estaba teniendo una pesadilla o todos se habían vuelto locos. Ellos estaban en otro mundo.
Salieron de la cafetería los tres juntos y cuando se despidió de ellos le deseó suerte a Cristina. Les vio irse de la mano calle abajo y supo que a ella no la iba a volver a ver.