3:12 am.
¿Sabe usted lo que es la vida? No, no, carajo, déjeme hablar a mi, usted ya habló, así que quédese callado. Usted también, doña Marcela, usted también, shhh, que le voy a explicar sobre la vida, putamare. Cuando tenía como diez años, creo, mis viejos se separaron, sí doña, lo que es cuando los padres no se soportan y paran peleando todo el día. Yo era chiquillo y mis hermanos también; usted verá, ellos peleaban hasta dormidos, c…sumare, era insoportable y yo no aguantaba esa vida, pues, mocoso era y rebelde, como todo muchachito ¿no? ¿Qué? Ah sí, sí, salud compare, salud. Bueno, la cosa es que me escapé de mi casa un día y no volví jamás, verán. No sé aún lo que pasó en mi cabeza, sólo salí corriendo de mi casa. Vea, yo vivía ese entonces en Magdalena, así que no piensen que siempre fui pobre, no, se equivocan totalmente. Puta que mis viejos tenían plata, oiga usted. Vengo de buena familia, compare, no crea que soy uno de esos locos que abundan por la calle, no. En ese entonces Lima era Lima, carajo, de gente educada ¿no? ¿No don Jacinto? ¿Se acuerda usted como era Lima? Ah claro, así mismita, y nosé por qué no volví, sabe. Toda mi infancia la pase chambeando en la calle, de lo que sea, bien de abajo, tamare, desde la misma mierda del suelo. ¿Cómo? Discúlpeme doña Marcela, pero sepa que la calle es bien dura con uno y yo no tengo pelos en la lengua, yo hablo lo que pienso, me basto con mi educación de primaria y nada más, sepa usted.
Les decía que chambeaba en lo que sea, dormía donde sea: en los parques, en el piso, en cualquier hueco posible, con varios chiquillos como yo, viejos también que paraban borrachos todo el tiempo; apestaban, nunca se bañaban, yo sí porque así fui criado, pues, carajo, en algo tengo que ser agradecido con mis viejos, que en cualquier hueco posible, con varios chiquillos como yo, viejos también que paraban borrachos todo el tiempo; apestaban, nunca se bañaban, yo sí porque así fui criado, pues, carajo, en algo tengo que ser agradecido con mis viejos, que en paz descansen, ¿no? Aunque nunca más los volví a ver pienso que ya deben estar bien muertos, oiga ¿sabe cuántos años tengo? Ah pues, imagínese a mis viejos entonces. Algunas veces me los soñaba, en esos primeros días me moría de frío en la calle, todavía sin saber qué hacer, cagandome de hambre de días y días sin comer ni un pedazo de pan. Y bien flaquito era en ese entonces, era un esqueleto tembleque, parecía que moriría en cualquier momento viviendo entre borrachos, fumones, ladrones, putas, y toda la peor calaña existente vea. ¡Salud! Pero gracias a Dios salí de ese infierno años después, a los quince años. Conseguí un trabajito en una bodega en Cercado de Lima.
El señor me conocía, sabía que era un chico sano, no fumaba, no me drogaba, no tomaba, trataba de verme limpio en lo posible pero, putamare, qué flaco que era, parecía un espantapájaros, así con todo el pelo largo. Pero bien bueno conmigo fue don Lucho, así se llamaba el viejito; me daba de comer, un cuartito donde dormir y un poco de ropa de sus hijos. ¡Ja, ja, ja! Sus hijos eran menores que yo pero la ropa me sobraba a mí. ¡Lo que era un palo yo! ¿Cómo? No, el viejito ningún violador fue, sepa usted, el cuartito que me dio estaba en la misma bodega y yo era, además de su ayudante el vigilante, pero más era para dormir nomás, el viejo nunca me explotó. Que el Señor lo tenga en su gloria, carajo, salud como mi segundo padre, oiga, y yo le lloré a mares el día que se murió, seis años después. Como nunca me lleve bien con sus hijos me tuve que ir pues, siempre me tuvieron envidia porque el viejo me prefería antes que a ellos, así sean sus hijos, pero estúpidos también para ser sinceros, se les veía en las caras, oiga, como mongolitos les salió ¿no? Pero no me fui con las manos vacías de ahí, el viejo me quería así que me dejó un dinerito en su testamento (lágrimas), bien bueno fue conmigo don Lucho, santísimo. Como yo era su mano derecha hasta el día de su muerte me vio como el hijo que siempre buscó… así que no me fui con las manos vacías, conseguí trabajo en una fábrica de plástico, vea, por el Callao. Esa fábrica ya cerró hace años. Plastisol, así se llamaba. Quebró. Me casé; tuve tres hijos, los tengo aunque ellos no se acuerdan de mí. Dos varones y una mujercita: Micaela. Sabes, lo tenía todo otra vez, buena vida, una familia, salud, dinero, el cariño de unos hijos, el respeto de mis amigos, éxito en el trabajo, ¿qué más puede pedir un hombre?
Pero la vida no se puede predecir… (se le va la voz, llora, silencio). Mi mujer era hermosa, Dios, si era hermosa es poco. No hay palabras para describirla, y si las hay son pocas, y si son pocas no son nada. Mire comadre, a esa mujer la tuve que enamorar veintitrés años hasta el día de su muerte. Yo la conocí cuando aún ella era menor de edad, pero sabía que era ella o nadie, y creo que ella también lo sabía. Años después se lo dije en su cama en el hospital. Al año siguiente me casé con ella cuando cumplió dieciocho. Sandra murió de leucemia a los cuarenta años, en mis brazos, pesando treinta y ocho kilos, casi nada en mis brazos pero alcanzaba a tenerla junto a mi pecho. ¿Saben lo último que me dijo? Ella temblaba en mis brazos, los médicos de mierda no estaban, las enfermeras dormían, mis hijos estaban en mi casa con la hermana de Sandra, eran pequeños. El mayor, Gabriel, tenía trece años, Micaela ocho y José Antonio seis. Entonces vivíamos en Miraflores ya, con la hermana de Sandra. A ella le dábamos cuarto hasta que se consiga un departamento. Era la menor de sus hermanas, tendría veintidós. Su familia era numerosa, eran ocho hermanos, Sandra era la tercera y eran naturales de Chiclayo. Familia humilde. Yo tuve que enamorarla veintitrés años, oiga, doña chelita, nunca me creyó cuando le dije que me había enamorado desde el primer momento en que la conocí, así que cada día tenía que enamorarla, incluso ese día que murió. Le dije que la amaba y le di un largo beso, y lo último que me dijo fue: “creo que me oriné” (caen lágrimas… ríe). Saben, saben, ella… ella tenía muy buen sentido del humor y siempre paraba haciendo bromas… Ay. Lo curioso, vea, es que sí se había orinado. Cuando me di cuenta me reí un segundo, luego al ver que no bromeaba caí en el desentimiento total, no me explicaba lo que pasó. Luego rompí en llanto, rendido, derrotado, pero me reí de la muerte. ¡Salud por eso! ¿Qué dice usted? Yo no estoy borracho, yo la amaba, lo juro por lo más sagrado, la adoraba, doña, no se imagina cuanto. Borracho no estoy, yo estoy más sano que cualquiera, cojudos de mierda, váyanse a conchesumare todos. Aquel que se ríe de la muerte, teniéndola al frente, lo puede todo y me saco el sombrero. (Silencio) lastimosamente a la muerte no le gustó la broma y al año siguiente murió mi hijo José Antonio en un accidente, rumbo al colegio; le atropelló un bus. Yo había cruzado la pista y él me fue al encuentro, su cuerpito salió volando. Ese día no me reí (lágrimas). Me deprimí mucho, perdí el trabajo. Ya para entonces estaba de administrador en una pequeña empresa que hice con mi socio de años. Él creyó que me había vuelto loco, me perdí en el trago, el ocio, la soledad. Mis hijos cuando alcanzaron la mayoría de edad me abandonaron,se fueron a vivir con su tía, la hermana de Sandra que vivía con nosotrosElla se casó con un hombre de dinero y los acogió sin problemas. Así volví a la calle, carajo, de donde salí, pero ya viejo, sin padres, sin hijos, sin mujer, la putamare.
La otra vez decidí ir a ver mi antigua casa de Magdalena y ya no estaba, ahora es un edificio, de esos que tienen vigilante que le dices el nombre del inquilino y te hacen esperar en un hall. Le dije que yo antes vivía acá, creo que no me creyó, apestaba a trago barato y tenía la ropa hecha harapos, como ahora (se duerme).
8:01 am
Juan Centenario Fernandini murió de intoxicación a la edad de setenta y cuatro años en una plazoleta del Rímac. Se había orinado en sus pantalones.
Raúl Villavicencio.