Foto: El Comercio
Existen dos lugares en los que mi naturaleza se vuelve una masa corpórea timorata, vulnerable y frágil como el cristal. Estos lugares son el hospital y la cárcel de mujeres «Santa Mónica».
Llegué al penal de mujeres en octubre del año pasado (2013) por invitación de una buena amiga, poeta de corazón, arquitecta de profesión para participar en un taller de exploración creativa artística. No creo que exista el día perfecto para visitar el Santa Mónica, pues es evidente el entusiasmo de ellas cuando reciben visita. En este caso, aquel sábado 19 de octubre fue el escogido. Mientras hacíamos la cola para ingresar, la masculinidad en el cuerpo de una mujer se hizo notoria, era la primera. Se trataba de una chica, su contextura era ancha, de tez blanca, con la cabeza por ambos lados rapada, con tatuajes cubriendo ambas extremidades, en el brazo derecho se leía Faith y varios piercings pendían de su rostro.
Las medidas de acceso al penal de mujeres son estrictas: ingresar con falda (casi eran como cinco años que no usaba una), no portar cámaras, ni ningún aparato electrónico que registre imágenes, ni celulares, tampoco pasadores y un largo etcétera de cosas que podrían poner en peligro la seguridad del recinto. El escenario detrás del portón de ingreso, límite entre la «libertad» y la prisión, es paupérrimo. La zona de registro es estrecha, lúgubre por el abandono, gris por el polvo adherido en las paredes… Además de mi libreta de apuntes y mi lapicero, mi DNI era lo único que portaba en la mano derecha. El agente de turno me lo recibió fijándome su mirada filosa como sospechando del más mínimo de mis movimientos. Pronuncia mi nombre y apellidos como para confirmárselos. Me indica mirar a la cámara y pasar al siguiente ambiente. Hice caso a su voz de mando. Ahí donde el detector de metales hacía lo suyo con la mochila de mi amiga, la agente me inspeccionaba minuciosa e intimidante por la rudeza con que repasaba mi cadera, mis piernas y mi entrepierna. Me hizo sentir vulnerada corporalmente. Observó y preguntó al darse cuenta del logo de una televisora estampada en mi libreta, mi amiga poeta le respondió enfática: «solo vamos para un taller de poesía».
De primer momento, el mapa mental que venía construyendo camino al penal era el de pabellones amplios, con anchos pasadizos, tal vez con un fino haz de luz colándose por algún ducto o algo así; sin embargo, al pasar el último control, el de los barrotes de fierro, aquella idea se me desbarató totalmente. No había que dar muchos pasos para acercarse a las celdas, solo fue necesario virar a la izquierda para llegar al pabellón A (el de las políticas) donde las internas (a quienes llamaré) «Miri» y «Leila» nos estaban esperando. Definitivamente, mi imagen abstracta de amplitud no tenía ninguna semejanza con la realidad.
Mi amiga poeta había ido otras veces, por ello ubicó rápidamente la celda de Miri, ubicada en el tercer piso. Al instante noto que los corredores son tan estrechos como el pasadizo de una casa amplia. Una buena parte del corredor es empleado para las cocinas de dos hornillas con sus respectivas mesas donde descansan pilas de huevos, panes, galletas, leche y demás alimentos pertenecientes a quienes duerman en esa celda.
Llegamos donde Miri con media hora de retraso y como para matar el tiempo de espera, la encontramos pintándose las uñas. Nos recibió con una amplia sonrisa contagiante de libertad paradójica y desbordante de entusiasmo, con el cabello negro intenso, humedecido y alborotado. De inmediato, me invitó a sentarme en su lecho de cemento cubierto con un telar ayacuchano. Mientras que ellas conversaban con atisbos de familiaridad, yo repasaba un poco de su estrecho mundo, abstraída por la idea del encierro. En su celda no hay espacio más que para poner objetos personales colocados sobre un bloque de cemento cubierto de otro telar andino. Además de sus cosméticos, había fotos de su esposo americano, su amiga y compañera (Lori) quien posaba sonriente al lado de su bebé y esposo, también había algunas ropas colgadas entre la ducha y la repisa de cemento. Sobre estos objetos, colgaba una radio tan pequeña como un reloj despertador, de ésta sonaban las voces de Miriam Hernández, Alejandro Sanz, Luis Fonsi, voces que susurran desde la estación Romántica sintonizada. Y cuando anunciaron las once menos cuarto, bajamos de prisa a la biblioteca. En el camino hacia el primer piso, se nos unió Leila de aproximadamente cuarenta años, cabello lacio cano, mejillas redondas, éstas se notaban más por la alegría de ver nuevamente a mi amiga.
Juntas las cuatro nos acomodamos en un cuarto donde solo cabíamos: una treintena de libros, unos eran escolares, preuniversitarios; otros, novelas universales y todos extremadamente apiñados, desencajados, apilados unos con otros, revolcados unos contra otros sin distinción de género, tamaño o temática. En los tres cuartos de espacio, nos acomodamos las cuatro alrededor de una mesita cubierta de un telar andino. Como para calentarnos del frío de octubre, Leila nos ofreció una tacita de café, té o manzanilla.
Arrancamos las dos horas del taller de exploración creativa entre risas, dinámicas que robaron algunas lágrimas cortas impregnadas en el papel. Los recuerdos con la familia cobraron vida con el lápiz en mano.
Fueron dos horas para dejarse fluir en retrospectiva hacia la niñez en el campo, imaginar como si fuera ayer los besos de mamá o la euforia de Miri por ganar a sus hermanos en los jaloneos del San Miguel, eran evocaciones intensas para dejarse explorar, escarbar en el túnel de la memoria para encontrarse con el yo Dios.
En esas dos horas ninguna se preocupó por hablar de política ni de los apagones ni de los cochebombas. Solo fluyeron recuerdos. Miri contó que en su encierro durante el gobierno de Fujimori tuvo que acostumbrarse a las inspecciones impredecibles, los frecuentes decomisos de libros, cuadernos o apuntes marxistas. El papel estaba prohibido, -entre risas- confiesa que tuvo que comérselos, algunas veces, para que no descubrieran sus poemas y evitar el castigo. Del otro lado, Leila se pone cabizbaja al pensar en su madre, los momentos que compartió con ella en el campo y la nostalgia de no poder ver a su hija de dieciocho años…El temor de no volver a verla en libertad le invade porque sabe que le han dado cadena perpetua. Mientras que yo, era consciente de que tenía a mi lado dos mujeres condenadas como presas políticas; humanizándose, desnudando su mundo más personal con el poder que ejerce el papel y un lápiz. Entre risas y lágrimas aisladas por la sesión catártica, las dos horas en Santa Mónica se evaporaron fugazmente en mi reloj mental.
Tenía un poco de prisa por salir. Era un sábado de planes por la noche. Me despedí de ellas raudamente, pero al llegar a la puerta de los barrotes me di cuenta que el intento fue en vano, tres mujeres y yo no pudimos salir hasta esperar una hora más para que dieran las dos de la tarde, hora exacta para la salida. Mientras hacía la cola apoyada sobre la pared, vi pasar mujeres con cortes varoniles, de mirada fija y penetrante, de tatuajes en tinta azul sobre sus pieles cobrizas, de piercings prendidos en sus rostros y brazos, con buzos y poleras deportivas anchas ocultando cualquier curva femenina. Vi a «la cubana» rogando por una ambulancia que la ayude a contrarrestar sus malestares: una hinchazón en el pie, dolor en la cadera y la fiebre que decía tener. Durante la hora en cola, vi mujeres desfilar con platos y postres para los agentes, el trato entre ellos era muy amical.
Confieso que en ninguna parte de la ciudad he sentido tanto temor como al estar ahí, porque algunas me proyectaban peligro en sus miradas. Obligada a esperar un poco más de una hora en la cola, vi entrar y salir a la ex congresista «cocalera» como «Pedro en su casa», escoltada por un grupo de ahombradas con apariencia de «chalecos». Hubo tiempo suficiente también para notar aquel perímetro baldío, un pedazo de tierra triste alrededor del patio, tan yerta como el gris de las paredes. Tierra donde solo dominan los perros que persiguen los pasos del agente, por si algo extraño sucede. De pronto, dieron las dos y un poco más. Tiempo para volver a la ciudad, tiempo para asimilar el encierro de la mañana y sentir que mis problemas, mis frustraciones, mis pasiones desatendidas, mi estrecha condición económica, mis líos familiares y amicales no son nada como perder la libertad.