Pedro Castillo se reinventó para el debate final. Mientras “la piedra” Fujimori montaba una farsa, el profesor cajamarquino dio clases de realidad nacional y condenó la corrupción fujimorista. Keiko Fujimori parecía promotora de la Tinka: todas sus propuestas eran millonarias. Ha prometido eliminar multas, entregar bonos, duplicar pensiones, otorgar dos millones de títulos de propiedad, construir colegios, rebajar el combustible, etc. Y sin plantear una industrialización como base o un valor agregado a las exportaciones.
Así como el primigenio fujimorismo robó el plan del FREDEMO, este remozado fujimorismo ha robado el plan de Verónika Mendoza y le ha añadido disparates de su propia cosecha. Plata como cancha —pero sin sustento— debería ser su lema. Un plan que parecía escrito por Acuña y Chibolín. El fujimorismo no puede desligarse de su herencia, y no tiene reparos en prometer lo que no puede cumplir. Sin embargo, solamente un despistado podría creer en la palabra de la señora K, por más compromisos y promesas que enarbole. Su única meta es llegar a palacio, contra todos y como sea.
Keiko Fujimori respira en la nuca de Pedro Castillo. La candidata naranja busca imponerse desde una aplanadora conformada por la prensa concentrada, los partidos políticos hegemónicos, el seleccionado deportivo, la CONFIEP, la cancillería, un sector de las Fuerzas Armadas y diversos operadores políticos unidos con el fin de aplastar la candidatura del profesor cajamarquino. Pero lo más perverso de la arremetida fujimorista no es el desequilibrio en el choque mediático; sino la retórica utilizada —por estos poderes— para chantar en palacio a la señora K: “Es por amor al Perú, es defender la libertad y la democracia”
A unos meses de celebrarse el bicentenario de nuestra República, el país se encuentra tan desunido como en los tiempos de la Guerra con Chile. Igual que en ese entonces afrontamos una catástrofe de magnitud trágica: la pandemia del COVID – 19. Igual que en ese entonces, nos encontramos en la resaca de un festín que engordó las arcas de unos cuantos y condenó, a la mayoría de peruanos, a comer las sobras que caían al piso.
La bacanal de esas épocas se llamó el boom del guano o prosperidad falaz. Gozaron las bondades de esa prosperidad un club de corsarios que levantaron en peso —literalmente— los recursos naturales peruanos, mientras los braceros y los asalariados se rompían el lomo por unos cuantos reales. No contentos con eso constituyeron un club de consignatarios que, a punta de fraude y estafa, esquilmaron hasta la última gota del erario nacional. Luego vino la Guerra con Chile y el sentimiento nacional no unificaba a todos los peruanos. Los peruanos lucharon —sí— pero desde trincheras particulares. Así, Prado fugó con el cuento de conseguir armamento en el exterior, Cáceres resistió en la sierra, Bolognesi agotó sus fuerzas, Grau pereció en combate naval y otros prefirieron “a los chilenos antes que a Piérola”.
Ni siquiera en el balance posterior hubo concordia, pues mientras Ricardo Palma culpaba de la derrota a los indios por no inmolarse, Gonzáles Prada ponía el acento en las clases dirigentes, que nunca le otorgaron ciudadanía a los habitantes andinos, ya que simplemente servían como carne de cañón de sus patrones: “No forman el verdadero Perú las agrupaciones de criollos i estranjeros que habitan la faja de tierra situada entre el Pacífico i los Andes; la nación está formada por las muchedumbres de indios diseminadas en la banda oriental de la cordillera”. ¿Cómo podían defender, uniformemente, la bandera de una sociedad que los mantenía en los márgenes de la República?
La bacanal de los últimos veinte años se llamó crecimiento económico y a las sobras, a los restos que caían de la mesa se le llamó goteo económico. Con la pandemia del COVID – 19 este sueño de opio llegó a su fin, la gran mayoría de peruanos constató —en carne propia— el gran descalabro institucional que el coronavirus mostraba a la luz pública: la sanidad es un desastre, las clínicas privadas esquilman hasta el último centavo a sus usuarios, la economía se resiente en los sectores menos favorecidos, la educación pública no llega a todos los alumnos, la educación privada es un lucro y una estafa. Hay quienes empeñaron su auto, hipotecaron su casa y ofrecieron sus órganos, porque no tuvieron los recursos para costear un servicio de salud decente.
Mientras tanto las farmacéuticas y las clínicas concertaban los precios, los bancos ajustaban a sus usuarios y las AFP maquinaban el lobby para negar los fondos a sus clientes. De ese modo, la pandemia mostró una certeza: que el crecimiento económico fue una trafa para el pueblo y una realidad para los monopolios, los oligopolios, los holdings que dirigen al país.
Por lo tanto, no es una sorpresa que un candidato como Pedro Castillo sea favorito para llegar a la presidencia. Después del gran descalabro pandémico es lo natural, lo adecuado. Sin embargo, la maquinaria fujimorista se ha empeñado en negar la realidad. Y le dice al pobre que se va a volver pobre si no vota por Keiko Fujimori; al ambulante que se va a convertir en ambulante si no le hace el juego al partido naranja; al carretillero que va a ser carretillero si no apoya a la heredera del dictador.
Todas estas advertencias, amenazas y chantajes son amplificados y modulados, día y noche por la gran prensa concentrada, por los programas basura de la televisión y por las radio adictas al fujimorismo. Se espera que el mensaje cale en todos los sectores, pero sobre todo en los menos favorecidos. La esperanza del fujimorismo es que la gran destrucción educativa, que se dio en la década infame, de sus frutos: el fujimorismo se basa en el desamparo educativo —raigal— en la sociedad peruana y dirige mensajes que buscan atarantar, falsear y distorsionar el mensaje de Pedro Castillo, para direccionar el voto hacia la señora K.
Así, personajes como Rospigliosi, Carranza o Garrido Lecca, le explican al campesino —que no tiene los recursos necesarios para completar la canasta familiar— que sus “ahorros en el banco” van a desaparecer y que ya no va a tener la libertad de ser peón doce horas al día. Así, Keiko Fujimori le explica a la ciudadanía que la corrupción atacó el régimen de su padre, que las esterilizaciones forzadas fueron un método de planificación familiar, que en la década infame se hizo patria. Porque en la narrativa fujimontesinista el Perú es un paraíso, las instituciones son sólidas, el fujimorismo es una fuerza democrática y los pobres son pobres porque quieren, pues no se han esforzado lo suficiente. Desde esa perspectiva se construye su grito de campaña: nosotros somos el Perú, nosotros representamos la libertad y la democracia. Para ellos libertad y democracia es que los pobres sigan más pobres, que los pudientes sean más pudientes, que quienes protestan se conformen con el goteo económico. En su visión sectaria del país, el fujimorismo cree que los sectores marginados pueden seguir viviendo con migajas, con engaños, con ritmos del chino, con hueveo y con mecida.
Y desde esa narrativa proyectan el atarante, que los medios amplifican: Pedro Castillo va a confiscar los ahorros de los peruanos, el Perú se va a convertir en Venezuela, el partido del lápiz va a instaurar una dictadura comunista en el Perú. No importa cuántas veces el profesor chotano niegue los agravios ni cuántos compromisos a favor de la democracia firme, la narrativa no cambia, la máquina demoledora tiene un solo objetivo: tirarse abajo su candidatura.
No se puede negar un aura de improvisación en el entorno del lápiz, no se puede hacer oídos sordos a las voces inflamadas que rodean a Castillo, no se debe soslayar las prácticas caciquistas en su partido; pero tampoco se puede menospreciar el gran avance que Pedro Castillo ha dado hacia los sectores democráticos y los compromisos que ha trazado con la institucionalidad cívica del país. Empeñarse en negar todo el proyecto del profesor chotano, persistir en la campaña de demolición y aupar a la señora K no es, pues, amor a la democracia, es amor perverso a la pendejada y al descalabro de las instituciones.
En Lima ya se trazó un sentir mayoritario: como siempre, se le da la espalda al resto del país. En lugar de fortalecer una actitud vigilante en torno a Pedro Castillo se ha preferido el apoyo incondicional a la procesada Keiko Fujimori y al partido naranja. No interesa si la señora K representa la corrupción, el caos o la negación del país como país. Lo que interesa es que el statu quo se mantenga. En nombre de esa falsa concordia, de esa institucionalidad perversa se alzan las banderas del “amor al Perú”. En nombre de esa falsa unidad se ha manchado el único emblema que hermanaba a la nación: la camiseta nacional.
Y las clases medias, atarantadas por el sonsonete naranja, en lugar de decir impunidad dicen democracia, libertad. La señora K es su heroína y el Perú es la víctima propiciatoria que entregan para que la desigualdad se mantenga. Ad portas del bicentenario ya no les importa confiar en construir una sociedad honesta, respetar la memoria de los próceres o rescatar lo bueno de la tradición. La consigna es mantener el modelo. Quienes piensan así son libres de hacerlo —estamos en democracia— pero no empobrezcan el concepto de amor al Perú, cuando deberían decir apego al status quo. Porque a estas clases medias les da igual si le entregan el país a Alí Babá y los cuarenta ladrones. Y eso no es amor, no jodan.