Opinión
Banderas de odio: la Wiphala y la Cruz de Borgoña
Lee la columna de Hans Herrera Núñez.

Un fantasma recorre Latinoamérica, se llama el identitarismo. Seguro has visto por la calle o en redes dos banderas que comienzan a emerger con fuerza en el imaginario simbólico peruano de estos meses. Por un lado una bandera blanca con una cruz roja en aspa y por el otro una bandera ajedrezada de colores. Pues bien, estas son las banderas de los nuevos radicales, los extremos de los extremos, y en dónde se cuecen las habas del odio.
Identidad y el concepto de lo político
Decía mi abuelo que el mal nunca viene solo. A los problemas sociales sin resolver que son motor de este malestar político se suma la cuestión de la identidad. O mejor dicho la politización de la identidad. Lo hemos visto a través de la ideología de género y sus detractores, entre veganos frente al McDonalds, entre taurinos y antitaurinos, pero también en supuestos buenos cristianos que toman nuestra santa religión como bandera política. Nuestro fenómeno político contemporáneo no es otro que el de la politización de la vida, en especial la identidad. El demarcar esa línea divisoria de “quién soy”, quienes “somos nosotros” y lo más importante quienes son “los otros”. Esta dicotomía no es otra que la memorable teoría de “Concepto de lo político” del JURISTA nacionalsocialista Carl Schmitt, según la cual la política se define en la dialéctica Amigo-Enemigo. Pues bien, izquierdas y derechas, indigenistas e hispanistas son hijos de este pensamiento que se ha vuelto hegemónico. Probemos.
Seguro que si eres admirador de Greta Turnberg, o de Zisek, o te gusta el pensamiento del Che Guevara no tienes amigos que por ejemplo sean seguidores de Jordan Peterson, lectores de Agustín Laje o que tengan a Margaret Thatcher de heroína ¿O me equivoco? Seguro lo has tenido antes pero la amistad se ha envenenado mientras la conversación se ha hecho imposible porque de repente en pocos años hasta conversar se ha vuelto en un campo de batalla. En el caso de los peruanos hizo pus la llaga desde diciembre pasado. Te pasa, como me pasa a mí, que de inmediato conversar se ha vuelto peligroso, el debate termina cuando uno de los dos ha calificado al otro de caviar, facho, neoliberal, o incluso de terruco. Pues bien, esa situación es nuestra nueva pandemia para la que no hay mascarillas salvo el bozal de la autocensura del silencio. Todo se ha politizado y siguiendo a Schmitt, todo lo político es una relación amigo enemigo.
Según Schmitt la esencia de las relaciones políticas es el antagonismo concreto originado a partir de la posibilidad efectiva de lucha. Lo político es, entonces, una conducta determinada por la posibilidad real de lucha; es también la comprensión de esa posibilidad concreta y la correcta distinción entre amigos y enemigos. El medio político es, por ende, un medio de combates concretos. Es decir, el significado de la distinción de amigo–enemigo es el de indicar el extremo grado de intensidad de una unión o de una separación, que puede subsistir teórica y prácticamente sin que, al mismo tiempo, deban ser empleadas otras distinciones morales, estéticas, económicas, etc., pues no hay necesidad de que el enemigo político sea moralmente malo o estéticamente feo, «el enemigo es simplemente el otro que está en contra de mi posición». El enemigo político es un conjunto de hombres que combate, al menos virtualmente, o sea sobre una posibilidad real, y que se contrapone a otro agrupamiento humano del mismo género. Enemigo es sólo el enemigo público.
Partiendo de esta línea, la derecha como la izquierda en general vienen siguiendo este marco teórico, solo que el enemigo público teórico de Schmitt se ha vuelto también en un enemigo íntimo y personal, es a todas luces un enemigo privado también al que por sobre todas las cosas se odia.

Latinoamérica y las traducciones de su odio
Si buscamos la génesis en Latinoamérica de este odio, porque es un fenómeno global pero con una principal traducción cultural dentro del marco latinoamericano, la polarización comenzó a evidenciarse en el contexto de las protestas entre pro vidas y pro abortistas en Argentina durante el debate de la nueva ley del aborto hacia 2018. En ese escenario aparecieron los pañuelos celestes entre los provida y los pañuelos verde entre las feministas. A partir de aquí, empieza una delimitación simbólica de la relación amigo enemigo, el cual se evidencia desde lo visual para identificar a los miembros de una tribu y a los miembros de la otra tribu. A partir de aquí la política empieza a plantearse en términos militares: en lugar de uniformes, pañuelos de colores. En fin, que la política se ha pintado de los colores de la guerra.
Hoy en los países andinos esta dinámica evoluciona a un siguiente paso dentro del lenguaje militar: la bandera. En los países del altiplano emerge con fuerza desde hace un tiempo la Wiphala indígena, la cual lleva años instrumentalizada, primero con éxito por Evo Morales en Bolivia; sin embargo en Perú a partir del decembrismo de 2022 llega a tener nuevos alcances y un sentido cada vez más político en el sentido de Schmitt. Algo parecido con el fenómeno político de la bandera mapuche que se ha vuelto estandarte de guerra del grupo “terrorista” araucano de la CAM. Pero en el otro lado de la vereda desde hace algunos años, desde los rincones más historiográficos de la derecha y el conservadurismo, viene emergiendo otra bandera identitaria, la bandera de la cruz de Borgoña, la cual en Perú como el fenómeno de la Wiphala ha comenzado a obtener protagonismo entre los más radicales. Lo que se percibe es que ambas banderas del radicalismo que florecen en el actual desgobierno peruano, son los símbolos de una confrontación que desde lo simbólico anuncia el ambiente previo a una guerra civil. Y no exagero. El signo de los tiempos se lee desde las marcas de lo simbólico, y estás banderas son precisamente la demarcación de estos odios.
No son estas banderas, la Wiphala y la Cruz de Borgoña, inocentes banderas de identidad. Basta con leer los comentarios en redes de sus defensores, sus publicaciones en facebook, Twitter o tiktok, o hablar con algunos de aquellos que literalmente sostienen al viento su odio.
Hoy no vengo a definir el origen histórico, ni los supuestos valores de reivindicación que encarnan dichas banderas (en el fondo ambos discursos son puro floro, pues sus adeptos solo quieren “pertenecer” y ser “distintos”). Vengo más bien a señalar las pasiones divisorias de un país que se rompe en medio de la polarización política. Ambos son grupos extremistas, los supuestos indigenistas e hispanistas, hasta hace poco conformaban discursos marginales en nuestra política, pero pronto han empezado a cobrar protagonismo y podrían tener un peso definitivo en la política del Perú, un peso que solo ayudaría a romper definitivamente al país. Porque lo que hermana a los que siguen una bandera en una batalla no es el amor entre ellos, sino el odio al que sostiene la bandera contraria.
Bienvenidos a la guerra civil de las banderas.
La cruz del clasismo
El clasismo racista limeño parece fructificar bajo la bandera de Borgoña. Embrutece saber que alguien que enarbola esa bandera en una marcha de la “paz” celebrada hace pocos días se jactaba de que “los derechos humanos no son para los salvajes” refiriéndose a los manifestantes del Sur. Y lo peor, lo más bruto de lo bruto, es que señoras con educación aparentemente completa aplaudieran ese discurso discriminador. Hemos perdido hasta la vergüenza de discriminar públicamente.

Los grupos de hispanistas de la cruz de Borgoña no es exclusiva de Perú y crece su influencia en redes entre jóvenes latinoamericanos. Adoradores de Franco y reivindicadores de una Conquista e Inquisición pero sin autocrítica, los hispanistas centenials aparecen como la fuerza de choque mestiza y clasemediera principalmente costera.
La bandera ajedrezada de la xenofobia
Sorprende ver qué aquellos que comparten la bandera de la Wiphala están más cercas de la xenofobia que otros grupos en Perú. Es común en los grupos que monopolizan el discurso de justicia social, sean a su vez los mismos que destilan odio a los venezolanos. También lo hace la otra bandera, pero los radicales indigenistas van más lejos. Es común ver en los distritos de Lima y también en las provincias grafitis trazados con puño de odio hacia los hermanos de Andrés Bello: “fuera venecos”, “venecos sidosos”, “Perú libre de venecos”. Ese discurso nacionalista que cada vez se vuelve más racista evidencia una distancia con la frase integradora de Arguedas: un Perú de todas las sangres.
La reivindicación indígena se vuelve en estos días en un discurso de odio autóctono, cada vez más cerca al Fascismo. Un Fascismo cobrizo. Este indigenismo no tiene nada de mariateguista y si cada vez más de hitleriano entre sus grupos más radicales del profundo Sur. Además de sus bases en grupos campesinos, gran parte de sus cuadros de propagandistas provienen de la clase media provinciana.
La bicolor teñida de luto
Entre tantas banderas de odio se pierde de vista la bandera del Perú. Perú un concepto de proyecto que con retrocesos y todo viene tratando de englobarnos a todos, aunque solo fuera en la semántica. Hoy ni las palabras tenemos.
Hoy nuestra bandera en las protestas se tiñe de negra. Puede que tenga simbolizaciones políticas también esa bandera negra que se ve en las marchas. Pero de momento se ha perdido la bandera de Bolognesi y Grau, la bandera de Cesar Vallejo y Vargas Llosa (si, también suya aunque sea Nacionalizado español), la bandera de Gonzáles Prada, de Basadre, esa bandera que representa algo más valioso que Machu Picchu y la comida peruana: a nosotros. Los países son sus pueblos y los pueblos son las personas. El odio jamás ha sido argamasa con que construir el futuro de los pueblos. El Perú es de todos o de ninguno. Frente a la crisis de identidades que enferma nuestro siglo y politiza desde la raza hasta el sexo, lo único cierto que invito a que defiendas es a qué todos somos peruanos hacia adentro pero latinoamericanos ante los ojos del mundo.
Una mirada desde la identidad personal
Siendo estas dos banderas discursos identitarios creo conveniente ser honesto desde mi propia identidad, no política, sino personal. Soy católico y del catolicismo de Trento, y no comparto esa postura de la cruz de los tercios. Soy por parte de madre de la Sierra, y la supuesta bandera indigenista poco o nada tiene que ver con mi pueblo. Nací en Perú, crecí en Costa Rica, volví a Perú. Ergo soy latinoamericano. Mi y nuestra identidad es más grande que simples reduccionismos confrontacionales. Creo como Mariátegui que la situación del indio continúa siendo una cuestión crucial y que en el plano nacional, este pasa por peruanizar el Perú. Creo como Haya de la Torre que la proyección de una solución al problema pasa por la integración continental, por ver más allá de nuestros limitados horizontes. Y creo como nuestro gran poeta salvadoreño Roque Dalton, que “el pan y la poesía es de todos”.

Por Guido Bellido Ugarte
Alguna vez, ante los ojos de los más de 33 millones de peruanos, Dina Boluarte se presentó como una de nosotros: mujer andina, provinciana, con verbo encendido contra la oligarquía limeña. En la campaña de 2021 gritaba ¡nueva Constitución ya!, juraba que el capitalismo era la cadena que ataba al Perú profundo y alababa a los gobiernos populares de Venezuela, Bolivia y Cuba.
Hoy, sentada en Palacio, el giro es radical, dice que tomó el mando para “salvar al Perú” de la propia gente que la eligió. Su ascenso, marcado por la sorpresa y la desconfianza, ha sido leído por amplios sectores como una traición política de proporciones históricas. ¿Quién es realmente Dina Boluarte? ¿Luchadora popular o topo de la derecha infiltrado en nuestras filas?
El viraje no es casual, tiene raíces profundas. Muchos compatriotas migran a Lima por necesidad económica y laboral, entran a la política por oportunidad, no por convicción política. Se visten de radicales cuando les conviene, pero sus principios son de papel. Esa es la costra de la reacción: los que más gritan resultan ser los primeros en arrodillarse ante el poder y nunca han levantado una bandera con verdadera convicción.
La narrativa de su llegada al Ejecutivo fue clara: una mujer provinciana, de origen humilde, que encarnaba las esperanzas de una nueva representación popular. Pero lo que siguió fue un giro abrupto hacia una alianza tácita con las élites políticas y económicas que ella misma había cuestionado en campaña.
Los críticos la acusan no solo de romper con el ideario de izquierda que la llevó al poder, sino de haberse convertido en un engranaje funcional de la derecha tradicional. Las muertes ocurridas durante las protestas que exigían su renuncia, la tibieza frente a las demandas de una nueva Constitución y su cada vez más evidente cercanía con partidos conservadores y sectores empresariales, refuerzan esa percepción.
Boluarte encarna ese perfil. En 2021 prometió enfrentar a la élite; hoy se abraza a ella. Denigra y ordena plomo contra el mismo pueblo que la llevó al gobierno, un pueblo que la derecha jamás hubiera aceptado ni por asomo. Duele, porque después de sabotajes, insultos y desprecio, la derecha se apropió de un gobierno que costó sangre y esperanza, y lo hizo con el aval de quien compartía nuestra mesa y nuestro idioma, y hoy se enorgullece de pertenecer al bando opuesto.
Esta traición no es solo personal; es la traición a nueve millones de peruanos que votaron por el cambio, por la dignidad, por la primera voz genuinamente popular en 200 años de República. Hoy nos sentimos despojados de esa victoria. Dina Boluarte no es simple giro ideológico; es la herida abierta que demuestra cómo la reacción puede disfrazarse de pueblo y clavar el puñal desde adentro.
Dina Boluarte ya no es vista como una heredera del voto popular, sino como un engranaje más de la maquinaria política que ha sabido absorber, neutralizar y sobrevivir a todo intento de transformación desde adentro. En tiempos donde la política exige definiciones, su ambigüedad no es astucia: es claudicación.
Pero esta no es solo la historia de una traición personal. Es también el reflejo de un sistema político que se traga a quien lo desafía.
¡El Perú profundo no olvida ni perdona!
Opinión
No seas ladrón, no seas mentiroso, no seas ocioso
Ya no se les llaman inca, ni emperador, ni rey, y menos virrey, ahora los llamamos presidentes y la estructura consiste en tres Poderes del Estado: Poder Ejecutivo, Poder Legislativo y Poder Judicial.

Por: Maruja Valcárcel
«Ama sua, ama llulla, ama quella». Sí, así de fácil, nada más esas tres normas éticas, y esto porque eran situaciones y actos que afectaban a la sociedad en su conjunto. Un daño que sufrirían todos. ¿Qué pasó desde esos tiempos donde el Inca gobernaba? Si hacemos cuentas estas leyes empezaron a desobedecerse desde que llegó Francisco Pizarro, personaje que hizo lo que se hacía entonces y se sigue haciendo hoy.
Esto es incorporar más tierras al imperio. Y para recordar el contexto de esos tiempos, el Inca también lo hacía. Tanto así, que cuando llegaron los españoles los primeros que los recibieron con sus mejores bailes fueron los diferentes pueblos anexados al inmenso Imperio Incaico. Claro, tenían que sacarse de encima al inca con esas tres leyes restrictivas que les impedían ser y hacer lo que les mandaba como consigna un endemoniado ADN, porque nadie les iba a prohibir lo que no era su costumbre. De esa manera, se llega a la conclusión de que parte de sus hábitos era tomar lo ajeno, mentir y no dedicarse a trabajar.
Pero … ¿cómo se vincula todo este retazo de nuestra historia con los habitantes de hoy?
No es tan complicado, echemos una mirada a cómo funciona un sistema que se entroniza en lo que llamamos Estado. Ya no se les llaman inca, ni emperador, ni rey, y menos virrey. Ahora los llamamos presidentes y la estructura consiste en tres Poderes del Estado. Poder Ejecutivo, Poder Legislativo y Poder Judicial. O sea, todo se complicó más. Ya no es uno el que manda sino ‘tres’, y se tienen que poner de acuerdo para llevar adelante sus propios proyectos, que en realidad no tienen relación entre ellos.
Claro está, que cuando aparecen cada cinco años (porque el reparto entre hermanitos y el beneficio tiene que compartirse) cambian de personajes. Además, inventaron una serie de instituciones supuestamente para controlarse entre ellos, porque vaya que traen un apetito voraz.
Es muy largo explicar ¿qué quiere decir Estado? ¿cómo nació? y ¿cómo funciona? Por lo pronto, el pueblo, el de verdad, sabe de qué se trata y está muy enojado. Hasta el punto de que, si las autoridades llegan para los discursos de rigor a las diferentes poblaciones donde les ofrecen el oro y el moro (cuidado con lo del oro que se les está escapando de las manos…) simplemente ya no los reciben de rodillas y con flores, sino, con piedras. Y quien se supone, que es algo así como un antiguo mandatario, hoy debe hasta esconderse, porque lo podrían convertir en una Chullpa.
Pero hay más, no sólo tenemos a todos estos “personajes” que mandan de diferente manera, pero mandan. Está también otra repartición del poder, porque todos quieren un pedazo del pastel… ¡los alcaldes!, Ahhh, ellos están en esos cargos y ‘encargos’ bajo el mismo sistema (llamado lo mejor de lo peor) de democracia. O sea, a usted le preparan una relación en una lista muy bien elaborada con muchos nombres, y cada quién se encarga de mostrarse como el salvador de todas las tragedias y, ¡fácil, muchachos! Un día con mucha fiesta tienen que elegir a uno, colocando en una linda cajita el nombre de quien se ve más apetitoso.
Y para que usted se sienta parte de la fiesta, esta vez nos tocó un glotón que por su apariencia llamaron Porky, el cerdito de los cuentos infantiles, y quien, como en esas historietas para niños hace lo mismo. Veamos: él no dice la verdad desnuda (no le mencionemos esa palabra porque luego se azota por pensar cosas horribles), y más bien, la viste con ropas que lo tranquilizan.
Se manda sin permiso a una fábrica de trenes para que se los den sin pagar (supuestamente se los han donado… aunque luego sus propios súbditos tendremos que pagarlo) porque algo de ese ADN debe tener. Él no ha tenido que mover un solo músculo, lo sentimos, pero no se lo encontrarían, los músculos digo, porque nuestro marranito, con todo cariño, nuestro Porky, así le gusta que lo llamen en inglés, está rebosante en grasa.
Lástima que con esa especial clase de grasa no pueda hacer deslizar el tren por donde quiere, pues ahora, mal o bien, se le ha interpuesto sorpresivamente enfrente, algo que no se veía muy a menudo: la inteligencia y la razón.
Con todo mi afecto… Maruja Valcárcel.
Opinión
Feria Internacional del Libro de Lima y el intento de legitimar al MRTA
Se canceló la presentación del libro del terrorista del MRTA. Historiador Antonio Zapata fue el autor del prólogo.

La Feria Internacional del Libro de Lima (FIL- Lima) programó la presentación del libro Revolución en los Andes (2020) para hoy 29 de julio de 2025, testimonio del terrorista Víctor Polay Campos, líder del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), condenado por terrorismo. Sin embargo, gracias a la presión mediática se canceló este vergonzoso evento.
Lo que debería ser una fecha para celebrar la independencia, iba a ser el evento que daría voces al análisis de un texto que justifica la barbarie disfrazada de testimonial. Para quienes no tienen memoria o son muy jóvenes para recordarlo, el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru surgió en 1982 con Polay como su mando principal fue el responsable de la toma de la embajada del Japón en diciembre de 1996 y la muerte muchos peruanos inocentes.
¿En qué momento decidimos que era aceptable legitimar el relato del comandante del MRTA organización armada que cometió secuestros, asesinatos y actos de violencia contra los peruanos? ¿Qué clase de memoria se está escribiendo cuando se le cede la palabra a un condenado por terrorismo, sin que medie crítica, sin contexto, sin un mínimo de dignidad hacia las víctimas? O es que luego de aprobar la ley de amnistía para quienes causaron el terror desde el estado peruano, en la FIL- Lima creyeron que los peruanos quedamos desmemoriados por decreto. No señores, y lo más cuestionable es ¿Quiénes presentarían el texto publicado en plena pandemia? El historiador Antonio Zapata, la antropóloga Natalí Durand y el analista político César Coca.

El prólogo del libro de Play lo escribió el propio Antonio Zapata, quien dejó clara su postura:
“La invitación de Víctor Polay para escribir el prólogo de su testimonio fue una agradable sorpresa”, tiene derecho a sentir agrado por un terrorista o por sus ideas. Pero eso no lo exime de la responsabilidad de lo que implica eso. En el ensayo escrito, Zapata lo describe como un “romántico revolucionario”, “valiente” y “elegante”. Nunca lo llama terrorista. Nunca lo juzga. Se limita a explicar, matizar. Dice que no pensó en el largo plazo.

Además, confiesa simpatizar con alguno de sus actos “me gustó la campaña del Nor Oriente porque fue alegre y desenfadada”, madre mía, simpatizar con lo hecho por el MRTA. Zapata quizás se refiera a la toma de Tabaloso y Soritor (San Martin) en 1990, liderados por el frente nororiental de Víctor Polay Campos, quien junto a su destacamento subversivo tomaron ambas ciudades luego de atacar el puesto policial. Marcando el inicio de su lucha terrorista. ¿Qué tiene de alegre el inicio del MRTA señor Zapata?
Jóvenes, Víctor Polay no es un perseguido o condenado por sus ideas. Es un preso por hechos concretos: asesinatos, secuestros extorsivos, atentados contra gente inocente. Una cifra desgarradora destacada por Zapata: “En el razonamiento de Polay, ahí está la causa del bajo número de víctimas causadas por el MRTA; según las cifras de la CVR (Comisión de la verdad y reconciliación) algo menos del 2%”. Esto nos hace recordar al vocero Jorge Trelles del fujimorismo quien en un exceso de sinceridad nos recordó en el 2011: «En todo caso, nosotros (el fujimorismo) matamos menos, menos que los dos gobiernos que nos antecedieron». Es el mismo razonamiento, los dos lados del terror en los noventas dando él su testimonio.
Polay no está preso por pensar distinto. Está preso por haber dirigido una organización armada terrorista.

Nos queda reflexionar que, a pesar de la cancelación del evento, existió la pretensión de presentar este libro en un espacio público como la FIL Lima, no es una mera coincidencia o un error de los organizadores, es un acto político auspiciado por el Ministerio de Cultura, la municipalidad de Jesús María, entre otros, justo en el último año del gobierno de Dina Boluarte. Es un intento deliberado de insertar la narrativa del MRTA en el debate cultural, con el aval de académicos y editoriales que deberían, al menos, tener la decencia de reconocer la gravedad del personaje al que le están prestando su voz. Creo que seguirán buscando espacios, este libro ya ha encontrado espacios en Chile del lado del MIR.
¿Hasta cuándo vamos a seguir tolerando esta amnesia selectiva? ¿Hasta cuándo vamos a permitir que la cultura sirva como escudo para blanquear relatos violentistas?
No intentemos reconstruir la historia. La memoria no se negocia. Se construye con verdad, con justicia, pero también con límites.

Hace unas semanas, el poeta Kenneth O’Brien presentó una muestra individual de pinturas en la casa Poco Floro del centro de Lima a la que tituló “Atávicos & cromáticos” con cuadros de diferentes formatos y soportes, en su mayoría reciclados de las calles, cartelones, triplay, mapresa, pedazos de cuna y demás con colores vivos y resaltantes.
Quizás las obras que más llaman la atención sean: “La Pelirroja”, “Un largo y hondo desprecio por la humanidad” o sus bicicletas o motos a lo Chagall o Basquiat con un toque callejero o suburbano o un descafeinado Duchamp-Humareda-Polanco, etc.
Queremos confesar que vimos la exposición a destiempo, aunque ya habíamos apreciado en su casa (la que ahora tiene en La Punta) algunos de estos trabajos, siempre con una aureola de locura, excentricidad o atrevimiento y más en estos tiempos en que lo conceptual está inhabilitando la capacidad de crear o por lo menos aprobar la perspectiva.
Pero Kenneth es sobre todo un poeta en color y en libros como OS o esa antología poética titulada La Bestia Ambulante. En un texto inédito que nos pasó hace unos meses, se puede leer: He visto escaleras vacías/Ni subían, ni bajaban (…) Como corcheas o ropa mojada/Que tendidas en un pentagrama/Hacen una sinfonía a la nada. O este otro donde vomita su estro: Habría que escribir los malditos poemas/Como un hada catastrófica/Mitad rata, mitad Dios/Habría que construirlos/Como quien se muda de una a otra casa…
Este escriba le ha seguido el rastro estos últimos dos años con sus recitales en “Rayuela”, un bar contracultural en “Chorranco” donde bajaban personajes de la fauna literaria o bohemios bebedores de cerveza; espacio que luego se mudó a la avenida Terán donde discurría la poesía como un río desbordado, la música selecta en estéreo (Nicolás Duarte, Humberto Campodónico, Blanca Galdos, etc.), y las buenas conversas; así como también extendidas partidas de ajedrez que tenían una trampa porque después que logras ganar algunas partidas te chocas con una pared, un amigo que tiene un Elo de 2000 y pues ahí se acaban todos los sueños de opio ajedrecero, sobre todo para los que aprendimos de pie en las mesas del parque Universitario.
Y Kenneth O’Brien ríe a mandíbula batiente, no se hace problemas. Es más, los necesita. Es soñador con un cigarrillo en las manos siempre planeando nuevos trabajos y nuevas formas de hacernos ver el (su) mundo.

Desde niño me enseñaron que los símbolos patrios eran sagrados. Representaban no solo la grandeza del Perú, sino también el reflejo de lo que podíamos ser como ciudadanos; personas justas, trabajadoras y con identidad. Recuerdo con cariño los cursos de Cívica y Formación Laboral, donde más allá de la teoría, aprendíamos a respetarnos, a pensar en el bien común y a sentirnos útiles como parte de una patria compartida.
Cada 28 de julio era una verdadera fiesta. No por las bandas o los desfiles oficiales, sino porque en el corazón de cada peruano palpitaba el orgullo de ser parte de esta tierra. Y aunque éramos muy jóvenes, no nos faltaba sentido crítico. Preguntábamos y queríamos entender qué pasaba en el país. Mientras otros jugaban en el recreo, yo leía el periódico. Así me enteré que el crimen en Perú siempre existió, conocí nombres como el ‘Loco Perochena’ o ‘Django’, y también descubrí el dolor de las pérdidas, como la muerte de Elvis. Fue en esas páginas impresas, donde me enteré de que Perú apoyó a Argentina en la Guerra de las Malvinas y donde encontré el humor político de ‘Monos y Monadas’, revista que años después me uniría en una entrañable amistad con Nicolás Yerovi.
Mi amor por el himno nacional y la bandera no se ha desvanecido, aunque hoy muchos miren con escepticismo esos valores. Es cierto, vivimos en la era del TikTok, de los influencers y youtubers, que con palabras soeces y chacota desmedida trivializan el respeto y banalizan la realidad. Pero eso no significa que el patriotismo sea un falso valor y mucho menos anticuado. Al contrario, hoy es más necesario que nunca.
A las nuevas generaciones les digo: —en tiempos difíciles, amar al Perú es construir solidaridad desde lo cotidiano, participando, informándose, respetando al otro, y cumpliendo a cabalidad las leyes. Si los gobiernos de turno no promueven masivas campañas de valores, hagámoslo nosotros desde casa, desde las aulas, desde el trabajo, desde las redes—.
No dejemos que la decepción y el desencanto nos robe la esperanza. El Perú no es solo su caótica clase política. El Perú somos nosotros, porque somos más grandes que cualquier transitoria crisis. Y por eso, hoy y siempre, con orgullo, emoción y firmeza, grito:
¡Feliz 28 de julio… Felices Fiestas Patrias!

Por Juan José Sandoval
Tuve que ir obligado por una chamba a la Feria Internacional del Libro de Lima, cuyo pago era equivalente al costo de la entrada, un libro de remate, un café y una lata cerveza. Nada más, bueno tampoco había que hacer mucho en la labor encomendada, reducida a aplaudir a los autores de una presentación de libro, además de transmitirlo por redes.
Usualmente llego a la FIL con nulas expectativas. Lo que quiero está caro o no hay. Pero vi mucha producción peruana de cómics y literatura de géneros como la ciencia ficción y el horror.
Me consta que la producción editorial independiente es mucho más atractiva que la oferta librera de las grandes cadenas, que usualmente acaparan los reflectores.
Sé de buena fuente también, que las ganancias son bajas, a pesar de las grandes cifras récord que los organizadores anuncian cada año.
Eso se refleja también en que cada vez ganan más presencia los influencers, cuyos stands no sólo venden libros sino también merchandising exclusivo.
Genera gracia que haya un síntoma mediático de que en el Perú se celebra la cultura con la FIL. Pero preocupa que no se note a la hora de elegir a nuestros gobernantes, cuyas políticas públicas taclean la expresión de arte que emerge de la ciudad, como lo hacen los alcaldes de Miraflores y La Molina, que pertenecen al grupo celestial del alcalde de Lima, posible candidato presidencial.
A saber del vocabulario político que manejan estos dueños de pequeñas parcelas de la patria, muy poco o nada han de leer para desafiar a la ignorancia.
La otra vez di en obsequio un libro de Vargas Llosa a un empresario fujimorista y lo tomó como una ofensa. Yo siento que leer a MVLL es no solo crecer en ideas, sino también conocer el Perú en sus relatos. Lamentablemente la mitad del país se siente a gusto siendo analfabeta e incluso con prepotencia para argumentar.
Por eso, a pesar de que me aburre y desprecio la FIL, voy porque tengo que chambear, tengo que chismear y de paso otear el paisaje literario.
En ese sentido, el panorama es bastante repetido, las mismas caras en diferentes mesas hablando lo de siempre. ¿No somos acaso un país innovador? Uno de los libros más disruptivos de la historia lo hizo un puneño, Carlos Oquendo de Amat. Eso fue hace cien años. Su libro se vende a 20 soles, versión Universidad Ricardo Palma, y 10 soles versión Contracultura. A propósito del stand de este último, aún quedan ejemplares de David Galliquio, que es uno de los ilustradores más corrosivos de esta parte del continente.
Quizás la zona que más me llamó la atención fue la de los fondos editoriales universitarios, donde se puede apreciar la producción intelectual por la que apuestan las casas de estudios.
Sorpresa no menor fue el stand de la universidad César Vallejo, del empresario César Acuña. Intrigado me acerqué pensando que encontraría investigaciones plagadas de inexactitudes con alto grado de turnitín, o alguna tesis que sobrevivió a los huaicos.
Por el contrario, vi un catálogo bastante atractivo en cuanto a literatura. Donde esperé encontrar mediocridad intelectual, vi títulos de escritores como Villoro y Piglia. Colecciones de gran factura de la cultura peruana, literatura infantil y ediciones de lujo de la obra de Vallejo.
Haciendo gala de mi momento DBA, quise payasear con uno de los editores de la universidad con la pregunta: ¿dónde está el libro «Plata como cancha»? Buscando saber sobre aquel trabajo periodístico que detalla cómo el dueño de la universidad fue construyendo un imperio a base de perro muerto y arreglos millonarios bajo la mesa, como las cláusulas de confidencialidad que mantiene de por vida con su hermano Virgilio, con el profesor al que le robó la tesis y con su primera esposa.
Acuña ha buscado por años encarnar el personaje del emprendedor provinciano que vino de abajo a conquistar el mundo. Muy lejos de aquel político que manda en el país a punta de maletinazos.
Mantengo la hipótesis que César Acuña posee un inescrupuloso plan a largo plazo, con el que busca apropiarse de la imagen del creador de «Los heraldos negros», y que las nuevas generaciones comiencen a ver a este diminuto picapiedra como el vate que revolucionó la lírica de la palabra.

Por estos días de julio, cuando los peruanos deberíamos izar la bandera en señal de orgullo y memoria por nuestra república, la Feria Internacional del Libro de Lima —esa vitrina de la cultura— ha decidido brindarle micrófono, auditorio y solemnidad a uno de los personajes más siniestros de nuestra historia reciente: Víctor Polay Campos, cabecilla del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), grupo armado que sembró muerte, secuestro y destrucción bajo el disfraz de una falsa revolución.
El libro Revolución en los Andes: desde la prisión, Víctor Polay responde; no es literatura: es una operación ideológica disfrazada de testimonio. Es la puesta en escena de una voz que jamás pidió perdón, que jamás renunció a la violencia como vía para imponer su voluntad, y que ahora, desde la cárcel, busca reescribir la historia con tinta y papel lo que antes pretendió imponer con fusiles y dinamita.
Lo más escandaloso no es que el libro exista —la libertad de expresión admite incluso a los monstruos—, sino que sea promovido en una feria con auspiciadores desde instituciones gubernamentales, privadas, diplomáticas, y donde incluso participa la embajada de Japón (residencia que fue tomada por el MRTA en 1996). Le preguntamos a la Cámara Peruana del Libro. ¿Dónde está el criterio moral? ¿Quién decidió que la historia de un terrorista debía presentarse el mismo 29 de julio, en pleno aniversario patrio, como si se tratara de un tributo alternativo al Perú?
Y peor aún, ¿por qué figuras como Antonio Zapata, Natalí Durand y César Coca prestan su voz a este acto de apología al terrorismo? La gran pregunta es: ¿Lo hacen en nombre de la pluralidad académica o de una militancia camuflada de neutralidad?
La Fiscalía ha solicitado ampliar la investigación por apología del terrorismo. Ojalá la justicia llegue antes de que la historia se contamine aún más.
El MRTA no fue una utopía extraviada ni una noble causa mal ejecutada: fue una organización terrorista. Y Polay no es un pensador: es un reo por delitos de lesa humanidad. Convertir su palabra en “memoria” es una ofensa para sus víctimas. Y permitir que se presente como autor en una feria cultural es simplemente obsceno.
Seguro Francisco Sagasti estará en primera fila solicitando un nuevo autógrafo o, como a él le encanta decir, “diploma de rehén”.
Opinión
El peor Congreso de la historia elige una Mesa Directiva a su medida
Fujimoristas conversos, falsos marxistas, niños y un acusado por delitos graves, esa es la mesa directiva que este Congreso se merece.

Por: Jorge Paredes Terry
El Congreso de la República, esa institución que debería ser el reflejo de la voluntad popular y el equilibrio democrático, ha vuelto a superar sus propios récords de indignidad. Con un 4% de aprobación, sumido en escándalos de corrupción, acusaciones de tráfico de influencias y una absoluta desconexión con las necesidades del país, este desprestigiado Legislativo ha elegido una mesa directiva que es el fiel reflejo de su decadencia: ilegítima, cuestionada y, sobre todo, hecha a la medida de los intereses más oscuros de la partidocracia corrupta y delincuente.
No es exageración decir que es un parlamento de la cloaca. Este es, sin duda, el peor Congreso de la historia reciente. Sus integrantes han sido señalados por presuntos delitos, sus bancadas se fragmentan en luchas de poder mezquinas y su labor legislativa se reduce a blindar impunidades y repartirse prebendas. Mientras el país clama por soluciones a la crisis económica, la inseguridad y la corrupción, nuestros «honorables padres de la patria» (¿honorables?) se dedican a negociar votos bajo la mesa para asegurar puestos clave.

La mesa directiva que nadie quería pero que ellos y solo ellos buscaban, fujimoristas conversos, cerronistas y niños, todos comiendo en un solo plato.
Está elección no ha sido más que un reparto de cargos entre los mismos de siempre. Los nombres que hoy ocupan la presidencia y las vicepresidencias no representan a la ciudadanía, sino al reparto de favores que solo buscan controlar la agenda a su conveniencia. ¿Democracia? Aquí solo hay un pacto de sinvergüenzas.
Y lo peor es que todo huele a ilegalidad. Denuncias de compra de votos, de presión a congresistas disidentes y de maniobras al límite del reglamento, han marcado este proceso. Pero, ¿qué podemos esperar de un Congreso donde la ética es un concepto ajeno y vacío y el servicio público un negocio privado?
Un insulto a la ciudadanía
Mientras millones de peruanos luchan por sobrevivir en medio del desempleo y la precariedad, este Congreso se encierra en sus juegos de poder. La mesa directiva elegida es el símbolo perfecto de esta podredumbre: un grupo que no tiene la más mínima legitimidad moral para dirigir el Legislativo, pero que, eso sí, sabe muy bien cómo repartirse los privilegios.
¿Habrá consecuencias? Difícil. En un sistema donde la impunidad es la norma, estos actos quedan en la indignación momentánea y luego… nada. Pero el pueblo no olvida. Y aunque hoy esta casta política crea que puede seguir burlándose de la democracia, la historia los juzgará como lo que son: cómplices de la decadencia nacional.
Este Congreso no nos representa
No hay otra forma de decirlo: este Congreso y su nueva mesa directiva son una vergüenza. Son el resultado de un sistema corrompido, de una clase política que ha convertido el servicio público en un botín. Y mientras ellos celebran sus acuerdos en la sombra, el país se hunde.
Pero que no se confíen. El desprecio ciudadano ya los alcanzó, y aunque hoy crean que pueden actuar sin consecuencias, el tiempo y la memoria de un pueblo harto, les pasará la factura. Este es el Congreso que se merecen… pero no el que nosotros merecemos.
Basta ya!
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