El 4 de Julio de 1776 los padres de la patria norteamericana redactaron la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, bajo el paradigma de la igualdad; pero esos hombres iguales no eran todos los hombres que se habían constituido en suelo norteamericano y la Constitución diseñada posteriormente bajo el abstracto preámbulo: “Nosotros el pueblo” no incluía a todos los estadounidenses. La esclavitud, que venía desde los primeros asentamientos de colonos, se aparejó con el nacimiento oficial del país. Se puede decir, sin embargo, que estos padres de la patria no veían la esclavitud como una próspera y honorable institución sino como una especie de perversidad funcional con la cual no estaban necesariamente conformes.
De hecho ellos mismos a nivel personal y político tuvieron actitudes para controlar y (en un futuro) disminuir dicha institución. Que su abolición oficial haya comenzado luego del separatismo de los estados sureños que se ampararon en la potestad estatal y llevaron al país a una desgastante guerra civil, de profundas resonancias actuales, es reflejo de los profundos desencuentros y contrariedades de una sociedad que en su épica histórica intentó mostrarse como el lugar de los sueños y la libertad. Pero ese intento de igualdad que comenzó luego de la guerra de secesión no tuvo el camino libre; muchos estados buscaron los modos de perpetuar la opresión amparados en su potestad de decidir las leyes, así, no solamente los afroamericanos vieron acotadas sus reivindicaciones sino también las numerosas etnias indígenas, muchas de ellas desaparecidas en los albores de las guerras de independencia. Sin ir más lejos y en pleno siglo XX la construcción del monumento a la épica norteamericana en el monte Rushmore, lugar considerado sagrado por la etnia sioux, expresa muy bien las fracturas del estabilishment norteamericano con sus coterráneos.
Esta herencia dolorosa y controversial lejos de disminuir se ha ido actualizando callada o de modo grandilocuente en el imaginario norteamericano, opiniones y argumentos en dichos sentidos siguen generando recuerdos y heridas que polarizan a sus ciudadanos. Por eso el discurso de Donald Trump – en el sentido que Norteamérica se encuentra en una lucha contra unos intereses que buscan destruir la historia y el modo de vida americano que comenzó desde la llegada de Colón en 1492 – no solamente demuestra una inexactitud histórica sino que remueve los mismos sentimientos que el país del norte no puede superar.
Inexactitud, pues la llegada de Colón a América en la búsqueda de una ruta comercial hacia las Indias no generó per se ningún modo de vida americano. Descontando que Colón llegó con el aval de la monarquía española, luego de haber ofrecido su empresa a la corona británica, quienes rechazaron sostener dicho proyecto por el costo económico que representaba para un imperio envuelto en constantes gastos para mantener su poderío bélico frente a las demás naciones hegemónicas de la época.
Así pues y como es sabido la corona española tomo posesión de los dominios americanos, por lo que la llegada de los colonos británicos al norte del continente – espacio geográfico que la corona española no había tenido interés en explotar – se produjo mucho después, luego de la ocupación de este lugar por franceses, holandeses y miembros de otras naciones. Hablar así de un modo de vida americano desde 1492 es un despropósito. Fueron, además, los ingentes recursos que la tierra americana les proporcionaba a los colonos británicos más el tráfico esclavista y la política colonial lo que proporcionó las bases de su prosperidad económica, y esto a su vez les dotó de recursos para erigirse como un esforzado rival contra el imperio británico. Pero ni aún en vísperas de la consolidación de su independencia se podía hablar cabalmente de un modo de vida americano, de hecho los estados eran políticos en su interior, pero muy poco unidos; los protestantes, puritanos, agricultores, esclavistas y traficantes de los diversos estados de la futura nación tenían menos cosas en común aparte del sueño de independencia; fue recién ante las duras coacciones británicas que el ansia de libertad se erigió como parangón y nacieron los sueños federados. La guerra de independencia no fue pues por defender un modo de vida americano estable y cabal, sino por el derecho de consolidar formalmente un proyecto de vida americano que comenzaba a dar sus primeros pasos.
Por eso las palabras de Trump en el contexto de la pandemia tienen analogías escabrosas con el pasado. Si en el interín de las guerras de independencia Washington ordenó a sus tropas inocularse el virus de la viruela -que había comenzado a diezmar a los habitantes del país– para controlar sus efectos y decidir los hombres que eran aptos para la guerra; y si Wilson en el contexto de la Primera Guerra Mundial no priorizó las implicancias de la gripe española por enfocarse en la participación norteamericana en el contexto bélico; Trump por el contrario enmarca las protestas recientes –que expresan fracturas antiquísimas– en el contexto de una guerra cultural. Así la mascarilla, lejos de ser una medida sanitaria, se ha convertido en un emblema político.
El coronavirus -como la viruela en el contexto de las guerras por la independencia y la gripe española en el contexto de la primera guerra mundial– se ha vuelto el telón de fondo de una guerra enmarcada por Trump: la guerra cultural. Que se libra no solamente en el espacio físico sino también en el virtual. Sin embargo, no ver el otro aspecto de las protestas sería tener sesgado el panorama; el justo reclamo de Black Lives Matter a raíz de la muerte de George Floyd ha degenerado en varios casos de vandalismo y destrucción de monumentos, no necesariamente de personalidades racistas o de confederados de la guerra civil, sino también de personalidades que en muchos casos fueron artífices de la derrota de los proyectos de confederación.
Un replanteamiento de los sucesos no puede hacerse pues tumbando cualquier tipo de símbolo del pasado, solamente por pertenecer al pasado, sin tener una claridad mínima sobre qué expresaban dichas manifestaciones. Aunado a eso la censura moral e ideológica en diversos medios norteamericanos, las diversas posturas en redes y las decisiones de varios empresarios basados en una corrección política han llevado a un grupo nutrido de intelectuales a publicar una carta en la revista Harper’s advirtiendo sobre la escalada de intolerancia. En resumen; han dicho que Trump representa un peligro para la democracia, pero ciertas actitudes progresistas a favor de la justicia social y la inclusión, desarticulan el debate, pues en lugar de generar espacios de discusión recurren a la censura, al boicot y al ostracismo de las opiniones discordantes rebajando así el ideal democrático por el que dicen luchar.
El punto de advertencia de los firmantes genera un breve cisma en la unidad del progresismo norteamericano, pero la discordancia desde el interior no se agota en ellos. En el lado republicano son muchas las personalidades que desde la entrada al gobierno de Trump le han puesto el alto a sus posturas políticas, desde la carta de un alto funcionario de la administración norteamericana, quejándose por el errático comportamiento del presidente, publicado el año pasado en The New York Times, hasta los diversos libros de funcionarios de las altas esferas que retratan a Trump como un energúmeno que genera inseguridades en su propia administración; pasando por el proyecto Lincoln, de republicanos que buscan deshacerse políticamente de su líder. Así pues incluso desde adentro se genera un clima polar en los proyectos de los diversos actores políticos.
Con miras a las elecciones de noviembre varios políticos demócratas y republicanos coinciden en que Trump no ha prestado atención a la llamada trama rusa, además de criticar su aislacionismo frente a los aliados tradicionales en el espectro geopolítico norteamericano y su acercamiento a líderes de tendencia dictatorial. Joe Biden su rival demócrata en las elecciones de noviembre ha capitalizado estas ideas y comienza a ascender en las lides electorales. Mientras tanto Trump sigue apelando a las palabras que su ya catequizado auditorio conoce: guerra, democracia, historia, libertad. Como decía Gotfried Benn: “Palabras, palabras … sustantivos, solamente tienen que abrir las alas y milenios caen de su vuelo”.