EL CUENTO PERUANO 2001-2010
Escribe Alexis Iparraguirre
Palabras de Alexis Iparraguirre en la presentación de la antología de El cuento peruano 2001-2010 de Ricardo Gonzales Vigil.
Estimado doctor González Vigil, estimados Diego y Omar, señores funcionarios de PetroPerú, compañeros escritores, amigos:
Tengo el honor y el gusto, sin duda inmerecidos, de presentar el trabajo de mi maestro de la especialidad de Literatura en la Universidad Católica, el doctor Ricardo González Vigil. Aprovecharé la oportunidad para proponer algunas reflexiones sobre los malentendidos que rodean al género, sobre el cuento peruano en general durante el siglo XX, sobre el tomo doble de la antología que corresponde a la última década de producción cuentística más reciente y sobre el carácter y la labor de la obra crítica del maestro González Vigil.
El cuento peruano en el siglo XXI recorre rutas en mucho semejantes al del género en el ámbito mundial. En lo que se malentiende no hay casi distinción. En muchos contextos la palabra “cuento” se vincula sin tránsito con la literatura para niños. El malentendido no responde a una creencia insensata. La formación de los niños ha apelado, desde que existe el vocablo “Había una vez”, a narraciones breves para enseñar cuál es el camino que no acecha el lobo y cuál es el pavor que producen los desconocidos que habitan las casas solitarias. Pero, aunque enseñar haya sido un propósito original del cuento y siga siéndolo en más de una de sus variantes, la expresión cuento peruano en el siglo XXI no alude a ellas, al menos no de modo central. Ese término refiere a una forma de relato breve con requisitos artísticos puntuales y que, de primera instancia, parece muy distante de la más general intuición. De hecho, se trata un concepción adulta del relato breve que se suele ejemplificar con textos de Edgard Allan Poe y de Anton Chejov. De ellos se dice por igual que comparten la disciplina de contar una única historia con recursos lingüísticos brillantes aunque mínimos y, no obstante, con una capacidad de sugerencia inmensa. El cuento no es entonces cualquier relato breve y no es impropio señalar que el arte de sugerir ha implicado desafíos del tipo que se plantearon escritores especialmente brillantes y bromistas (como Borges o Kafka), que contrabandearon planetas e incluso dimensiones paralelas enteras a fin de ruborizar a la novela, frecuentemente más prestigiosa y empoderada, el género narrativo de largo aliento a quien competiría referir tales grandezas.
Justamente el prestigio de la novela produce el segundo malentendido más común sobre el cuento. Convertida durante los siglos XIX y XX en el nombre genérico para hablar de narrativa, la novela es, en términos prácticos, la palabra que monopoliza el quehacer en la ficción literaria. En la actualidad, tanto más arduo resulta que un comprador de literatura pregunte por un cuento o un libro de cuentos que un editor considere un ramo autónomo y prolífico a la cuentística, o que un autor se piense como destinado a la autoría de cuentos. No es extraño que el quehacer cuentístico se plantee como el vestíbulo que antecede a los salones más suntuosos de la novela o living para reposar entre dos logros narrativos de una mayor talla (como si el cuento luego de Borges, Kafka, Calvino o Rulfo no fuese de una talla inconmensurable, pero ya se sabe el poder de los malentendidos). Tampoco es un secreto, que en el medio editorial, por cuestiones de formatos, pero también por la mejor consideración en todo orden de la invención novelesca, se aconseje no publicar libros de cuentos, e incluso que se incite a los cuentistas a convertir sus libros de cuentos en novelas, y ello no es un asunto que competa a nuestro país sino que es un fenómeno extendido en nuestra lengua. El cuento ha devenido, por ello, en una presencia a veces incómoda, que no se entiende mucho y con la que no se sabe bien qué hacer.
Contra el impulso de la tergiversación y, vale también ser exacto, de los predicamentos del formato en la actividad artística y editorial, los peruanos, en cambio, hemos sido testigos de un quehacer al que el adjetivo de excepcional resulta justo en todos sus extremos. Contrarios a la creciente incomprensión e incomodidad que produce la invención cuentística, PetroPerú y Ricardo González Vigil han promovido la escritura de excepcionales cuentos peruanos, esos breves artefactos lingüísticos cuya minuciosidad nunca se termina de apreciar y cuya capacidad de sugerencia permite figurar, en un escorzo miniaturista, una concepción del mundo. En ello González Vigil ha desempeñado un papel fundamental porque fue uno de los promotores iniciales y frecuente jurado del Premio Bienal Copé de Cuento, que organiza Petroperú desde 1979 y que habitualmente incita la escritura de más de un millar de textos por convocatoria. Como jurado cabe señalarlo de instigador de la calidad del cuento peruano y, sin duda, agente de su vigor, si se atiende a la condición de verdadero patrón de oro de la narrativa breve en que ha devenido el criterio calificador de Premio Bienal Copé de Cuento en el ámbito nacional durante más de treinta años. Además, ello otorgó al maestro González Vigil una perspectiva única. Lo hizo singular lector del cuento peruano en un sentido distinto de la abstracción útil para titular un libro Lo volvió testigo de privilegio y versado en la vibrante y concreta multiplicación de ficciones que cada nuevo año comparece ante su juicio.
Sin embargo, para González Vigil no ha sido suficiente un compromiso así de enjundioso con la narrativa breve. Desde 1983 ha publicado la antología El cuento peruano bajo el sello editorial Copé, que alcanza esta noche su tomo noveno y los once volúmenes, puesto que el primero, que corresponde al cuento peruano hasta 1920, es doble, y el último, que abarca el decenio 2000-2010, también lo es. Se trata, sin lugar a comparación, del documento sobre el relato peruano breve más valioso de nuestro tiempo. El maestro González Vigil efectuó un trabajo que se suele pensar, antes que nada, abrumador por la investigación bibliográfica, por su volumen y la dificultad de seguir la pista de escritos cortos, separados por los libros, por los años, por la geografía y por el olvido. Del mismo modo, es el logro —más inusual de lo que se cree— de una selección de narraciones reconocida como representativa, variada y plural. Los prólogos de cada tomo, ordenados uno detrás de otro, constituyen una única propuesta de interpretación de los derroteros de nuestra narrativa, en especial la de la modernidad peruana durante el siglo XX.
Al tomo doble que tengo el placer de presentar hoy, el primero del siglo XXI, le compete dar noticia de una actividad febril de narración. Según cabe entender, complica el panorama narrativo, es decir, según entiendo, da la razón a Gonzalez Vigil en su consistente argumento a favor de considerar la narrativa peruana variada y de múltiples fuentes. Evidencia el error de algunas simplificaciones que nacen del otro malentendido, que en este caso compete a la escena literaria peruana, que privilegia frecuentemente los nombres antes que el testimonio multiforme de las obras. No es extraño ni a los lectores ni a los escritores peruanos identificar los mejores logros del cuento peruano del siglo XX con la prosa de Julio Ramón Ribeyro. Aún más inmediato, más intuitivo, es reconocer en la prosa de José María Arguedas el mejor logro de una voz heterogénea, raigalmente andina, tanto en el cuento como en la novela. Nada de ello conduciría a entender que el cuento peruano del siglo XX proceda de dos territorios cuyos centros son ambos autores, Ribeyro y Arguedas, cuyo influjo traza esferas de irradiación como si un compás proyectara circunferencias que, en algún punto, se cruzan. Y existe el cuento ribeyriano en los Andes y el cuento arguediano de ciudad. Pero que, en otros terrenos, son semicircunferencias disjuntas, las de un realismo limeño cosmopolita y un lirismo andino y moderno. O, para decirlo de otra forma, muchos piensan que los caminos de nuestro cuento son derivas definidas no únicamente, pero sí principalmente, por el legado de Arguedas o de Ribeyro. Que ello no es cierto no solo es producto de una observación cuidadosa de los cuentos del siglo XX, sino que el conjunto que se escribe entre el 2000 y el 2010 es casi una declaración ostensible de principios en contra.
Debo asegurar que los escritores del siglo XXI impiden este malentendido desde el primer encuentro con ellos. No solo la hibridación es una seña distintiva de la lengua literaria de muchos de sus autores, en el nivel más íntimo de la gramática (la del español con las lenguas peruanas ancestrales y también con el inglés cosmopolita). Lo es también en esa otra forma de intimidad que es la incorporación de la voz autoral ajena en el timbre de la propia. No se puede concebir la sensibilidad de Daniel Alarcón en Ciudad de payasos sin la cuentística de Cheever, Carver o Hemingway. No se puede ignorar que el encanto de “El cazador invisible” de Marco García Falcón pasa por el diálogo con la minuciosidad léxica de Nabokov. No se puede entender el modo brillante en que Carlos Herrera se libera del monopolio que Ricardo Palma impuso a la narración sobre el virreinato sin atender a su sabio uso de las lecciones de algunos cuentos de Balzac o Maupassant, esos que consiguen que el siglo XVIII de cualquier parte del mundo sea un territorio dominado por el lento traslado de lo extraño a lo fantástico (lección que, como Herrera, aprendió Suskind al escribir El perfume e Italo Calvino cuando compuso El barón rampante). Aún más, si se consideran las alusiones en este tomo más reciente de El cuento peruano a nombres de escritores del canon mundial, a sus obras, a sus vidas e incluso a pasajes completos de su literatura, se puede afirmar que en el siglo XXI los escritores peruanos son, en primer lugar, felices recicladores de material estético de múltiple origen, de sus leyendas y sus auras, sin censura de ningún tipo, sin límites de esferas.
Pero la multiplicación de la influencia no solo luce como una característica ubicua y una veta fértil para los estudios literarios sino para los estudios culturales, si se destaca el influjo de la cultura popular de masas en estos cuentos. Los diablos del relato de Herrera, “Historia de Manuel de Masías”, parecen mejor endeudados con el trazo expresionista de la novela gráfica y el cómic antes que con el furor metafísico de El paraíso perdido de Milton. ¿O en qué medida el humor de Santiago Roncagliolo es, antes que heredero de Bryce, un lección de la sitcom, la comedia de situación norteamericana sobre familias disfuncionales?. Naturalmente, la prosapia de Arguedas y Ribeyro también es innegablemente fértil. Son numerosos los relatos del siglo XXI en que el realismo y realismo mágico del siglo XX extiende su vigoroso influjo. En sus fueros se nutre el relato de nuevas formas del conflicto social y de las formas antiguas, cuya deuda de sangre la historia aún no salda, y cuya memoria encuentra mejor sitio, el de la libertad para hablar, en la invención literaria. El relato sobre la nueva Lima y el mismo desprecio por lo distinto que habita en uno mismo se expresa desde diversos registros en los cuentos de Julián Pérez y Jeremías Gamboa. La cultura peruana, tan multiforme como llegada de los más inesperados sitios del mundo, e integrada en originalidad artística, bulle en El cuento peruano 2001-2010.
Que el cuento sea en nuestro país un género de prestigio autónomo, con formidable capacidad para encausar en sus procedimientos la actualidad de las muchas manifestaciones de la cultura contemporánea, no es escaso mérito y le compete, sin lugar a dudas, al pulso mismo de los autores locales, atentos como pocos a ampliar los límites de la imaginación cuentística. Pero difícilmente ella podría mantenerse informada, abierta al desafío del contraste, o enterada de los méritos de cada quien, si el acervo de cuentos no se clasificara, se valorara y el resultado no se hiciera circular de forma frecuente y oportuna. Los escritores y lectores sabemos que esta tarea, que es de verdadera institucionalización, se la debemos en su mayor parte a Ricardo González Vigil y al sello editorial Copé. En este quehacer, su principal gestor merece, como en las famosas dedicatorias de Borges el cuentista, el hacedor, un agradecimiento que la vez es general e íntimo. En lo íntimo, los escritores agradecemos que en El cuento peruano 2001-2010 González Vigil esté atento a la particularidad de cada quien, que la nota introductoria que dedica a cada cuento, además de informativa, provea luces al mismo cuentista en el difícil arte de conocerse a sí mismo. Ello, en el contexto de una academia literaria que desatiente por regla a los contemporáneos, es una excepción digna de elogio y una muestra del respeto y la generosidad de González Vigil para el trabajo del escritor. En la crítica literaria, el reconocimiento, es sabido, no solo se dirige al intérprete más destacado de nuestra narrativa breve, sino al primer especialista en Vallejo por donde se busque, a uno de los más atrevidos comentaristas de la obra de José María Arguedas, al lector literario de actualidad más enterado en el país, actualidad que ya cubre varias décadas. Agradecemos y celebramos un libro con tantos y tan buenos cultores del cuento, y al hacedor de libro por tanto y tan bueno.