Opinión
A propósito del Día del Trabajo, es importante hablar sobre una nueva conciencia de clase en la era de la IA
La clase trabajadora del siglo XXI no puede ser la misma que la del siglo XX. Debe ser una clase informada, organizada y con capacidad de negociación colectiva en un entorno digital.

Por: Jorge Paredes Terry
En un mundo marcado por avances tecnológicos acelerados, la inteligencia artificial (IA) se presenta como una fuerza transformadora capaz de redefinir el empleo, la productividad y hasta la propia esencia del trabajo humano. Sin embargo, en medio de esta revolución digital, la clase trabajadora enfrenta desafíos sin precedentes: la automatización de empleos, la precarización laboral y la concentración del poder económico en manos de unas pocas corporaciones tecnológicas. Hoy más que nunca, es necesario reivindicar el papel fundamental de los trabajadores y trabajar desde los espacios políticos para construir una nueva clase trabajadora, resiliente y con derechos garantizados en esta nueva era.
La IA no es solo una herramienta más; es un agente disruptivo que está reconfigurando industrias enteras. Según estimaciones de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), para 2030, más del 14% de los empleos a nivel global podrían ser automatizados, mientras que otro 32% sufrirán transformaciones radicales. Esto no significa necesariamente un futuro sin trabajo, pero sí exige una reinvención de las habilidades laborales y una lucha contra la desigualdad que podría profundizarse si no hay intervención política.
Los trabajadores menos cualificados, los jóvenes en busca de su primer empleo y aquellos en sectores repetitivos (manufactura, logística, servicios básicos) son los más vulnerables. Sin embargo, incluso profesiones tradicionalmente «seguras» como el derecho, la medicina o el periodismo están siendo impactadas por algoritmos capaces de realizar diagnósticos, redactar contratos o generar contenidos. La pregunta clave es: ¿quién se beneficia de este progreso?
Ante este escenario, la política debe asumir un rol protagónico para evitar que la IA se convierta en un instrumento de explotación, sino en una palanca para el bien común. Algunas líneas de acción urgentes son:
1. Garantizar Derechos Laborales en la Era Digital
– Legislar para que la automatización no signifique despidos masivos sin alternativas.
– Implementar impuestos a los robots y empresas que reemplacen mano de obra humana, destinados a fondos de reconversión laboral.
– Proteger el teletrabajo con salarios dignos y límites a la vigilancia algorítmica.
2. Educación y Formación Continua como Derecho Universal
– Sistemas públicos de capacitación en competencias digitales, programación y manejo de IA.
– Promover la educación técnica y universitaria gratuita con enfoque en empleos del futuro.
3. Democratizar la Tecnología
– Fomentar cooperativas tecnológicas y modelos de economía social donde los trabajadores sean dueños parciales de las herramientas que usan.
– Nacionalizar infraestructuras digitales clave para evitar monopolios privados.
4. Renta Básica Universal (RBU) como Red de Seguridad
– Ante la posible reducción de empleos formales, la RBU puede ser un mecanismo para garantizar dignidad mientras se transita hacia nuevos modelos económicos.
Nueva Conciencia de Clase
La clase trabajadora del siglo XXIno puede ser la misma que la del siglo XX. Debe ser una clase informada, organizada y con capacidad de negociación colectiva en un entorno digital. Los sindicatos deben modernizarse, los partidos progresistas tienen que incluir la soberanía tecnológica en sus agendas, y los movimientos sociales deben presionar para que la riqueza generada por la IA se redistribuya.
La lucha ya no es solo entre capital y trabajo, sino entre humanidad y algoritmos controlados por élites. La meta no es resistir el progreso, sino asegurar que este progreso sirva a las mayorías. Como dijo el filósofo Aaron Bastani: “El futuro será de quienes se atrevan a reclamarlo». La nueva clase trabajadora debe ser protagonista de ese futuro, o corre el riesgo de ser borrada de él.
CAMARADAS:
La IA llegó para quedarse, pero su impacto dependerá de las decisiones políticas que tomemos hoy. O permitimos que sea un instrumento de concentración de poder, o la convertimos en una oportunidad para construir una sociedad más justa. La clase trabajadora, unida y con visión estratégica, puede ser la fuerza que guíe este cambio. El tiempo de actuar es ahora.
Opinión
Los intocables del Congreso: con proyecto de ley buscan el retorno de la inmunidad
La Comisión de Constitución le da la espalda al país y aprueba el dictamen de retorno de la inmunidad: un blindaje exprés contra la justicia. Los congresistas buscan protegerse a sí mismos. Temen ser investigados, juzgados y, sobre todo, enfrentar a una ciudadanía harta de impunidad. Esta no es una defensa institucional, es una confesión de culpa con firma congresal.

El Congreso del Perú vuelve a mostrar su rostro más cínico, más descarado y más peligrosamente autista frente a la indignación ciudadana. La Comisión de Constitución, bajo el mando del fujimorista Fernando Rospigliosi, acaba de aprobar el predictamen que restituye la inmunidad parlamentaria, ese escudo legal que durante años sirvió de refugio para corruptos, criminales y oportunistas con curul.
Con 15 votos a favor, 3 en contra y 4 abstenciones, los representantes del desprestigio nacional –incluidos no solo fujimoristas de línea dura como Alejandro Aguinaga, Patricia Juárez o Martha Moyano, sino también los otrora rivales ideológicos de Perú Libre (Waldemar Cerrón), Renovación Popular (Alejandro Muñante y Noelia Herrera), Acción Popular y demás siglas descompuestas– decidieron que su prioridad no es legislar para el pueblo, sino blindarse entre ellos. Un pacto de impunidad transversal, camuflado de «defensa institucional».

Según el dictamen que propone modificar el artículo 93° de la Constitución, los senadores y diputados que entren en funciones en 2026 no podrán ser procesados ni detenidos sin autorización de su cámara o de la Comisión Permanente. Y si estas no responden en 30 días al pedido del Poder Judicial, se activa el llamado «silencio administrativo positivo», que no es más que una maniobra leguleya para lavarse las manos mientras los acusados ganan tiempo. Solo la Corte Suprema podrá entonces decidir si procede el proceso penal.
Pero aún en casos de flagrancia, el propio Congreso se convertirá en juez y parte y tendrá la última palabra. En 24 horas deberá autorizar –o negar– la detención. La puerta sigue abierta a la impunidad exprés, disfrazada de procedimiento democrático.

¿Y qué dice la Comisión de Constitución? Que este atropello constitucional busca «proteger el normal funcionamiento del Parlamento». Una frase que en boca de nuestros congresistas suena a burla. Lo único que en realidad funciona con normalidad en este Congreso es la indecencia y el cálculo político. Lo que buscan proteger no es la democracia, sino sus espaldas.
Como era de esperarse, el presidente del Congreso, Eduardo Salhuana, de Alianza para el Progreso (APP), salió en defensa de este despropósito disfrazado de dictamen. Con la típica retórica que subestima la inteligencia ciudadana, intentó justificar lo injustificable, asegurando que “la inmunidad no es impunidad”, y que se trata simplemente de una “protección frente a denuncias de tinte político”. Una frase vacía que no resiste el menor análisis, especialmente en un Parlamento donde más de la mitad de sus miembros arrastra graves procesos judiciales. En realidad, no buscan blindarse del abuso, sino del castigo legal. No temen a la persecución política, temen a la justicia.
¿Y qué hay de las múltiples denuncias que pesan sobre más de la mitad del Congreso? Nada menos que 82 de los 130 congresistas están involucrados en investigaciones abiertas por la Fiscalía. La lista de delitos no es menor: corrupción, tráfico de influencias, abuso de autoridad, pertenencia a organizaciones criminales, terrorismo, lavado de activos, violación sexual y concusión, esta última por el infame recorte ilegal de sueldos a trabajadores del Parlamento.

Mientras tanto, el país sigue sumido en crisis, con hospitales colapsados, escuelas en ruinas, y millones luchando por sobrevivir, gracias a una presidenta como Dina Boluarte que en términos reales no gobierna y se aferra al cargo, escudándose también en la malsana ‘inmunidad presidencial’ que le otorga el artículo 117° de la Carta Magna. La señora chalhuanquina es la administradora del caos y lo alimenta con su silencio, su cinismo y su servilismo al Congreso; y no cabe duda que pasará a la historia por convertir el despacho presidencial en un lenocinio del poder sin vergüenza y sin moral.

Pero los parlamentarios hacen lo suyo y no pierden el tiempo en debates sobre educación, salud o lucha contra la criminalidad. No. Porque prefieren legislar a su favor, apurados por asegurar que, si la justicia llama a su puerta, puedan simplemente esconderse detrás de una pared de procedimientos hermenéuticos.
Este infeliz retorno de la ‘inmunidad parlamentaria’ no es una medida institucional. Es una burda confesión: nuestros legisladores temen ser investigados. Temen rendir cuentas ante la justicia y también temen que la ciudadanía los juzgue, no solo en las urnas, sino también en los tribunales.
El Perú no necesita más inmunidad —ni presidencial, ni parlamentaria—. Lo que urge es integridad, decencia y autoridades que comprendan que el poder es un servicio al pueblo, no un escudo personal y mucho menos un privilegio. Pero exigir eso a un Congreso que ha hecho del cinismo una política de Estado, es demasiado pedir… es casi un acto de ingenuidad. Aquí, la decencia es vista como defecto y debilidad, y la impunidad, como un derecho adquirido y una forma de vida.

Lo que han aprobado por el momento en la ‘Comisión Rospigliosi’ no es una reforma, es una bofetada directa al rostro del pueblo. Y lo más indignante no es el golpe, sino la sonrisa con la que lo dan. Porque ni siquiera disimulan; a ellos les da exactamente igual. Burlarse del país y blindarse les parece más urgente que legislar, y la impunidad, más valiosa que la propia justicia. En suma, nada les importa.
Opinión
La peligrosa cultura de los motociclistas en Lima defendida por su gremio
Ante las nuevas restricciones del Gobierno, los motociclistas se victimizan y denuncian discriminación. Pero, ¿por qué no promueven educación vial, ni condenan las infracciones de sus propios miembros? Exigen comprensión, pero callan ante el caos que ellos mismos alimentan. ¿Son víctimas de abuso o cómplices de la anarquía vial?

La reciente protesta de los voceros de la Asociación de Motociclistas del Perú frente a las nuevas medidas del Ministerio de Transportes y Comunicaciones (MTC) ha vuelto a poner en debate una realidad que ya resulta insostenible: el caos sobre dos ruedas que se vive a diario en Lima.
Con gritos de “discriminación” y alegatos de violación a sus derechos humanos y a su derecho al libre tránsito, los motociclistas nuevamente han reaccionado airadamente contra las disposiciones que los obligan a portar chaleco y casco con la placa visible, y a restringir el número de pasajeros en las unidades. Según ellos, estas medidas los convierten en chivos expiatorios de una crisis de seguridad que el Estado ha sido incapaz de controlar. Pero, ¿realmente son víctimas o parte del problema?
La victimización de los gremios de motociclistas no es nueva. Cada vez que se plantea alguna regulación que busca ordenar el uso de motocicletas, la reacción es inmediata, organizada y visceral. Es decir, creen que las calles son suyas a sus anchas y que bajo ninguna circunstancia se les debe poner restricciones.
Argumentan que son ciudadanos decentes, trabajadores, padres de familia, que no deben pagar por los delitos de otros y que por ello no se les debe regular. Y tienen razón, en parte. No todos los motociclistas son delincuentes; pero ese no es el punto. El verdadero problema es que la mayoría de ellos se mueve bajo una cultura vial anómica, temeraria y peligrosamente irresponsable, que hace imposible distinguir al ciudadano decente, del criminal en potencia.

El doble rasero de los gremios de moteros tiene dimensiones alarmantes, porque de forma unilateral se defienden mediante un inmoral ‘espíritu de cuerpo’ incondicional, porque hay que reconocer que para ello sí son unidos; pero si de educación vial se trata y de respeto a las leyes del Reglamento Nacional de Tránsito, ellos no existen y callan y solapan la pésima cultura que tienen en sus conducciones.
A diario se observan motocicletas zigzagueando entre autos detenidos, circulando en sentido contrario, invadiendo veredas con total impunidad, pasándose semáforos en rojo y usando luces altas que enceguecen a los demás conductores. No es una exageración: es la cotidianidad. Una jungla sin reglas donde la motocicleta ya no es símbolo de eficiencia, sino de anarquía y peligro sobre ruedas. Pero a pesar de eso, ellos siguen reclamando que se les discrimina y que se les estigmatiza.
¿Dónde están los gremios cuando se trata de promover una cultura de respeto y seguridad en las vías? ¿Por qué no se les escucha organizando campañas de educación vial? ¿Por qué no levantan la voz contra sus propios miembros que infringen las normas con total desparpajo? Porque, en el fondo, mantienen una complicidad que los lleva a callar ante las faltas propias, mientras que con indignación exigen comprensión ajena.

Y no solo eso. En las redes sociales, cualquier crítica razonada es respondida con insultos, ataques personales y una postura agresiva que busca silenciar el disenso. Se han convertido en una tribu digital de troles que reacciona con virulencia ante cualquier cuestionamiento y se niegan a reconocer que son anarquistas con motor. Pero la libertad de tránsito que tanto defienden no puede ser una licencia para la anarquía, ni un escudo para ocultar la ausencia de responsabilidad.
Sin embargo, el mayor pecado no es solo de los motociclistas, sino del Estado. El gobierno de Dina Boluarte, como tantos anteriores, ha optado por emitir normas sin capacidad ni voluntad de hacerlas cumplir. Se ha prohibido que los deliverys circulen con cajuelas portadas a la espalda. Se ha restringido la circulación de acompañantes en motos en ciertas zonas. Se ha ordenado el uso obligatorio de chalecos y cascos con placas visibles. Pero la realidad es que esas normas se cumplen solo en el papel, porque en las calles reina la impunidad. No hay operativos constantes, no hay fiscalización territorial efectiva, no hay una estrategia clara ni sostenida. El gobierno legisla para los titulares, pero no gobierna para las calles; sino para los reflectores.

La informalidad ha sido una política de Estado no escrita. Se permitió por años que las motocicletas invadieran el espacio urbano sin control alguno. Se vendieron motos a diestra y siniestra sin control del parque automotor. Se otorgaron licencias con una laxitud vergonzosa. Y hoy, cuando el crimen organizado ha adoptado a la moto como su herramienta predilecta, se pretende imponer orden con decretos ineficaces, sin infraestructura ni voluntad política detrás.
Mientras tanto, el crimen sobre dos ruedas está como se dice coloquialmente, “ñato de risa”. Los sicarios, raqueteros y extorsionadores, continúan moviéndose cómodamente en motocicletas, y encuentran en ella un vehículo ideal para el escape, el anonimato y la rapidez. Muchas de estas motos no tienen placas visibles, o las usan robadas. Y cuando la Policía logra identificar a los responsables, ya están lejos, amparados por la alta velocidad y la ausencia de control urbano. Sin embargo, los gremios y asociaciones de motociclistas lo minimizan y le dan la espalda al problema. Se victimizan, se defienden, y lanzan un argumento tan falaz como peligroso: “como nosotros no somos delincuentes, no deben restringirnos”.
¿Cómo pueden los gremios motociclistas cerrar los ojos y alegar que las medidas son injustas? ¿Es discriminación pedir que los chalecos y cascos tengan la placa del vehículo? ¿Es abuso impedir que dos personas circulen en una moto en zonas con alta criminalidad? Claro que no. En realidad, hay un intento desesperado por frenar una emergencia de seguridad pública.

No se criminaliza a los motociclistas por lo que son, sino por la manera en que, en demasiados casos, se comportan en el espacio público. El problema no es la moto, sino su uso irresponsable y delictivo. Y mientras sigan escudándose en el discurso de “nosotros no somos delincuentes”, sin mostrar la más mínima disposición a colaborar con soluciones reales, seguirán siendo parte del problema. Su grado de empatía es tan nulo e insólito que se resisten a colaborar con las nuevas disposiciones de la PCM y del MTC, así sean populistas y demagogas, pero que, por lo menos en algo pretenden mitigar cualquier antijuricidad que ha invadido las calles.
Si bien, las temporales medidas del Gobierno son, en el mejor de los casos, parches mal colocados. Lo que se necesita es una reforma estructural, que incluya educación vial desde la escuela, control riguroso del parque automotor, formación policial adecuada para fiscalizar el tránsito, y una estrategia coordinada entre municipios, ministerios y ciudadanía. Pero, sobre todo, se necesita una transformación cultural. Hay que devolverle al espacio público el orden y el respeto que hoy ha perdido.

No podemos seguir tolerando que las calles se conviertan en una jungla sin reglas, donde la ley del motorizado más rápido y más ruidoso imponga su voluntad. Tampoco podemos seguir cediendo ante los chantajes emocionales de gremios que no reconocen sus propias responsabilidades. La libertad de circular no puede ser más importante que el derecho a vivir en seguridad. Es hora de trazar límites claros. Y que esos límites se respeten, sin excepción. El mensaje es claro: las calles no son territorio libre para tribus motorizadas sin ley.
Mientras tanto, la ciudadanía tiene el deber de no callar. Porque las calles no son de los motociclistas, ni de los delincuentes, ni del Estado ausente. Las calles son de todos y deben ser seguras para todos.
Opinión
¡25 años de desastre! La tragedia de Pataz y La Libertad: el legado de César Acuña
¡Indignación! Esa es la palabra que define la situación de Pataz y La Libertad. Veinticinco años. Veinticinco años en los que César Acuña ha amasado poder, riqueza y una impunidad escandalosa, mientras estas regiones se desmoronan.

Por: Jorge Paredes Terry
Desde sus inicios en la política en 1990, postulando a la Cámara de Diputados por la Izquierda Socialista, su trayectoria ha sido una escalada hacia el enriquecimiento personal a costa del sufrimiento de su pueblo. Un recorrido marcado por la ambición desmedida, la corrupción y una total falta de compromiso con las necesidades de quienes, supuestamente, representaba.
Su paso por el Congreso, primero como independiente tras romper con Solidaridad Nacional, luego con Unidad Nacional y finalmente con su propio partido, Alianza para el Progreso, no fue más que una estrategia para tejer redes de poder. Miembro de subcomisiones investigadoras –irónicamente, sobre corrupción–, Acuña utilizó su posición para construir su imperio económico, protegiéndose de las sombras que lo persiguen: narcotráfico y violación. Sus proyectos de ley, enfocados en la educación empresarial, parecen más una herramienta para consolidar sus universidades que para mejorar la educación pública. Las elecciones del 2006, donde su candidatura presidencial fracasó, solo sirvieron para impulsar su carrera hacia la alcaldía de Trujillo.
Dos periodos como alcalde de Trujillo (2006-2014), marcados por acusaciones de abuso de autoridad, inducción al voto y hasta compra de votos, consolidaron su control político en la región. Mientras tanto, Pataz, sumida en la violencia y la pobreza, era ignorada. Las denuncias por corrupción, el escándalo del plagio en sus tesis, no fueron más que obstáculos menores en su camino hacia el poder.
Su paso como gobernador regional de La Libertad (2015-2016 y 2022-presente) no ha sido diferente. Renunció al cargo en 2016 para lanzarse a la presidencia, una campaña salpicada por escándalos de plagio y compra de votos que lo dejaron fuera de carrera. Sin embargo, su ambición no se detuvo. Su regreso en 2022, con una campaña basada en memes y publirreportajes, demuestra su cinismo. Mientras la crisis de seguridad se agrava en La Libertad, Acuña minimiza el problema, mostrando una vez más su desprecio por la población.
Acuña ha tenido todo: poder político, control de ministerios, bancadas congresales a su disposición, y una fortuna construida sobre la base de la corrupción y la impunidad. Sin embargo, Pataz y La Libertad siguen sumidas en el abandono, en la pobreza y la violencia. Su legado no es de progreso, sino de destrucción. Su historia es una lección amarga: la de un hombre que ha utilizado el poder para enriquecerse, protegiéndose de la justicia mientras deja a su pueblo a la deriva. ¡Basta de impunidad! ¡César Acuña debe responder por sus crímenes!

Desde una posición simplista y moralista y reduccionista, se podría fácilmente observar u objetar que esta es, ‘después de todo’, y en síntesis cruel, pero no inexacta, la película pesimista de un suicida. O (también, pero menos) la película suicida de un pesimista. Pero yo la prefiero -y la honro en su honestidad y sinceridad sostenidas y conmovedoras y perdurables sin ser yo mismo necesariamente pesimista ni suicida- a la mayoría de películas que eluden (ya casi por sistema, o peor, por conveniencia) poner el dedo en el centro de la llaga, en el corazón de la herida.
La moral de esta película es maravillosa: pasa por mostrarte, con exactitud, pertinencia y pureza, un estado del espíritu, un fuir del ánimo que funciona en lo general tanto como en lo particular; un tono emocional determinado (que puede lucir fatalista) por unas condiciones materiales y morales claramente adversas. Es el dolor, es el malestar de estar vivo. Una cierta devastación existencial profunda, omnipresente en la atmósfera: en cada plano.
La cercanía cómplice casi amorosa de la cámara. Los seguimientos. La cámara es un cuerpo cerca de los cuerpos, una compañía tan cerca de sus soledades (aunque se relacionen entre sí cada quien está en su propia soledad). La cámara sabe rodearlos, es casi un abrazo solidario a estos seres instalados en lo gris, sin grandes esperanzas, sin futuro a la vista. Y no, no es miserabilismo. La cámara casi parece querer cuidarlos, protegerlos, en medio de sus insatisfacciones, problemas, huidas, sinsabores y desgracias.
Otro recurso empleado, y con gran acierto, es el desenfocado del fondo de manera que se crea una especie de otra o nueva dimensión, es como estar al borde de un espacio en off o de un fuera de campo. Es como si el personaje imbuido en sí extendiera su mirada y encontrara al otro, o a lo otro, en una situación, sin embargo, no tan distinta de la suya.
Me agrada, sobremanera, tras los hilos narrativos y las peripecias varias del pequeño desfile de personajes, que todos parezcan ser al fin y al cabo manifestaciones muy variadas de lo mismo, son un mundo de seres perdidos ‘en la normalidad del capitalismo destructor’; en ese sentido, la coherencia de la película resulta total: sin reservas, admirable.

Escribe: CPC Guillermo Ruiz, gerente general de GARC Asesoría Empresarial.
El Proyecto de Ley N°9744, recientemente aprobado en la Comisión de Trabajo y Seguridad Social del Congreso de la República, ha puesto en coyuntura un viejo debate sobre los incentivos laborales y el ejercicio de la función pública. El proyecto impulsado por el congresista Alex Paredes (Bloque Magisterial de Concertación Nacional) propone brindar bonos semestrales a los fiscalizadores de la Superintendencia Nacional de Fiscalización Laboral (SUNAFIL), condicionado al nivel de recaudación por multas impuestas a empleadores.
Esta propuesta distorsiona profundamente la labor fiscalizadora.
Aunque el argumento oficial se sustenta en la necesidad de reconocer y recompensar el buen desempeño de los inspectores, en la práctica esta medida introduce un incentivo perverso que pone en riesgo la imparcialidad y la legitimidad del sistema de fiscalización en el país. Más aún, este tipo de lógica basada en la “rentabilidad” de la sanción ya ha sido aplicada en el ámbito de la fiscalización tributaria.
En teoría, el bono solo se otorgará a los trabajadores que cumplan ciertas condiciones: 1) no tener sanciones administrativas; 2) tener más de seis meses de servicio, cumplir las funciones estipuladas en el Manual de Organización Funciones de SUNAFIL; 3) que la institución haya alcanzado al menos el 90% de sus objetivos institucionales. Sin embargo, dentro de estos objetivos se encuentra el incremento en la recaudación por multas impuestas.
Esto transforma a los inspectores en una suerte de “cobradores del Estado”, cuyo rendimiento se mide no sólo por su eficiencia técnica o su capacidad para promover el cumplimiento normativo, sino por la cantidad de sanciones que puedan imponer. En otras palabras, se traslada una lógica de productividad empresarial a una función pública que, por esencia, debe basarse en principios de justicia, objetividad y proporcionalidad.
El conflicto de interés es evidente: ¿puede un fiscalizador tomar decisiones técnicas, fundadas en derecho, si su remuneración depende —aunque sea parcialmente— del castigo que imponga? Esta situación mina gravemente la percepción de independencia y equidad del sistema de inspección. Los empleadores, especialmente las pequeñas y medianas empresas, ya resienten el accionar de un Estado que perciben como sancionador, antes que como orientador. Este tipo de normativas sólo profundiza esa desconfianza.
Uno de los efectos más preocupantes de este proyecto es su impacto potencial sobre el empleo formal. Las pequeñas y medianas empresas se verán en la encrucijada de asumir mayores riesgos ante fiscalizaciones que, en lugar de priorizar la corrección y prevención, podrían orientarse a maximizar sanciones.
Este tipo de medidas puede, paradójicamente, fomentar la informalidad. Muchas microempresas podrían preferir operar al margen del sistema formal para evitar exponerse a fiscalizaciones que ya no persiguen exclusivamente la legalidad, sino también el cumplimiento de metas financieras internas de la administración pública. En lugar de premiar la pedagogía y el acompañamiento al empleador, el Estado opta por fomentar un modelo de fiscalización recaudadora. La fiscalización debe ser una herramienta de justicia social, orientada a equilibrar las relaciones asimétricas entre empleadores y trabajadores, no un instrumento de presión económica que castiga sin mirar contexto o capacidades reales de cumplimiento.
No es casual que una medida similar ya haya sido implementada en el ámbito tributario. En la SUNAT, ciertos trabajadores reciben incentivos o reconocimientos en función del nivel de recaudación alcanzado, lo que genera incentivos para maximizar cobros a toda costa, aún en situaciones donde los contribuyentes —sobre todo los pequeños— no cuentan con las herramientas para defenderse adecuadamente.
Este modelo ha sido criticado por organismos empresariales y académicos, quienes sostienen que puede distorsionar gravemente la función fiscalizadora, al convertir a los funcionarios en “cazadores de errores” más que en garantes del cumplimiento tributario. El resultado es un sistema percibido como arbitrario, que premia la sanción más que la corrección.
Reproducir esta lógica en el ámbito laboral es sumamente preocupante. Implica un paso más hacia la burocratización del castigo como política pública. Lo que se presenta como una medida técnica para “mejorar el desempeño” es, en el fondo, una peligrosa normalización de la fiscalización orientada al lucro institucional. El Estado debe garantizar que sus órganos de control y fiscalización actúen bajo un principio de estricta neutralidad. El fortalecimiento de SUNAFIL no puede pasar por medidas que comprometan su legitimidad. Más bien, debería invertirse en capacitación técnica, protocolos de fiscalización más rigurosos, mecanismos de evaluación independientes y procesos que fortalezcan el componente pedagógico de la inspección. Lo mismo aplica para la SUNAT, donde la fiscalización también debe regirse por criterios objetivos, especialmente frente a sectores que no cuentan con el mismo respaldo legal y contable que las grandes corporaciones. El problema de fondo es la visión instrumental que el Estado parece tener de la fiscalización: en vez de verla como una herramienta de desarrollo institucional, la concibe como un medio para engrosar ingresos sin necesidad de aumentar impuestos o racionalizar el gasto.

Por Marlet Ríos
Debido al colosal tinglado de clientelismo y patrimonialismo que fue su “capital social”, en los 90 el régimen autocrático de Fujimori contó no solo con el apoyo de empresarios, intelectuales, periodistas y políticos oportunistas, sino también se valió de populares cómicos para atacar sistemáticamente a sus oponentes políticos.
Es sabido que el humor corrosivo es un arma potente y eficaz que puede ser empleado en particulares coyunturas sociales. Entre nosotros existieron notables revistas de humor político como Fray K. Bezón y Monos y monadas. Fueron publicaciones que marcaron toda una época, signada por el militarismo y los caudillismos.
Hoy sabemos que Fujimori y Montesinos apuntaron a un proyecto autoritario de largo plazo. La cooptación fue la clave para atornillarse en el poder. Así, el Ministerio Público, el Poder Judicial, las Fuerzas Armadas, el JNE, la ONPE, etc., fueron controlados eficazmente —y sin ningún escrúpulo— por el régimen. No obstante, el régimen buscó también impregnarse en el imaginario popular. Para ello recurrió a conocidos artistas peruanos a quienes, eventualmente, exhibió en sus mítines multitudinarios. La tecnocumbia fue la música distintiva del fujimorismo.
Uno de los cómicos emblemáticos del régimen bicéfalo (dixit Alfonso Quiroz) era Carlos Álvarez. No fue, ciertamente, por amor al arte que este apoyó a Fujimori. Álvarez acabó sentenciado a cuatro años de pena suspendida por haber “colaborado” con Fujimori a cambio de dinero. Uno de los blancos recurrentes de Álvarez fue, precisamente, el laureado escritor Mario Vargas Llosa, quien criticó urbi et orbi a la dictadura. Retratado como antiperuano, rencoroso y superfluo, el novelista sufrió en carne propia la amenaza real de ser privado de su nacionalidad peruana por el fujimorismo.
Actualmente, Álvarez quiere ser presidente y se afilió al partido País para Todos. Ha pedido perdón de corazón, según él, por su pasado fujimorista. ¿Quiénes, en realidad, están detrás de su esperpéntica candidatura? ¿Quiere seguir el rumbo exitoso de Volodímir Zelenski? ¿Tiene la mínima preparación como estadista?
Para la poeta y periodista Maruja Valcárcel, hay detrás del cómico padrinos poderosos que lo utilizan para lograr réditos políticos y una cuota efectiva de poder. Valientemente, ella ha denunciado esta instrumentalización en un foro reciente en Miraflores. Se trata del mercantilismo y el clientelismo de toda la vida en la política peruana. Según una encuesta nacional, realizada en abril, Álvarez se ubica en el tercer lugar de las preferencias electorales. Nada mal para un outsider carismático y con evidente rabo de paja.
Opinión
El boca a boca del Partido Cívico Obras, ¿David contra Goliat?
Lee la columna de Rafael Romero

Por Rafael Romero
Espartanos y no espartanos, pongamos las cartas sobre la mesa, exhortando a la verdad y a un análisis objetivo de la realidad, y el peruano tiene la inteligencia suficiente para discernir estos conceptos a tiempo. En las próximas elecciones del 2026, Perú no solo se juega un cambio de gobierno nacional y una nueva composición política en el Congreso, sino que se juega su futuro, su existencia como nación, Estado y República.
A diferencia de otras elecciones de nuestra historia, esta vez la vida peruana, la peruanidad de nuestros abuelos y padres, de todos nosotros, desaparecerá para dar paso a la más absoluta crisis moral, a la destrucción de la familia, del barrio, de la empresa y del club, pues la codicia, la angurria, la avaricia, los vientres de alquiler y las mafias de unos malvados que se han hecho de la administración estatal solo buscarán saciar su vanidad, sus bajas pasiones y las más antojadizas ambiciones.
Eso es bíblico, no es fantasía, porque el ser humano se destruye a sí mismo, como cuando Caín mató a Abel. No obstante, estamos a tiempo de salvar la vida peruana y a 34 millones de compatriotas. Por eso tenemos que elegir no solo estando bien informados, sino también hay que hacerlo con mucha inteligencia y siendo extremadamente conscientes respecto a quien se le dará nuestro el respaldo por cinco años.
Lamentablemente, ahora los tiempos no son como los de antes cuando la criminalidad era reducida y desarticulada. No, señores. Eso ya no es así, pues ahora existen estructuras y organizaciones criminales transnacionales y esas bandas tiene sus ojos puestos en Perú.
De manera que, si no están las personas correctas y los lideres honestos en los puestos de gobierno, en el Congreso y en las organizaciones sociales, es decir, si no está la mejor gente al frente del país, entonces sencillamente vencerá el mal y convertirá todo el Perú en campo de Agramante y la peruanidad se sumirá en el caos más absoluto y con signos de ser un país irrecuperable.
Pero, desde las ánforas, estamos a tiempo para decirle a las mafias electoreras y a sus vientres de alquiler oportunistas y vendepatrias que hay una excepción al estatus quo imperante y es Partido Cívico Obras, fundado por el periodista Ricardo Belmont el 8 de julio de 1989.
El valor diferencial de esta alternativa partidaria es que cuenta con un líder, con una doctrina, con una ideología y una filosofía humanista, hecha a pulso y es a través de esa adversidad que una persona madura y ama al Perú, y mucho más cuando Ricardo tiene arraigo, al ser descendiente de Ramón Castilla, y porque proviene de dos familias nacionales antiguas como los Belmont y los Cassinelli. Sobre esa base y con ese valor él como candidato brilla con luz propia, máxime a partir de sus pergaminos y de su trayectoria personal, al ser el creador del programa “Habla el Pueblo”, el 18 de enero de 1973, al ser el expositor de los principios morales de RBC Televisión, en 1986; o al ser un promotor del deporte en general, y de la natación, del boxeo y del fútbol en especial. Ese espíritu de atleta y deportista Ricardo lo lleva en el alma, incluso lo he visto nadar 100 metros sin fatiga en el mar, cosa que no haría ni Barnechea ni Hernando de Soto, por citar a algunos precandidatos.
Ricardo aporta a la vida peruana su compromiso espartano por el deporte, por disciplinar el carácter y por la superación personal, y si México tuvo a su Miguel Ángel Cornejo, Perú tiene hoy a su Ricardo Belmont Cassinelli, con el saldo a favor del peruano a partir de su brillante gestión edil en dos períodos de alcalde de Lima, desde donde inauguró 600 losas deportivas, además de muchas otras obras útiles y vigentes para la ciudad, las que permanecen intactas en su infraestructura, siendo largo enumerarlas.
Así, por respeto a la objetividad, no hay un candidato mejor que Ricardo, y si hay otros más jóvenes, lo sano y lógico es que esperen su turno, que estudien más y se preparen mejor para futuras elecciones porque les falta ganar más madurez y experiencia. Ya vendrá su tiempo y podrán dar mucho al Perú como ahora lo puede hacer Ricardo y es quien está en la edad de oro para brindarle a la política peruana lo mejor de su sabiduría, de su inteligencia emocional y de su experiencia.
No obstante, nadie puede negar que la inmensa mayoría de peruanos vive bajo un sistema de corrupción, donde hay grupos económicos que manejan medios de comunicación y que se hicieron más ricos durante el fujimorato, en el gobierno de Toledo, en el de Humala y hasta con la tristemente célebre alcaldesa Susana Villarán, haciendo un pacto mafioso para velar por sus intereses particulares y para ello combaten a todo aquel que ponga en peligro sus ilegales negocios. Hoy no le dan tribuna a Ricardo Belmont y en la praxis declaran su “muerte civil” poque no les conviene que un líder social les abra los ojos a los más jóvenes y a las nuevas generaciones.
Es más, el propio sistema mafioso con sus encuestadoras, que eran parte del SIN de Montesinos en los años 90, ahora está al servicio de los vientres de alquiler y de los negocios de las argollas electoreras. Sin embargo, es posible descolocarlos y darles una batalla dialéctica, poniendo como contrapeso frente a sus cuitas mediáticas, frente a sus televisoras y sus radios tradicionales, la alternativa del boca a boca, la opción del poder ciudadano y de las redes sociales no contaminadas por bots, hackers o troles.
El país no debe permitir nunca más los métodos de traición, los sondeos de opinión manipulados, el marketing político millonario que, directa o indirectamente, promueve el fraude. Por fortuna, a la luz de estudios e investigaciones serias, actualmente la televisión y la radiodifusión tradicionales vienen perdiendo fuerza a pasos agigantados, y encima se diluyen ante la masificación de las redes sociales, que están en estrecha relación con el entorno familiar y social del elector, pues sucede que el sistema perverso no la tiene todas consigo, porque el ciudadano ya no se deja manipular y hace crítica de los contenidos y enlatados de esos medios de comunicación convencionales, los que solo buscan “lavarle el cerebro” o condicionar su voto. Es decir, la gente ha empezado a ser más contestaria contra el poder abusivo y a abrir los ojos ante la manipulación obscena.
En este contexto, esas investigaciones señalan que entre el 30% y el 50% de los electores deciden su voto en el seno familiar, faltando pocos días para las elecciones o lo deciden en la misma ánfora el día de la elección. En otras palabras, el voto lo decide un ciudadano conversando con sus familiares y amigos, ya sea directamente o a través de sus redes sociales. Y es aquí donde gana el boca a boca de Ricardo Belmont y del Partido Cívico Obras.
De manera que algunos podrán gastar millones en marketing político y propaganda electorera pero ni aun con eso convencerán al elector, incluso la gente no votará por el candidato o partido que gasta millones de dólares en gigantescos paneles o en reiteradas tandas de comerciales, pues ese gasto excesivo trae a la memoria la época más infame de los táperes y el reparto de dinero en efectivo entre los votantes, pero esa historia oscura debe terminar, con la estrategia del boca a boca con la cual ya ganó Ricardo Belmont en Lima en 1989, y en 1992, aunque la elección presidencial del 95 se la robaron, pero dicha estrategia hoy se renueva con las frases “queremos abrazos y no balazos”, con “el que me da la mano se convierte en espartano” o el mensaje de mucha fuerza que dice así: “sé personero y no prisionero de la corrupción”, y estas son ideas fuerza que están calando muy rápido en el alma ciudadana.
Ahora, no solo es esa efectividad cuantitativa frente al elector sino que también el discurso de Ricardo y el mensaje del Partido Cívico Obras produce una toma de conciencia mayor y cualitativa entre la gente, elevando el nivel de crítica y de rechazo a los vientres de alquiler, porque se está llegando a abrir los ojos de los más jóvenes con el objetivo de que asuman no solo un voto informado, sino más consciente y más maduro, un voto que grita a los cuatro vientos “abajo las máscaras, no más fariseísmos, fuera las traiciones y nunca más las hipocresías”.
Ese boca a boca del Partido Cívico Obras le está diciendo al pueblo “vota bien”, “elige mejor”, “escoge a los buenos hijos e hijas del Perú”, “no más un plato de lentejas a cambio de votos”. En ese sentido, en las elecciones del 2026 “deben caer las máscaras” y tiene que venir una “revolución de las conciencias”.
A diferencia de otros candidatos, que actúan impostadamente en medio del más absoluto oportunismo electorero, Ricardo Belmont no exhibe máscaras, se presenta tal cual, porque es una persona conocida, porque no es un advenedizo del último cuarto de hora, él sí quiere mucho a la niñez, es sincero, y eso se corrobora por sus acciones. Por ejemplo, cuando apoyó al Hogar Clínica San Juan de Dios que pasaba a inicios de los ochenta del siglo pasado por una grave crisis económica dejando de atender a los niños más vulnerables del país, pero la aparición de Ricardo fue por una obra de amor a partir de que vivía en carne propia ese sentimiento de apego por la niñez del Perú, desarrollado al máximo por su hijo Omarcito, tal como él mismo lo ha narrado.
Solo con esa sinceridad y transparencia el Perú podrá reencontrar su camino para ser una gran nación, heredera del legado de los incas, y abierta al mundo para recibir lo mejor de la ciencia y la innovación bajo el crisol de una filosofía humanista, estoica y espartana, forjada en la adversidad, porque solo así se puede vencer a los malvados que fugen de políticos, quienes han defraudado al elector, lo han traicionado y le han robado. Por eso el PCO combate a los vientres de alquiler donde los jefes de los “partidos” piden 100,000, 200,000 o 300,000 dólares para ser un candidato al Congreso, y el pueblo sabe cuáles son esos seudo partidos que cometen semejante barbaridad. Por eso se requiere de una refundación de la política y del Perú.
Afortunadamente, ocurren señales, prodigios y milagros, o si se quiere presagios, como recientemente sucedió con la elección del Papa León XIV, donde el estadounidense-peruano Robert Prevost, quien no estaba en la lista de favoritos para suceder a Francisco (Jorge Bergoglio), resultó elegido evidenciando un aura especial, un discurso abierto, una visión latinoamericana y una mirada agustinas en provecho del prójimo y del más débil, coincidiendo en muchos aspectos con Ricardo. Por ejemplo, el ser ambos admiradores de la encíclica “Rerum Novarum”.
El caso es que hay un vaso comunicante entre aquel como periodista, broadcaster, deportista, idealista, filósofo o líder político y el Santo Padre Robert o León XIV, y ese vaso comunicante es el amor al Perú, a la paz, a la niñez, querencias estas que son fortalezas inspiradoras para darle soluciones a la patria frente a sus problemas, porque el amor todo lo puede, mucho más cuando hay que tener esa fuerza para hacer los cortes necesarios donde haya que hacerlos, para vencer a las mafias que han tomado el Estado, y lograr ese cometido con éxito, sin necesidad de caer en ese debate insulso e irreal de “izquierdas” y “derechas” porque quita tiempo y distrae a las fuerzas positivas.
La solución para el Perú no pasa ni por la izquierda ni por la derecha, ya que son entelequias fabricadas desde los centros del poder corporativo con el fin de dividir a nuestros pueblos. La batalla hoy es entre soberanistas y globalistas, y no la de derechistas e izquierdistas. Pero esa paradoja la resuelve Ricardo Belmont con su conocido estilo comunicativo, cuando afirma respecto de una de sus obras emblemáticas, como es el Trébol de Javier Prado, obra que está con sus puentes que no se han caído, señalando él que por ahí transita tanto la derecha como la izquierda. Además, las vías y circuitos de dicho trébol se unen, sirviendo de interrelación a través de las vías que van de izquierda a derecha, y viceversa en medio de un óvalo.
De manera que, con símil o metáfora, el debate queda superado y la discusión resuelta a la hora de elegir al próximo presidente del Perú y es Ricardo quien está en el centro aristotélico, en el justo medio, y es la fuerza centrípeta y no centrífuga que necesita el Perú, la que une a los compatriotas, a los estudiantes, trabajadores, campesinos, empresarios, emprendedores y a los niños, jóvenes, adultos y adultos mayores. El Perú es nuestro y es demasiado bueno como para no ordenarlo y garantizar a las nuevas generaciones su existencia con paz, desarrollo, justicia y libertad, sin corrupción ni impunidad, para este siglo.

En los Extramuros del mundo, de Enrique Verástegui, fue sin duda uno de los mejores poemarios de la década del setenta. EV lo escribió a los veinte años en Lima lejos de su Cañete natal, en los pasillos de la UMSM y en la calle Tigre por Barrios Altos, donde todas las tardes los universitarios disfrutaban de unas cervezas y unos cigarrillos “críos”. Ampuero decía que este libro traía luces de los patrulleros y Pablo Guevara lo quería llevar a Cuba.
EV cuenta que tenía el libro en hojas sueltas y quería entregarle a Milla Batres para que lo publicara, ya en el camino a la oficina de CMB-Ediciones, encontró un fólder viejo, lo encuadernó a mano y así es como empezó todo. Batres escribe: “…de la protesta intelectual de los manifiestos (…), Verástegui ha pasado a la insurrección creadora como lo testimonia verdaderamente este valiosísimo libro revolucionario de una singular vitalidad por su aportadora originalidad a la poesía peruana y latinoamericana”.
“Se había iniciado otra variante en mi destino. El libro editado significaba la aceptación o compromiso público de algo que ya me había comprometido íntimamente a realizar en el verano de 1966, a los 15 años: una noche de bodas permanente con la poesía.” EVen Escritores peruanos qué piensan qué dicen de Wolfgang Luchting (1977).
Ricardo Gonzáles Vigil dice: «Integrante del movimiento Hora Zero, Verástegui logró el mejor poemario, artísticamente hablando, de la primera fase de dicho movimiento: En los extramuros del mundo, temas y recursos detectables en Pimentel, Ramírez Ruíz, Cerna, etc. Se dan cita en ese libro con una solvencia artística comparable con la de los primeros libros de Heraud, Hinostroza y Sánchez León.»
De este modo y por alguna extraña empatía, Verástegui se convirtió en el maese de los poetas del noventa a quiénes recibía amablemente en su casa de la calle O’Higgins y después en la Molina y por último en su casa de la avenida Brasil donde sin faltar nos reuníamos cada 24 de abril para celebrar su cumpleaños.
En el festival de poesía de la Universidad de Lima en 1994, Enrique Verástegui leyó el poema Datzibao de este fabuloso libro, lo acompañaba en la mesa el centenario poeta Leoncio Bueno. Y al terminar, el vate chileno Raúl Zurita se acercó y aplaudió de pie y luego apuntó: “(Verástegui) un esfuerzo que quiere recogerlo todo, nombrarlo todo, reescribirlo todo”.
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