Carlos Calderón Fajardo, París 1963 (Foto: archivo personal del autor)
– ¿Tú sabes lo terrible que es estar solo?
– Pero no estás solo, Carlos, tienes una gran familia, nos tienes a nosotros tus amigos, tienes ahora más que nunca un huevo de lectores, tus libros se venden bien, estás produciendo mucho…
– No, no me refiero a eso, me refiero a la otra soledad ¿sabes que todos mis amigos de antes están muertos, no? ¡Todos! Eguren, Arguedas, Ribeyro, Juan Gonzalo, a esa soledad me refiero… espera un ratito, voy a poner una canción.
Se pone de pie y su larga figura avanza a la nueva rockola que han puesto en el Superba, a donde fuimos a conversar luego de la entrevista que le hice para “Fahrenheit 051” hace unas semanas. Jamás lo había visto poner una canción en una rockola, pero esa noche estaba muy animado. Regresa y me dice ¿tú sabes la historia de esa canción? Espera que te la voy a contar.
Pedimos dos cafés más mientras Lucha Reyes canta “Tu voz existe“; me cuenta de su gran amistad con Juan Gonzalo Rose, de lo terrible que eran sus recaídas en el trago y de la impotencia del que ve cómo se escapa una vida sin poder hacer nada, del gran vacío que a todos nos asalta alguna vez, de esa soledad de sentirse solo estando rodeado de gente. Me cuenta lo difícil que fue para él la noticia de la muerte de su amigo, entonces se le aguan los ojos y respira profundo. Luego de unos segundos recuerda a Ribeyro y mira a otro lado, regresa a la conversa y me cuenta de lo difícil que es la vida, que está escribiendo además una nueva novela, breve, pero completamente diferente a todo lo último, que no le gusta que lo llamen “escritor fantástico” porque no lo es, que le da mucha pena que sus mejores novelas no se vendan porque más se promocionan los vampiros, que la vida es una mierda pero igual hay que vivirla, mejor si es cerca al mar. ¿Cómo te gustaría que te recuerden? Le pregunto. Así, me dice, y sonríe. Fue la última vez que lo vi.
Carlos Calderón Fajardo en Huamanga, 2011 (Foto: Archivo personal del autor).
Carlos Calderón Fajardo murió esta madrugada, a un par de semanas de cumplir los 70 años y a 7 años de conocernos, y la pena que me asaltó a primera hora es enorme. Nació de casualidad en Puno, en Huancané, pues su padre, médico militar, estaba destacado en ese lugar. Dos años después se mudarían a Talara, en Piura. «De la meseta andina a los desiertos del norte, pero ahí empezó mi relación con el mar». Llegué a él por recomendación de amigos. Acababa de inaugurar la colección “Clásicos Peruanos Contemporáneos” con “El tramo final” de Siu Kam Wen, y consulté entre mis amigos qué me recomendaban para evaluar y enriquecer la serie. “La conciencia del límite último”, me dijeron, al toque, sin pensarlo dos veces. La leí y tenían razón, era una novela brevísima pero contundente. Un policial como pocos se han escrito en el Perú. Lo llamé y pedí una cita, pues entonces era bastante esquivo y tenía fama de no dar entrevistas, de no recibir a nadie, de no hablar mucho y de ser muy huraño. Nada más lejos de la verdad. Aceptó la invitación y nos encontramos en el Haití de Miraflores, una noche de no sé qué mes de 2009. Conversamos de sus libros, casi nada de su vida (que me sorprendería tanto poco tiempo después), de la posibilidad de editar esa breve joya que debió titularse “El cazador de moscas”, como se lo sugirió Ribeyro, pero no aceptó: tenía comprometido el título con Interzona, entonces una editorial importante en Argentina, que quebraría a los pocos meses sin editar nada. “Pero hagamos algo”, sugirió, “qué te parece si editamos mis cuentos completos”. Y así empezó nuestra amistad.
Con el tiempo uno aprende a conocer a las personas, a cómo son frente a un auditorio y a cómo se manejan en la vida real. Carlos no solo era una gran persona, era una bella persona, un caballero que a veces renegaba y se quejaba de todo y del mundo y de la mala suerte y de las nubes negras y de todo otra vez y de la crítica y de la falta de lectores y de lo mucho que le fastidiaba la etiqueta de «escritor de culto» porque eso significaba que no lo leería nadie pero todos sabrían su nombre…, y sin embargo siempre retornaba a ese estado en el que conversar y compartir era grato, pues su formación de sociólogo hacía que viera (y comprendiera) cosas que luego pasaba a explicarnos como si fuera una clase, por ejemplo, como cuando estuvimos en Huamanga en 2011 promocionando unos libros y nos sentamos a conversar sobre política en un salón de secundaria, junto a Patricia De Souza; y su recomendación de lectura para quien quisiera pedírsela.. Esos son los momentos que recuerdo ahora, que ya no está.
Gabriel Rimachi Sialer, Edwin Cavello, Carlos Calderón Fajardo, Eloy Jáuregui y Juan Manuel Chávez. Alianza Francesa de Lima, 2014 (Foto: Archivo Lima Gris).
La vida de los escritores siempre ha ejercido en mí una fascinación especial, tal vez porque son vidas que se han nutrido de tantas y tantas experiencias, que son, de alguna forma, inalcanzables, que van creando un aura de leyenda alrededor suyo. La amistad que cultivó con Cortázar, los quince días en que vivió con Arguedas en Viena, su marcha al velorio de Edith Piaff que se convirtió en marcha doble pues también había fallecido Jean Genet, la forma en que se enteró que había sido finalista del Tusquets, su baile con Chabuca Granda en el cumpleaños de Rodolfo Hinostroza, sus viajes por el mundo, su travesía en la India, su vida en París, en ese París mítico que para los escritores jóvenes como yo era un imposible y estaba lleno de imágenes en sepia, que luego tomaban color y sentido y se hacían más visibles, y más posibles. Había en él amistad y cariño. Y tal vez por eso ahora es que la tristeza crece porque no lo volveré a ver.
Lo entrevisté para mi programa radial “Fahrenheit 051” hace unas semanas, creo que ha sido la última entrevista que dio a algún medio, y esa noche estuvo conversador como nunca y contó de su vida, de sus libros, de sus amistades, de sus proyectos, de lo que venía en el futuro, de la poesía peruana, y nos reímos todos en la cabina cuando soltó su apreciación sobre Vallejo…
Nos acompañó en el homenaje a Arguedas que hicimos en Lima Gris con Petro Perú, nos acompañó en el homenaje a Cortázar que hicimos en Lima Gris con la Alianza Francesa, y nos iba a acompañar en el homenaje a Ribeyro, su gran amigo. Pero nos acompañará siempre el buen recuerdo, la sonrisa sincera, el comentario preciso, la palabra franca. Te vamos a extrañar mucho, Carlos, mucho.
Hasta siempre.
PD: si gustan escuchar la conversa, denle play al podcast:
Carlos Calderón Fajardo en Punta Negra (Foto: facebook de Salomón Cenepo, de Borrador Editores).