Actualidad

Viaje al fondo de la locura

Published

on

Una crónica de Eloy Jáuregui

1.

Y decía. Caminé por la Av. Del Ejército. Chompa vieja sin camisa, pantalón de trapeador, zapatillas en la última lona. Jorobado en extremo, tomado de mis propias manos, el pelo hirsuto de mi barba rala y un terror de cojones para el jabón y el agua. Despacio, arrastrando los pies, llegué hasta la puerta principal, gané la gran alameda central empedrada y un brazo me cogió por el hombro. «Oye, tus papeles», dijo una voz con «fotocheck». Yo entregué la copia de mi electoral y me señalaron una vieja edificación sobre el corredor de la derecha. Eran los consultorios externos, el lobby del infierno, hasta ahí llegue con mi muerte a plazos y mi perplejidad.

Era una mañana de agosto y yo con toda la apariencia del loco había ganado la calle. Como otros tantos de cientos de enfermos mentales que deambulan por las calles de Lima. Ya, disfrazado y temprano estaba a la buena de Dios. El manicomio me serviría para escribir una crónica que obligaría a las autoridades una semana más tarde a declarar en emergencia el hospital. Tres días estuve internado –al final contra mi voluntad– y conviví en los linderos de la tolerancia más curtida. Al final, valió la pena, la cordura no era mi fuerte pero con ella, descubrí que la vida sí se puede soportar sólo con ella, aunque de forma infrahumana.

En aquel tiempo y mientras me preguntaba si el Perú era un país depresivo, ponía en mis labios aquello que pregonaba el Dr. Baltasar Caravedo respecto al por qué los pobladores de Monsefú, hasta 1910, seguían guardando luto por la muerte de Atahualpa. El Perú de Alan García no había cambiado mucho en relación a este aserto. El luto depresivo seguía entre nosotros tanto como la pena. Audaz me profundicé en el tema y llegué a la conclusión que, aunque cueste creerlo, existía una enfermedad original peruana: la neurosis depresiva.

Justo en esos años ocurrió un suceso que colocó a la salud mental del país en alerta roja. En el hospital Larco Herrera, la huelga indefinida de paramédicos, la falta de alimentación y medicinas, habían provocado en menos de una semana nueve muertos y la tragedia se sumaba a la falta de recursos en el Ministerio de Salud que colocó a los enfermos en el peldaño más bajo de la condición humana. Yo era un pichón de cronista y veía cada día como mis solicitudes para ingresar al más grandes hospital de enfermos mentales de Lima eran rechazadas sin ninguna explicación. Así no tuve otra solución.

Foto. Caretas

2.

¿Doctor Fernández o doctor Díaz?, me preguntó una mujer de mandil blanco, herméticamente blanco y en desgracia. «No sé, vengo por primera vez, soy borracho y quiero matar a mi padre», dije. El que oficiaba de huachimán y enfermero y que también era interno, me miró con satisfacción, «uno más», pensó. Pagué con unas monedas por la consulta en la ventanilla del fondo del pasillo y recibí a cambio un ticket mimeografiado y ciento de mirada ágrafas. Salí del pabellón e ingresé a la otra vida. Al fin, ya tenía el pasaporte para conocer las tinieblas del horror y apenas eran las ocho y cuarto de la mañana. Cierto, sudaba como un descosido.

«Hígado», «molleja», «apanado», «lentejas», estaba escrito en una pizarra del primer restaurante frente al pabellón de la administración. Un hombre fumaba en una de las mesas y leía una revista evangelista. «Un café por favor», le pedí al mozo de mirada extraviada. Él me observó receloso, «No hay agua hervida», me contestó. Ahora estaba sentado en una banca de madera frente al pabellón 16. Del último fondo, y escapándose por una ventana semitapiada, se escapaban unos gritos desgarradores: «Mamaaá, mamaaá, mamaaá…».

Un guardia republicano vigilaba la entrada del oscuro edificio que fungía de pabellón para terroristas. De pronto, un pedazo de concolón de arroz fue arrojado en la vereda, debajo de mi banca a la hora de del almuerzo, a la hora de la ‘paila’. Un tipo de abrigo seboso y zapatillas rotas se acercó para recogerlo. Lo tomó y fue a sentarse en la banca del lado. Luego comenzó a comer lentamente olvidándose del mundo. Más allá, unos internos sudaban y cargaban grandes ollas en sendas carretillas. «Estofado. Pab. 12», Estaba escrito en uno de ellas. Dos hombres de baja estatura buscaban en los desperdicios algo para comer y se llenan la boca sin escrúpulos y en verdadera competencia que uno había visto en una disputa de cerdos.

Foto: Ana Castañeda.

3.

Al mediodía un médico distraído apuntó mi perfil síquico sobre un escritorio a punto de desplomarse. Escuchó mis males con bostezos. Se fastidió cuando le conté de mis obsesiones sexuales. Se entusiasmó cuando le dije que quería atentar contra la vida de mi padre. Se desilusionó cuando le confié que tenía temor a las sombras. Me extendió una receta al tiempo que escribía una orden para mi internamiento. Me dijo me iba a ver al día siguiente y me asignó un enfermero que nunca llegó. Por la tarde un anciano elegante de traje y sin zapatos y que miraba en lontananza el horizonte, me dijo que en su pabellón había dos colchones. Esa noche me quedé dormido tarde. Afuera se oían aullidos, almas en pena, la desesperanza más sobrecogedora.

Lo que tenía que ocurrir había ocurrido. Un empleado me reconoció al día siguiente. ¿Qué haces, loco?, me dijo. Le intenté explicar que estaba en misión secreta, ahí fingiendo, pegándola de demente. Que había llegado a escribir una crónica urgente, que en mi casa no sabían nada. No me creó, ni lo de la crónica ni que me esté haciendo el loco. Además, todos dicen lo mismo, me dijo. Que no están locos. Luego se extendió que un supuesto viaje a la selva de las sirenas azules. Que dónde estaba el cometa que se clavó en la luna. Que ayer han cazado una ardilla de metal. Yo lo arrastré debajo de unos árboles y al final lo convencí. Él me seguía observando desconfiado. Luego, dudando me fue enseñando las zonas secretas del hospital, la cocina desierta, la lavandería abandonada, la ropa asquerosa que forman cerros frente a tres trabajadoras de mandil incierto. Había otras máquinas, todas oxidadas e inservibles que no sé para qué. Llegamos al almacén, el amplio salón de farmacia apenas mostraba unas charolas y cinco o seis cajas de unas ampollas amarilla. Más allá, un enjambre de empleados y secretarias escriben a máquina, estampaban sellos, escuchaban Radio Mar, todos me observaron recelosos.

Foto:  David Vexelman F.

4.

En 1987, la huelga de los trabajadores duró 56 días. Se exigía incrementar el presupuesto del sector Salud del 5 al 7.5 por ciento. La huelga se rompió y los problemas continuaron. A groso modo, en estos tiempos el hospital alberga a 1,570 trabajadores y sólo existen 1,100 camas para 5,000 enfermos. Un técnico administrativo, por ejemplo, con 28 años de servicios, gana un poco más del sueldo mínimo y le duele en el alma. El Hospital Larco Herrera tiene un apéndice en Barranca donde dicen que trasladan a los enfermos en recuperación. Falso, a eso lugar llegan los irreversibles. De ahí jamás regresarán, además, la familia ya los dio por muertos. Ahí también van a parar los empleados «conflictivos».

De aquellos días algo ocurrió en el pabellón 7, exclusivo para mujeres y que es severamente vigilado. Un policía violó a una paciente. La dirección les abrió un proceso disciplinario a dos trabajadoras supuestamente por complicidad. No obstante, el guardia continúo trabajando, nunca se investigó cómo ingresó en la noche y cómo consumó el delito. Su comando lo relevó y guardó un silencio absoluto. Casos como éste son frecuentes porque uno de los grandes problemas del hospital es que delincuentes y drogadictos pueden ingresar por las paredes en la noche y hasta venderles PBC a los internos que tiene algo de dinero porque todavía reciben visita.

Ese año de 1985 se implementaron los puestos de confianza, aumentó la burocracia y se suprimió la alimentación para los empleados asistentes. Según los delegados del sindicato, el director Aurelio Medina Gavidia había convertido el hospital en una guarida de la Juventud Aprista. «Esto está lleno de búfalos», me contaba uno que le decían «Tato», mientras tomaba un té en uno de los quioscos que está frente al pabellón donde se encuentra la capellanía. «Ahora se roban los teléfonos, las bombas de agua y hasta los focos». Pagó y se marchó.

El presupuesto del hospital tenía varias partidas. La 02-00 destinada a bienes y que básicamente era la de alimentos y medicinas se había reducido a la mitad. El noventa por ciento de este dinero que estaba destinado a alimentación y el restante para medicinas ya no alcanzaba. «El Ministerio de Economía y Finanzas es el gran culpable», me explicaba despacito una mujer de edad enmandilada y que no me quiso decir cómo se llama. Y con el drama en la barriga remató: «soy del nivel C y mi sueldo no alcanza a fin de mes».

En la Dirección de Salud Mental del Ministerio de Salud, no existía estadísticas sobre los enfermos que se atienden en todo el país y cualquier cifra que se maneje pertenece a iniciativa de algún psiquiatra particular. Sin embargo, investigaciones realizadas por estudiantes universitarios de psiquiatría, arrojan un número cada vez más alarmante. Por ejemplo, hasta ese año existía oficialmente en el país 105 mil psicóticos, 280 mil neuróticos, 355 mil epilépticos, 700 mil deficientes mentales, 500 mil jóvenes con desarreglos en conducta escolar y 450 mil alcohólicos. Nunca se ha realizado estadísticas sobre el fármaco-dependiente y drogadictos pero según algunos especialistas, la proliferación es verdaderamente epidémica.

Otra cifra terrible es aquella que habla de que el 20 por ciento de los recién nacidos en el país, muestran el trauma por alumbramiento, ya que el 70 por ciento de estos niños nacen sin atención médica. De estos nuevos peruanos, la mitad fallece antes de cumplir los cuatro años. Los niños que “sobreviven”, están expuestos a un sinnúmero de enfermedades infecto-contagiosas que tarde o temprano provocarán lesiones en el sistema nervioso. Así de simple.

Enrique Sánchez Torres es técnico de enfermería y trabaja en el hospital Víctor Larco Herrera.

5.

El desayuno se sirve religiosamente a las siete de la mañana. Aquel jueves fui testigo de un porongo de quáker y algunos panes. En el almuerzo de las 11 y 30 sirvieron un caldo realmente abominable con algunos pedazos de zanahoria y que le dicen «sopa». De segundo eligieron trigo con arroz, mismo barro, y a las 6 de la tarde la cena fue el mismo arroz y una mazamorra sin nombre que, lo juro, me hizo vomitar. La paila no llega a todos los pabellones y los pacientes crónicos, francamente gritan de hambre.

El pabellón para niños ofrece una visión miserable. Ahí están encerradas 26 criaturas con escasos rasgos humanos. «A los niños apenas les llega una sopita y casi nunca pan», me explica una asistente y agrega: «Nosotros tenemos que prepararles unas tortillas con los huevos que nos dejan algunos familiares». Es cierto, los empleados observan de manera impotente tamaña miseria. Si no fuera por algunas donaciones, los muertos se multiplicarían. El Dr. Orlando Puliti funge de asesor legal. Me acerco, curioso, quiero hacerle algunas preguntas. «No jodas, está muy ocupado», me responde un sujeto sombrío desde el altillo de su oficina.

Por falta de alimento y de calorías los pacientes adquieren otras enfermedades amen de la caquexia y la pelagra. Los nueve muertos conocidos no fallecieron de locura, murieron por desnutrición, así consta en la denuncia fiscal y no como dice el ministro de Salud, Dr. Luis Pinillos, por culpa de la huelga de trabajadores. El personal profesional, llámese médicos, enfermeras y técnicos, trabajaron normalmente durante los días de la huelga del sector. Mentía el ministro –para variar–cuando hablaba de desatención.

Es verdad, tampoco se utiliza «la camisa de fuerza» porque todas están inservibles y el electroshock está suspendido por falta de fluido eléctrico. Entonces se recetaba a todo pasto el fármaco Largactil, un sedante que cuesta un ojo de la cara en las farmacias de la calle y que en la botica del hospital simplemente no existe por más que se luce una propaganda con la caja de 30 comprimidos. Esta sustancia química reemplaza al terrible «baño de ahogo» y a los manguerazos de agua helada.

Foto: Agencia Andina.

6.

Casi ningún paciente se medica. Por eso, para los propios empleados asistenciales es un riesgo ingresar, por ejemplo, al pabellón 4, el de los enfermos crónicos, donde el clima de violencia es inenarrable. En ese tenebroso edificio, donde se escuchan los gritos más lastimeros del mundo, en la actualidad hay 6 pacientes condenados a muerte. Desabastecidos, sin alimentación adecuada, sin ningún tipo de seguridad y con tres focos solamente alumbrando la ciudadela en la noche, el Larco Herrera era el lugar más dantesco del planeta.

Hoy que se han multiplicado los suicidios y como afirma el psiquiatra Javier Mariátegui: «La miseria ayuda a la gestación y proliferación de las neurosis y depresión. El Dr. César Rodríguez Rabanal dice casi resignado: «Al hospital llegan los perdedores de la sociedad».

Ser pobre es suficiente pero padecer de un trastorno mental ya es la miseria misma. En el país existe una gran verdad que dice a media voz. La familia es la principal productora de las enfermedades mentales. Suena terrible, súmese a este drama el asedio socialmente establecido y la pérdida general del status económico, así encontraremos las claves de este país enfermo. ¡Entonces, señor ministro de salud, cuándo la salud estuvo más enferma!

La noche cae en el Larco Herrera, ya no tengo cigarros. Han pasado tantos años. Está crónica quería seguir los pasos de una investigación que realizara José María Salcedo. No sé si logré mi propósito. Entonces, alguien toca un silbato, otro da órdenes a unos tigres inexistentes y alguien canta la canción más triste del planeta. En la oscuridad de la vieja casa hacienda muchos recuerdan entre brumas haber sido felices y en algún momento haber sido el peruano con familia habitando en un país hermoso. No insistiré en decir que me habían prohibida la salida. Sería hilarante y de eso no se trata. Así que, arrastrando los pies y más deprimido que «autista pobre», en la penumbra llegué hasta uno de los muros. Después de treparme por la tapia junto a los arbustos al fondo del estadio al fin gané la calle. En la Av. del Ejército logré subir al bus de la línea 91, los “moraditos”. Todo el que sube en el paradero del ‘Larco Herrera’ es más que sospechoso. Yo estaba con los ojos que miran para adentro y el cobrador que me grita: «Patita, paga, paga, paga, no te me hagas el loco». Ha pasado tantos años, lo sé, pero parece que fue ayer.

Comentarios
Click to comment

Trending

Exit mobile version