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MELGAREJO, UN ESTIBADOR DE BELLAS ARTES

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Texto y Fotos Mario Navarro

La Escuela Nacional Autónoma de Bellas Artes del Perú, formadora de conciencias y compañera de espíritus libres, celebró su primer centenario de fundación, pero no podemos ni debemos destapar el champagne sin antes agradecer a quienes la sostienen silenciosamente desde sus albores. Aquí nuestro mayor cariño hacia aquellas personas que barren sus aulas, pintan sus paredes, riegan sus jardines, cuidan de su inmobiliario o posan como modelos para sus estudiantes afanosos a pesar del invierno desmesurado.

La ferviente entrega hacia esta institución solo es explicable gracias a fuerzas invisibles que van más allá de sueldos estruendosos o currículums floridos; todo lo contrario, en este lugar quienes menos remuneraciones ostentan son quienes más devoción le profesan desde sus pequeños oficios, y son las moles que permiten que nuestra ya legendaria Escuela de Bellas Artes no se venga abajo.

En mi tránsito por  este recinto en donde la gente de a pie aún se sigue persignando delante del majestuoso frontis realizado por Piqueras, podría atreverme a compartir pasajes coloridos como estudiante misio y provinciano, hablar de los profesores, de los buenos y de otros no tanto, relatar grandiosas anécdotas donde regocijarse.

Son tantos los rostros que se me vienen a la mente recordando esa temporada plena que sin duda marcaron un antes y un después en la vida de muchos de nosotros, tantos los amigos de inigualable talento, estrambóticos peinados y barbas desaliñadas que los hacían únicos en un mundo paralelo… dentro de los talleres todos nos sentíamos iguales —o eso creíamos— pero fuera de ellos éramos el bicho raro de nuestras familias o de nuestro barrio fino-marginal.

Mlegarejo en el patio central de la Escuela de Bellas Artes.

Para la mayoría, nuestra breve estadía por este lugar fue basta y feliz en muchos sentidos, eso también se lo debemos a los amigos que se quedaron. Solo algunos sobreviven a pesar de los achaques, algunos dejaron esta su casa por culpa de despidos arbitrarios. Por suerte existen quienes todavía se les puede encontrar haciendo de la Escuela un buen lugar para la nostalgia. Estas líneas tienen la pretensión de ser un pequeño homenaje a mis amigos de incalculable nobleza de quienes conocimos la ternura que se le brinda a cualquiera de los hijos y solo comparado a la protección del hermano mayor.

Todos ellos y ellas se volvieron imperecederos en el túnel del tiempo: aquí va mi total gratitud a Valdivia y a su infatigable compañera Basilia; al más solicitado: Cuenca, a pocas semanas de su partida;  Orompeyo y sus gritos desaforados; Huanuquito, el jardinero fiel; Muñoz, el modelo vitalicio; Gregorio o Gregory, como le decía Miguel; la señora Vilma; Larita y sus diálogos de pasadizo; Camachito, el pelotero veloz; Nelly, la modelo amable; Cervantes y su complicidad; César, Pablo, Óscar Montes, el mejor guardián de la Casa Magdalena; Iván, el gato; LLamocca, el conductor oficial con cabellera de nieve; Clotilde y Edgar, los modelos que también nos dejaron y, cómo no, Melgarejo, el más apapachado y fotografiado por las últimas generaciones.   

La Historia de Melgarejo y su llegada a la escuela ha sido reservada solo para este momento de júbilo en donde los trajes de gala se desempolvan y aparecen remasterizados para la ocasión. Tuvo que acontecer un encuentro mágico entre un artista y la calle, ese lugar cercano y lejano a la vez, quién sabe si ese episodio fortuito se desprendió de un cuento ribeyriano, cosas extrañas que solo ocurren en la Lima de los temidos años 80, en la Parada y  con un pintor de fachas peregrinas.

Era el año 1984 y Melgarejo llevaba tiempo como estibador en el mercado mayorista de la Victoria, desde los 17 años sus músculos se empezaron a marcar y su rutina arrancaba desde las 3 de la madrugada con un look de catchascanista en guardia, subía y bajaba costales de papa, limón, yuca, tomate, cebolla, ajos, menos camote porque este cultivo terminaba dejando en nocaut al más fornido. Terminada la faena luego de almorzar, él y sus amigos iban por unas botellas que encontraban con facilidad cerca y emprendían un itinerario sin rumbo con el objetivo estéril de celebrar cualquier eventualidad, para ahogar las penas ocasionadas por el desamor, o simplemente desgastar palabras hasta que cayera la tarde.

En una de esas incursiones con los sentidos atrofiados por el licor, sentados en el frontis de una destartalada capilla que se mantenía en pie entre Aviación con 28 de Julio, alcanzaron a divisar una figura solitaria que los observaba con intermitencias. Con la matonería que da el trago y la calle en constante revolución, empezaron a gritarle improperios y a mofarse de este inusual visitante, uno de ellos corrió con cierta torpeza hacia él para arrebatarle las cartulinas que finalmente quedaron desperdigadas en la vereda. Pasaron los días y seguían encontrándose con este pintor de imperturbable paciencia, hasta que, una tarde, cuando Melga estaba más sobrio que de costumbre, un amigo suyo tomaba la siesta encima de su carreta, viendo al dibujante a pocos metros quiso romper el hielo y se le acercó para hacerle unas cuantas preguntas que se tenía guardadas. Intercambiaron varios minutos de conversación hasta que, oh sorpresa, aquel mismo día era el santo de uno de los amigos estibadores. El pintor caminó hacia su hotel que quedaba a pocas cuadras y trajo tres vinos escoceses para compartir con el cumpleañero. Era Don Víctor Humareda, el pintor puneño con sombrero de copa alta, corbata sinuosa y ojos febriles. “¿Y sirve para algo lo que usted dibuja aquí?” le preguntaron a quemarropa estos chacoteros indiscretos al huésped más ilustre del Hotel Lima. El buen vino y el humo del cigarrillo terminaron por coronar la velada perfecta.

Fueron varios los días que entablaron una ligera amistad con tan singular personaje que los invitó a visitar la escuela de Bellas Artes para que se probaran para modelos en algunos talleres, ya que sus corpulencias servirían muy bien para los escultores y pintores en sus estudios de la figura humana. Fue de esta manera que Melgarejo tuvo su primer acercamiento con la escuela de Bellas Artes, ingresó a sus talleres como un curioso observador y nunca más llegaría a ser el mismo. Eran los últimos meses del segundo gobierno del arquitecto Belaunde Terry, el sistema democrático recientemente recuperado empezaba a ser diezmado por el terrorismo y Lorenzo Palacios, Chacalón, con todo su frenesí, había bajado de los cerros.

Eusebio Roberto Melgarejo Salcedo Nacido en Ica de casualidad, fue traído a Lima a los tres meses por una tía para vivir en al Cerro San Cosme y ser criado como a un verdadero hijo. Solo se enteró de que su verdadera madre existía a la edad de 20 años y ese encuentro fue tan inesperado como sobrecogedor. A esa edad ya estaba a punto de adquirir un terreno en un naciente distrito llamado Independencia donde conoce a quien prontamente convertiría en su esposa. Las postrimerías de un parque sin postes ni luz eléctrica, sentados en una banca de cemento, vieron nacer una luna llena tan grande y tan resplandeciente como sus sueños, hablaron del futuro, del presente, del pasado y todo se mezcló en felicidad constante hasta el día de hoy con Genoveva, la madre de sus cuatro hijos.

Melgarejo en la Biblioteca de la Escuela de Bellas Artes.

Fue hasta 1989 que, decidido a no morirse joven cargando bultos en la parada, y menos a dejar una joven viuda con tres hijos, que se le ocurrió aceptar aquella invitación que le hiciera años atrás el pintor de la Quinta Heeren, desaparecido tres años atrás por un cáncer a la laringe. Salió en busca de un trabajo como modelo para no regresar jamás a La Parada. Como modelo solo pudo resistir un año, la travesía desvestido como Adán era cosa de locos, fue en busca de Valdivia para que lo recomendara en algo menos complicado, como conserje, en abastecimiento o hasta de jardinero y fue así que inició echándose al hombro, como buen estibador, la tarea interminable de velar en cuanto rinconcito era designado: en el Centro Cultural, el local central y hasta en la biblioteca donde en la actualidad permanece sacando fotocopias y es asediado por alumnos y ex -alumnas que no dejan de abrazarlo o exigirle un selfie de rigor. Vestir la camiseta de Bellas Artes por casi tres décadas deja más de una huella en la memoria de esta emblemática institución que no solo es un patrimonio de la cultura y de las artes plásticas en el Perú, sino que se convirtió en una incomparable residencia para las utopías.

Hace poco nuestro querido Melguita recibió la condecoración de parte de la dirección, un reconocimiento merecido por tanto tiempo dedicado. El 2020 piensa en jubilarse, llegados los 66 años, y dedicarse a la vida en familia cuidando de la bodega que tienen con su esposa, y, aunque el año pasado la muerte de su segundo hijo le suavizara la sonrisa y la pena no termina de filtrarse tras las lunas de sus anteojos, Melga es un feliz sobreviviente de esta escuela que tantos lauros ha conseguido a nivel internacional.

Él es la imagen de la perpetuidad que seguimos necesitando encontrar cada vez que asomamos nuestra cabeza para mirarnos con ensoñación en ese espejo carcomido del pasado privilegiado y volver a sentirnos como esos alumnos flacos y desgarbados que buscaban con desesperación a Cuenca, a Valdivia o a Melga para que nos abrieran la puerta de los talleres y avanzar así con nuestros trabajos finales sin ser vistos. Bellas Artes es la familia adoptiva a la que siempre volveremos y esta vez hay cien razones más para nuestro retorno, revestidos de gratitud y fiesta.

(Publicado en la revista impresa Lima Gris 15)

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