Marcelo, un larguirucho querendón, fue uno de los estudiantes más destacados de la promoción. Ingresó en primer lugar a Ingeniería Industrial y sabía tocar la guitarra como el que más (admiraba a Jimi Hendrix y a Gustavo Cerati). Además, era basquetbolista y amante de diversos deportes de aventura. Su padre era el amable bibliotecario del colegio y todos los profesores le decían convencidos, dándole una palmadita en el hombro: «tu muchacho va a llegar muy lejos», mientras el tipo se acomodaba el mostacho y asentía con inocultable orgullo.
—Su madre y yo pensamos lo mismo —agregaba él esperanzado.
En la universidad no se esforzaba mucho y le alcanzaba para ser el mejor de su carrera. Tenía una linda enamorada —Tania, vecina de su barrio— y ella fue quien lo convenció para que se empezara a cachuelear fungiendo de guía turístico, pues dominaba el inglés con excelencia. Al parecer, allí se empezó a torcer.
Ocurrió en un viaje al Cañón de Cotahuasi. Un gringo le ofreció un troncho de weed y le gustó el efecto. Más de la cuenta. Poco a poco fue cambiando su conducta, su estilo de vida y sobre todo su peso —llegó a rozar los cien kilos—, porque luego de fumar marihuana le venía un hambre feroz. Andaba con el colirio de arriba para abajo para menguar el enrojecimiento de los ojos. Se empezó a juntar con los peores vagos del billar Jara; y, luego de perder a Tania, terminó sumergiéndose en el mundo de la pasta básica de cocaína. Para ese entonces su apariencia dejó de importarle un comino.
Después de los exámenes finales del tercer ciclo de Ingeniería Industrial un surmenage lo dejó en el hospital. Estuvo internado durante varios días. Sus padres entendieron que la cosa estaba muy complicada y trataron de sacarlo de las drogas. Fracasaron. Marcelo abandonó la universidad (¿alguien recordaba el futuro que auguraban los profes del cole?). Se había dado cuenta de que ansiaba llevar otro tipo de vida: «Me llega al huevo la U», me dijo. «¿Y qué piensas hacer, Marcelo?», le pregunté.
—Guitarrear en las combis, aunque no lo creas la gente se porta bien.
—¿No te da roche andar pidiendo plata en los colectivos?
—No seas huevón: roche me daría robar.
—¿Y cómo te va con la maricucha?
—Sólo me meto un cachito para dormir mejor. Yo la controlo, siempre la he controlado… Como dice el Guillermo: «soy drogo, pero no adicto».
—¿El huevón del Guillermo te pasa la droga?
—¡A ti qué chucha te importa! ¿Eres vigilante o qué?
Guillermo vendría a ser algo así como el «marihuanero social» de la promoción. Controlaba su consumo. No se quedaba enganchado. A veces tenía sus encerronas, pero nada que lamentar. Eso me hacía recordar a Antonio Escohotado, aquel defensor pertinaz no de la legalización de las drogas, sino simplemente de erradicar su prohibición (o habría que decir satanización): «La cuerda que sirve al alpinista para escalar, sirve al suicida para ahorcarse, y al marino para que sus velas recojan el viento». No todos reaccionaban igual frente a tales estímulos, vaya que lo sé. Con el alcohol —esa droga legal— ocurría lo mismo. Había amigos que besaban el suelo con sólo tres vasitos de ron y otros que con una docena de cervezas apenas si se sentían picados.
El estadio Ho Chi Minh de la UNSA era el recinto predilecto para iniciarse en el consumo de la marihuana. Guillermo conseguía esas verdosas hojas secas en los alrededores del Terminal Terrestre y las terminaba de triturar con sus dedos. Compraba papel para fumar (rizla) y armaba generosos tronchos. A veces no había reparos en usar papel de biblia. Algunos lo evitaban pues, según decían, era pecado mortal.
—Vigila que nadie nos esté chequeando, gil.
—¿Por qué, Guillermo?
—Porque nos expulsan, pues. La adrenalina es parte del ritual: todo te tengo que explicar, carajo.
—Tú siempre hablando huevadas.
—Mira, mano, si se legalizan las drogas yo ya les perdería el gusto. Lo prohibido atrae más, ¿o no?
—Quizá.
—Ya te lo he dicho varias veces y no me paras bola: ¿cómo crees que Kafka se imaginó a Gregorio Samsa?
—¿Cómo?
—Fumando, pues. Esta vaina es intelectual, pero tú no estás listo para esta conversación.
Lo cierto es que si estabas deprimido (quizá peleado con tu flaca), ese humo te bajoneaba muchísimo más. Y añadía taquicardias, angustia, ataques de pánico. Sensación de muerte inminente elevada al infinito. Uno sentía que el corazón se le salía del pecho y sufría paranoias, alucinaciones desbocadas que muchos llamaban «malos viajes». Para solucionarlo había que agenciarse de una pepa, es decir, un ansiolítico para «aterrizar» sin contratiempos. En contrapartida, si uno estaba alegre, con buen talante, sin mayores problemas; entonces podía literalmente «cagarse de risa» —de todo y de nada—, ponerse chino, obnubilarse hasta olvidarse de su nombre, de la dirección de su casa y del rostro de la hembrita que le movía el piso.
Oswaldo Reynoso, por ejemplo, en Arequipa, lámpara incandescente (2014) le explica en una de sus misivas a un joven poeta, desde su propia experiencia, la diferencia entre el alcohol y la droga (se refiere a la marihuana o la pasta): «Sólo bebo ron, pues soy alérgico a cualquier tipo de droga. Me salen ronchas, me duele la cabeza y vomito. Como podrás comprender, no soy adicto a las drogas por voluntad sino por impedimento biológico».
A algunos la marihuana, por sus terribles efectos, nos produce un rechazo rotundo. A Marcelo lo encandiló tanto que le jodió la existencia. Sus padres lo llevaron a una clínica privada de la capital para que le practiquen una suerte de lobotomía que prometía la cura definitiva a toda forma de adicción. Cuando volvió a la ciudad, luego de muchos meses, él había cambiado para siempre: le habían sacado un pedazo del alma en el quirófano. Marcelo lucía apagado, taciturno, hasta torpe. Ya no jugaba al básquet como en los buenos tiempos del colegio. Eso sí, todavía tocaba la guitarra con decoro. Una vez llegó a mi casa el día de mi cumpleaños. Vestía con un poncho y unas ojotas. Tocó las mejores canciones de Soda Stereo y de Los Prisioneros. Parecía ser el mismo de antes de la operación. A golpe de medianoche, Marcelo nos dijo que hiciéramos una chanchita al toque para prolongar la fiesta.
—¿Para qué? —le preguntaron—. Todavía hay chela.
—Yo me voy un toque al terminal y consigo de la buena.
—¿Estás fumando de nuevo? ¿Tus viejos saben?
—Yo la controlo: soy drogo y no adicto.
A Marcelo lo agarraron a chavetazos hace una punta de años. Un vendedor de hierba de los alrededores del terminal terrestre lo ultimó sin misericordia. A veces pienso que si él hubiera nacido en otro país todavía estaría vivo. Quizá sólo trato de mentirme (Tania afirma que él no supo decir NO y punto).
No estoy en contra de la legalización o el consumo de drogas. Creo en la libertad del individuo y sé que cualquier prohibición acarrea peores males que los que intenta combatir. Sin embargo, cuando alguien me habla de lo genial y benéfica que le parece la marihuana yo recuerdo a Marcelo y una mezcla de impotencia y tristeza me embarga. No solamente Allen Ginsberg, creo que (casi) todos hemos visto a las mejores mentes de nuestras generaciones destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas, arrastrándose por las calles al amanecer en busca de un colérico pinchazo… o de un tronchito de marihuana que venden los sórdidos chaveteros del terminal.