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Los cuerpos coloniales en Beau Travail

Lee la crítica de cine de Rodolfo Acevedo.

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Todo en Beau Travail (1999) —Claire Denis (París, 1946)—, está relacionado con el acto de mostrar cuerpos: cuerpos esculpidos por el ejercicio y la disciplina (los legionarios); cuerpos que se desean, se envidian y se odian; cuerpos que se extrañan y se observan con desdén o con cierta hostilidad; cuerpos que se lucen en pistas de baile o que buscan la aprobación en la mirada atenta del hombre mayor a cargo. El contexto en que estos cuerpos se mueven y se miran es el espacio poscolonial de una base de la Legión Extranjera Francesa en el desierto de Yibuti —en ese momento ya un país independiente. Y todo ello funciona como un recuerdo manchado, desdibujado y convertido en una memoria amarga que obsesiona a un cuerpo solitario, desterrado en la ciudad francesa de Marsella, desde donde reevalúa los sucesos que lo llevaron de vuelta a su país y todo lo que perdió con ese regreso.

Ese hombre que recuerda es el ex sargento Galoup. Su memoria será el mecanismo que active el visionado de lo ocurrido en la base militar y alrededores, el conflicto que lo enfrentó al recluta Sentain, el personaje que no sólo gana el favoritismo del comandante Forestier y el ascendiente en la tropa, sino que también con sus gestos y acciones, fisura el orden castrense, cuestiona los castigos y sus razones, la rigidez de las prácticas, el mundo que allí ha sido construido. Un mundo decadente dicho sea de paso, anacrónico si se piensa en el tiempo en que se encuentran aquellos militares franceses —y de otras nacionalidades—, sobrevivientes de  una vieja institución colonial, en un país que ya no se reconoce colonia. De ahí que las miradas de los nativos sean de extrañeza, desinterés, y en ciertos pasajes incluso de fastidio y enemistad, como obligados a    tolerar algo que no se explica que siga allí, que persista frente a los cambios de la historia. Porque si no fuese así, ¿qué hacen esos legionarios con tanto ejercicio y maniobras, patrullando y vigilando un territorio que no les pertenece –que nunca les perteneció? (Nostalgia colonialista).

La figura de Sentain desestabiliza, provoca quiebres —no muy determinantes quizás—, y filtra los signos de una nueva época en el cuerpo militar que empieza a desmoronarse. Eso es lo que parece entender el comandante Forestier en las conversaciones que tiene con Galoup o en sus mudas reflexiones observando el horizonte o reconociendo a sus legionarios, adaptado ya a ser una figura decorativa y paternal, muy distante de su pasado “heroico”. Lo que entendemos  es que si ese orden perdura lo hace a través de la forma. La manera meticulosa de planchar y arreglar el uniforme, las filas bien alineadas durante las marchas, la organización de las tareas del grupo. La disciplina militar y sus modos severos se han convertido en una especie de coreografía masculina inocua, respecto a su antiguo referente. (Referente que sin embargo no está lejano ni en tiempo ni en lugar del que se ubica la película, pensemos en las guerras e invasiones de finales del siglo XX –y las posteriores).

La cámara destaca esos cuerpos ensimismados en sus trabajos y demostraciones, como aparentes figuras del orden y la belleza. El ambiente mostrado prioriza la contemplación de esos cuerpos y el deseo que allí sobrevuela, contenido sin embargo en las obediencias, en la preservación de las jerarquías, en el mantenimiento de la célula castrense. Las salidas de fin de semana son el momento en que los cuerpos juveniles —en particular—, “desfogan sus energías”  al irrumpir en el pueblo o ir a las discotecas en busca de muchachas. Pero ni siquiera en esos momentos en el que el interés parece dirigirse a otros lados, los cuerpos de los reclutas dejan de ser objetos de contemplación: a través de los espejos de la pista de baile, o en la mirada vigilante y complacida de Forestier. 

El conflicto que entraña Beau Travail —inspirado en el Billy Bud de Herman Melville— cuenta en primer término la perturbación de un hombre, Galoup, que ve como su propia posición es puesta en entredicho por la presencia de otro, Sentain. Pero en paralelo, la película  también narra el día a día de un simulacro -a través de una representación muy estilizada-, de los restos de un colonialismo que intenta subsistir a base de rituales cotidianos con los que trata de afirmarse, aun contra la evidencia de los tiempos. Contexto claramente cargado de sexualidad, en el que un ballet masculino enfatiza su constante trabajo físico —muy enérgico por demás—, como actos autorreferenciales, confiriendo también un sentido de aislamiento, de encierro, a esa base de legionarios. Pero también observamos, que ese lugar distante y protegido es un lugar asediado, en donde la precariedad del orden en que viven sus personajes, produce distintas identificaciones: como espacio a ser revalorado, vuelto a engrandecer —en Galoup sin duda y de ahí su drama—; como lugar de espera, de obediencia por la función desempeñada aunque se sepa inútil —en Forestier—;  y como espacio de juego y expresión personal, a cierta distancia de los valores que allí se promovían —en Sentain.

Quizás por ello, se propone a la base como un espacio cercano a lo sagrado —en cierto modo, una reliquia—, en donde la transgresión termina siendo castigada con la expulsión tanto de la víctima, como de su verdugo. Así el cuerpo de Sentain es cuidado por una pobladora que lo recoge medio muerto en el desierto, mientras que Galoup termina bailando solo en una discoteca, admirándose él mismo en los espejos.

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