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CON LA FREDDY EN EL CAPRI DE LA HABANA

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1.

Al mediodía, las ‘guaguas’, sí, los buses del transporte público, siguen cruzando la calzada Infanta en los linderos de Centro Habana que luce su edificio emblemático en tono azul y que sigue manteniendo el viejo letrero: Radio Progreso. Cuanta memoria tiene el oído porque desde aquí y hasta el Perú uno escuchaba esos programas en vivo gracias a los  receptores marca Philips en el distrito de La Perla en El Callao, en la década del cincuenta, en la casa de mi padrino Juan Rioja. Y unos metros más allá del edificio, como quién avanza a la calle San Lázaro que viene desde La Habana Vieja, está todavía erecta la fachada de la boite Las Vegas. Es un frontis sin mucha gracia pero se anuncia que esa noche habrá show. El ingreso cuesta tres CUC –la moneda de Cuba para los extranjeros equivalente a 0.90 dólares— y me cuenta un vecino que el sitio se ha venido a menos. Que solo llama la atención el show de transformistas y que es punto de reunión para los gay de cerca al malecón habanero.

Debo confesarlo, estoy tras los rastros de Fredesvinda García Herrera, la cantante llamada La Freddy (el “La” se lo puse yo, de puro cariño), una negra como lucero fugaz en las noches de La Habana, a pesar de sus 150 kilos de peso y una increíble voz de contralto, y que se había ganado la vida hasta que llegó al sitio desde su empleo como trabajadora doméstica. A principios de 1959, La Freddy ingresó tanto más al corazón que a los oídos de los habaneros como un tifón poderoso, igual y más que la revolución de Fidel Castro. La figura era tal pero la figura era su voz. Un sonido sobrenatural similar a un terremoto o a una erupción volcánica en el Caribe. Estremecía porque era una voz sin género, ni de mujer ni de hombre, una voz degenerada. Era el canto de mulata aconchabada para enternecer y que venía desde los sótanos más profundos de esa ballena negra que mostraba una sabiduría musical y una avenencia armónica como jamás se había escuchado desde el malecón y más allá de los montes crespos de la isla.

En esos años en que aparece La Freddy en Cuba, el cielo musical era de mujeres. Brillaban con resplandor inusitado cantantes como Elena Burke, La Lupe, Olga Guillot, Omara Portuondo, Celia Cruz, Leonora Rega, Marta Valdés, Celeste Mendoza, Doris de la Torre, Moraima Secada, Marta Strada, Francis Nápoles, Esther Borja, Marta Justiniani, Xiomara Alfaro, Paulina Álvarez, Gina Martín, Ela Calvo, Amelita Frades, Gina León, Juana Bacallao, Isolina Carrillo, Merceditas Valdés, Celina González, Olga Rivero, María Luisa Chorens y Clara Morales ¿sigo? Lo cierto es que ellas fueron verdaderos emblemas de la canción cubana y si La Habana tenía música, esta era cantada por mujeres, más vaginal que visceral  y en ritmo de bolero.

La Freddy en los estudios del sello Puchito. La Habana 1960.

2.

Afuera llueve. Siempre llueve en La Habana. Y habíamos llegado  con los amigos del barrio del Coppelia en el Vedado. Comenzaba la media noche y nos instalamos en Las Vegas. Alguien me dijo que el sitio es el “Tropicana del pobre”. Le creí, y no era tanto, porque una noche en aquel cabaret no salía menos de 150 CUC. Y de pronto la orquesta se suelta con un bolero y aparece Silvia Calderón, una morena bellísima entrada en años y a quien el presentador llama, “La emperatriz del amor”, y se instala en el tema “Alma con alma” que en realidad no es un bolero sino que está en clave de feeling y que fue compuesto por el maestro Juanito Márquez: “Todo lo que sueño es tan dulce, tan dulce como tú/ Sueño con cositas tan lindas, tan lindas como tú/ Todo lo que ansío es delicias, delicias tan aquí/ Pienso en la más tierna caricia, que darte con amor”. Entonces pedimos otra de ron de 7 años y ya parece la propia eternidad.

Por ratos alucinaba estar en el Casino del Hotel Capri habanero donde Códac, el personaje de la novela Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante, encuentra a La Freddy, y era una mujer imaginada y que al mismo tiempo no pertenecía al universo de la ficción sino que fue una mujer de carne y hueso –más de carnes, casi 300 libras, como dicen aquí— y que desgraciadamente fue poco conocida fuera de Cuba. Y que solo grabó un solo disco: “Noche Y Día” con la Orquesta de Humberto Suárez para  el sello Puchito Nro. 552, y que fue editado en La Habana en Abril de 1960. La Freddy nació en Céspedes, en la provincia de Camagüey en 1933 y murió en San Juan de Puerto Rico, no de un infarto sino atacada por el corazón, su propio traicionero corazón el 31 de Julio de 1961.

La Freddy cantaba boleros y no necesitaba ni micros ni acompañamiento musical y hago mías las imágenes del buen Códac: “Yo conocí a La Estrella (La Freddy) cuando se llamaba Estrella Rodríguez y no era famosa y nadie pensaba que se iba a morir y ninguno de los que la conocían la iba a llorar si se moría. Es verdad, ella era una mulata enorme, gorda, de brazos como muslos y de muslos que parecían dos troncos sosteniendo el tanque de agua que era su cuerpo”. Así escribe Cabrera Infante o también, mal llamado G. Caín en el español habanero, quien sí se hizo amigo de La Freddy en sus días de noctámbulo y en sus noches de amanecidas y se inspiró en la cantante para crear el mítico personaje de La Estrella: “Todo lo que yo cuento en mi libro Tres tristes tigres y luego en Ella cantaba boleros es muy ficcionalizado. Hay elementos que son imaginarios, como aquello de que se negaba a cantar con orquestas. Eso no era así. Ella quería triunfar. Cantaba con cualquiera. Yo nunca pude establecer con certeza algunos detalles de su vida. O de su muerte”, dice Cabrera Infante.

 

La Freddy frente al frontis del Casino de Capri y atrapando su cerveza.

3.

Me escapo de Las Vegas como la ‘gran fuga para clave en la menor’ de J.B. Bach. Y tomo Infanta con dirección al malecón en la madrugada y llego a la esquina con Humbold. Ahí está el edificio ahora de tono blanco con ribetes y antes de color verdusco. Ahí, en los bajos, descubro lo que era el Bar Celeste. Ahí, donde La Freddy se aparecía a esta hora, pedía su trago doble y que apaguen la rockola y con su voz andrógina, se ponía a cantar no uno, decenas de boleros. Y se hizo conocida porque la zona además de Radio Progreso –que tenía shows en vivo hasta la medianoche–, estaba rodeada de otros bares, antros y cafés donde ella cantaba hasta que amanecía con ese tinte angustioso del sacudimiento, sólo para que la escuchen que estaba viva y todos los mortales cubanos, de las trasnoches habaneras, sabían de su contralto increíble, y que luego iba a quedar grabado en su refugio personal, y que la compositora Ela O’Farrill plasmó en un tema que se llamó “Freddy” y que ahora lo escucho, sordo de todas sorpresas, aunque ya no haya nadie y ya amaneció.

En la revista Show, la biblia de los noctámbulos de La Habana de mayo de 1959, aparece una crónica donde ya se anuncia la llegada de aquella mesías del bolero: “No era nada ni nadie. No podía serlo. Era sólo una cocinera. Negra y gorda. Descomunalmente gorda. Para colmo, se llamaba Fredesvinda García Valdés. Trabajaba en la cocina de la mansión del Doctor Arturo Bengochea, el presidente de la Liga Cubana de Béisbol Profesional. Cada noche, con un vestido barato y sus enormes sandalias sin tacón, sentada en el Bar Celeste, tomaba ron y escuchaba la máquina de la música. Una noche, apagaron la victrola y le pidieron que cantara. No tuvieron que insistirle. Freddy se sabía todos los boleros. Con su voz de contralto, venida directamente de Dios, los cantaba como nadie. Era como si hubiera vivido todos aquellos amores desdichados. Como si se le fuera la vida en ponerle melodía a los pesares del alma. El bar era frecuentado por artistas y músicos que recalaban en él cuando terminaban de trabajar en los cabarets cercanos. Freddy no permitía que la acompañaran. No necesitaba piano ni guitarra. Le bastaba con su garganta. Cantaba a cappella. Con una insoportable dulzura triste que casi te reventaba el corazón. El que la oyera cantar un bolero, ya no podía olvidar esa voz. Tenía algo que nadie podía explicar con palabras”. (*)

Pero físicamente, qué impresión dejaba La Freddy. Guillermo Cabrera Infante logra su retrato: “Con un vaso en la mano, moviéndose al compás de la música, moviendo las caderas, todo su cuerpo, de una manera bella, no obscena pero sí sexual y bellamente, meneándose a ritmo, canturreando por entre los labios aporreados, sus labios gordos y morados, a ritmo, agitando el vaso a ritmo, rítmicamente, bellamente, el efecto total era de una belleza tan distinta, tan horrible, tan nueva”. Digo yo, que seguramente ella estaría cantando el tema de Ela O’ Farrill: “No era nada ni nadie, ahora dicen que soy una estrella, / Que me convertí en una de ellas / para brillar en la eterna noche”. Cuando la pianista Aida Diestro le dijo que le encantaba su voz y que estaba dispuesta a montarle un buen repertorio y a proponerla para el gran show del Capri, había empezado otra historia. Fue un cuento de hadas rollizas y melancólicas. Ambientado en una Habana que ya había sido condenada por los que se decían sus redentores y que no podía tener un final feliz.

Con Jesús Goris del sello Puchito y con el maestro Humberto Suárez.

4.

En agosto de 1959 debuta en el Casino del hotel Capri. Luego, en los carnavales de 1960, ya formaría parte de un show presentado por la cerveza Cristal en una de las tarimas creadas para  realizar bailables y presentar espectáculos durante los festejos.  En ese show, la cantante compartió cartel con el cuarteto Los Rivero, Rolando Laserie, la pareja de bailes Anisia y Rolando, Pototo y Filomeno (Sí, Tres Patines y El Tremendo Juez), Las Mulatas de Fuego y Merceditas Valdés, nada menos. En ese marzo, La Freddy está también en Televisión actuando en un programa estelar patrocinado por la marca de tabaco Partagás, nada menos que con Benny Moré y Celia Cruz. Eran sus días felices y seguía cantando “The Man I Love”, de Gershwin y “Night and Day”, de Cole Porter, ambas con letra en español, algo desatinadas, pero según la crítica, ‘convertidas en melodías muy sentidas’. Y en esos días, simultáneamente comenzó la grabación de su único disco que demoró un poco más de tres meses.

Jesús Goris, dueño del sello Puchito, sabía del potencial de La Freddy y la había contratado para grabar un long play con el respaldo de la orquesta de Humberto Suárez. Al principio se editaron sus temas en formato de 45 rpm. Así se producen dos discos con “El hombre que yo amé” (The Man I Love)  y “Noche de Ronda”, y otro con “Bésame mucho” y “Tengo”. Pero no todo era felicidad. Ya la revista Bohemia anunciaba, en su edición del 24 de abril de 1960, la salida al mercado del LP-556 del sello Puchito bajo el título “Freddy”, con un penoso diseño de carátula, que en nada hacía justicia a la riqueza musical que contenía. La  compositora y columnista Marta Valdés que escribía con el seudónimo de M. Elevé, desde su columna en el diario “Revolución” cuenta que el LP de Freddy ya salió y expon: “Estimamos que para ser un primer intento de sacar esta voz a la calle, el disco se ha concebido con dignidad, se nota en la elección del material el deseo de llegar a todos los gustos –tal vez con demasiada tendencia a caer en lo que pudiéramos llamar “clásicos” de la canción latina”.

Y ahora es mediodía y estoy sentado en el bar “Toke” de la calzada Infanta y 25, converso conmigo mismo sobre La Freddy. Aquí moran los versátiles protagonistas de Tres tristes tigres, aquí se dan cita los otros músicos y los habaneros con noche. Aquí anduvieron los personajes del ocio, el juego y el entretenimiento que hicieron de la isla ese “burdel de los EE.UU:” y recordé que una noche, en el Bar Celeste le pidieron que cantara, apagaron todo y todo fue distinto desde esa vez. Y cierto, y yo estoy aquí, tratando de escucharla y es verdad, la voz potente de La Freddy se escapa por esta, La Habana bombardeada por la belleza de la memoria, y la música de la melancolía. Sin duda, fue en ese mismo tiempo en que se producían las noches íntimas de la Elena Burke con Portillo de la Luz en el Gato Tuerto. En los años que la desenfrenada, La Lupe, alborotaba a todos en el Club La Red, o cuando nacía con todo esplendor en el Salón Rojo del Capri la gran Gina León o en El Sherezada con sus cojines en el piso, sitio habitual de Ela Calvo y de José Antonio Méndez,

5.

Eran los primeros meses de 1959 y el ejército revolucionario de Fidel Castro había llegado al poder. La Habana, no obstante, seguía con su mismo ritmo de vida. Aunque parezca increíble, mientras que La Freddy cantaba en el Bar Celeste, Castro, el líder de los barbudos, descansaba en una suite del piso 23 del hasta ahora llamado, hotel Habana Hilton que quedaba a menos de tres cuadras, en lo que fue su primer cuartel oficial. La sociedad cubana había ingresado a la transición del capitalismo al socialismo. Muchos artistas entonces decidieron emigrar a Miami o México. En esas circunstancias es que La Freddy contó con el apoyo de Jesús Goris, propietario del sello Puchito. A finales de 1960, Goris se mudó a Hialeah, Florida y no retornó jamás a Cuba. Aquel tránsito hacia el socialismo implicó el cierre de numerosos locales. Había que imponer un nuevo modelo y aquel mundo del espectáculo habanero que era uno de los más desarrollados del planeta, se tuvo que cambiar, esa ruptura significó el cierre de muchos puestos de trabajo, no solamente para los artistas, también para los que vivían de ellos.

En esa La Habana mítica, solo quedaba el sonido de su memoria, con su club el Pico Blanco donde Teresita Fernández hacía volar la imaginación, en su Coctel de calle 23 y N, o cuando mucho más temprano, compartía la cena en el bar del Monseñor con el gran Bola de Nieve y mientras que Frank Domínguez descargaba en el Imágenes y la Elena Burke lo hacía con Meme al piano en el Club 21. Así era La Habana de los boleros inmarcesibles donde La Freddy está ahora presente como cuando su voz deambulaba por los portales de calzada Infanta repartiendo su canto raro y hasta el Tropicana, el Sans Souci o el Montmartre, mientras que el Benny Moré hacía de las suyas por el Alí Bar y aquella fiesta parecía de nunca acabar.

Esta parece una posta sepia de La Habana bohemia hasta el tuétano del amanecer, cuando las grandes figuras del espectáculo terminaban su faena desayunando en el Bar Celeste con su rockola o comiendo algunos asados en la plaza de Cuatro Caminos. Y entonces aparece en el bar, con su barra larga, abierta a la vista de la calle y ahí está la mulata gorda, sin otros afeites que no fueran la pulcritud y la sencillez de su atuendo y una seriedad callada, portando siempres un trago de algo ‘en las rocas’ y una caja de cigarrillos Salem, como alguna vez la descriera Marta Valdés. Y yo me presento y ahora me está cantando un bolero allí, a voz en cuello, entonces sólo por el placer que me producía su interpretación, llena de creatividad y explosiones dulces y de jadeos alcanforados en esta noche habanera que jamás quedará olvidada y menos callada.

(Fragmento del libro “El son de La Habana” 2017).

(*) Fuentes y fotos: cortesía de Jairo Grijalba Ruiz, Marta Valdés y Rosa Marquetti Torres.

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