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José Gálvez: entre el progreso social y la Lima que se iba

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José Gálvez Barrenechea (Tarma, 1885-Lima, 1957), integrante de la Generación del 900 o arielista, y que por sus tempranos y excepcionales dotes de hombre de letras en 1908 motejaron en las aulas sanmarquinas como el Poeta de la Juventud, es de quien me voy a ocupar en esta nota, resultado, en realidad, de una investigación conexa. Me interesa, puntualmente, comprender desde sus primeras crónicas cómo asumió el cambio que conllevó el desarrollo de los proyectos de modernización urbana, ocurrido ante sus ojos y que echaba abajo edificios y rincones de la vieja Lima, propios de su sello incontrastable.

Dieron inicio a aquella transformación la administración del presidente Balta (1868-1879), que para favorecer nuestra expansión urbana juzgó necesario derribar las murallas que desde 1687 la protegían, teniendo como base el proyecto formulado por Juan Coninck en 1673. En paralelo, débase mencionar la labor edil del alcalde Manuel Pardo (1869-1870), quien en cumplimiento de su oferta electoral del “embellecimiento de Lima”, y poco, al ser electo presidente de la República (1872-1876), mandó acabar de erigir el Monumento a la Victoria del 2 de mayo de 1866 —emplazado en el virreinal Ovalo de la Reina—, realizado en Francia en los talleres de Guillaume y Cugnot,  y puesto en su pedestal entre los años 1873 y 1874; el mismo que, si cabe añadir, fue realzado recién algo más de medio siglo después, en 1924, al ser construidos los 8 edificios circundantes de estilo republicano con influencia francés, y que en opinión de Cerna Asencios, supuso una renovación arquitectónica concordante con la propuesta política del régimen de la “Patria Nueva”.

Es importante tener presente que la ejecución de los citados proyectos decimonónicos no afectó el Centro Histórico, a no ser un pequeño número de viviendas y un sector del pueblo del otrora Cercado de indios, inaugurado en 1571, en tiempos del virrey Toledo. Ese impulso reformador urbano adquirió acento al asumir al asumir la dirección del estado Nicolás de Piérola, al frente del Partido Demócrata (1895-1899); y, lo fue tanto que, desde el primer año de gobierno que señalo hasta 1920, constituyó lo que el arquitecto Gunther Doering denomina: “El tercer intento de modernización de Lima” (Lima). Este, comprendió en 1898 el trazado de lo que hoy es el Paseo Colón —que como recordó Porras Barrenechea solo dividió los parques de la Exposición (Lima “La ciudad de los Virreyes”)—, y al año siguiente su homólogo de la avenida La Colmena, iniciado desde la plaza 2 de mayo y realizado en largos cuatro tramos (1899-1909, 1909-1911, 1919-1921—es decir, durante el Oncenio presidido por Leguía y la celebración del Centenario de nuestra independencia y la inauguración de la Plaza San Martín— y el último, 1960-1962 (Lima te cuenta).

Ahora bien, conviene relevar, que un año antes del inicio del comentado periodo 1895-1920 fue cuando la familia de José Gálvez se trasladó a Lima, fecha de la que mantuvo vivo recuerdo, pues posteriormente, en 1921, en su crónica Evocaciones (Mundial), evoca haber frecuentado la plaza San Juan de Dios, “de genuino aspecto colonial” y en cuyo barrio hizo migas con un grupo de mataperros. Tiempo más adelante, en 1901, como es de sobra conocido, el estudiante hizo sus primeras armas como redactor de La Voz Guadalupana.

Desde entonces, José Gálvez fue testigo de aquel periodo de modernización urbana, frente al cual, desde 1910, sin otra arma que el uso de las letras, comenzó a escribir sobre el tema. No había que esperar más, las autoridades y la comba hacían su trabajo. Aparecieron así en el diario La Crónica y en la revista Variedades sus relatos bajo el seudónimo de Picwick, tratando sobre diversos aspectos tradicionales de la vida limeña, en continuo cambio. Estas publicaciones tuvieron un gran éxito, y tras la ocurrencia de un suceso fortuito, estudiantes, intelectuales y el Círculo de Periodistas acordaron publicarlas de conjunto, pidiendo para tal efecto el apoyo de la Municipalidad; pero la gestión quedó trunca, hasta que finalmente en 1921 con ocasión de la celebración del Centenario patrio, con revisiones, nuevas crónicas y depurado el estilo, sus infatigables promotores, que nos ilustran con estos pormenores, pudieron llevarla y sacarla de prensas en la Editorial Euforion.

Ese jalón es Una Lima que se Va. Crónicas Evocativas, Primera serie, que su autor dedicó a la memoria de don Ricardo Palma, de quien había recibido, el 22 de mayo de 1913, el sin par estímulo del obsequio de la pluma con que escribió sus famosas Tradiciones, «a fin de que la entinte para dar a luz cuadros históricos sociológicos de Lima». El insigne tradicionista desde 1910 veía en Gálvez el continuador de su obra. Gálvez, así honrado, reprodujo esta nota manuscrita en el referido libro, a su decir, a manera del mejor de los prólogos.  

En la crónica que abre el libro, que lleva el epígrafe: “Visión de una Lima que se va. En la casa de pobres de San Carlos. Las irrespetuosidades del progreso”, dedicada al maestro José Sabogal, autor del grabado que ilustra la carátula correspondiente, Gálvez exterioriza sus motivaciones:

“La circunstancia de pasar por medio de la finca la Avenida Piérola: que habrá de cortar el Asilo, y el hecho, ya sabido, de que va a venderse la actual propiedad, para lo que se corren los trámites judiciales, nos movió a hacer una información minuciosa sobre esta vieja fundación que se irá también, como también otros rincones tradicionales de la Lima de nuestros abuelos (subrayado nuestro)”.

En esta crónica, redactada con anterioridad al año 1919 en que hasta 1921 se construyó el tercer tramo de la avenida La Colmena, el poeta se conmueve al saber la inminente y pronta desaparición de otro edificio y otros ambientes tradicionales de Lima; pero, al mismo tiempo, todo indica, entiende que es el precio del progreso social, el cual por definición valora positivamente. Las palabras que dispensa al presidente Nicolás de Piérola llevan a esa inequívoca conclusión. Aunque resulte inusual, José Gálvez cierra Una Lima que se Va con una semblanza encomiástica atinente a labor gubernativa de El Califa, cuyo título, por demás expresivo, reza así: “La transformación social por la revolución. Nuevas orientaciones, cambios en los órdenes social, económico, intelectual y político. Tradiciones y esperanzas”.

Gálvez, al mover la pluma, en el primer párrafo fija con rotundidad su parecer. Dice: “Piérola transformó radicalmente el país. No podría marcar ahora el que estas líneas escriben todas las benéficas modificaciones que en todo sentido le debe el país en esta su mesiánica aparición”. Agrega, “De 1895 parte la total transformación de nuestra vida, al punto que admira que en tan poco tiempo hayamos cambiado tanto”. Partidario del cambio, urbano inclusive, añade: “Lima empezó a ser ciudad en todo sentido. Hasta las costumbres se transformaron con rapidez… Cuando Piérola dejó el poder en 1899, otro Perú se alzaba sobre las ruinas del que encontró al asumir el mando”.

Ahora bien, aunque adepto, el poeta y cronista no es un hombre e intelectual de excesos; se percata que los proyectos en desarrollo despojan a Lima de su perfil y espíritu. Expresa: “El encanto aldeano de Lima desapareció, es verdad; muchos espíritus exageradamente modernistas contribuyeron y sigue contribuyendo implacablemente para hacer de Lima una ciudad sin carácter y mucho de la vieja personalidad limeña se ha ido tras el penacho arrebatador del progreso urbano y social”. Pero aun con ese juicio, a guisa de balance, José Gálvez se decanta por esa forma de entender el progreso. Y es que formula dos conclusiones en verdad militantes. La primera: “Y aunque deja una impresión de suave melancolía esta mutación tan honda, no debemos negar que hemos ganado y que parece que nos hemos incorporado ya sin vacilaciones al movimiento de la vida universal”. Y, la segunda, con aire poético —porque ante todo era un poeta—, seguro del acierto que entraña el camino reformador, aún, por cierto, inconcluso, añade: “Pertenezco a generación que ha tenido la fortuna de asistir a una de las más decisivas transiciones del país y aunque me entristece la desaparición de algunos aspectos románticos y característicos de la Lima de la gentil y picaresca leyenda, me complace profundamente, como una pena dulce, reconstruir estas remembranzas que orean mi madurez y traen a mi alma fatigada tantas inquietudes y combates, una brisa cariciosa y aromada de jardín en plena primavera”.

Jorge Falcón, otro dilecto amigo de Gálvez, en Hora del Hombre, revista que en 1957 le dedica como homenaje tras su fallecimiento, entiende su postura frente al reformismo urbano y vivencial limeño. Anota que el poeta y cronista no es “ni pasadista ni añorante; ni aferradamente pegado a la tradición… Gálvez quiere su Lima de principios de siglo. Gusta de la tradición hispánica de la capital…Pero ¡cómo palpita, igualmente ante el espectáculo diario del Columbus Circus!”  

Por mi parte, sostengo que con el tiempo el reformismo urbano llevado al extremo expuso a al Centro Histórico de Lima a un peligro mayor, apoyado, como otrora, en la Nueva Ley de Expropiaciones de 1903 (Art. 9, en particular). En 1940, por Resolución Suprema se estuvo en condiciones autorizar la apertura de la avenida Tacna, que echó abajo la iglesia de Santa Rosa de los padres, y desde el año 1947 permitió el ensanchamiento del jirón Abancay, que con indolencia y enorme torpeza se llevó por delante gran parte del antiguo monasterio de monjas de La Concepción, de excepcional valor arquitectónico y artístico no solo capitalino, además de partir en dos el Convento Grande San Francisco de la Provincia de los Doce Apósteles —en su época tan extenso como su par de Sevilla—. Si con mi extinto querido amigo el padre Antonio San Cristóbal en su Arquitectura virreinal religiosa debo repetir que ambos edificios resistieron los desbastadores terremotos de 1687 y 1726; habrá que agregar con Porras Barrenechea, que los alcaldes fueron más letales que los temblores. Técnicamente, ninguna de estas dos ampliaciones fueron la mejor solución para resolver el problema de transitividad y comunicación necesarias, y porque también se hicieron al precio de afectar gravemente la integridad del Centro Histórico de Lima, que debió ser el punto de partida de la reforma urbana.   

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