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El General Huachaca y el Comandante Humala

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Un indio realista defiende a la Monarquía española y un cholo esquizofrénico traiciona al país y lo entrega al Mercado por otros cinco años.

 “Si triunfaran los indios/Nos hicieran trabajar/Del modo que ellos trabajan/Y cuanto ahora los rebajan/Nos hicieran rebajar/Nadie pudiera esperar/Casa, hacienda ni esplendores/Ninguno alcanzará honores/Y todos fueran plebeyos/Fuéramos los indios de ellos/Y ellos fueran los señores.” Copla española anónima (1780), año de la insurrección de Túpac Amaru II

En 1896 la Corte Suprema de Estados Unidos suscribió la ideología racista con la frase “Una sola gota de sangre negra basta para colorear un océano de blancura caucasiana”. Esta sentencia, difundida luego como “En Estados Unidos una sola gota de sangre negra basta para ser considerado negro”, encuentra su antípoda en el Perú, en donde la abrumadora realidad demuestra día a día que “una sola gota de sangre blanca basta para que el peruano se crea blanco”.

Manipulando astutamente esta esquizofrenia nacional, acuñando una fraseología contestataria, Ollanta Humala, en involuntario homenaje al cuento “Tema del Traidor y del Héroe” de J. L. Borges, medró del capital político de su hermano Antauro, consiguió engañar a la oportunista izquierda “legal” y timó a millones de peruanos esperanzados en un cambio real en la conducción del Estado, secuestrado por la élite tecnócrata ultraliberal, funcionaria desde el gobierno de Kenya Fujimori y Vladimiro Montesinos.

Ocurrencias como “a mí me gustaría ver en el ejército a un comandante general Mamani y a un cabo Kuczynski” (paradójicamente hoy Presidente del Perú) inflamaron a multitudes desandinizadas durante siglos a fuer de explotación y dominación etnoclasista. Sus promesas de cambio del modelo (pero nunca de sistema) económico, nacionalización de las riquezas naturales, abolición de la Constitución de 1993, disminución del precio del gas y un olvidado etcétera, terminaron por convencer a las masas, asqueadas de izquierdas, derechas y mentiras.

Sin embargo, la desconexión entre el decir y el actuar del entonces candidato Ollanta Humala revelaban la típica esquizofrenia del cholo acriollado hacia el indio peruano: el indio mitificado por su pasado legendario, y el indio vivo y real como criatura atrasada y bestial, bueno como animal de carga y cliente electoral para acudir a las urnas cada cinco años. Hoy que la desastrosa gestión de Ollanta Humala obligó al peruano a escoger para la “sucesión democrática” entre una japonesa acusada por probables vínculos con el narcotráfico y un polaco-francés pro-transnacionales, es común escuchar en calles, combis y plazas en boca de cualquier peruano indignado: serrano tenía que ser, serrano traidor, serrano doble cara, serrano vendepatria.

Más sabe el diablo por viejo

¿Por qué esta doble condena de parte de los propios compatriotas? ¿Por qué este odio acérrimo hacia quien se percibía como uno más del pueblo? Mi padre, Víctor Raúl Inocente Alcántara, hoy con un Alzheimer galopante, el cual no le impide, sin embargo, instantes breves de lucidez extraordinaria, fue el primero en advertírmelo hace unos años. Cuando se enteró que colaboraba en el periódico Ollanta, dirigido por Antauro Humala, me advirtió: te vas a arrepentir de meterte con esa gente. Esa gente es lo peor y la traición y la mentira la llevan en las venas. Para graficar su advertencia, me contó un episodio acontecido entre él y el viejo Isaac Humala, cuando mi padre trabajaba en el Poder Judicial, en la década del setenta. Por aquellos años, el viejo Humala era un reputado abogado de las empresas constructoras ligadas al Gobierno Militar.  El viejo Humala era conocido en el Poder Judicial por empapelar a dirigentes obreros y sindicalistas, a fin de congraciarse con sus patrones.  En una ocasión, mi padre, orgulloso cerreño descendiente de anarquistas fundadores de Estrella Obrera, le increpó al ayacuchano, a boca de jarro: Oiga, don Isaac, usted, ¿por qué es tan desgraciado? Usted dice que defiende a los pobres y a los campesinos, sin embargo, esta gente a la que están acusando usted y sus patrones, sólo reclama sus derechos. Entonces el viejo Isaac, siempre fumando y con facha de compadrito andino, le respondió a mi padre, también a boca de jarro y alzando la voz, ¡oye, Alcántara! ¿tú por qué eres tan cojudo? ¿De dónde mierda crees que sale el diamante? El diamante, cojudo, sale de la basura, del carbón, de lo que no vale… el carbón tiene que fraguarse y estos cholos que ahora encierro, estos cholos son como el carbón y la fragua es la cárcel… ya verás de aquí a unos años, cómo de estos cholos salen los mejores dirigentes y líderes obreros. En ningún momento el viejo Humala le sostuvo la mirada a mi padre. Refugiado en su cigarro, empezó a retirarse. En ese momento, mi viejo respondió, qué buena lógica, don Humala, a ver si así procede con sus hijos, en tanto el viejo se largaba, impasible ante la desvergüenza de sus propias palabras.

En este punto es bueno hacer algunas aclaraciones. Mi apreciado amigo, el narrador ayacuchano Julián Pérez Huarancca me recalcó hace unos días que tres son las fuentes de divergencia entre los seres humanos: razones económicas, razones étnico-raciales y razones de género y si priorizamos las razones étnico-raciales, insistió, entonces estamos utilizando cualquier paradigma de estudio menos el marxista. Hoy en día la mayoría de estudios culturalistas en La Católica e incluso San Marcos (imitando a sus símiles del Primer Mundo) asumen cualquiera de estos paradigmas, menos el referido a las razones económicas.  Recordé al viejo Borges. Hace muchos años, Borges manifestó que para él y sus amigos, Victoria Ocampo y Adolfo Bioy Casares, el monstruo era el pueblo. En alguna otra ocasión afirmó que el reduccionismo clasista había pretendido disminuir los motivos por los cuales un ser humano debía detestar a otro hasta matarlo, atribuyendo todo al odio de clase. El problema de la psico-historia peruana entonces, ¿en dónde residía? ¿por qué tras doscientos años de “independencia” de la metrópoli española y de supuesta autonomía, seguíamos siendo ese corral de bestias colonizado primero por españoles, luego por ingleses y norteamericanos y ahora por las multinacionales de cualquier pelaje? ¿orgullo nacional? ¿sentimiento de identidad étnica? ¡Ay de Mariátegui, Flores Galindo, Degregori! ¿Acaso tenía razón Borges, cuando en el cuento “Ulrica”, pone en boca de un profesor colombiano que ser colombiano es un acto de fe? ¿la identidad es un acto de fe?

Volviendo a la doble condena, serrano y traidor, sería bueno preguntarse si el Judas hubiese sido el “gringo” Kuczynski, ¿la gente reaccionaría igual? ¿Había que esperar, conforme propugnaba el credo etno-nacionalista de la familia Humala, algún tipo de lealtad étnica del sujeto que hoy preside la República? ¿Por qué las masas desandinizadas, secularmente desnutridas y adoctrinadas en el mercado durante veinte años, no condenaron de la misma forma, por ejemplo, al japonés Kenya Fujimori cuando prometió que no habría shock económico y nos lanzó el Paquetazo? ¿Por qué esas mismas masas cobrizas, hirsutas y sazonadas en puticumbia, reguetón y salchipapas, premian la traición del japonés Fujimori encumbrando a sus hijos? ¿Por qué al borrachín Toledo lo condenaron a la vergüenza del 1% en las últimas elecciones presidenciales? ¿Tampoco hubo identificación étnica?  ¿¿Es que ser un cholo descendiente de serranos, merece doble castigo? ¿Cuál es la principal contradicción de Ollanta Humala? ¿Étnica o económica? ¿Es, como dicen por ahí, un Toledo con chancabuques pero sin pantalones?

Antaño: El General Huachaca

Alrededor de 1825, cuarenta y cinco años después del levantamiento del curaca José Gabriel Condorcanqui —Túpac Amaru II— y un año después de la batalla de Ayacucho (9 de diciembre de 1824), un indígena oriundo de las punas de Iquicha, en Huanta (Ayacucho), se levantó en armas en contra de quienes llamaba los “anticristos” republicanos y el “infame gobierno de la patria” apoyando abiertamente a la Corona española y al Rey Fernando VII.

Aunque también se le conoció como José Antonio Abad Huachaca, hábilmente aconsejado por curas doctrineros y aventureros españoles —refugiados en Huanta después de la batalla de Ayacucho—, Huachaca invirtió el nombre del Mariscal Antonio José de Sucre y adoptó el patronímico de Naval o Navala, en irónica alusión a la Marina de Guerra y así, como Antonio Naval Huachaca, asoló las breñas surandinas durante más de diez años, defendiendo  a la Monarquía española. Su plan era mayúsculo: capturar Huanta, liberar Huamanga y Huancavelica y avanzar hacia Huancayo y Cerro de Pasco. En 1826 un batallón de Húsares de Junín se había sublevado contra la República, plegándose a la causa realista. La “Restauración del Reino” era posible y los ensotanados Pacheco y Navarro —padres putativos de Cipriani—, acostumbrados a manipular a las indiadas desde el púlpito, le susurraban al oído al feroz huantino de largas crenchas negras, pantalones de bayeta blanca y sandalias de cuero de llama, que ganaría el cielo por su fidelidad al “Inca católico”, el Rey de España.

En 1827, después de tomar Huanta y al grito de “¡Viva el Rey!”, el ejército de indios realistas atacó la ciudad de Ayho, pero fueron rechazados por tropas formadas por andahuaylinos y morochucos, comunidades ancestralmente rivales de los huantinos.  Tanta fue la fidelidad y la ferocidad demostrada por Huachaca en el combate, que la Corona española lo recompensó ascendiéndolo al rango de Brigadier General de los Reales Ejércitos del Perú.

Así, al mando de un organizado ejército guerrillero de más 4000 indígenas armados con lanzas, rejones, hondas, rifles y caballería, el General Huachaca se enfrentó a las fuerzas patriotas exigiendo respeto para los indios y en contra del tributo con que los patriotas habían remplazado el vergonzoso tributo indígena de la época virreinal, restituido por Bolívar en 1826.

El primer acercamiento de Simón Bolívar con el pueblo indígena ocurre en Ecuador. Antes no había tenido contacto masivo con masas quechua-hablantes, pues en Venezuela las clases bajas estaban conformadas por “pardos” (mulatos), zambos y negros. Bolívar, quien de niño se entretenía clavando alfileres en las escleróticas níveas de sus esclavos negros (según cuenta su maestro Simón Rodríguez), fue incapaz de entender la idiosincrasia indígena, en cambio se invistió de todos los prejuicios de los colonialistas españoles y los criollos racistas. Bolívar escribió desde Ecuador una carta en la que decía: “Los indios son todos truchimanes, todos ladrones, todos embusteros, todos falsos, sin ningún principio moral que los guíe”. Con este pensamiento guía, Bolívar reinstaura el tributo indígena previamente abolido por San Martín, con lo cual el indígena peruano tuvo que pagar por el hecho de pertenecer a la raza oriunda del Perú. Con esta disposición Bolívar destruyó su proclama de igualdad de todos los ciudadanos y las intenciones de San Martín y de Luna Pizarro de hacer del Perú una nación integrada. Algunos defensores de Bolívar justifican la reimplantación del tributo indígena, argumentando la falta de recursos del Estado peruano en aquella época. Connotados historiadores como Gustavo Pons Muzzo, José Valdizán Ayala, Jorge Basadre Grohmann, José de la Puente y Candamo y Pedro Dávalos Lisson, entre otros, justificaron de manera tácita o palmaria el retorno del ominoso tributo indígena restituido por Bolívar en 1826, el cual fue una de las causas por las que el indígena huantino rebautizado como José Antonio Huachaca Navala, se levantó en contra de las llamadas fuerzas patriotas.

Pero el General Huachaca no sólo lideró una bien organizada rebelión. Además  construyó su propio castillo, organizó sus tribunales y cabildos y administró el poder nombrando alcaldes y gobernadores, instituyendo diezmeros que recaudaban fondos para la causa de “Su Majestad Católica”, según refiere muy entusiasta Fernán Altuve. Ancestro de Antonio Consejero, el santón protagonista de “La Guerra del Fin del Mundo”, Huachaca apoyaba la causa monárquica pero a la vez denunciaba los maltratos de los patriotas en contra de la familia, la propiedad y la Santa Iglesia Católica.

Voces como la del católico fujimorista Fernán Altuve reclaman para Huachaca el estatus de español que éste, en su falsa conciencia, se arrogaba y reivindican astutamente en Huachaca el protagonismo del indígena excluido del proceso emancipatorio. Huelga decir del oportunismo del análisis de Altuve, refrendado en esta involuntariamente cómica fraseología: “Los comuneros de la sierra de Huanta en Ayacucho son conocidos con el nombre de iquichanos por el pueblo de San José de Iquicha. Ellos desde tiempo inmemorial fueron amantes del rey, a quien consideraban como un padre común, un enviado de Dios, que se había convertido para ellos en el inca católico. Por esto el vínculo de vasallaje que los unía a la Corona estaba potenciado por una poderosa relación filial y sacral”.

Lo cierto es que el General Huachaca mantuvo en vilo a los ejércitos patriotas durante más de diez años (1825-1838), enfrentando incluso al Mariscal Andrés de Santa Cruz. Es importante anotar que en el Perú y particularmente en Ayacucho, la violencia étnico-clasista se remonta a muchos siglos antes a los de la denominada lucha armada. Tan sólo en Ayacucho, los historiadores han registrado centenares de rebeliones y levantamientos campesinos, producto de la lucha de clases, sin mencionar los masivos levantamientos indígenas liderados por el invencible Juan Santos Atahualpa (1770, selva central) y los ocurridos en Puno, todos ahogados en gigantescos charcos de sangre. Durante los años que duró la rebeldía de Huachaca, los poderosos enfrentaron pueblo contra pueblo con la finalidad de derrotarlo y capturarlo, sin conseguirlo.

Hacia 1839, el General Huachaca y sus huestes manifiestan cierta simpatía hacia el discurso pluriétnico de la Confederación Perú-Boliviana, del Mariscal Andrés de Santa Cruz Ccalahumana (“Que viene el cholo  jetón”, le cantó con encono el costumbrista Felipe Pardo y Aliaga, quien consideraba al hijo de Juana Basilia Ccalahumana, el “Napoleón Guanaco”) pero la Confederación fue un sueño que duró poco y fue ahogado en sangre por criollos y chilenos, temerosos de la unión de las naciones indígenas que propiciaba Santa Cruz, quien ya había tomado contacto con los kichuas ecuatorianos y el aguerrido pueblo  mapuche.  Ubicuo e inaprensible, Huachaca desapareció en las narices de los criollos y nunca lograron capturarlo. Años después, en las punas y selvas de Huancavelica y Junín y en lo que es hoy el Valle del Vraem, aparecieron numerosos “huachaquitas”, la zona se tornó inaccesible y creció el abigeato.

Hogaño: el Presidente Humala

En plena modernidad, otro ayacuchano con sonoro apellido indígena que remite además a cierta sintomatología cerebral (Humala, vendría a significar algo así como ¡qué cabeza!), se hace del poder con un discurso nacionalista y reivindicatorio, pero a diferencia del General Huachaca, desde el primer momento de iniciado su mandato, Humala no se adhirió al pueblo ni permitió a este mismo pueblo que lo eligió asumir protagonismo en su propio destino. Durante los cinco años de su gobierno, dejó como Presidente del Banco Central de Reserva del Perú a Julio Velarde, un notable liberal, alto funcionario desde la época de Fujimori y en el Ministerio de Economía mantuvo al tripartirto Luis Castilla, de la misma pandilla liberal que gobernó con Alan García, por no mencionar todos los Ministerios y principales cargos públicos que recayeron en manos de ultraliberales enquistados en el Estado desde hace décadas y partícipes de la famosa puerta giratoria, mecanismo de rotación de los altos funcionarios que pasan de cargos gerenciales en el Estado a otros cargos similares en las transnacionales y grandes monopolios. Si bien es cierto, el General Huachaca, en su alienación y falsa conciencia, no fue capaz de discernir la conveniencia de la independencia de la metrópoli española, combatió los abusos cometidos por los militares criollos y se enfrentó a ellos durante largos años, abominando incluso del propio Bolívar (para quien soldado e indio eran palabras antónimas) a quien tildaba de zambo, inclinándose hacia el final de su lucha por la opción unificadora de las nacionalidades indígenas, que eso significó la Confederación Perú-Boliviana.

Humala, a diferencia de Huachaca, es un sujeto colonial, tembleque pero calculador, que ha asumido conscientemente la defensa del orden pervertido en el que se encuentra el Perú, convirtiéndose en el maestro de obras del tercer piso del fujimorismo (el segundo piso “del andamiaje” lo construyó Toledo, según propias declaraciones, con lo que quedó sellada la admiración del ancashino por el pragmatismo del japonés) sin Fujimori. El desprecio de Humala por la izquierda “legal” y el pueblo, por los cientos de miles de reservistas que difundieron el llamado “evangelio etno-nacionalista” por todo el país, luego de combatir a Sendero Luminoso, rayan en la paranoia y la cobardía extrema.

La negación del indulto al reo Kenya Fujimori por delitos de lesa humanidad, tal vez el preso más privilegiado del mundo, cuando en la práctica ratifica los principios de una economía desregulada, herencia de Fujimori, resulta un irónico contrasentido para alguien que ha traicionado a todo un pueblo.

¿Pero quién es proclive a la traición? ¿Existe acaso un prototipo del sujeto traidor, un prototipo de pueblos o individuos traicioneros?

Cuando se repite en el habla coloquial serrano como adjetivo o más aún, cuando se machaca que el serrano es traidor, no necesariamente se remite al origen geográfico de la persona agredida, sino más bien se refrenda la idea colonial de que el indio (serrano, pues gran  parte de la masa indígena peruana vivía en la sierra del país) se hace el tontito para después asestar el artero golpe mortal. Para mi amigo Sebastiano Sperandeo (QEPD), antropólogo italiano autor de “Llaves para entender al Mundo Andino”, no es otra cosa que la “estrategia del achicamiento”, utilizada también por muchas especies animales como maniobra de sobrevivencia frente al más fuerte y no es de forma alguna exclusividad de pueblos ni individuos, sino de toda colectividad o espécimen que desea permanecer vigente.

Carlos Araníbar, el valioso historiador peruano, dice que la invasión española al Tawantinsuyo, no ocurrió tanto por las armas que estos poseían o por las enfermedades que trajeron y contra las cuales la población nativa no había desarrollado anticuerpos ni tampoco por el valor y la astucia de los peninsulares.  El éxito de la empresa habría ocurrido más bien por la ausencia de cohesión entre los naturales y la deslealtad propia de quienes se sentían sometidos y vieron en los hombres blancos a los posibles liberadores del yugo cusqueño.

Entonces, ¿quiere decir que no había conciencia de pertenencia? ¿No existió esa conciencia de identidad étnica como reclaman los indigenistas y como contradice documentadamente el filósofo peruano Julio Roldán (La Ciudadanía Mundial, Tectum Verlag, 2014), catedrático en la Universidad de Bremen en Alemania? ¿No existieron acaso un Calcuchímac, un Cahuide, un Manco Inca? ¿O estos fueron sólo ejemplos de heroísmo de la clase militar, más no del pueblo llano en un imperio teocrático y clasista? ¿Dónde fueron a parar los caros conceptos de nación, patria y héroe, la bandera arcoíris del Tawantinsuyo?

Nicole Schuster, filósofa francesa, en un brillante análisis del cuento “Tema del Traidor y del Héroe” (Ficciones, 1944), de Jorge Luis Borges, demuestra que los símbolos propios de la historiografía pueden servir de instrumento al poder para alienar a la gente.

El cuento trata del héroe irlandés Fergus Kilpatrick, cuyo bisnieto, Ryan, quiere escribir la biografía en ocasión del primer centenario de su muerte. Al investigar, Ryan repara en que Fergus Kilpatrick, fallecido en circunstancias extrañas, dista de ser el superhombre que sucumbió en medio de una rebelión victoriosa. Más bien, Kilpatrick muere linchado por haber traicionado a la causa irlandesa. Es James Alexander Nolan, al que Kilpatrick había confiado la misión de encontrar al traidor infiltrado entre sus partidarios, quien descubrió que el traidor era el mismo Kilpatrick. Como Kilpatrick era considerado un símbolo patrio, tenía que ocultarse la verdad al pueblo, por lo que se decidió formalizar la ejecución de Kilpatrick en el marco de un escenario teatralizado que ocultaría el trasfondo real de los eventos. En consecuencia, Nolan elaboró una trama que entremezcla historia y ficción con el objetivo de falsear la historia y de influir en la opinión pública. Logró así ocultar la deslealtad de Kilpatrick y hacer creer que su accionar seguía una línea impregnada de heroísmo al servicio de la patria. Preocupado sólo por la salvación de Irlanda, Nolan se empeñó en mantener vivo y exento de toda culpa el recuerdo del capitán de los rebeldes para que siguiera alimentando la ideología del pueblo favorable a la causa que Kilpatrick aparentemente defendió durante su existencia.

¿Y qué tienen que ver Kilpatrick y Borges con Humala?

Pues no poco. Esta familia se preparó mucho tiempo para llegar al poder.  Desde el viejo abogado Isaac Humala Núñez, quien empapelaba a sindicalistas opuestos a las grandes constructoras en la época del gobierno militar, hasta el hoy preso Antauro Humala, estas gentes se han caracterizado por infatuarse y crear en torno a sí mismos una mitología heroica, linajuda y levantisca, con el ánimo de influir en la conciencia popular. Consciente el viejo Humala de que en el Perú se accede al poder mediante las armas, sea por levantamiento o por el solo hecho de pertenecer al Ejército, manipuló ladinamente el destino de dos de sus hijos para que accedan a las fuerzas armadas, según propia confesión, porque ésta era la forma más fácil de acceder al poder en el Perú.

Son abundantes los indicios acerca de la farsa que significó el llamado levantamiento de Locumba (2000), cuando el fujimontesinismo agonizaba. Según diversos analistas, habría servido de tapadera para la huida de Vladimiro Montesinos hacia Panamá en el velero Karisma. Si coincidimos en que Antauro, el hermano mayor de Ollanta, nada sabía de este plan y cayó en el engaño urdido por su propio pariente, entonces éste lo utilizó para forjarse una mitología heroica, de militar alzado en contra de la corrupción imperante durante el fujimontesinismo. Así, la llamada gesta de Locumba, habría servido para lanzar al par de hermanos Humala al escenario político peruano, en una trama pre-fabricada por el propio padre o desde los servicios de inteligencia.  Sin embargo, varias preguntas se pudren de maduras, ¿en qué momento se da cuenta Antauro Humala de la traición de su propio hermano? ¿Siempre fue un tonto útil o se hizo el tonto con el fin de obtener rédito político? ¿En qué momento Antauro decide falsear la historia y continuar con la estafa del levantamiento de Locumba en contra del fujimontesinismo dirigido por Ollanta? Luego del levantamiento, ambos hermanos son amnistiados por Valentín Paniagua y el gobierno de Toledo premia a Ollanta enviándolo como Agregado Militar a Francia (2003) y luego es enviado como Agregado Militar en la embajada peruana en Corea del Sur (2004), mientras que Antauro encabeza una furiosa oposición al gobierno de Toledo, exigiendo su renuncia y juicio de residencia.

El año 2005 ocurre el llamado Andahuaylazo, asonada en la cual un grupo de 150 ex militares al mando de Antauro Humala se rebelan y toman una comisaría en la ciudad serrana de Andahuaylas el 1 de enero de 2005, aprovechando que los policías se encontraban ebrios por los festejos del nuevo año.  Según el propio Antauro Humala, la captura de la comisaría se dispuso con Ollanta desde Corea y éste coordinaba con sus “promociones” para que el levantamiento ocurriera simultáneamente en cuarteles en diferentes puntos del país.

Para el periodista Gustavo Gorriti, el Andahuaylazo no fue una insurgencia, sino una estrategia política de Ollanta Humala, destinada a catapultarlo para las elecciones presidenciales del 2006, en la que se enfrentó con Alan García. No sabemos si Antauro recelaba de Ollanta antes y durante los días que duró el llamado Andahuaylazo. El breve tiempo que continuó el levantamiento, el comportamiento de Ollanta, como siempre, fue contradictorio y como se diría en argot popular, “arrugón”, cuando empezaron a aparecer los primeros muertos. El caso es que el comandante se encontraba en Corea y por comunicación verbal de algunos de los que participaron en aquella asonada, se sabe que Antauro gritaba encolerizado, ¡nos han traicionado, carajo! ¡Ollanta nos ha traicionado!

Si nos atenemos a los quincenarios “Ollanta”, que Antauro escribía, editaba y publicaba, tras el Andahuaylazo, éste maldice públicamente a su hermano y su mujer, lo tilda de traidor y Guachimán de Palacio y desde la cárcel cambia de nombre al panfleto, titulándolo con un ego propio de escritor, como “Antauro”. Lo demás es historia conocida: hoy en los tribunales Antauro acusa a Ollanta de haber sido quien ordenó el levantamiento armado en Andahuaylas y, además, le acusa de no cumplir con su promesa “personal y reservada” de indultarlo, apenas accediese a la Presidencia del Perú.

Si en algún momento, el viejo Humala pretendió manipular la historia y forjar héroes y gestas, el tiro le salió por la culata, pues el hijo sociópata fue condenado el 2009 a 25 años de injusta carcelería y el hijo sometido, aquél que asumió la Presidencia de un país asordinado, quedará en el imaginario popular no como el héroe que pretendió confeccionar el viejo Humala, sino como el traidor y asustadizo cachaco que se orinó de miedo al oír a un par de colorados de la Confiep alzando la voz, para ponerlo en vereda.

La herencia de Humala

La corrupción generalizada y una guerra civil entre el pueblo y las bandas organizadas de criminales será la primera gran herencia que dejará Ollanta Humala.  El haber arrojado al pueblo peruano a las fauces del neoliberalismo más extremo representado por el lobista Pedro Pablo Kuczynski y el haber permitido el renacimiento de una pandilla de fascinerosos, rebautizada como Fuerza Popular, un pseudo partido político que debió haber sido declarado fuera de la ley, apenas asumido el gobierno, será la segunda gran herencia del gobierno de Humala. Y finalmente, el consenso en torno al capitalismo más despiadado siempre que una supuesta clase media (siempre titubeante, siempre a punto de traicionar algo) pueda beneficiarse de ella, a la manera de las “democracias” occidentales, será el legado espiritual de este coracoreño de ceño fruncido y mirada huidiza que logró engañar a medio Perú disfrazándose de nacionalista y antisistema.

El ex soldado Ollanta Humala —un peruano descendiente supuestamente de curacas— llegó al poder en el 2011, con el apoyo de la izquierda, los reservistas y las grandes mayorías. Hoy que su mujer acaba de ser condecorada con la orden de impedimento de salida del país por graves cargos de corrupción y lavado de dinero, este par de advenedizos, llamados por los huachafos “pareja presidencial”, ha demostrado con absoluta claridad que en el Perú la traición sigue siendo uno de los principales obstáculos para consolidar cualquier proyecto político de raíz democrática.

Tras la derrota de la gran rebelión de Túpac Amaru II, quien fue traicionado por su lugarteniente y compadre Francisco de Santa Cruz y luego torturado y descuartizado y sus restos desperdigados por los pueblos cusqueños para escarmiento y amenaza contra cualquier alzamiento posterior, el propio pueblo al cual habían intentado amedrentar volvió a alzarse. El espíritu rebelde y el heroísmo se expresaron nuevamente en las luchas populares encabezadas por Túpac Katari en Bolivia, José Quiroga en El Chaco, la Insurrección de los Comuneros en Colombia y, en el Perú, Francisco de Zela en Tacna, los hermanos Aguilar y Ubalde en Huánuco, las luchas emancipadoras de Mateo Pumacahua y ese gran poeta y guerrillero arequipeño que fue Mariano Melgar, lucha a la cual se plegó masivamente el campesinado en medio del cual tenemos ejemplos heroicos como los del ayacuchano Basilio Auqui, Ventura Ccalamaqui, José Olaya, Atusparia y Uchcu Pedro o María Parado de Bellido, muchos de ellos también traicionados por su propia gente. Así, las luchas populares no han sido en modo alguno lineales, sino largas y sinuosas como serpientes y así son hasta nuestros días. En el plano individual un Fujimori, un Ollanta o un Alan García morirán y otros tomarán su lugar, pero los pueblos a fuerza de golpes, traiciones y desengaños, pequeñas y grandes victorias, aprenden a confiar en sus propias fuerzas y a no abdicar en su razón para apoyar proyectos que representan intereses que no son los suyos.

La sensación que queda entre los peruanos es la de que en nombre de una economía incomprensible, se puede arrasar todo aquello (agua, tierra, aire, pueblo) que se oponga a las cifras macroeconómicas de los liberales, pero que nunca se ven reflejadas en los bolsillos de la gente de a pie.

En el Perú que deja Ollanta Humala no existe razonamiento coherente. La izquierda almagrista y la derecha pizarrista se llenaron la boca hablando de los derechos de los llamados pueblos originarios, elecciones democráticas, marchas y plantones, y un sinfín de cantinfladas, mientras que el nuevo Librorum prohibitorum incrementó su lista de palabras vedadas.

Ya nadie dice “explotación”, menos aún “lucha de clases”, “proletariado” o “subproletariado”. Ni siquiera cabe ya hablar de “pueblo”, hoy es mejor decir “ciudadanía” y parlotear de “empoderamiento” para ir a tono con el discurso sociológico. Esas palabras ya están prohibidas, se puede decir cualquier cosa pero nunca decir explotación, a riesgo de ser tachado de “comunista” o, peor todavía, “terrorista”.  Humala y su pandilla impusieron la moda de hablar de esa entelequia que hoy todos repiten como papagayos, inclusión social (Juntos, Beca 18, Pensión 65, Qaliwarma y otros mendrugos vergonzosos), como fervientes creyentes en ese desarrollismo que está acabando con el planeta.

Los poderes secretos que hincaron al Presidente

El lenguaje coloquial refleja relaciones y estructuras de poder que arrastramos desde épocas pretéritas. En el caso particular del adjetivo que se le endilga al aún Presidente de la República aludiendo a su origen etno-geográfico y su deslealtad al pueblo, queda patente cómo ciertas estructuras e imaginarios coloniales han alcanzado la hegemonía ideológica en el Perú de nuestros días, en tanto se han formalizado en las principales instituciones del país.

Hace pocos días falleció sorpresivamente el gran escritor peruano Miguel Gutiérrez. Asistí al velorio de Miguel, ausente felizmente de arreglos florales de instituciones estatales, y en una conversación con Julián Pérez y Gabriel Ruiz Ortega, narrador y agudo crítico literario (Ruiz Ortega fue de los pocos escritores que advirtió el peligro que significaba Ollanta Humala), coincidimos en que quizás la creación más subversiva de Miguel haya sido una breve novela metaliteraria, “Poderes Secretos”, la cual se inicia en la época colonial y se resuelve cuatro siglos después, en el Perú de nuestros días. En la novela el magno creador piurano plantea dos preguntas para recrear la vida y obra del Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616): “¿Existe un culto al Inca Garcilaso? ¿Quiénes y por qué lo promueven?”.  Garcilaso de la Vega es el ícono fundacional de la literatura peruana, pero ante todo es el paradigma de cierto tipo de mestizaje −biológico y cultural, siempre armonioso−, el único aceptado por los intelectuales funcionales al Poder. Transitando entre la Literatura y la Historia (“allí donde el historiador olvida, el novelista recuerda”, dice Gutiérrez) plantea la existencia de una secta secreta al servicio de la blanquería del país. Esta logia reina en las principales instituciones del quehacer intelectual y ha conseguido ocultar una verdad que el erudito Manuel Gonzáles de La Rosa planteó a principios de siglo: la obra del mestizo jesuita chachapoyano Blas Valera (“Historia Occidentalis”), un legendario manuscrito semidestruído que se consideraba perdido, ha sido plagiada por el Inca Garcilaso de La Vega y esta mentira se mantiene incólume a través de los siglos. Siguen las preguntas incómodas en el devenir de la creación de Gutiérrez “¿Los indios debían tener acceso a la carrera sacerdotal? Y los mestizos, sobre todo los nacidos de indias comunes, ¿eran gente confiable? ¿Cuál era la naturaleza de su entendimiento? ¿No arrastraban consigo una defectividad moral de origen?”  La historia se resuelve 400 años después en manos de Santiago Osambela, un prolijo historiador marginado por la Academia, cuando aparece una copia de la “Historia Occidentalis” del Padre Valera generando zozobra, pues se remueven los cimientos de un mestizaje sublimado por quienes tienen la sartén por el mango en la sociedad peruana. El caos en los ambientes religiosos, políticos y económicos cunde en una época de cambio social, lo cual es refrendado por el autor con este párrafo: “Respecto a este punto el narrador se muestra optimista. Afirma que antes de 100 años el Gran Maestro de la Logia será un historiador de apellido quechua o colla”

La novela es un mazazo en la oreja de los bienpensantes y resulta por lo menos curioso que hasta el momento no se haya re-editado, considerando la estatura creativa y ensayística de Miguel Gutiérrez.

Tras cinco años de ser gobernados por un presidente militar de apellido indígena, cooptado por los poderes secretos y arrodillado ante los eunucos inmortales que maniobran tras bambalinas, dan ganas de darle la razón a Miguel Gutiérrez: el Perú es manejado por “logias secretas” integrantes del poder intelectual tras las “achoradas” Sociedades Nacionales (Minería y Petróleo, Radio y Televisión, Pesquería, Industrias, CONFIEP, COMEX, etc.) que ponen y quitan presidentes, ministros,  militares y ensotanados a conveniencia de sus socios transnacionales.  Así las cosas, antes que sangre de curacas, en las venas del mandilón ayacuchano parecieran circular torrentes del linaje de los Pizarro, Iglesias, Prado, Morales Bermúdez, García y tantos otros, herederos de la estirpe de José de la Riva Agüero y Sánchez-Boquete, ese aristócrata criollo calificado por San Martín como el más vil de los peruanos por su comportamiento rastrero y oportunista con tirios y troyanos.

* Narrador peruano (1969). Autor de la novela “La Ciudad de los Culpables” (1° Ed. 2007, 2° Ed. 2012), “Discursos contra la Bestia Tricéfala” (2009) al alimón con Rodolfo Ybarra y Arturo Delgado Galimberti y el libro de cuentos “No todas van al Paraíso” (2013), incluido por Ricardo González-Vigil, entre lo mejor de la narrativa del 2013. Es ingeniero zootecnista en ejercicio y docente universitario.

Bibliografía

  • “Nueva Crónica y Buen Gobierno” de Felipe Guaman Poma. Edición a cargo de Carlos Araníbar Zerpa. Biblioteca Nacional del Perú. 2016.
  • “Claves para entender el mundo andino”. Sebastiano Sperandeo, Francesco Pini Rodolfi. 2001. Universidad de Texas. 396 pp.
  • “La Ciudadanía Mundial”. Julio Roldán. Tectum Verlag Marburg, 2014. 337 pp.
  • “Poderes Secretos”. Miguel Gutiérrez. 1995.
  • “Bolívar, Libertador y Enemigo N° 1 del Perú”. Herbert Morote. Jaime Campodonico Editor. Lima-Perú. Edición digitalizada, 2009. 223 pp.
  • “La instrumentalización política de la historiografía”. Artículo de Nicole Schuster. redacciónpopular.com. 2016.
  • Tema del traidor y del héroe. Jorge Luis Borges. Edición Paneta DeAgostini, S.A., 2000, España, pp.137-143.

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