Escribe: Julio Barco
Quizás sea necesaria entender este fenómeno a través de mi propia experiencia. Yo uso Facebook hace más de cuatro años. Recuerdo una conversación con mi viejo, andando por la avenida Arenales. Justamente yo le decía que no deseaba entrar a Facebook para evitar distraerme de mis estudios y escritos literarios. En mi mochila, llevaba libros anillados de Roberto Juarroz, E. Dickinson, etcétera; perfectamente guardados y acomodados con cuidado.
—Mira, hijo, tienes que tener una cuenta de Facebook. Muchos escritores argentinos tienen una y la usan para promover sus talleres de poesía o recitales.
—No, jamás tendré una, prefiero estar en mi soledad.
Y abrí una. Observé durante un año, cómo se movía el asunto: poetas de México ironizando sobre la propia poesía, autores locales como Leoncio Bueno mandando saludos anarquistas, autores más populares por las redes como José Carlos Yrigoyen o Gustavo Faverón que la usan para dar sus puntos de vista tanto políticos como culturales; los memes literarios como nueva moral y crítica de la vida en redes. Me sorprendía, por ejemplo, observar la vida y pensamiento de los autores a los que solo conocía por sus libros (Víctor Coral, por ejemplo, de quién leí su obra Migraciones y luego conocí su personalidad en el facebook). Mirar lo contradictorio del hombre, de su obra y su discurso. Captar que existe una especie de “personalidad por Facebook” que no es, necesariamente, la personalidad real. Este juego de mapa y territorio que es finalmente la internet. Quizás como nunca la desnudez de la intimidad, llevó a un nuevo diálogo literario. Se observó como nunca la desnudez del escritor frente a su público (1) Un extraño diálogo de autistas. Esto, que ya fue criticado, por ejemplo por Rodríguez-Ganoa; quién cuestionaba la popularidad de ciertos poetas (2) que, gracias a sus fotos y el autobombo, habían logrado reconocimientos que antiguamente eran difíciles para ciertos poetas. La trama y la vida social se filtran, pues, en una sola ruta. Recuerdo cierta noche, andando con Miguel Ildefonso, luego de tomar unas cervezas en un bar con piso de madera y altos techos, por el Centro de Lima.
—Mira, todos ellos solo están ahí pegados a la pose, a la mentira y todo su mundo gira en torno a los like. Esa es la trampa de la era moderna — yo le sugería al autor de Himnos.
—Sí, por eso yo tengo una cuenta caleta y la cierro y abro. Lo cierto es que tampoco puedo alejarme por completo porque por ahí consigo trabajo. Antes, en los noventas, bajaba más gente al Centro. La vida era bien diferente.
Lo cierto es que, ya en el 2020, en plena crisis pandémica, la vida en las redes sociales es una extensión y ecosistema de nuestra propia vida cultural. Asfixia, toca, y hierve de caos. Yo uso la red cada hora, cada día, cada semana: me alimento de las notificaciones y actividades y la considero una extensión de mi trabajo como escritor. Observo mi muro. Bajo y evito las notificaciones vacuas o aburridas. Observo, sin duda, de modo muy quisquilloso, la vida cultural de mi país y de mi región. Fotos e hipervínculos. Canciones y pensamientos. Poemas y discursos. Todo es dato. La nueva droga del siglo xxi datos y más datos, olas inmensas e impetuosas de datos. Frente a ello, es necesario, partir y recobrar la lucidez. Lo cierto es que, así como el acceso y rapidez de información son hechos necesarios y que alimentan nuestro propio criterio, también existen y conviven muchas trabas y ponzoñas en esta red. Es la cuna de muchos envidiosos y escritores anónimos que viven de lanzar heces a los demás autores. Gente bastante tonta que no acepta el resplandor de los otros. Observar esto, medirlo, y analizarlo nos arroja una nueva mirada sobre este fenómeno.
—¿Entonces —me pregunta Rosita—por qué no cierras tu cuenta y te quedas en la soledad?
—Porque tengo que hacerle frente—le digo— a la hipocresía, porque soy un punto desequilibrante para este sistema vacuo.
—A ti siempre te atacan, Barco, —repite la dulce Rosita— debe ser que tu forma de ser es muy trasgresora.
—Eso.
Pero, pienso, ¿para qué usar las redes? ¿para destilar tus manías y pensamientos? ¿para poner tus juicios estúpidos y atacar a otros? ¿para poner un punto (.) y hacer que tus contactos pongan un punto (.) para decirle con quién se casará a futuro? ¿para subir poemas y cuentos escritos al borde de un rapto súbito de resplandor? ¿para subir tu nuevo libro editado en Amazon que cuesta seis dólares? ¿para escribir tus juicios sabihondos contra lo establecido? ¿para subir fotos de gatitos o de pandas que acaban de enfermarse? ¿para subir bobos poemas con métrica asonante? ¿para cuestionar la propia cultura de tu país? ¿para poner fotos y frases bobas? ¿para autoproclamarte como el nuevo Mesías de la sociedad? ¿para confesarte en público? ¿para subir tu último haiku sobre delicados asfódelos? ¿para decir en coro tu confesión final? ¿para subir un vídeo de youtube que explique el instante emocional que vives? ¿para presumir de los libros que acabas de comprarte? ¿para tomarle una foto a tu falo, a un girasol y a un trébol de dos hojas? ¿para poner un selfie idóneo que te haga famoso entre las muchachas aburridas? ¿para empezar un cadáver exquisito con un grupo de poetas que pertenecen a la tribu radiante? ¿para quejarte de la salud, educación y política de tu país? ¿para mantener un diálogo medianamente interesante con alguien de otro país? ¿para conocer a una escritora argentina que te ayude a subir tus libros a Amazon? ¿para enamorarme de una muchacha? ¿para ser un panda atado a tu resplandor? ¿para continuar con este mundo egoísta y falso? ¿para poner uno y mil y millones de links sobre todos los temas imaginables? ¿para colocar la foto de Henry Chinaski con una estúpida frase de superación personal que describa tu ser? ¿para vender tus nuevas obras literarias a tus amigos? ¿para denunciar a tus enemigos? ¿para subir vídeos de perros tocando el piano? ¿para deliberar sobre los nuevos futuros de la poesía latinoamericana? ¿para encontrar a Cesárea Tinajero? ¿para y exclusivamente ver memes sobre la decadente existencia que actualmente vivimos?
—Bien, pero entonces —me cuestiona Omar—¿por qué seguir usándola? ¿Para qué nos sirve? ¿Acaso no reduce nuestro tiempo y espacio dentro de un juego encerrado?
—Correcto, no obstante, tiene algunas ventajas.
—¿Así? ¿Cuáles?
—Escucha, aprende a callar primero.
Observando todo ese carrusel de posibilidades, yo pienso en lo extraviado que se halla uno frente a toda esa vorágine. Especialmente, si uno tiene un horizonte frágil frente a la vida. Yo, a veces, extraño las épocas del MSN donde todo se reducía simplemente a ponerte un nick y escribir algo debajo del nick alguna frase que descubra tu ser. Incluso podías enviar zumbidos. Lo cierto es que, bajo esa pregunta, “¿en qué estás pensando?”, que le hace el Facebook a cada usuario, se abren miles de posibilidades. Lo cierto es que los avances y nuevos sistemas de redes irán evolucionando y transformando nuestras formas de ser, entendernos y observarnos, e incluso actuar? Tantas y diversas que terminamos habitando una suerte de babel donde los likes y sus caprichosos, sitúan la información frente a nosotros. Como cobayas, dentro de una rueda, habitamos la perpetua danza del algoritmo. Y, más grave todavía, sabiendo que toda nuestra información es arrojada a la venta más mercenaria de los directores del Facebook a empresas que la usan para entender nuestra psiquis y vendernos productos.(3) Sin embargo, no todo es decadente si tienes un sentido crítico.
—Ah, ya entendí, —responde con sus ojos inocentes Omar— entonces solo debo usarlo para la Literatura. Pero yo me siento solo dentro de la red social.
—En el fondo, es la soledad la que nos lleva a la red y nos mete dentro de su juego. Curiosa paradoja dentro de un mundo que celebra tener de paradigma las comunicaciones.
Observo mi última publicación en mi muro: la imagen de tres barquitos que Robero Bolaño usó en su imprescindible Los detectives Salvajes. Hace poco, un joven escritor del sur, me mandó un link de un blog donde me contaba la enemistad literaria entre Bolaño y Verástegui. Para nadie, es novedad saber cómo usaba Verástegui sus redes sociales. Recuerdo que incluso ponía un rótulo según la actividad y el “modo” de responder. A veces era Verástegui poeta total, otras Verástegui escritor total. Ya tocará el tiempo para averiguar realmente cómo afectó la historia de nuestras literaturas. Yo, simplemente, observo la foto del último poema que acaba de mandarme mi pata Ángel Duclos, poeta y librero peruano. Y observando su foto, observando la maravillosa posibilidad de ver su trabajo gracias a este sistema, me siento de alguna manera dentro de mi carril. Y siento que, para los creadores, estos sistemas pueden ayudar a empujar su creatividad, sus ideas, pero también a atarlos dentro de espacios cerrados o miradas marchitas.
—Entonces, —pregunta Salomón— ¿seguirás usando tus redes sociales?
—Claro hermano, alguien tiene que enfrentarse a los molinos de vientos.
—Recuerda a Kavafis: “no hallarás Lestrigones si es alto tu sentir”
—Navegar, sigamos navegando.
(1) Pienso en dos poetas peruanos, como Montalbetti y Jorge Pimentel, que no usan ni tienen cuenta en Facebook. ¿Cómo sería una cuenta de Pimentel, autor de los celebrados Ave Soul y Tromba de Agosto? ¿En el Facebook de Montalbetti brillarían las teorías de Alain Badiou sobre los poetas y el lenguaje? Tal vez, los dos, dado su especiales personalidades, serían víctimas de muchos h.
(2)Su crítica centrada en la nueva poesía española es en verdad bastante interesante. Cuestionar como el logos de la Mass media y el trabajo del Marketing, — caballos de guerra de la nueva galaxia virtual—, dejan de lado.
(3)Vean el excelente documental sobre cómo se utilizó la información de Facebook en las últimas elecciones norteamericanas.