Parece un cliché, pero no es así: estas elecciones son históricas. El próximo mes se celebra el Bicentenario de la República y el nuevo presidente impondrá, aprovechando esta conmemoración, un discurso oficial del Perú. Si el partido naranja llega a Palacio de Gobierno, el fujimorismo encubrirá sus delitos y renacerá como la fuerza política de estos doscientos años. Pasaremos de San Martín a Keiko Fujimori Higuchi, con letra y música del himno nacional de fondo. Si el profesor cajamarquino —Pedro Castillo— llega a Palacio, el pueblo creará una nueva narrativa para estos tiempos, con los aciertos y defectos que este proyecto implique.
Afirmar que el nuevo presidente le impondrá una narrativa oficial al Bicentenario podría ser apresurado, pero al calor de la coyuntura es previsible. Es cierto que las narrativas patrióticas deberían ser producto de un consenso entre las fuerzas políticas y los representados; sin embargo este no es el caso.
En la primera vuelta se observó un fenómeno singular; la oferta de candidatos fue numerosa, pero el apoyo ciudadano a las distintas candidaturas fue minoritario: hubo un rechazo en bloque al sistema de partidos. Un rechazo mayoritario que dejó —como muestra de desprecio al sistema partidario— a los dos candidatos con más anticuerpos de esta primera vuelta. Las elecciones de segunda vuelta, por consiguiente, han polarizado a los ciudadanos. Las fuerzas políticas en disputa son una negación radical del adversario. Todo esto descontando lo más importante: que la polarización ha sido “impuesta” por el sistema electoral. Lo que obliga, a la mayoría ciudadana, a jugar con las dos únicas cartas disponibles. Les guste o no les guste. Como resultado de este embrollo, los dos candidatos que llegaron expeditos a la segunda vuelta tuvieron, solamente, el 30% de apoyo ciudadano.
Vistas así las cosas, el sentido común diría que el terreno es fértil para un consenso y para una narrativa oficial pluralista, que incorpore al 70% de ciudadanos (los que votaron por otros candidatos y la mayoría, que se abstuvo o vició el voto) pero tratándose de dos candidaturas en cuyo núcleo central está el objetivo de tomar el poder, es difícil que ese ideal se cumpla a cabalidad. Sin embargo, a estas alturas, no se puede equiparar totalmente a ambos contendores. Hay matices y por tanto, la posibilidad que uno de ellos sea más democrático que el adversario.
Si recurrimos a la historia veremos que en la celebración del centenario de la República, el escenario era opuesto. Era 1921 y gobernaba el país Augusto B. Leguía, un presidente que salió de las canteras del civilismo y llegó a imponer un poderoso movimiento político. Su gobierno se caracterizó por utilizar subterfugios y mecanismos políticos hechos a su medida, a la vez que reforzaba una gran red clientelar en distintos puntos del interior del país, lo que le permitió obtener un gran arraigo popular, por medio de partidarios suyos, debidamente remunerados. El telón de fondo de su gobierno fue un período de bonanza económica, gracias al mercado internacional y la dependencia a la economía norteamericana. Leguía aprovechó este caudal económico para “cumplir” con su red clientelar y diseñó, además, proyectos de gran envergadura en la capital y en distintas provincias del país.
Para celebrar el centenario de la Independencia se diseñó un proyecto a gran escala, sustentado en la bonanza económica de la época. Se construyó la Av. Venezuela, la Av. Leguía (hoy Av. Arequipa), la plaza San Martín, etc. En provincias también se diseñaron diversas obras, que beneficiaron directamente a la red clientelar de Leguía e indirectamente al resto de peruanos.
La celebración del centenario fue una fiesta nacional y no se escatimó en gastos; muchas obras de esa época siguen en pie y forman parte, después de cien años, de la cotidianeidad. Por esos años surgieron también dos movimientos de gran arraigo en el país: el socialismo y el aprismo, que propugnaban un trato digno a los indios, campesinos y obreros, a la vez que una lucha contra el imperialismo norteamericano. Estos movimientos buscaban reivindicar a la gran masa de peruanos, pues en dicha época los ciudadanos no eran iguales entre sí. No todos votaban y los privilegios, que hoy son denunciados, eran lo común y lo aceptado.
El leguiísmo, dependiente de las finanzas norteamericanas, llega a su fin en 1929: con el crack de la bolsa gringa. Las finanzas externas disminuyeron, se dejó de otorgar prebendas a la red clientelar, el descontento popular fue creciendo y sucedió lo que es una tradición en el país, en momentos de crisis: un golpe de Estado. Leguía es encarcelado y acaba sus días en el Panóptico, la cárcel de Lima.
Por el contrario, la celebración del bicentenario tiene el telón de fondo de la pandemia, con un país que ostenta el record de la más alta cantidad de muertos en el mundo y un sistema de salud totalmente colapsado. No hay una expectativa propiamente celebratoria, sino duda, temor, confusión y rabia. Pero tampoco los preparativos para esta conmemoración, antes de producirse la pandemia, tuvieron el sello de la magnificencia, como en las épocas del leguiísmo.
El clima de confrontación político, la corrupción, el descrédito de los partidos, la indiferencia de los líderes y diversos factores aunados a ello, avizoraban una celebración más modesta que hace cien años.
Sin embargo, el sustento celebratorio tenía visos de ser explotado. Y es que amparados en el crecimiento económico, la élite política logró venderle a la ciudadanía el cuento de una prosperidad, únicamente sustentada, en base a la explotación laboral. Esto se resume en la frase: “el pobre, es pobre porque quiere”. Es verdad que hubo un crecimiento de la economía, pero no hubo una distribución adecuada. El sistema de salud siempre estuvo en piloto automático y se fue pauperizando cada año un poco más; el sistema educativo tiene el honor de ser uno de los más negligentes de la región y el sistema de transporte parece diseñado por el Joker.
En resumen, el rico se hizo muchísimo más rico y el pobre dejó de ser, un poquito, menos pobre; mientras la clase media vivía en un sueño de opio que llegó a su resaca con los estragos de la pandemia: ciudadanos vendiendo su riñón, empeñando su auto, hipotecando su casa. El covid – 19, mató a muchos peruanos, despertó de su letargo a quienes no murieron y movió el gallinero de la élite política. El resultado a un mes del bicentenario: dos candidatos aspirando a la presidencia; uno de izquierda populista e improvisada y otro de derecha corrupta y limosnera, enfrentados a rabiar y sin puntos comunes entre sí. Cada uno con una visión de país enmarcada en su ideología; cada uno sustentado por un núcleo duro que se desvive por tomar el poder; cada uno con vocación de cambiar la historia.
Si llega al poder Keiko Fujimori; el fujimorismo será el partido del bicentenario. Aquí no importa si su llegada al poder se debió al apoyo de los neo – fujimoristas, de los fujimoristas del ala dura o de quienes no quieren “que el Perú sea Venezuela”. Si el fujimorismo llega al poder, la invención política de Alberto Fujimori licenciará sus delitos y se constituirá, oficialmente, al nivel del civilismo, del socialismo o del aprismo histórico. Keiko Fujimori lavará los delitos de Alberto Fujimori e impulsará el engrandecimiento de su figura. La constitución, deslegitimada por gran parte de la ciudadanía y, nacida al amparo de la dictadura, será la verdad oficial que sustente a la nación en sus doscientos años.
La heredera del dictador no solamente entrará al Bicentenario como quien “salvó del comunismo” al Perú, tal como ha intentado posicionarse para la segunda vuelta; sino que también llevará a cabo la lucha contra la pandemia del coronavirus. Con estos pergaminos, Keiko Fujimori posicionará, de modo oficial y antojadizo este neo – fujimorismo al nivel histórico del civilismo posterior a la Guerra del Pacífico.
No solamente eso: la figura de Alberto Fujimori será elevada como tótem de la tribu. El bicentenario será la ocasión para diseñar una narrativa que reivindique su legado y dirija el futuro de su partido, como fuerza nacional. La línea histórica entre el primer fujimorismo y el neo – fujimorismo utilizará dos guerras y dos crisis como telón de fondo: el primer fujimorismo, la guerra interna y la crisis económica de los 80s; el neo – fujimorismo, la guerra contra la pandemia, la crisis económica actual y la “lucha contra el comunismo”. En ambos casos los Fujimori se posicionarán como los salvadores de la patria, con todas las prerrogativas e inimputabilidades que este blasón implica.
De entrar Pedro Castillo a Palacio de Gobierno; será “el pueblo” quien tome las riendas de la nación en su Bicentenario. Claro que esta abstracción tiene que ser aterrizada: el pueblo tiene que ser batuteado. Y detrás de esta batuta estarán distintos movimientos que, de mover mal sus cartas, provocarán su propia implosión. Con Castillo las ansias de una nueva constitución – de una transferencia del poder – serán cada vez más factibles. El vehículo será la llamada democracia representativa, que busca empoderar a distintos movimientos en la conducción del país: es un poder disperso. El profesor cajamarquino ha dado ya señales en ese sentido: empoderar a los ronderos, a los maestros, a las comunidades indígenas, a los campesinos, sectores evangélicos, etc.
La convocatoria a una Asamblea Constituyente viabilizará un proyecto federativo y de concretarse le otorgará una cuota de poder a distintos actores, hasta ahora relegados. Sin embargo, el trayecto hacia este objetivo está empedrado: tiene que sortear diversos filtros que pueden impedir la consecución del proyecto. Pero hay un factor delicado en este escenario. Porque es cierto que una Asamblea Constituyente buscará empoderar a distintos movimientos de talante democrático; pero detrás de ellos acecharán también sectores ya proscritos por la sociedad y de nula vocación democrática, que buscarán aparejarse en su seno forzando el concepto de “pueblo”. Sin embargo, de llegarse a convocar una asamblea con los debidos mecanismos y la debida apertura, los sectores democráticos tendrán la oportunidad de jugar adecuadamente sus cartas, ofreciendo una alternativa consensuada y ciudadana, muy alejada de quienes creen que rechazar el modelo neoliberalista es herejía y de los que tienen como mantra armar revoluciones como quien arma aviones de papel.
Pero podría haber un tercer camino en la narrativa histórica del bicentenario: las botas, los tanques. De ambos lados han sonado las alarmas. Desde el lado de Keiko Fujimori, diversos ex – altos mandos militares han conminado a rechazar lo que ellos llaman “un proyecto comunista” y han amenazado veladamente con impedir la voluntad ciudadana. Desde el lado de Pedro Castillo se ha escuchado la voz de Antauro Humala lanzando bravatas y ofreciéndose como chaleco del profesor cajamarquino. Las fuerzas armadas no son un bloque monolítico: hay multiplicidad de actores en actividad y en retiro. Si se tiene en cuenta que en momentos de crisis se ha recurrido al concurso de las Fuerzas Armadas, no se podría descartar su actuación, en algún sentido. Sin embargo, si eso sucediera, digo, es un decir, el Bicentenario sería la ocasión histórica para recordarnos que no hemos aprendido nada.