—¡No hay plata ni tiempo para conseguir ropa de baño! ¿Tienes calor o no?
—Pero…
—¡Pero nada! Muchacho de marras, carajo, me jodes toda la mañana con la cantaleta de que quieres ir a la playa, que vamos a bañarnos, y ahora, mira cómo te pones…
—Es que…
—¿Quieres ir o no? Cuanto más tarde se haga, más gente va a haber en la playa, yo sé lo que te digo…
Ni modo. Era demasiado pequeño como para tener argumentos con qué rebatir la orden de Penélope. Aquella soleada mañana de febrero fue mi primera vez. Los calzoncillos me quedaban todos flojos, pero según ella a nadie le importaba fijarse en las verijas de un mocoso de 10 años.
Para las fiestas patrias, dos años después, se le antojó comer conejo. Nos pidió a Natalia y a mí que la ayudáramos. Hizo que mi hermana tomara las patas delanteras y yo las traseras. El pobre animal temblaba de asustado. Yo también.
—Jalen bien —nos ordenó—, que se estire todo.
Entonces vino el primer garrotazo. Terrible. Un violento azote sobre su cabeza con el rodillo de la cocina. El pequeño lagomorfo quedó mareado, pero no muerto. Lloraba, seguro llamaba a su mamá.
No lo era. Tenía ganas de llorar junto al indefenso mamífero. Tres garrotazos más, bien secos, lo dejaron noqueado. Se cagó todo, dejando chorreado el suelo del patio. Por supuesto no comí conejo esa tarde (nunca en mi vida lo he hecho, ni lo haré). Me llenaba de asco observando a los demás chuparse los dedos en la mesa familiar.
Cuatro años antes, mi primo Jonás y yo estábamos tirados en el piso de la sala viendo la inauguración del mundial de México mientras ella comía naranjas en una fuente de plástico y Natalia dibujaba sobre la mesa del comedor. Entonces, repentinamente, empezó el zamaqueo. El ruido que lo acompañaba era como si una flota de aviones de guerra estuviera volando encima de nosotros. Penélope, sin perturbarse ni apartar sus dientes de los cítricos, las manos envueltas en cáscaras, lanzó un diagnóstico inapelable:
—Temblor.
¿Temblor? Parecía como si los tranvías en desuso estacionados frente a la avenida Pedro de Osma estuvieran arremetiendo todos a la vez contra la vieja quinta en la que vivíamos.
La imagen del televisor se tornó en una escena lluviosa, llena de ruido. El partido entre México y la URSS se había ido a otra parte. Los adornos de porcelana encima de los muebles y los platos de loza dentro del aparador empezaron a caer despedazados. Penélope finalmente soltó las naranjas y puso la bandeja a un lado.
—Vengan todos aquí —dijo, parándose en medio de la sala, abriendo los brazos para cobijarnos.
Natalia, arrollada en el mantel de tocuyo blanco, vino corriendo y chillando aterrada desde el comedor, como si fuera un espíritu en trance exorcista. Penélope nos abrazó a todos bajo su regazo.
—Empiecen a rezar —dijo, simplemente.
Natalia levantó su cara hacia el techo y comenzó a gritar a pulmón abierto:
—¡¡¡Padre Nuestro, que estás en los cielos…!!!
Seguramente quería asegurarse de que Dios escuchara sus ruegos.
—Aplaca tu ira, querido Señor, ten piedad de nosotros…—musitaba Penélope, serenamente.
Era como si tratara de evitar que la vacilante araña de hierro pendiendo sobre nuestras cabezas se desplomara y nos aplastase como hormigas. Aquella tarde seguramente no estuvimos nada lejos de lo que pudo haber sido la experiencia de aguantar un bombardeo en Europa, dentro de un refugio subterráneo, durante la segunda guerra mundial. De cualquier modo Penélope, con su actitud estoica ante el brutal terremoto, nos mantuvo a todos unidos y calmados en medio del peligro.
Cuando visitaba a mi tío en Nueva York iba y venía sola, paseaba por las calles de Queens, entraba a las tiendas de Manhattan, subía y bajaba de los buses, tomaba el “saguey”, bromeaba con los choferes, no se hacía problemas de nada. Daba la impresión que toda su vida hubiera vivido allí. Y no hablaba –ni entendía- una sola palabra en inglés.
Sentía un gran desprecio por los adelantos de la tecnología. Nunca usó cremas para proteger su cutis, prefería untarse la cara con un repulsivo producto hecho a base de sesos de res, que guardaba dentro de una cajita redonda de metal en el refrigerador de la casa.
Dormía cubriéndose de pies a cabeza con las sábanas. Parecía un muerto embalsamado. Y cuando roncaba, enriquecía el fúnebre espectáculo ululando, tiritando, gimiendo, estirando una pierna para sacudirla en el aire. Su figura tendida sobre la cama no tenía nada que envidiar a la de un personaje cómico en una película de terror.
Años más tarde, se presentaba cada día a las 6 de la mañana a la orilla de mi lecho. Me cogía los dedos del pie y me los apretaba con todas sus fuerzas.
—Fernan, Fernan…—decía—. ¿Estás dormido?
Sin abrir los ojos, yo contestaba molesto:
—¡Ssssííííí!
—Ah, ya —decía ella—. Sigue durmiendo, nomás.
¿Cuál era la idea? No tengo idea.
Una tarde cruzó la avenida Atocongo a toda carrera para alcanzar un bus que se le pasaba. Al ver que llegaba tarde, agitó su mano haciendo señas desesperadas al taxi que venía detrás. El chofer, con tal de ganarla como pasajero, haciendo una maniobra brusca e imprudente, rebasó a velocidad al bus y frenó en seco delante de él. Logrado su cometido, Penélope se rió en la cara del taxista y subió tranquilamente al bus detenido a la fuerza.
La dama era algo salvaje, quizás debido a su origen selvático (nunca pude acertar su gentilicio; nació en Madre de Dios en 1911), pero era muy astuta y, sobre todo, noble.
—¡Cuidado, Pene! —le dijo una mañana Palmira, una de sus mejores amigas en el Departamento de Escalafón, al verla iniciar su rito con el macabro maquillaje—. Parece que don Aptadolfo no vino de muy buenas hoy.
Don Aptadolfo Caño, su jefe, era un tipo descachalandrado, una especie de andrógino cachetón y panzón, pecoso, sexo absolutamente indefinido e indescifrable, al que le gustaba andar vestido obsesivamente a la moda, lo que para un país como el Perú implica una falta absoluta de responsabilidad. Tenía caminada de macho corpulento, pero sus gestos faciales eran de señora. Ese viernes, por algún motivo (fallido coito conyugal, probablemente), traía más bien una cara de lunes por la mañana después de un feriado largo.
—Voy a terminar rápido, no te preocupes.
—Deja ya esa cosa —insistió Enedina, la otra entrañable amiga de Penélope.
—Sólo me retoco un poco y listo.
—Pero huele horrible —protestó Palmira.
Los empleados masculinos del Departamento de Escalafón estaban ya todos entregados a la burocracia, el papeleo y los trámites interminables; resultado de la desconfianza, consecuencia de la educación en un país subdesarrollado. Uno de ellos se levantó de repente, como empujado por una urgencia incontrolable. Rodeó el pasillo, pasando a toda velocidad delante de los escritorios de las mujeres, y corrió hasta la puerta del baño.
Tin, tin, tin.
—¡Ocupado! —escucharon todos la voz enfadada de don Aptadolfo.
El pobre empleado se doblaba las piernas. Se cogía el estómago con una mano y con la otra se tapaba la boca. Volvió a golpear tímidamente la puerta. La voz cruda de don Aptadolfo chilló de nuevo:
—¡Quién es! ¿No puede esperar un momento? ¿No ve que está ocupado? ¡Qué falta de consideración, caramba!
Ante una acusación injusta los hombres reaccionan según su autoestima. El hombre inteligente, de espíritu elevado, se indigna. El hombre común y ordinario se enfurece y contraataca, insulta, golpea. El pobre diablo suplica perdón.
—Disculpe por favor, don Aptadolfo. No quería molestarlo.
Con lo cual el empleado dio por concluida su gestión y salió casi corriendo de la oficina, los ojos empapados en lágrimas. Penélope y sus amigas contemplaron indignadas la escena.
—¡Pobre Marquitos! —suspiró Enedina—. Y dicen que por las tardes se gana la vida como profesor en una gran unidad escolar.
Una ola de murmullos que venía fuerte desde abajo empezaba a tornarse en una manifestación agitada. Palmira se asomó a la ventana. Era obvio que el personal de limpieza por las noches no pasaba con un plumero siquiera cerca de las persianas. A decir verdad, el ventilador de hélice que colgaba del techo tiraba montones de pelusa que iban a parar de plano sobre las pilas de papel sello sexto. Ni mencionar las máquinas de escribir sobre los escritorios; tenían polvo suficiente para enterrar a Olivetti y todos sus herederos. Desde el piso número 17 del Ministerio de Educación resultaba fácil ver los féretros de cartón, pintados de negro, formando un círculo en plena avenida Abancay. Un puñado de jubilados, simulando un velorio comunitario, se habían unido para reclamar, ondeando pancartas con dramáticos lemas, sus derechos no reconocidos.
—Me dan lástima esos viejitos —dijo Enedina—. Nadie los protege.
—Quizás algunos de ellos —aseveró Penélope—, sino varios o muchos, estén pagando ahora con ese desamparo los atropellos que cometieron contra el público y contra el país cuando fueron jóvenes y ocupaban uno de nuestros puestos.
—¡Eres terrible, Pene! —reprochó Palmira.
—Es la verdad.
Una fetidez insoportable empezó a invadir la atmósfera de la oficina, extendiéndose inexorablemente al resto del piso.
—¿Qué le habrá pasado al señor Caño? —preguntó Enedina—. Lleva ya rato metido en el baño.
—Por la forma que huele, carajo, debe estar muerto de la cintura para abajo —afirmó Penélope.
—Ahora soy yo la que necesita el baño —aseguró Palmira, sacudiendo las piernas.
—Tócale la puerta —indicó Penélope.
—¿Estás loca?
—¿Por qué? ¿Tienes miedo tú también?
—Ya sabes cómo es don Aptadolfo, peor ahora que llegó de mal humor.
Penélope miró con incredulidad a su amiga.
—Yo lo voy a sacar de allí ahora mismo —dijo resuelta—. Vas a ver.
Palmira y Enedina dieron un paso atrás para abrirle camino. Con la boca y los ojos bien abiertos la siguieron hasta la puerta del baño.
¡Toc! ¡Toc! ¡Toc!
Penélope no destacaba por ser tímida.
—¡Don Aptadolfo! —arengó.
—¡Ocupado! —contestó, secamente, don Aptadolfo.
—¡Apúrese!
—¡Pene! —susurró Enedina, jalándola de una manga.
—Se va a molestar y después se va a desquitar con nosotros —gimoteó Palmira.
—Por eso estamos como estamos —refunfuñó Penélope—. Todo el mundo se queda callado cuando hay un atropello.
Efectivamente, en la planta baja, frente a la puerta principal del Ministerio, un colectivo lleno de pasajeros se llevó de encuentro a uno de los viejitos que protestaba por sus derechos. El chofer se dio a la fuga. Los demás jubilados se hicieron a un lado. Nadie ayudó al compañero caído en acción.
¡Toc! ¡Toc! ¡Toc!
—No moleste, señora Penélope —el tono de don Aptadolfo se sentía esta vez más avinagrado.
Palmira y Enedina retrocedieron para dejar a Penélope abandonada a su suerte, pero ella no se amilanaba con facilidad.
—¡Salga de ese baño inmediatamente, don Aptadolfo!
Se oyó el ruido del agua tragándose precipitada los submarinos del señor Caño, la hebilla de metal ajustándose al cinturón, las manos recibiendo el agua con jabón en el lavatorio, los pasos severos caminando apresurados hacia la puerta. Y la perilla siendo tomada por una mano imperiosa.
—¡Qué pasa aquí! –la voz y el porte de don Aptadolfo de pronto emergieron altamente masculinos.
Enedina se llevó una mano a la boca. Palmira volteó a mirar a otro lado.
—¿Qué pasa aquí? —repitió Penélope, levantando una ceja.
—¿No ve que el baño está ocupado, señora Penélope?
—¿Y usted no ve que ahí bien claro dice “Damas”, señor Caño? —replicó airada Penélope, señalando el cartel de la puerta.
—Lo siento, señora Pene —dijo don Aptadolfo, terminando de componer sus pantalones—. Es el único baño en el piso. Y yo soy el jefe aquí.
—¿Usted cree que por ser el jefe puede atropellar a las mujeres de esta oficina?
—Tengo derecho a usar el baño.
—Sí, pero el de caballeros.
—Ése está en otro piso.
—Tendrá usted que ir a buscarlo. No es culpa nuestra que el Ministerio contrate a unos genios de arquitectos que ponen el baño de damas en un piso y el de caballeros en otro.
—Lo siento, señora Penélope. Esta discusión ha terminado. Yo soy el jefe y punto.
—¿Y eso qué significa?
—¿Qué significa? —exclamó incrédulo el señor Caño—. ¿Quiere que le explique lo que eso significa?
Penélope con los brazos en jarra:
—¿Acaso tiene usted pichula de oro, señor Caño?
Enedina y Palmira no sabían ahora si reírse, esconderse o renunciar. El resto de empleados varones en el Departamento de Escalafón fingían estar ausentes de la discusión.
—Si no encuentra usted ningún ejemplo entre sus empleados —espetó Penélope—, ¿por qué no se convierte usted en un ejemplo para ellos?
Muchos años más tarde la longevidad inició un proceso incontenible de demolición en el carácter indestructible de Penélope. A los 78 años le diagnosticaron el mal de Parkinson. Tomaba pastillas tan fuertes que acababa drogada, hablando sin parar, haciendo morisquetas, concluyendo relatos después de 2 horas de haberlos iniciado.
—Y así murió Sánchez Cerro… —fue uno de sus epílogos más famosos en aquel período marcada e inconscientemente dadaísta de su vida, en el que su auditorio, compuesto en su mayoría por nietos y otros jubilados, acababa dormido alrededor de ella, algunos cabeceando hacia abajo, otros hacia atrás, todos con la boca abierta, derramando saliva.
Le temblaba tanto la mano que parecía estar estrechándosela a alguien sin cesar. Al final terminó haciéndose la caca en los pantalones y usando pañales para dormir.
Días antes de su muerte percibí un viento soplando en mis piernas. Inequívoco augurio de su partida. Una tarde, a eso de las 6, una llamada telefónica interrumpió la película rusa que estaba viendo en la televisión para avisarme que Penélope finalmente se había ido.
Penélope, mi querida abuela, que en paz descanse y de Dios goce, tenía un temple de hierro. En mi vida he conocido mujer con más carácter que ella.