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Cultura

“Copas antes de la fiesta”, un relato de Paco Moreno

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Es de noche. Falta aún una hora. Al parecer hay un gran alboroto abajo. Me dijeron que empezaría a las ocho en punto. Desde este piso 17, la ciudad se ve espléndida: avisos gigantes de empresas multinacionales, niños y niñas sonrientes en los paneles publicitarios, lúdicas luces de neón interactuando con la indiferencia de la ciudad y sus miles de autos de lujo, como si en esta ciudad estuviese prohibida la tristeza y más prohibido aún el fracaso. Oigo el sonido tenue de un claxon y pienso en lo mucho que tuve que viajar para llegar hasta aquí. «Se parece a mí», digo no con vanidad, sino con orgullo. Fue muy largo el camino que tuve que vencer para llegar estar aquí: de Cangallo a Nueva York. Ya que odio el aire acondicionado, son las ventanas abiertas las que calman el calor de esta noche. Hay un silencio sordo. Veo que las cortinas se entienden bien con el viento neoyorquino, desde esta altura pueden contemplarse mejor las cosas. Me acompaña una botella de vino. Cada vez que bebo escucho huaynos, aunque diga que solo me gustan los boleros. Los huaynos ayacuchanos llevan el ángel de la melancolía, sobre todo cuando estás fuera del Perú. Pero no hay motivo para estar triste ahora. La inauguración será a las ocho.

Dicen que no es bueno hablar de los logros propios, pero no importa. Estoy solo. Además, este logro no es solo mío, sino de todos aquellos que cierto día escapamos de las garras de la muerte y evitamos que la sonrisa nos dejara para siempre. ¡Ah!, también es de otros, claro. Me propusieron dar un discurso esta noche. Digamos que esta charla a solas es un ensayo para este discurso. Quien siempre haya sido rico nunca sentirá la riqueza como yo; digo, tal como la sentiré yo, porque después de esta apertura estoy seguro de que vendrán más y más, hasta llegar a Europa. Salud por eso. Salud.

Intuyo que este palabreo sin orden es el resultado del vino, aunque ahora creo que hubiesen sido mejor unas copas de pisco. Tengo la rara costumbre de anticiparme a las celebraciones, y nadie comparte eso conmigo, de modo que, como siempre, estoy celebrando solo. Mejor así porque no tengo a ningún aguafiestas cerca que pueda lanzarme esa frase pesimista: «No cantes victoria antes de tiempo».

Es inevitable que el tiempo pase. Falta muy poco para que llegue la hora, pero no quiero que se me acerque todavía. Una copa más. Salud. Siento casi los mismos nervios que sentí aquel día en que inauguramos el primer local en Miraflores, o cuando empezamos a vender comida a los obreros en San Borja. Mucha agua ha corrido bajo el puente desde entonces: 25 años, más o menos. Debo confesar que lo siento como si hubiese sido ayer. Debe ser porque todo este tiempo he trabajado como mula. Salud por las mulas que nos sirven de ejemplo. Salud con este vino que, aún sin marca registrada, es de Chincha, ¡carajo! Un vino casero, hecho por una familia amiga. Es tan bueno que, si le pusieran marca, con diseñito y todo, su publicidad en la televisión, la Internet, la radio y lo vendiesen en las grandes ciudades como Nueva York, Madrid, París, mis amigos se harían ricos. Pero ahora lo bebo solo y feliz, y no sé por qué siento una vaga tristeza, como si mi orgullo se convirtiese en pena.

Es curioso: el vino y la música nos regresan siempre a la infancia. Es como si la infancia fuese la única etapa de la vida que anhelamos, a pesar la imposibilidad. Un anhelo infinito. Alguien dijo —no recuerdo quién— que después de los nueve años no le había ocurrido nada importante. Mi infancia… yo vestía con camisa de cuadros y jeans, de esos con tirantes largos y hebillas de metal. Todo un vaquero andino, con esa ropa enviada desde Lima. Corría alegremente por las colinas verdes donde se dibujaban los caminos que daban a mi casa de adobe y grandes tejas rojas y chacras de maíz, papas, ollucos, arvejas y habas; con corral de animales caballos, vacas, cerdos, toros, terneros, gallinas y patos. Cangallo era entonces un pueblo sin luz eléctrica ni agua potable, pero con un hermoso río como los que ahora solo se ven en las fotografías.

Lo que más me gustaba de la casa era la cocina. Detestaba ir a labrar la tierra del campo, pero tenía que hacerlo pues las reglas están para cumplirlas. Por eso me gustaban las tardes, tardes de cielo azul, de viento fresco, de silencio con música de pajaritos. Me encantaba mirar desde la ventana de la cocina a las orugas que buscaban refugio cerca del marco de la ventana; la lluvia cayendo de los tejados, y la sobria tranquilidad de los animales en el corral, acostumbrados a la lluvia y el frío, felices.

Yo tenía siete años y ya sentía un gusto extraño por la cocina. Quería estar ahí, a cada momento hacer combinaciones, jugar con los ingredientes. Así, la cocina, de pasatiempo se convirtió en una forma de vida para mí; luego en un don que a veces me asustaba. Intuyo que todo esto empezó por mi gusto por la comida de mamá, por el aroma de las humitas, los ajíes, por el sabor de las carnes, de los guisos. Disfrutaba mirándola en su cocina, cómo se movía, con ritmo, como si estuviera practicando una danza oriental. A veces, pensaba que, aunque mamá estuviese ciega, no tendría problemas para prepararnos algo.

– ¿Qué tantas miras, Paquito? -decía.

–Algún día tendré mi propia cocina.

Papá no entendía esas cosas. En aquel tiempo creía él, como la mayoría en Cangallo, que la cocina era labor de mujeres, que los hombres habían nacido para el trabajo rudo, como si cocinar fuera para débiles.

Cierto día, me escondí y no fui al campo. Me quedé a ayudar a mamá. Papá volvió antes de la hora de costumbre, con el ceño fruncidos golpeando cosas, vociferando, y me dijo clavando sus ojos en mis ojos: «Carajo, ya te he dicho, la cocina es para las mujeres», y yo me metí entre los brazos de mi madre y lloré ahí, quietecito, hasta que papá volvió a gritar. Mamá no decía nada y me miraba con esos ojos donde yo podía leer la resignación.

–Tranquilo, mi hijo, tú eres tan valiente que ni las cebollas te hacen llorar.

Somos cinco hermanos. Yo soy el tercero. Aquel tiempo a mis hermanos mayores no les gustaba la cocina. Entendían muy bien sus funciones de hijos varones: el campo, la chacra, la pala, el pico, los animales. Cuando llegamos a Lima, en la medida en que mis hermanos fueron creciendo, empezaron a seguir mis pasos, primero por necesidad y después por placer. En Lima, a diferencia de Cangallo, los hombres podían cobrar por «divertirse» en la cocina. Nada hubiese podido hacer sin la ayuda de mis hermanos. En este momento, mientras suelto estas palabras mirando las luces de la ciudad, deben de estar buscándome, aunque ellos saben de esta rara costumbre de celebrar antes de tiempo.

—Ya es una cábala que Paquito llegue picadito a las fiestas —dijo uno de mis hermanos en nuestra última inauguración en Caracas, después lo dijo en la inauguración en Bogotá, así como en la de Buenos Aires, Santiago y Quito.

 Es innecesario decir que, para llegar hasta aquí, tuve que gastar muchos zapatos, amistades y hasta amores. Una copa más por ellos: ¡salud! La botella no se resiste a quedarse vacía. La música es precisa, exacta, y llega adonde debe llegar, a ese espacio donde los sonidos se graban y despiertan cuando la música vuelve a vibrar. Una botella de vino jamás me ha emborrachado. Jamás. Bebo porque beber es un placer delicioso como hacer el amor, solo que se practica más seguido.

A pesar de que vi a mis padres esta mañana, me gustaría verlos ahora, en este instante. Quiero abrazarlos, estamparles besos, brindar con ellos; pero a ellos les gusta la chicha de jora. Bueno, a papá, también la cerveza. Mis padres tienen la misma edad. Cuando tenían treinta años, ya tenían cinco hijos. Todo un mérito en Cangallo. Pero, claro está, en Lima es una desgracia. A pesar de todo, ellos supieron criarnos a los cinco. Nos dieron el ejemplo del tesón y el trabajo. Tremendos viejos. Ahora deben estar abajo ayudando; sobre todo mamá, que se ha ganado el apodo de «La Coronela» por la voz de mando que tiene en los restaurantes. Uno de los trabajadores, que tiene vena artística –como todos los cocineros–, ha hecho una caricatura de ella, dio la vuelta por todos los locales. Es ella, como una coronela, con las tres puntas en la mano guiando para que todo salga bien.

En Cangallo, cierta noche, papá llegó borracho a casa y nos reunió a todos en su cuarto. Él, que hablaba poco, esa noche habló tanto que terminó haciéndonos llorar a todos. Yo no entendía mucho lo que decía, pero mis hermanos mayores me lo explicaron después. Papá trabajaba haciendo carreteras, y en una de esas jornadas en un pueblo cercano presenció cómo unos encapuchados raptaron a personas del pueblo poco antes de la cosecha. Papá lloraba por el temor de que esos encapuchados llegasen a nuestro pueblo. Llegaron muy rápido, como plagas, como una maldición del cielo. Pero papá y otros hombres del pueblo ya habían huido a Lima. Nosotros escapamos después en un camión.

Por suerte, llegamos a San Borja, a un lugar que papá había conseguido con ayuda de unos parientes. Era un almacén de materiales de construcción de una compañía en la que él había empezado a trabajar como peón. El lugar era muy amplio y estaba frente a un parque, en medio de lo que sería una urbanización de lujo en plena construcción. Lo primero que compramos para nuestra nueva casa fue un televisor. La confusión era lo que más entendía en esa época. Mis padres lloraban viendo las noticias, Habían tomado Cangallo la gente desaparecía en Ayacucho. Decenas de campesinos lloraban en la pantalla: «Son los encapuchados los que hacen desaparecer a la gente», «No, son los sinchis los que hacen desaparecer a la gente». Todo era confuso y a mí no me gustaba escuchar esas cosas. Mis hermanos y papá callaban. Mamá se ponía triste.

En San Borja, éramos una familia extraña. Pobres en medio de ricos, cetrinos entre blancos. Los gringuitos se nos acercaban para jugar con nosotros. Mis hermanos mayores y yo nos burlábamos de ellos tanto como ellos se burlaban de nosotros, pero hicimos más amigos que enemigos. Ver la opulencia de ellos, sus mansiones y sus autos de lujo, me hicieron saber que con trabajo se podía lograr todo eso. Aunque papá había ascendido a albañil, mamá, para ayudarlo con los gastos de la casa, comenzó a vender comida a los señores de la compañía en la que trabajaba papá.

Creo que tuvimos mucha suerte porque mis primos, cuya suerte en Cangallo era casi la misma que la de nosotros, se perdían en los inhóspitos arenales de entonces: Villa El Salvador, Villa María del Triunfo, San Juan de Miraflores, San Juan de Lurigancho. Eran tiempos duros.  Al presidente de la República, el gobierno se le iba de las manos; y las cosas empeoraban con los cambios mando. Mis hermanos y yo hacíamos colas interminables en los centros comerciales para comprar azúcar y arroz. Pero mis primos la pasaban peor. Ellos ni siquiera sabían que era un centro comercial. Ahora son trabajadores exitosos de nuestra cadena de restaurantes. Este departamento, por ejemplo, lo alquiló uno de ellos que, en este momento, debe estar abajo en todo el ajetreo de la inauguración.

Mis hermanos y yo estudiamos por las mañanas en un colegio público de Surquillo. Volvíamos caminando a casa. En Cangallo estábamos acostumbrados a caminar y caminábamos por donde queríamos.  En Lima quisimos hacer lo mismo, pero no tuvimos suerte. Las calles, las avenidas, las casas nos parecían todas iguales. Cierta tarde aparecimos en la avenida Pardo de Miraflores. No supimos cómo llegamos hasta ahí porque no recordábamos en qué momento habíamos cruzado la Vía Expresa. Ese día llegamos a casa como a las seis, y papá ya había llegado de trabajar. Fue la primera vez que mamá no nos defendió cuando papá nos castigó con las tres puntas que el abuelo había hecho en Cangallo poco antes de morir. Nosotros nos persignamos ante esas tres puntas: las hemos traído como amuleto hasta Nueva York y hemos dejado réplicas en los otros restaurantes. Salud por las tres puntas. Salud. Desde aquella tarde del golpe, nunca más volvimos a casa después de papá; pero seguimos caminando por toda la ciudad, y con eso aprendí que en Lima la comida puede un rito que se celebra en casas, en quintas, picanterías, cebicherías, chifas y hasta en la propia calle. Mis hermanos y yo disfrutábamos de suculentos anticuchos y picarones. Aquellos tiempos, carajo, buenos y bellos tiempos. Jamás me los robará el olvido. Salud. Menos mal que esta copa es pequeña y me permite tomar más tragos.

Observar fue lo primero que hice para aprender a cocinar. Mamá fue mi ejemplo; es mi ejemplo todavía. Ella, que cocinaba para campesinos de Cangallo, tuvo que ingeniárselas para satisfacer los gustos de los obreros de construcción civil en San Borja. Pero no se crea que no comen bien. Ellos exigen mucho. Quizá porque la hora de la comida es uno de sus pocos placeres del día. Al principio preparábamos lomo saltado, arroz con pollo, seco con frejoles, ají de gallina, pero los obreros pedían variedad. Yo imaginaba algunas combinaciones con las cuales mi madre y los obreros se sorprendían.

Partía del sentido común. Por ejemplo, pensaba que el guardián de la obra necesitaba una dieta distinta de la que requería quien llenaba techos o quien cargaba ladrillos. Todo obrero necesitaba un menú distinto de acuerdo con su trabajo, y yo me daba el trabajo de explicarles por qué.

En ese tiempo, los obreros de construcción eran, por lo general, provincianos con experiencias similares a la de papá; entonces preparábamos un menú distinto para los de la selva, otro para los de la sierra y otro para los de la costa; y también platos especiales para los que eran del mismo departamento.

Así, siempre pensando en la cocina, empecé a estudiar, viajar, experimentar, combinar, crear. Inventaba nuevos platos con nombres curiosos que divertían a los obreros: el guiso del carpintero chelero, frejoles a la techera, ensalada para pintores frescos, dieta fresca para el día de los acabados, plato especial para la resaca, cebiche sanborjino levantamuertos, sopa para chóferes. Se me ocurrían tantas cosas. Algunos platos eran rechazados desde el saque. Mamá, a veces, no quería ofrecer a los obreros las combinaciones inventadas por mí. Fue acostumbrándose poco a poco.

Yo trabajaba y estudiaba, y a los 16 años, concluí la secundaria. Papá quería que yo estudiase ingeniería civil porque admiraba a su jefe. Soñaba con que al menos uno de sus hijos se pusiera un reluciente casco blanco, mirase planos y guiara a los maestros de obra. Mis hermanos mayores entraron en las academias preuniversitarias para saltar a la universidad y lograr el sueño de papá. Yo no quería seguir sus pasos. A mi mamá tampoco le gustaba la idea de que yo fuese cocinero. Poco a poco se le fue esa idea, hasta el punto de que me matriculó en una escuela de cocina. Se reía cuando me veía con mi traje blanco y con esa cosa rara en mi cabeza.

—Si te sacaras eso de la cabeza, pasarías por doctor.

—Soy cocinero, mamá.

Después de un tiempo, mamá se convirtió en mi aliada principal. Papá dejó de hablarme, pero mejoró su trato conmigo cuando gané un concurso gastronómico y fui felicitado en la escuela de cocina frente a decenas de alumnos y profesores. Papá entendió: ya estábamos en otro mundo, donde la diferencia de sexos en los trabajos tendía a desaparecer, donde las cosas cambiaban para bien de todos, donde a los hombres les pagaban por cocinar, y donde las mujeres —en muchos casos— solo cocinaban en sus casas.

Más o menos así empezó nuestra aventura, como si todo estuviese escrito. Me gusta creer en el destino cuando me conviene, y cuando no me conviene, lo cambio a punta de persistencia. Creo que todo lo que estoy haciendo en este piso 17 ya está escrito. Salud por eso. Salud.

Mis hermanos mayores dejaron de lado el sueño de papá. Dejaron los números para seguir el camino de los sabores. Nuestras armas eran el estudio y la persistencia. Poco a poco, preguntando, leyendo recetas que salían en los diarios, interrogando a los profesores, visitando a las vecinas del barrio de buena sazón, viajando por todo el país recabando recetas y, en fin, así pues, fuimos abriéndonos un campo en el mercado de la cocina. Cierto día, mis hermanos y yo fuimos a ver cómo se cocinaba en un comedor popular de un asentamiento humano, en San Juan de Lurigancho. Fue una experiencia maravillosa. Recordamos entonces las épocas en la que teníamos que dar de comer a cientos de obreros con bajo presupuesto.

La cuestión empresarial vino después. Las ideas de mis hermanos menores fueron imprescindibles. Ellos crecieron viendo nuestro esfuerzo, de sol a sol, nuestros ahorros en cajitas de zapatos con monedas y billetes humildes. Ellos saltaron con mayor facilidad las redes que a nosotros nos hicieron sufrir. Aprendieron más cosas, no cometieron nuestros errores e hicieron lo que nosotros dejamos de hacer. Querían hacer empresa aprovechando las habilidades que nosotros íbamos perfeccionando. «Todo trabajo tiene que profesionalizarse para que luego se integre a una empresa”, decía uno de ellos, y el otro asentía con la cabeza.

Así, después de una reunión familiar alrededor de una mesa, nació la idea de hacer un restaurante donde debían estar todos los sabores de nuestra comida. «Hay que aprovechar que nosotros, los peruanos, todo nos entra por la boca. Solo podemos ser peruanos a través de un placer tan elemental como la comida. Lo acabo de leer en una revista», decía uno de mis manos menores, y el otro, que también había leído aquella revista, agregaba: «claro, hay que aprovecharlo. Nosotros vemos comida en todas partes. Cuando vemos piernas decimos yucas, cuando vernos tetas pensamos en melones, cuando vemos un trasero imaginamos un queque; y nos hacemos paltas cuando estamos en problemas y tiramos arroz cuando queremos zafar de un compromiso», decía con aires de experto.

Nosotros, que habíamos empezado dando de comer a obreros de construcción civil, fuimos ampliando el número de nuestros clientes. A mí se me ocurrió que debíamos poner un quiosco en las entradas de las playas, pero sin dejar a nuestros clientes engreídos: los obreros. También pusimos un quiosco cerca de las Torres de Limatambo donde se planificaba construir un coliseo de básquet. Papá nos había avisado de ese proyecto, y nos fue muy bien. Ganamos tanto dinero que podíamos poner un restaurante con permiso de la Municipalidad y todo. Yo quería que fuese en San Borja, en la avenida Aviación, en nuestro barrio. Pero a mi hermano mayor se le ocurrió una mejor idea.

—Que sea en Miraflores.

— ¿Por qué en Miraflores? —le preguntamos.

—Es el centro de Lima y, además, en ese distrito la gente paga muy bien.

Todos sabíamos que la brillante idea no era solo de él, sino de su enamorada, a quien había conocido cuando atendía en nuestro quiosco en la playa. En ese entonces, Carla estudiaba Turismo y Hotelería en una prestigiosa universidad; después estudió también cocina, gastronomía, nutrición y tantas cosas más que ahora anda diciendo que es una artista culinaria integral. Ahora ella es la administradora de nuestra cadena de restaurantes, y nos ha animado a todos para que estudiemos más, para tener éxito en los negocios, en el mercado, en la marca y todo eso. Hacen un buen equipo mis hermanos menores y ella. Trabajan duro. Hoy nuestra empresa tiene tantos empleados que ni conozco a todos, a pesar de que siempre nos reunamos con ellos. ¡Qué bueno que papá y mamá nos enseñaron la virtud del ahorro! Sin ello, no hubiéramos abierto ni siquiera el quiosco. Salud por eso. ¡Salud!

Aquella vez que inauguramos el primer restaurante en Miraflores, un crítico de la revista «Caretas» escribió: «Esa familia ha juntado en un solo lugar todos los sabores exóticos y exquisitos de la comida peruana». Salud por eso, ¡carajo! Fue el inicio del éxito. Luego vinieron los otros locales, en San Isidro, Surco, La Molina, y el tiempo nos fue trayendo más sorpresas todavía. Así como las cosas malas, las buenas también pasan en serie.

Creo que ya hablé demasiado. Debo bajar. Deben estar esperándome. Pero faltan diez minutos todavía. Me gusta recordar Cangallo desde aquí, con este vino amigo. iUff! falta solo un trago. Mejor. Esta última copa será en honor de mi amigo Víctor Hurtado Oviedo que disfruta de la felicidad en Costa Rica. Un hombre de letras que es también muy exquisito en el buen comer, todo un sibarita. Él me lanzó por correo electrónico este mensaje alucinante: «La lista de platos peruanos equivaldría a un diccionario de exotismos: las carnes de cabrito, cuy, venado, chancho, cordero, sajino; los ríos y el populoso mar con lindos los cebiches, el pejerrey, el suche, el tiradito, el pulpo, el mero, el paiche, los choros; el seco de chabelo y la desbordante pachamanca; el ají de gallina, los juanes y el hornado de pavo; la carapulca, la ocopa, la fritanga, el ajiaco, la ensalada de chonta y la patasca; el locro de gallina, el conejo a la ayacuchana y el tacu tacu; el cielo goloso de los dulces: la mazamorra morada y la del chuño, el arroz zambito, las tejas de Ica, el King Kong, el sanguito de pasas, los guargüeros, los voladores, el polvorón, el camotillo, las acuñas de maíz, la patilla, el suspiro de la limeña, la chancaca y las humitas; los brindis habladores con la chicha morada, de jora y de maní; la algarrobina, el chapo de aguaje, el chilcano de guinda y el pisco inspirador».

Salud Víctor, salud por esa lista maravillosa. Todo eso y más se servirá en el nuevo restaurante. Salud, otra vez, porque «el tiempo se pone cada día más hermoso». ¡Salud!

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Cultura

 “Cenizas culturales”, exposición de Carlos Atoche

Carlos Atoche es un pintor, grabador y street artist .

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Carlos Atoche (Lima, 1984) realizó sus estudios en la Academia de Bellas Artes de Roma (2003-2008) y reside en Italia hace más de 20 años. El artista ofrecerá la exposición “Cenizas Culturales” en la galería Martín Yépez (Av. Nicolás de Piérola 938, Plaza San Martín, Centro de Lima) en el mes de febrero.

En esta muestra se reúne 90 obras de su producción, con una serie de pinturas en blanco y negro con figuras expresionistas que se funden con fondos abstractos. También se presentará la serie de Monocromos con composiciones surrealistas, la serie de grabados Soñadores de Noche y Retratos Renacentistas, así como una selección de ilustraciones realizadas para libros de la editorial El Gato Descalzo (Lima). Además, el artista presentará una serie reciente de esculturas realizadas en hierro y papel maché.

La sala principal de la exposición alberga Cenizas Culturales, una serie inspirada en la iconografía del antiguo Perú. Atoche, quien es conocido en Roma (ciudad donde reside desde 2003) por sus murales de acuarios y fondos marinos habitados por peces tropicales y vestigios del pasado, explica que ahora siente la necesidad de reencontrarse con sus raíces y desde 2018 ha vertido su experimentación artística en el estudio de la iconografía ancestral, reinventando y combinando imágenes de huacos, máscaras, cabezas clava, animales y guerreros con colores fluorescentes y fuertes pinceladas expresionistas, que nos muestran un lado más maduro de su producción pictórica.

“Cenizas Culturales” es el redescubrimiento de una cultura a partir de sus vestigios: una cultura tan profunda como desarticulada, que hoy resurge de sus cenizas para mostrar su grandeza: maravillas de sociedades que practicaron sapientemente la astronomía, el arte, la arquitectura y la ingeniería y de las que todavía tenemos mucho que descubrir y aprender, para convertirlas en fuente constante de inspiración para la actual y las futuras generaciones” explica el artista.

Por su parte, Juan Peralta, curador de la exposición añade: “En sus composiciones, Atoche recurre a iconografía prehispánica, especialmente norteña, como el felino, el tumi o el mono, y las inserta en lenguajes visuales europeos que oscilan entre el expresionismo, el simbolismo y la abstracción sintética. La exposición se complementa con grabados, ilustraciones y pinturas anteriores que, más allá de su base académica, revelan una maestría en el manejo de la línea, el cuerpo y, sobre todo, la expresividad de la mancha”.

La exposición se inaugurará el 1 de febrero a las 7 p.m., en la galería Martín Yépez (Plaza San Martín) y podrá ser visitada hasta el 28 de febrero, de lunes a sábado, de 10 a.m. a 6 p.m. El ingreso es libre.

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Cultura

«El Silencio de la Hierba», el primer cortometraje animado que retrata la masacre de Putis

En el marco de la masacre de Uchuraccay, recordado cada 26 de enero, estudiantes de Toulouse Lautrec anuncian cortometraje que retrata la pérdida de inocencia durante la época del terrorismo.

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Un grupo de talentosos estudiantes de la Escuela Superior Toulouse Lautrec trabaja en el cortometraje animado “El Silencio de la Hierba”, el cual visibiliza una de las tragedias más impactantes de la historia del Perú: la masacre de Putis. A través de esta obra, los realizadores esperan generar reflexión y conciencia sobre los conflictos internos que marcaron al país, rindiendo homenaje a las víctimas y a sus familias.

El Silencio de la Hierba es un cortometraje animado que explora cómo la inocencia de los niños fue afectada durante la época del terrorismo en el país. La historia está inspirada en los hechos ocurridos en Ayacucho durante la década de 1980. La obra narra la vida de Chun, un niño de 6 años que tiene mudismo y vive en el campo junto a su madre Sumaq, en el distrito de Putis, Huanta. El conflicto inevitablemente toca su puerta, perturbando su tranquilidad y alterando irreversiblemente el rumbo de su vida y la de su progenitora.

“El proyecto se realizó durante los talleres de segundo a cuarto ciclo de la carrera de Animación Digital, y estamos convencidos del impacto que puede generar.  A través de El Silencio de la Hierba, buscamos transmitir un poderoso mensaje de reflexión, plasmar esta parte olvidada de nuestra historia a las nuevas generaciones, lograr llevarla a festivales internacionales y a futuro compartir el corto en instituciones educativas. Para lograrlo, hemos lanzado una campaña de crowdfunding que nos permitirá obtener los recursos necesarios para culminar aspectos clave del cortometraje y garantizar su calidad”, explica Emma Vega, directora del proyecto.

El equipo creativo, compuesto por Lucero Vereau (productora), Pedro Rodríguez (director de animación), Jahaira Mavila (directora de posproducción) y María Rengifo (directora de arte), destaca la importancia de financiar elementos esenciales como la animación, la producción de audio y la edición final. Además, los fondos recaudados permitirán realizar una presentación especial en Ayacucho, lugar que inspiró la historia, e inscribir el cortometraje en festivales internacionales para llevar su mensaje a una audiencia global. Para más detalles sobre este conmovedor proyecto, te invitamos a ver el teaser aquí.

Si deseas apoyar esta iniciativa, puedes hacerlo a través de la página de donaciones https://ko-fi.com/rattoonsstudios/tiers. ““El Silencio de la Hierba” es un recordatorio de que el arte puede ser una herramienta transformadora para preservar la memoria y promover el cambio social. Además, este proyecto demuestra cómo nuestros estudiantes pueden vivir de lo que aman, poniendo en práctica su talento y creatividad para generar impacto en la sociedad ”, señala Renzo Guido, coordinador de carreras digitales de Toulouse Lautrec.

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Cultura

Miguel Ángel Velit expone «Urbano» en la galería de la librería Vallejo en San Isidro

Puedes visitar la muestra hasta el 12 de febrero. Ingreso libre.

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El artista peruano Miguel Ángel Velit, egresado de la Facultad de Bellas Artes de la Plata Argentina 1990, inauguró el 10 de enero pasado la individual titulada “URBANO VELIT 2025” en la Librería Café Vallejo.  

La sala de exposición se encuentra ubicada en Av. Camino Real 1119, San Isidro junto al Centro Cultural de la Católica. En esta nueva exposición Velit presenta pintura urbana y seis dibujos de pequeño formato.

Las obras del artista están inspiradas en las grandes urbes de Miraflores, Lima, San isidro, distritos en los cuales Velit ha vivido. En sus obras representa sus grandes historias urbanas y la transformación del barrio con el paso del tiempo. En su pintura y dibujos, Velit representa grandes Edificios Voladores que se construyen alrededor de la gran ciudad limeña.

En su exposición se refleja el tren, el Metropolitano, el bus repleto de pasajeros que viaja por el mundo, las Combis Asesinas, Paola en Bicicleta, los Tablistas de la Playa la Herradura, cuadro inspirado en el gran ‘chino’ Malpartida y ‘chato’ Rojas.

Entre otros espacios resalta La Huaca Pucllana, la Chica del Embassy, el orate de parque Kennedy, personaje callejero que esperaba a su novia todos los días a las 5 de la tarde en la Av. Diagonal, donde le escribía cartas de amor a su novia que había muerto. También podemos apreciar el Mototaxi, el Inka Navegante, Un Inka Viaja a la Bienal en Bicicleta, obra que ha participado en la Bienal de Costa Rica 2024.

En resumen, la exposición de Miguel Ángel Velit es una fascinante síntesis vivencial que captura la evolución de las ciudades y sus paisajes humanos a través del tiempo. Con una mirada única y profunda, Velit nos invita a recorrer Miraflores, San Isidro y Lima, desde los años 70 hasta la actualidad, reflejando no solo los cambios urbanos, sino también las anécdotas y personajes que marcaron su historia.

Sus cuadros, mapas e historias urbanas funcionan como un baúl de recuerdos, donde cada trazo, cada rincón, y cada detalle nos transporta a esos momentos vibrantes y transformadores de la ciudad. A través de su obra, Velit logra encerrar en cada imagen un pedazo de vida, un testimonio de las huellas que dejaron los que vivieron y caminaron por estos lugares.

Lo que hace particularmente interesante esta exposición es el enfoque histórico que Velit incorpora en sus obras, trayendo a la luz las huellas de las antiguas culturas Lima, Huari e Ychma, que en el pasado adoraban al mar y al planeta en el santuario de la Huaca Pucllana. A través de este contraste, el artista nos invita a reflexionar sobre cómo la ciudad moderna ha crecido sobre estos vestigios de un pasado sagrado, transformando un espacio de contemplación y reverencia en una urbe bulliciosa, rodeada de autopistas y edificios. La tensión entre lo ancestral y lo contemporáneo se convierte en un hilo conductor que no solo narra la historia de Lima, sino también la de sus habitantes, quienes, a pesar de las transformaciones, siguen anclados a sus orígenes.

URBANO es, por lo tanto, una exposición de mirada crítica y sensibilidad profunda. Velit no solo retrata la ciudad, sino que la siente, la cuestiona, y la celebra, reconociendo tanto lo perdido como lo ganado. El arte se convierte en un puente entre el pasado y el presente, un espacio donde las historias de antaño se preservan y se transforman en una nueva narrativa que, al mismo tiempo, honra las raíces de Lima y cuestiona su futuro.

El dato

Velit invita a apreciar su exposición hasta el 12 de febrero del 2025 de lunes a domingo de 8am a 10 pm Camino Real 1119 en San Isidro.

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Cultura

Hamlet, el clásico de William Shakespeare en el Teatro Municipal de Lima

Protagonizado por Fernando Luque en el papel del trágico Príncipe Danés.

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La trágica historia de traición y venganza regresa a pedido del público luego de agotar todas sus localidades el 2024. Hamlet será nuevamente interpretado por el actor Fernando Luque y acompañado por los actores Alonso Cano, Patricia Barreto, Amaranta Kun y Maria Grazia Gamarra. Regresa el sábado 01 de marzo solo por 13 funciones.

Hamlet, la obra clásica más famosas de la historia y una obra maestra de William Shakespeare, regresa a los escenarios del Teatro Municipal de Lima bajo la dirección de Jean Pierre Gamarra. La temporada va del 1 al 22 de marzo, de jueves a sábados 8 pm. y domingos 7 pm. Entradas en Joinnus.

Con este montaje de Hamlet, el director Jean Pierre Gamarra se consagra como el Enfant terrible del teatro limeño, gracias a una propuesta arriesgada, potente, monumental y trasgresora que abarrotó la sala del Teatro Municipal de Lima en octubre del año pasado y que volverá verse del 1 al 22 de marzo. Gamarra es considerado a nivel nacional e internacional el director peruano más importante de su generación y Premio Luces 2023. Con Hamlet, el joven director explorará temas tan universales como la vida y la muerte, la razón y su debilidad, la locura y el transcurso del profundo dolor a la desmesurada ira.

Hamlet será protagonizada por el reconocido actor Fernando Luque en el papel del trágico Príncipe Danés, junto a un elenco de lujo: Alonso Cano como el Rey Claudio, Patricia Barreto como la Reina Gertrudis, Amaranta Kun como Ofelia, Martín Aliaga como Polonio, Maria Grazia Gamarra como Horacio, Oscar Yepez como Laertes, Stefano Salvini como Ricardo y Alejandro Tagle como Guillermo.

La impactante escenografía está a cargo del escenógrafo italiano Lorenzo Albani, quien ya anteriormente ha deslumbrado con su potente trabajo en obras como Carmen, La Périchole y la Bohème en el Gran Teatro Nacional, La vida es sueño, Otelo y Tosca en el Teatro Municipal de Lima, entre otras. Sus trabajos más importantes en Europa incluyen Liquidation de Imre Kertesz y Pulcinella de Stravinsky para el Teatro Nacional de Estrasburgo, Alzira de Verdi en el Palacio Euskalduna de Bilbao y la Opera Real de Valonia en Bélgica y Mademoiselle Julie de Strindberg en el Teatro del Atelier de París.

Hamlet vuelve al Teatro Municipal de Lima del 1 al 22 de marzo, de jueves a sábado a las 8 p.m, domingos 7 p.m.

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Cultura

“Mostros”, el nuevo libro de cuentos de José Vadillo Vila

El libro se presentará el martes 21 de enero, a las 7:00 p.m. en La Cuina de Bonilla, en Miraflores.

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¿Qué es lo monstruoso? Es la pregunta que motiva Mostros (Lima, Maquinaciones Narrativa, 2024) el nuevo libro de cuentos del escritor y periodista José Vadillo Vila.

“El término ‘mostro’ es una palabra con sus propias contradicciones. Por un lado, se trata de un término desusado (lo señala el Diccionario de la lengua española). Pero como peruanismo adquiere una mayor riqueza; complejizamos sus acepciones. En el Perú, ‘mostro’ no solo señala lo espantoso. Lo usamos como adjetivo que significa ‘bueno, excelente’, e interjección de admiración o de complacencia”, explica el autor.

Espectros de caminos y hoteles; un general atormentado en el Real Felipe del Callao; detectives decrépitos en busca de una última gloria; y, colonos en una selva deshumanizada, entre otros personajes, son los “mostros” que habitan en el nuevo libro de Vadillo Vila.

Se trata de siete cuentos que el escritor limeño había publicado en distintas antologías y colecciones temáticas y que, por primera vez, edita y reúne en un único volumen. 

Presentación

Mostros se presentará el martes 21, a las 7:00 p.m. en La Cuina de Bonilla (calle Manuel Bonilla n.° 124, Miraflores). Los comentarios estarán a cargo de la escritora Kristina Ramos, el investigador literario Giancarlo Stagnaro y el editor José Donayre Hoefken.  

José Vadillo Vila es periodista, escritor y cantautor. Ha publicado los libros de cuentos Historias a babor (2003), Hábitos insanos (2013), El largo aliento de las historias apócrifas (2022) y Mostros (2024); y el libro de perfiles periodísticos Apus musicales. Héroes de la canción andina peruana Vol. 1 (2019).

Como cantautor, ha publicado en solitario los álbumes Elemental (2001) y Primera parada (1997-2016) (2016). Ha sido periodista cultural en el Diario Oficial El Peruano y coordinador y programador del Gran Teatro Nacional.

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Cultura

Las confesiones de Nicolás Yerovi sobre los presidentes del Perú y el Ministerio de Cultura

En una entrevista, el periodista y humorista, reveló su experiencia con el Ministerio de Cultura y sus anécdotas con algunos presidentes del Perú.

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El recientemente fallecido Nicolás Yerovi, hace dos años brindó una entrevista a Lima Gris, donde habló de nuestra calamidad política, la crisis actual en que se encuentra sumergido nuestro país, su experiencia frente de la revista «Monos y Monadas» y reveló algunas anécdotas que le tocó vivir tras dirigir más de 500 ediciones de la revista que fundó su abuelo Leónidas Yerovi.

Además, contó que unos alumnos suyos presentaron un proyecto creado por él al Ministerio de Cultura pero al proyecto fue rechazado negándole el apoyo económico.

Aquí la entrevista completa.

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Cultura

San Juan de Lurigancho y su improvisada Feria del Libro [VIDEO]

Sale a la luz la incapacidad de la gestión del alcalde Jesús Maldonado.

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La Municipalidad de San Juan de Lurigancho comenzó su feria del libro con el pie izquierdo. Los propios libreros y otros participantes se quejaron de la desorganización y la falta de energía eléctrica el primer día de feria.

En el programa del viernes, en radio Lima Gris, Edwin Cavello y Luis Felipe Alpaca, contaron detalles de la Feria del Libro de SJL, calificándola como un mamarracho.

Aquí el video.

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Cultura

María Maricón: ¿obra de la PUCP producto del adoctrinamiento? [VIDEO]

Todo sobre la polémica que provocó la obra LGTB.

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La comunidad LGTB es una minoría que busca ganar hegemonía. Mediante la provocación buscan llamar la atención, curiosamente avalados por la Universidad Católica, pero tras las críticas al afiche de la obra «María Maricón», el centro de estudios anunció la suspensión del festival Saliendo de la Caja.

Además, el Ministerio de Cultura anunció que recibió la carta de renuncia de la funcionaria que avaló la obra como espectáculo cultural.

Aquí todos los detalles en el programa de radio de Lima Gris, que es conducido por Edwin Cavello y Luis Felipe Alpaca por radio Planicie 91.5 FM.

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