Connect with us

Cultura

“Copas antes de la fiesta”, un relato de Paco Moreno

Avatar photo

Published

on

Es de noche. Falta aún una hora. Al parecer hay un gran alboroto abajo. Me dijeron que empezaría a las ocho en punto. Desde este piso 17, la ciudad se ve espléndida: avisos gigantes de empresas multinacionales, niños y niñas sonrientes en los paneles publicitarios, lúdicas luces de neón interactuando con la indiferencia de la ciudad y sus miles de autos de lujo, como si en esta ciudad estuviese prohibida la tristeza y más prohibido aún el fracaso. Oigo el sonido tenue de un claxon y pienso en lo mucho que tuve que viajar para llegar hasta aquí. «Se parece a mí», digo no con vanidad, sino con orgullo. Fue muy largo el camino que tuve que vencer para llegar estar aquí: de Cangallo a Nueva York. Ya que odio el aire acondicionado, son las ventanas abiertas las que calman el calor de esta noche. Hay un silencio sordo. Veo que las cortinas se entienden bien con el viento neoyorquino, desde esta altura pueden contemplarse mejor las cosas. Me acompaña una botella de vino. Cada vez que bebo escucho huaynos, aunque diga que solo me gustan los boleros. Los huaynos ayacuchanos llevan el ángel de la melancolía, sobre todo cuando estás fuera del Perú. Pero no hay motivo para estar triste ahora. La inauguración será a las ocho.

Dicen que no es bueno hablar de los logros propios, pero no importa. Estoy solo. Además, este logro no es solo mío, sino de todos aquellos que cierto día escapamos de las garras de la muerte y evitamos que la sonrisa nos dejara para siempre. ¡Ah!, también es de otros, claro. Me propusieron dar un discurso esta noche. Digamos que esta charla a solas es un ensayo para este discurso. Quien siempre haya sido rico nunca sentirá la riqueza como yo; digo, tal como la sentiré yo, porque después de esta apertura estoy seguro de que vendrán más y más, hasta llegar a Europa. Salud por eso. Salud.

Intuyo que este palabreo sin orden es el resultado del vino, aunque ahora creo que hubiesen sido mejor unas copas de pisco. Tengo la rara costumbre de anticiparme a las celebraciones, y nadie comparte eso conmigo, de modo que, como siempre, estoy celebrando solo. Mejor así porque no tengo a ningún aguafiestas cerca que pueda lanzarme esa frase pesimista: «No cantes victoria antes de tiempo».

Es inevitable que el tiempo pase. Falta muy poco para que llegue la hora, pero no quiero que se me acerque todavía. Una copa más. Salud. Siento casi los mismos nervios que sentí aquel día en que inauguramos el primer local en Miraflores, o cuando empezamos a vender comida a los obreros en San Borja. Mucha agua ha corrido bajo el puente desde entonces: 25 años, más o menos. Debo confesar que lo siento como si hubiese sido ayer. Debe ser porque todo este tiempo he trabajado como mula. Salud por las mulas que nos sirven de ejemplo. Salud con este vino que, aún sin marca registrada, es de Chincha, ¡carajo! Un vino casero, hecho por una familia amiga. Es tan bueno que, si le pusieran marca, con diseñito y todo, su publicidad en la televisión, la Internet, la radio y lo vendiesen en las grandes ciudades como Nueva York, Madrid, París, mis amigos se harían ricos. Pero ahora lo bebo solo y feliz, y no sé por qué siento una vaga tristeza, como si mi orgullo se convirtiese en pena.

Es curioso: el vino y la música nos regresan siempre a la infancia. Es como si la infancia fuese la única etapa de la vida que anhelamos, a pesar la imposibilidad. Un anhelo infinito. Alguien dijo —no recuerdo quién— que después de los nueve años no le había ocurrido nada importante. Mi infancia… yo vestía con camisa de cuadros y jeans, de esos con tirantes largos y hebillas de metal. Todo un vaquero andino, con esa ropa enviada desde Lima. Corría alegremente por las colinas verdes donde se dibujaban los caminos que daban a mi casa de adobe y grandes tejas rojas y chacras de maíz, papas, ollucos, arvejas y habas; con corral de animales caballos, vacas, cerdos, toros, terneros, gallinas y patos. Cangallo era entonces un pueblo sin luz eléctrica ni agua potable, pero con un hermoso río como los que ahora solo se ven en las fotografías.

Lo que más me gustaba de la casa era la cocina. Detestaba ir a labrar la tierra del campo, pero tenía que hacerlo pues las reglas están para cumplirlas. Por eso me gustaban las tardes, tardes de cielo azul, de viento fresco, de silencio con música de pajaritos. Me encantaba mirar desde la ventana de la cocina a las orugas que buscaban refugio cerca del marco de la ventana; la lluvia cayendo de los tejados, y la sobria tranquilidad de los animales en el corral, acostumbrados a la lluvia y el frío, felices.

Yo tenía siete años y ya sentía un gusto extraño por la cocina. Quería estar ahí, a cada momento hacer combinaciones, jugar con los ingredientes. Así, la cocina, de pasatiempo se convirtió en una forma de vida para mí; luego en un don que a veces me asustaba. Intuyo que todo esto empezó por mi gusto por la comida de mamá, por el aroma de las humitas, los ajíes, por el sabor de las carnes, de los guisos. Disfrutaba mirándola en su cocina, cómo se movía, con ritmo, como si estuviera practicando una danza oriental. A veces, pensaba que, aunque mamá estuviese ciega, no tendría problemas para prepararnos algo.

– ¿Qué tantas miras, Paquito? -decía.

–Algún día tendré mi propia cocina.

Papá no entendía esas cosas. En aquel tiempo creía él, como la mayoría en Cangallo, que la cocina era labor de mujeres, que los hombres habían nacido para el trabajo rudo, como si cocinar fuera para débiles.

Cierto día, me escondí y no fui al campo. Me quedé a ayudar a mamá. Papá volvió antes de la hora de costumbre, con el ceño fruncidos golpeando cosas, vociferando, y me dijo clavando sus ojos en mis ojos: «Carajo, ya te he dicho, la cocina es para las mujeres», y yo me metí entre los brazos de mi madre y lloré ahí, quietecito, hasta que papá volvió a gritar. Mamá no decía nada y me miraba con esos ojos donde yo podía leer la resignación.

–Tranquilo, mi hijo, tú eres tan valiente que ni las cebollas te hacen llorar.

Somos cinco hermanos. Yo soy el tercero. Aquel tiempo a mis hermanos mayores no les gustaba la cocina. Entendían muy bien sus funciones de hijos varones: el campo, la chacra, la pala, el pico, los animales. Cuando llegamos a Lima, en la medida en que mis hermanos fueron creciendo, empezaron a seguir mis pasos, primero por necesidad y después por placer. En Lima, a diferencia de Cangallo, los hombres podían cobrar por «divertirse» en la cocina. Nada hubiese podido hacer sin la ayuda de mis hermanos. En este momento, mientras suelto estas palabras mirando las luces de la ciudad, deben de estar buscándome, aunque ellos saben de esta rara costumbre de celebrar antes de tiempo.

—Ya es una cábala que Paquito llegue picadito a las fiestas —dijo uno de mis hermanos en nuestra última inauguración en Caracas, después lo dijo en la inauguración en Bogotá, así como en la de Buenos Aires, Santiago y Quito.

 Es innecesario decir que, para llegar hasta aquí, tuve que gastar muchos zapatos, amistades y hasta amores. Una copa más por ellos: ¡salud! La botella no se resiste a quedarse vacía. La música es precisa, exacta, y llega adonde debe llegar, a ese espacio donde los sonidos se graban y despiertan cuando la música vuelve a vibrar. Una botella de vino jamás me ha emborrachado. Jamás. Bebo porque beber es un placer delicioso como hacer el amor, solo que se practica más seguido.

A pesar de que vi a mis padres esta mañana, me gustaría verlos ahora, en este instante. Quiero abrazarlos, estamparles besos, brindar con ellos; pero a ellos les gusta la chicha de jora. Bueno, a papá, también la cerveza. Mis padres tienen la misma edad. Cuando tenían treinta años, ya tenían cinco hijos. Todo un mérito en Cangallo. Pero, claro está, en Lima es una desgracia. A pesar de todo, ellos supieron criarnos a los cinco. Nos dieron el ejemplo del tesón y el trabajo. Tremendos viejos. Ahora deben estar abajo ayudando; sobre todo mamá, que se ha ganado el apodo de «La Coronela» por la voz de mando que tiene en los restaurantes. Uno de los trabajadores, que tiene vena artística –como todos los cocineros–, ha hecho una caricatura de ella, dio la vuelta por todos los locales. Es ella, como una coronela, con las tres puntas en la mano guiando para que todo salga bien.

En Cangallo, cierta noche, papá llegó borracho a casa y nos reunió a todos en su cuarto. Él, que hablaba poco, esa noche habló tanto que terminó haciéndonos llorar a todos. Yo no entendía mucho lo que decía, pero mis hermanos mayores me lo explicaron después. Papá trabajaba haciendo carreteras, y en una de esas jornadas en un pueblo cercano presenció cómo unos encapuchados raptaron a personas del pueblo poco antes de la cosecha. Papá lloraba por el temor de que esos encapuchados llegasen a nuestro pueblo. Llegaron muy rápido, como plagas, como una maldición del cielo. Pero papá y otros hombres del pueblo ya habían huido a Lima. Nosotros escapamos después en un camión.

Por suerte, llegamos a San Borja, a un lugar que papá había conseguido con ayuda de unos parientes. Era un almacén de materiales de construcción de una compañía en la que él había empezado a trabajar como peón. El lugar era muy amplio y estaba frente a un parque, en medio de lo que sería una urbanización de lujo en plena construcción. Lo primero que compramos para nuestra nueva casa fue un televisor. La confusión era lo que más entendía en esa época. Mis padres lloraban viendo las noticias, Habían tomado Cangallo la gente desaparecía en Ayacucho. Decenas de campesinos lloraban en la pantalla: «Son los encapuchados los que hacen desaparecer a la gente», «No, son los sinchis los que hacen desaparecer a la gente». Todo era confuso y a mí no me gustaba escuchar esas cosas. Mis hermanos y papá callaban. Mamá se ponía triste.

En San Borja, éramos una familia extraña. Pobres en medio de ricos, cetrinos entre blancos. Los gringuitos se nos acercaban para jugar con nosotros. Mis hermanos mayores y yo nos burlábamos de ellos tanto como ellos se burlaban de nosotros, pero hicimos más amigos que enemigos. Ver la opulencia de ellos, sus mansiones y sus autos de lujo, me hicieron saber que con trabajo se podía lograr todo eso. Aunque papá había ascendido a albañil, mamá, para ayudarlo con los gastos de la casa, comenzó a vender comida a los señores de la compañía en la que trabajaba papá.

Creo que tuvimos mucha suerte porque mis primos, cuya suerte en Cangallo era casi la misma que la de nosotros, se perdían en los inhóspitos arenales de entonces: Villa El Salvador, Villa María del Triunfo, San Juan de Miraflores, San Juan de Lurigancho. Eran tiempos duros.  Al presidente de la República, el gobierno se le iba de las manos; y las cosas empeoraban con los cambios mando. Mis hermanos y yo hacíamos colas interminables en los centros comerciales para comprar azúcar y arroz. Pero mis primos la pasaban peor. Ellos ni siquiera sabían que era un centro comercial. Ahora son trabajadores exitosos de nuestra cadena de restaurantes. Este departamento, por ejemplo, lo alquiló uno de ellos que, en este momento, debe estar abajo en todo el ajetreo de la inauguración.

Mis hermanos y yo estudiamos por las mañanas en un colegio público de Surquillo. Volvíamos caminando a casa. En Cangallo estábamos acostumbrados a caminar y caminábamos por donde queríamos.  En Lima quisimos hacer lo mismo, pero no tuvimos suerte. Las calles, las avenidas, las casas nos parecían todas iguales. Cierta tarde aparecimos en la avenida Pardo de Miraflores. No supimos cómo llegamos hasta ahí porque no recordábamos en qué momento habíamos cruzado la Vía Expresa. Ese día llegamos a casa como a las seis, y papá ya había llegado de trabajar. Fue la primera vez que mamá no nos defendió cuando papá nos castigó con las tres puntas que el abuelo había hecho en Cangallo poco antes de morir. Nosotros nos persignamos ante esas tres puntas: las hemos traído como amuleto hasta Nueva York y hemos dejado réplicas en los otros restaurantes. Salud por las tres puntas. Salud. Desde aquella tarde del golpe, nunca más volvimos a casa después de papá; pero seguimos caminando por toda la ciudad, y con eso aprendí que en Lima la comida puede un rito que se celebra en casas, en quintas, picanterías, cebicherías, chifas y hasta en la propia calle. Mis hermanos y yo disfrutábamos de suculentos anticuchos y picarones. Aquellos tiempos, carajo, buenos y bellos tiempos. Jamás me los robará el olvido. Salud. Menos mal que esta copa es pequeña y me permite tomar más tragos.

Observar fue lo primero que hice para aprender a cocinar. Mamá fue mi ejemplo; es mi ejemplo todavía. Ella, que cocinaba para campesinos de Cangallo, tuvo que ingeniárselas para satisfacer los gustos de los obreros de construcción civil en San Borja. Pero no se crea que no comen bien. Ellos exigen mucho. Quizá porque la hora de la comida es uno de sus pocos placeres del día. Al principio preparábamos lomo saltado, arroz con pollo, seco con frejoles, ají de gallina, pero los obreros pedían variedad. Yo imaginaba algunas combinaciones con las cuales mi madre y los obreros se sorprendían.

Partía del sentido común. Por ejemplo, pensaba que el guardián de la obra necesitaba una dieta distinta de la que requería quien llenaba techos o quien cargaba ladrillos. Todo obrero necesitaba un menú distinto de acuerdo con su trabajo, y yo me daba el trabajo de explicarles por qué.

En ese tiempo, los obreros de construcción eran, por lo general, provincianos con experiencias similares a la de papá; entonces preparábamos un menú distinto para los de la selva, otro para los de la sierra y otro para los de la costa; y también platos especiales para los que eran del mismo departamento.

Así, siempre pensando en la cocina, empecé a estudiar, viajar, experimentar, combinar, crear. Inventaba nuevos platos con nombres curiosos que divertían a los obreros: el guiso del carpintero chelero, frejoles a la techera, ensalada para pintores frescos, dieta fresca para el día de los acabados, plato especial para la resaca, cebiche sanborjino levantamuertos, sopa para chóferes. Se me ocurrían tantas cosas. Algunos platos eran rechazados desde el saque. Mamá, a veces, no quería ofrecer a los obreros las combinaciones inventadas por mí. Fue acostumbrándose poco a poco.

Yo trabajaba y estudiaba, y a los 16 años, concluí la secundaria. Papá quería que yo estudiase ingeniería civil porque admiraba a su jefe. Soñaba con que al menos uno de sus hijos se pusiera un reluciente casco blanco, mirase planos y guiara a los maestros de obra. Mis hermanos mayores entraron en las academias preuniversitarias para saltar a la universidad y lograr el sueño de papá. Yo no quería seguir sus pasos. A mi mamá tampoco le gustaba la idea de que yo fuese cocinero. Poco a poco se le fue esa idea, hasta el punto de que me matriculó en una escuela de cocina. Se reía cuando me veía con mi traje blanco y con esa cosa rara en mi cabeza.

—Si te sacaras eso de la cabeza, pasarías por doctor.

—Soy cocinero, mamá.

Después de un tiempo, mamá se convirtió en mi aliada principal. Papá dejó de hablarme, pero mejoró su trato conmigo cuando gané un concurso gastronómico y fui felicitado en la escuela de cocina frente a decenas de alumnos y profesores. Papá entendió: ya estábamos en otro mundo, donde la diferencia de sexos en los trabajos tendía a desaparecer, donde las cosas cambiaban para bien de todos, donde a los hombres les pagaban por cocinar, y donde las mujeres —en muchos casos— solo cocinaban en sus casas.

Más o menos así empezó nuestra aventura, como si todo estuviese escrito. Me gusta creer en el destino cuando me conviene, y cuando no me conviene, lo cambio a punta de persistencia. Creo que todo lo que estoy haciendo en este piso 17 ya está escrito. Salud por eso. Salud.

Mis hermanos mayores dejaron de lado el sueño de papá. Dejaron los números para seguir el camino de los sabores. Nuestras armas eran el estudio y la persistencia. Poco a poco, preguntando, leyendo recetas que salían en los diarios, interrogando a los profesores, visitando a las vecinas del barrio de buena sazón, viajando por todo el país recabando recetas y, en fin, así pues, fuimos abriéndonos un campo en el mercado de la cocina. Cierto día, mis hermanos y yo fuimos a ver cómo se cocinaba en un comedor popular de un asentamiento humano, en San Juan de Lurigancho. Fue una experiencia maravillosa. Recordamos entonces las épocas en la que teníamos que dar de comer a cientos de obreros con bajo presupuesto.

La cuestión empresarial vino después. Las ideas de mis hermanos menores fueron imprescindibles. Ellos crecieron viendo nuestro esfuerzo, de sol a sol, nuestros ahorros en cajitas de zapatos con monedas y billetes humildes. Ellos saltaron con mayor facilidad las redes que a nosotros nos hicieron sufrir. Aprendieron más cosas, no cometieron nuestros errores e hicieron lo que nosotros dejamos de hacer. Querían hacer empresa aprovechando las habilidades que nosotros íbamos perfeccionando. «Todo trabajo tiene que profesionalizarse para que luego se integre a una empresa”, decía uno de ellos, y el otro asentía con la cabeza.

Así, después de una reunión familiar alrededor de una mesa, nació la idea de hacer un restaurante donde debían estar todos los sabores de nuestra comida. «Hay que aprovechar que nosotros, los peruanos, todo nos entra por la boca. Solo podemos ser peruanos a través de un placer tan elemental como la comida. Lo acabo de leer en una revista», decía uno de mis manos menores, y el otro, que también había leído aquella revista, agregaba: «claro, hay que aprovecharlo. Nosotros vemos comida en todas partes. Cuando vemos piernas decimos yucas, cuando vernos tetas pensamos en melones, cuando vemos un trasero imaginamos un queque; y nos hacemos paltas cuando estamos en problemas y tiramos arroz cuando queremos zafar de un compromiso», decía con aires de experto.

Nosotros, que habíamos empezado dando de comer a obreros de construcción civil, fuimos ampliando el número de nuestros clientes. A mí se me ocurrió que debíamos poner un quiosco en las entradas de las playas, pero sin dejar a nuestros clientes engreídos: los obreros. También pusimos un quiosco cerca de las Torres de Limatambo donde se planificaba construir un coliseo de básquet. Papá nos había avisado de ese proyecto, y nos fue muy bien. Ganamos tanto dinero que podíamos poner un restaurante con permiso de la Municipalidad y todo. Yo quería que fuese en San Borja, en la avenida Aviación, en nuestro barrio. Pero a mi hermano mayor se le ocurrió una mejor idea.

—Que sea en Miraflores.

— ¿Por qué en Miraflores? —le preguntamos.

—Es el centro de Lima y, además, en ese distrito la gente paga muy bien.

Todos sabíamos que la brillante idea no era solo de él, sino de su enamorada, a quien había conocido cuando atendía en nuestro quiosco en la playa. En ese entonces, Carla estudiaba Turismo y Hotelería en una prestigiosa universidad; después estudió también cocina, gastronomía, nutrición y tantas cosas más que ahora anda diciendo que es una artista culinaria integral. Ahora ella es la administradora de nuestra cadena de restaurantes, y nos ha animado a todos para que estudiemos más, para tener éxito en los negocios, en el mercado, en la marca y todo eso. Hacen un buen equipo mis hermanos menores y ella. Trabajan duro. Hoy nuestra empresa tiene tantos empleados que ni conozco a todos, a pesar de que siempre nos reunamos con ellos. ¡Qué bueno que papá y mamá nos enseñaron la virtud del ahorro! Sin ello, no hubiéramos abierto ni siquiera el quiosco. Salud por eso. ¡Salud!

Aquella vez que inauguramos el primer restaurante en Miraflores, un crítico de la revista «Caretas» escribió: «Esa familia ha juntado en un solo lugar todos los sabores exóticos y exquisitos de la comida peruana». Salud por eso, ¡carajo! Fue el inicio del éxito. Luego vinieron los otros locales, en San Isidro, Surco, La Molina, y el tiempo nos fue trayendo más sorpresas todavía. Así como las cosas malas, las buenas también pasan en serie.

Creo que ya hablé demasiado. Debo bajar. Deben estar esperándome. Pero faltan diez minutos todavía. Me gusta recordar Cangallo desde aquí, con este vino amigo. iUff! falta solo un trago. Mejor. Esta última copa será en honor de mi amigo Víctor Hurtado Oviedo que disfruta de la felicidad en Costa Rica. Un hombre de letras que es también muy exquisito en el buen comer, todo un sibarita. Él me lanzó por correo electrónico este mensaje alucinante: «La lista de platos peruanos equivaldría a un diccionario de exotismos: las carnes de cabrito, cuy, venado, chancho, cordero, sajino; los ríos y el populoso mar con lindos los cebiches, el pejerrey, el suche, el tiradito, el pulpo, el mero, el paiche, los choros; el seco de chabelo y la desbordante pachamanca; el ají de gallina, los juanes y el hornado de pavo; la carapulca, la ocopa, la fritanga, el ajiaco, la ensalada de chonta y la patasca; el locro de gallina, el conejo a la ayacuchana y el tacu tacu; el cielo goloso de los dulces: la mazamorra morada y la del chuño, el arroz zambito, las tejas de Ica, el King Kong, el sanguito de pasas, los guargüeros, los voladores, el polvorón, el camotillo, las acuñas de maíz, la patilla, el suspiro de la limeña, la chancaca y las humitas; los brindis habladores con la chicha morada, de jora y de maní; la algarrobina, el chapo de aguaje, el chilcano de guinda y el pisco inspirador».

Salud Víctor, salud por esa lista maravillosa. Todo eso y más se servirá en el nuevo restaurante. Salud, otra vez, porque «el tiempo se pone cada día más hermoso». ¡Salud!

Comentarios

Cultura

Un amigo escritor para Hitler: El obituario del Premio Nobel 

Lee la columna de Hans Herrera Núñez

Avatar photo

Published

on

Si usted cree que Vargas Llosa es controversial, es porque no conoce a Knut Hamsun. Se cumplen 80 años en que el 30 de abril murió Hitler en la Cancillería de Berlín. Una semana después, en Noruega, la leyenda de la literatura escandinava, Hamsun, escribiría un obituario en honor del Gran Dictador de Europa.

Hamsun en 1945 tenía 86 años, el famosos novelista y premio Nobel, era una leyenda viviente entonces, autor de obras maestras como Hambre y Pan que desarrollan la novela psicológica heredera de Dostoievski en una exploración acertada del monólogo interior de sus protagonistas.

Durante el ascenso de Hitler y luego durante la ocupación de Noruega por Alemania, el inmortal escritor se mostró favorable a Hitler.

El obituario de Hitler

Knut Hamsun escribió en mayo de 1945, estando la guerra perdida, un obituario de Adolf Hitler en el periódico Aftenposten. El panegírico de Hamsun a Hitler sirvió como artículo principal del periódico colaboracionista sobre la muerte de Hitler.

El breve obituario dice en su totalidad:

«No soy digno de hablar en nombre de Adolf Hitler, y su vida y sus acciones no me incitan a ninguna provocación sentimental. Hitler fue un guerrero, un guerrero por la humanidad y un predicador del evangelio de la justicia para todas las naciones. Fue un reformador de primer orden, y su destino histórico fue actuar en una época de brutalidad sin igual, que al final le falló.

Así puede el ciudadano europeo occidental mirar a Adolf Hitler. Y nosotros, sus seguidores más cercanos, inclinamos la cabeza ante su muerte”, escribió Knut Hamsun.

El obituario se publicó la noche del 7 de mayo de 1945, una semana después de la muerte de Hitler.

Cuando su hijo Tore le preguntó sobre el motivo de este obituario, Knut Hamsun respondió: “Fue un gesto de caballerosidad hacia un gran caído”.

Para el propio Hamsun, el obituario y otras declaraciones y escritos llevaron a su arresto poco después del fin de la guerra. Sin embargo, los cargos en su contra se suavizaron cuando el profesor Gabriel Langfeldt y el médico jefe Ørnulv Ødegård determinaron que tenía “capacidades mentales permanentemente deterioradas”.

Antes de morir fue acusado de traición y finalmente fue seriamente multado y calificado de loco. En 1948, tuvo que pagar una suma ruinosa al gobierno noruego de 325.000 coronas (65.000 dólares o 16.250 libras esterlinas en aquel entonces) por su presunta afiliación al Nasjonal Samling y por el apoyo moral que brindó a los alemanes, pero fue absuelto de cualquier afiliación nazi directa. Si era miembro del Nasjonal Samling o no, y si sus capacidades mentales estaban deterioradas, es un tema muy debatido incluso hoy en día.

Hamsun declaró que nunca migró a ningún partido político. Escribió su último libro a los 90 años, Paa giengrodde Stier (Sobre senderos cubiertos de maleza), en 1949, un libro que muchos consideran una prueba de su capacidad mental.  En él, critica duramente a los psiquiatras y a los jueces y, con sus propias palabras, demuestra que no está enfermo mental. Hamsun murió en 1952.

Después de la guerra, los noruegos quemaron libros de Hansum y su recuerdo sigue siendo espinoso entre sus compatriotas. Como dijo una escritora de su país, ningún noruego habla abiertamente de Hansum pero todos tienen al menos un libro suyo en casa.

El autor danés Thorkild Hansen investigó el juicio y escribió el libro “El juicio de Hamsun” (1978), que causó revuelo en Noruega. Entre otras cosas, Hansen declaró: “Si quieres conocer idiotas, ve a Noruega”, pues consideraba indignante ese trato al veterano autor ganador del Premio Nobel. En 1996, el cineasta sueco Jan Troell basó la película “Hamsun” en el libro de Hansen. En “Hamsun”, el actor sueco Max von Sydow interpreta a Knut Hamsun; su esposa, Marie, es interpretada por la actriz danesa Ghita Nørby.

El profesor Atle Kittang, de la Universidad de Bergen, escribió sobre el legado de Hamsun en el sitio web del Centro Knut Hamsun. Afirmó que existían razones complejas detrás de la publicación del obituario por parte de Hamsun. Señala que, tras su único encuentro en 1943, Hitler no ocupaba un lugar destacado en la evaluación de Hamsun. En consecuencia, Kittang cree que el obituario debería considerarse parte de la necesidad de provocación de Hamsun, como lo demuestran su vida y obra.

Hamsun, la leyenda de la literatura

Más de medio siglo antes, un joven Hamsun se oponía al realismo y al naturalismo. Argumentaba que el objeto principal de la literatura modernista debía ser la complejidad de la mente humana, que los escritores debían describir el «susurro de la sangre y la súplica de la médula ósea». Hamsun se convertiría muy pronto hacia 1800 a ser considerado el «líder de la revuelta neorromántica de principios del siglo XX». 

Entre sus admiradores se encontraban Thomas Mann, Hermann Hesse, Robert Musil, Arthur Schnitzler, Jakob Wassermann, Stefan Zweig, Martin Buber, Arnold Schoenberg y Alfred Einstein. Todos ellos contribuyeron a la publicación conmemorativa que se publicó en Alemania con motivo del 70º cumpleaños de Hamsun. Al Festschrift publicado en Noruega con el mismo motivo también contribuyeron Maxim Gorki, Gerhart Hauptmann, Heinrich Mann, Tomáš Garrigue Masaryk y André Gide. Otros admiradores incluían a Ernest Hemingway, Franz Kafka, John Galsworthy, Henry Miller e incluso el joven Bertolt Brecht. Uno de los periodistas y escritores más conocidos de Alemania en aquel momento, Kurt Tucholsky, también confesó en un breve artículo en el Vossische Zeitung del 1 de enero de 1928: “Kurt Tucholsky ama… a Hamsun”

Todo empezó en 1888, cuando el barco de vapor danés Thingvalla en que viajaba un Hamsun pobre y desconocido se encontraría con la musa. Fue en ese viaje en que su barco estuvo amarrado en Kristiania durante un día en su camino de EEUU a Copenhague, que dicha ciudad danesa le trajo recuerdos desagradables del año 1886, cuando tuvo que soportar allí un duro período de hambre, sin trabajo. Hamsun no abandonó el barco y esa noche escribió las primeras líneas de la novela, que ya capturan la atmósfera opresiva de todo el libro: 

«Fue en ese tiempo cuando yo vagaba y me moría de hambre en Cristianía, en esa ciudad extraña de la que nadie se va hasta que ha sido marcado por ella”.

En Copenhague alquiló una habitación en el ático y, padeciendo nuevamente hambre, continuó escribiendo. Presentó el manuscrito inacabado a Edvard Brandes, el editor de arte del periódico Politiken. Profundamente conmovido, Brandes persuadió a Carl Behrens para que publicara partes del libro de forma anónima en la revista danesa Ny jord (Nueva Tierra) en noviembre. La obra llamó inmediatamente la atención por la radicalidad de su representación y su ruptura con el concepto aún joven del nuevo realismo. La revista Dagblad pronto reveló el misterio que rodea la identidad del autor. Hamsun continuó trabajando en la obra, que fue publicada íntegramente, aunque todavía de forma anónima, en 1890. Ese mismo año fue publicada en traducción alemana por Samuel Fischer.

Hambre narra en primera persona el declive físico y psicológico de un joven escritor y periodista fracasado en Kristiania, la actual Oslo. De vez en cuando logra vender un artículo a un periódico, pero sus ganancias rara vez son suficientes para cubrir comida y alojamiento, por lo que deambula por la ciudad hambriento y a veces incluso sin hogar. Al intentar ocultar su precaria situación, el narrador en primera persona la empeora aún más. Describe su estado mental con gran detalle y de forma vívida; Su estado de ánimo fluctúa entre la depresión, la euforia, la desesperación y la vergüenza.

El narrador anónimo en primera persona sale de su habitación y camina sin rumbo por Cristianía. Cuando conoce a un hombre pobre, a pesar de su propia situación, empeña su chaleco y le da la mayor parte del dinero que recibe. Poco después, persigue a una mujer,  luego busca un empleo y fracasa, después se le ocurre un texto brillante y escribe lo que intuyo es una obra maestra, envía el manuscrito a un editor, sin un centavo y viviendo en la calle se le ocurre entrar furtivamente a la habitación que alquilaba y de donde lo echaron por deudor, y es entonces que descubre una carta, su libro tiene suerte y le han adelantado 10 coronas. Aquí empieza la historia.

El autor y crítico danés Erik Skram elogió la obra como un “acontecimiento literario de primer orden”, y el crítico noruego Carl Nærup escribió en 1895 que “sentó las bases de una nueva literatura en Escandinavia”. Muchos críticos consideran que la novela es la mejor obra de Hamsun. El autor se hizo famoso de la noche a la mañana, fue un invitado bienvenido en los círculos intelectuales y fue invitado a dar lecturas en los EE.UU.

Influenciado por la psicología de Dostoievski (el narrador recuerda ciertos rasgos de Raskolnikov, el antihéroe de Crimen y castigo, pero también protagonista de El sótano) y por el naturalismo de Zola, Hamsun, en Hambre, prefigura también los escritos de Kafka y de la literatura existencialista del siglo XX.

Recepción en el siglo XXI: En su novela de 2017 Suleika abre sus ojos, Gusel Jachina retoma una imagen de Hamsun: la gente intenta superar el hambre cortándose con un cuchillo y chupándose la sangre de los dedos.

Respecto a esta raza de artistas vagabundos descrito en Hambre, Virginia Nicholson escribe en Among the bohemians: Experiments in Living 1900-1939:

«Después de cincuenta años podríamos juzgar que la pobreza de Dylan Thomas era noble, mientras que la de Nina Hamnett no tenía sentido. Sin embargo, una artista menor y sin dinero se vuelve igual de famélica que un genio. ¿Qué los impulsó a hacerlo? Creo que tales personas no sólo escogieron el arte, sino también la vida de artista. El arte les ofreció un estilo de vida diferente, uno que creyeron les compensaba de la pérdida de comodidades y respetabilidad».

Tal vez Hamsun viera en Hitler a aquel artista frustrado que como él vivió el hambre y la soledad del anonimato en esa otra Christiania llamada Viena.

«En aquel tiempo tenía hambre y vagaba por Christiania, esa extraña ciudad de la que nadie sale sin llevar sus marcas…»

Comentarios
Continue Reading

Cultura

El poeta y el mimo

Lee la columna de Edwin Sarmiento

Avatar photo

Published

on

Por Edwin Sarmiento

(Estando yo en un pueblito, por las alturas de Lima, y sin Internet, se murió mi amigo Jorge Acuña, el mimo más grande que tuvimos en la década del 70 en el Perú. Se nos fue a la edad de 94 años. Las redes sociales se llenaron de nostalgia al informar de este desenlace. Y pensar que Jorge era un tipazo fuera de serie. Hace cuatro años yo publiqué en mi muro una semblanza de dos amigos: el poeta Reynaldo Naranjo y el mimo Jorge Acuña, con quienes aparezco en una fotografía de esas que nos tomamos, casi siempre, con el corazón. Muerto Naranjo, hace unos años, y ahora Acuña, hace unos días, deseo compartir este texto a modo de homenaje a ambos y a esas épocas doradas que nos tocó vivir)

I

Debió ser en la Casa de la Literatura, al costado de Palacio de Gobierno, cuando algún amigo nos tomó esta fotografía. No recuerdo, exactamente, el año. Aquí estoy junto al poeta y periodista Reynaldo Naranjo y el actor peruano, mimo y promotor del teatro de la calle, Jorge Acuña (al centro y de pelo cano). Él debe estar cumpliendo, ahora, 91 años, en Suecia, donde radica, mientras que Naranjo nos dejó cuando tenía 84, hace dos años, al ser atropellado por un camión, cuando cruzaba, una mañana, la avenida Benavides, en Miraflores. Con ambos alterné en situaciones distintas de mi vida. Al poeta lo recuerdo con la sonrisa y picardía criolla, permanentes. Fue uno de los mejores tituleros que tenía el periodismo de los 70. Convivieron en él la creatividad del poeta social, con la neurosis de los cierres de edición en las salas de redacción de diarios y revistas, en los cuales trabajó como periodista. Cuando coincidíamos en el bar Palermo de la Av. Colmena, yo recitaba este poema, escrito en 1968:  (A un edificio en construcción) “Obreros y cemento/ curiosos e ingenieros/ ingresan a la gran mezcladora// Mientras el ruido gira/ va naciendo el gigante/ hijo robusto/ que ha de crecer/ hasta el veintavo piso// Danza de músculos/ de cerebros y días// Nos pararemos/ en el piso más alto/ tal los conquistadores/ de las altas montañas// Alzaremos los brazos/ para tocar el cielo/ y el flamante ascensor,/ como nave dorada,/ nos dejará en la tierra/ con las manos vacías// Vendrá la burocracia// Gerentes, policías,/ padrinos y ahijados// Contratarán porteros/ y nos serán cerradas/ las puertas que pusimos” Luego de un reverencial silencio, yo preguntaba, ¿recuerdas quién escribió este tremendo poema? Y él, soltando esa carcajada que llegaba hasta la Casona de San Marcos, decía, creo que fue un tal Reynaldo Naranjo. Y yo gritaba: ¡respuesta correcta! Junto a César Calvo, Javier Heraud, Arturo Corcuera, Mario Razzeto fue una las figuras representativas de la denominada generación del sesenta. Naranjo, Calvo y el poeta uruguayo Alfredo Zitarrosa fundaron, en algún momento, la Casa de la Poesía, en el distrito de Barranco. Luego, grabaría con Calvo y el músico Carlos Hayre, el disco Poemas y Canciones, que los muchachos de entonces, escuchábamos en el LP que circulaba de mano en mano, prestadito nomás.

II

Jorge Acuña es un tipazo, un actor de primera, un mimo que empezaba su función, al aire libre, en la plaza San Martín, a las tres de la tarde. Lo hacía colocando, primero, un letrerito sobre cartón y escrito a plumón que decía: «Todo acto o voz genial viene del pueblo y va hacia él” (César Vallejo). Luego, procedía, lentamente, a maquillarse la cara, mientras los curiosos se iban aglomerando, formando un semicírculo que él había trazado, previamente, con tiza, muy cerca del monumento al libertador San Martín. Las tardes, si eran de invierno, empezaban a calentarse a medida que la gente, mayormente de rostro cobrizo, empezaba a compactarse codo a codo, hombro a hombre, uno detrás de otro, hasta que empezaba la función. El mimo iniciaba su trabajo con una explicación sobre el teatro, señalando la función del artista en un país pobre como el nuestro, la necesidad de que el buen arte debería salir a las calles a buscar al pueblo, lejos de esperar en salas pequeñas y selectivas, sólo al alcance de quienes podían pagar una entrada y en este chamullo, que la gente escuchaba en silencio, el actor terminaba citando a Vallejo, a Mariátegui, también al Che Guevara, a Marx y a un largo etcétera marxista, maoísta, pensamiento Mao Tze Tung. Y sus amigos, que no éramos pocos, nos arrancábamos con unos aplausos, seguidos por un público que por casualidad pasaba, esa hora de la tarde, por la plaza San Martín. Ya en el “tempo” exacto del buen arte, Acuña se arrancaba con su lenguaje corporal moviendo manos, brazos y piernas, o abriendo los ojos, lo más que podía, o cerrándolos, si sus historias tenían que ver con trepar las paredes, abrir las puertas, cocinar una sopita, asombrarse de algo o soportar el terror de una mala noticia, en fin. El público reía a rabiar, comentaba en voz alta, aquello que el mimo los iba describiendo, en silencio, sólo con el movimiento de su cuerpo. Dos horas más tarde, el público seguía aplaudiendo y él decía que al artista no había que explotarlo, porque era un trabajador como cualquiera y tenía derecho a ser recompensado. Aclaraba que esa recompensa sería voluntaria y gracias por su apoyo, compañeros. Es cuando sus ganchos, o sea, nosotros, le ayudábamos a pasar el sombrero entre el público que iba soltando un sol, dos soles, una china, a veces un caramelo, como después descubriríamos al hacer el recuento en el bar Palermo, a eso de las seis de la tarde, cuando, en una mesa, hacia el extremo del bar, nos instalábamos para acompañarlo hasta pasada la medianoche. Él formaba montoncitos de diez soles cada uno y cuando ya no había nada que contar, Acuña, separaba la mitad de lo que había en la mesa, lo guardaba en un bolsillo y decía que el resto sería para disfrutar la noche y así era.  Ahora que ya no estará con nosotros, me viene la nostalgia. Fue un tipazo.

Comentarios
Continue Reading

Cultura

Rodolfo Muñoz, un modelo desnudo lleno de historias [VIDEO]

Un recuerdo del querido personaje bellasartino.

Avatar photo

Published

on

El jueves 24 pasado se conoció el fallecimiento del Hércules de Bellas Artes. Rodolfo Muñoz trabajó por más de 60 años en la Escuela Nacional de Bellas Artes del Perú, su trabajo era despojarse de su ropa para que los alumnos de la ENSABAP lo inmortalicen con sus primeros trazos.

En el reciente podcast de Lima Gris, Edwin Cavello y Luis Felipe Alpaca recordaron lo entrañable del querido personaje que fue pintado por maestros como Humareda, Szyszlo, Tilsa, Tola, Ángel y Gerardo Chávez, entre otros.

Aquí el podcast especial sobre Rodolfo Muñoz.

Comentarios
Continue Reading

Cultura

Falleció Jorge Acuña, el mimo que habló con el alma

Su familia confirmó el deceso. El extrañable personaje falleció a los 94 años en la ciudad de Estocolmo en Suecia.

Avatar photo

Published

on

El Perú ha perdido una de sus almas más silenciosas. Jorge Acuña, el emblemático mimo peruano que durante varios años convirtió la Plaza San Martín en un escenario de poesía muda, falleció recientemente, según confirmó su familia. Tenía el don raro de decir mucho sin palabras, de conmover sin un solo sonido. Hoy, el eco de sus gestos queda flotando en el aire como un susurro entre adoquines y palomas.

Acuña fue más que un artista callejero; fue un testigo del tiempo. A finales de los años sesenta, cuando el país se debatía entre la incertidumbre política y la efervescencia cultural, él apareció como un oasis de belleza en medio del caos. Su rostro pintado de blanco y sus movimientos precisos eran una forma de resistencia, una poesía viviente que se ofrecía gratuitamente a todo transeúnte que supiera detenerse a mirar.

“Ser mimo no es disfrazarse, es desnudarse”, dijo alguna vez en una entrevista para Lima Gris. Esa frase —que hoy resuena con una fuerza mayor— resume la filosofía de vida de Acuña: el arte no como espectáculo sino como verdad desnuda, como entrega absoluta. En esa misma entrevista, también confesó: “La calle me enseñó a ser humilde, pero también me hizo fuerte. No hay escenario más honesto que el pavimento”.

Jorge Acuña dedicó más de cuatro décadas a su arte. Viajó, enseñó, formó discípulos en talleres y escuelas independientes, pero nunca se desligó de la calle, su primer amor y su escuela más sincera. “Podría estar en un teatro con luces y telón, pero prefiero el aplauso de una niña que me mira desde la vereda”, dijo con una sonrisa tímida, sin quitarse el maquillaje.

Sus personajes —el anciano que lucha contra el viento, el niño que juega con una mariposa invisible, el obrero cansado que carga el peso del mundo— no eran simples pantomimas. Eran espejos de un país que muchas veces no se detiene a mirarse. Y él, sin pedir nada a cambio, ofrecía esos reflejos todos los días, bajo el sol o bajo la llovizna limeña.

La noticia de su muerte ha conmovido a quienes lo conocieron y a quienes alguna vez se detuvieron, siquiera por un instante, a contemplar su arte. No hay grandes homenajes, no hay titulares ruidosos. Pero en la Plaza San Martín, donde tantas veces detuvo el tiempo con un gesto, alguien ha dejado una flor. Y eso basta.

Porque Jorge Acuña no ha muerto del todo. Vive en cada silencio que conmueve, en cada gesto que dice más que las palabras, en cada niño que se detiene a mirar a un artista callejero con los ojos bien abiertos.

Su cuerpo se ha ido. Su arte perdurará.

Comentarios
Continue Reading

Cultura

Czar Gutiérrez autor de Bombardero: «Nunca me sentí influenciado por la prosa de Vargas Llosa» [VIDEO]

En un nuevo episodio del podcast de Lima Gris, conversamos con el escritor y periodista cultural César Gutiérrez.

Avatar photo

Published

on

Czar Gutiérrez es ampliamente reconocido como uno de los más destacados periodistas culturales del país, pero también —y quizás con mayor intensidad— como un escritor de singular talento que, durante años, ha mantenido un silencio tan enigmático como elocuente. Gutiérrez Rivas no es un autor cualquiera: en 2008 dejó una marca indeleble en la literatura peruana con la publicación de Bombardero, una obra que reveló su formidable capacidad narrativa y lo consagró como una de las voces más potentes y originales de su generación.

Con su libro Bombardero, Czar Gutiérrez irrumpió en la literatura peruana con una prosa que desafía las convenciones, un torrente verbal tan desbordante como preciso, que evoca y provoca vértigo narrativo.

En una reciente entrevista para el podcast de Lima Gris, conversamos con Czar Gutiérrez sobre su silencio literario, Mario Vargas Llosa y el periodismo cultural. El autor de Bombardero no se calla nada. Aquí la entrevista completa.

Comentarios
Continue Reading

Cultura

Xavier Bacacorzo: un retrato íntimo

Lee la columna de Hélard Fuentes Pastor

Avatar photo

Published

on

Por: Hélard André Fuentes Pastor

Recuerdo el día que lo conocí con la nitidez propia de mis veinte años. En ese entonces, presidía el Centro de Estudios Históricos para el Desarrollo Social (CEHDES) “Guillermo Galdós Rodríguez”, que organizó una única actividad: el Primer Congreso Regional de Historia del Arte Popular en la Alianza Francesa de Arequipa.

Durante la organización del evento, y motivado por razones familiares, propuse la participación del doctor Xavier Bacacorzo como ponente magistral. Una noche, lo visité en la Facultad de Filosofía y Humanidades, donde dictaba cátedra. Me acerqué con la ingenuidad de un universitario, mencionando que había sido profesor de mi padre y tras una breve conversación evocando ese recuerdo, respondió a la invitación con una serie de quejas sobre el funcionamiento de la Universidad de San Agustín, cuyo letargo, como lo viví después, ha generado impotencia y frustración en más de uno.

Recuerdo la expresión de decepción en su mirada cuando me dijo: “Participaré cuando estemos en la Católica con doble C”, dando a entender que el evento lo organizaba San Agustín y prefería no asistir. No quise ser cargoso; porque insistir o explicarle ―pensé―, lo impacientaba aún más.

Siempre lo vi y leí con admiración, y quizás por eso, a lo largo de estos catorce años, mi sentimiento de reconocimiento hacia su obra se mantuvo intacto. Su legado no solo se refleja en cerca de una decena de títulos, sino también en una actividad cultural impresionante, especialmente a mediados del siglo XX, y en una valiosa contribución periodística como columnista en diversos medios, entre ellos Arequipa Al Día. Este sentimiento persiste en mí, a pesar de los encuentros y desencuentros que vivimos, tan propios de los intelectuales, artistas y literatos.

Xavier Bacacorzo no era cortesano; no esperaba caer bien ni mal. Comunicaba lo que pensaba, lo que había leído o lo que intuía a través de los astros y sus conexiones espirituales, aunque a veces no lo hacía de la mejor manera.

Un día lo encontré caminando por el Portal de Flores, con una visible cojera que, sin embargo, no le impedía recorrer largos tramos del Centro Histórico. Me acerqué a él, mencionando mi nombre, pero al alzar la mirada, con sus ojos esquivos, no respondió a mi saludo. Esta vez, porfiado, insistí un par de veces, y cerca del quiosco de periódicos en la intersección con la calle Mercaderes, le dije:

—Soy el autor del libro del 50… La lucha del pueblo arequipeño (…).

Con eso, arranqué de sus labios una respuesta.

—Por cierto —dijo—, muy mal escrito.

Yo sonreí y, sin perder el ánimo, le pregunté las razones por las que pensaba eso. Entonces, señalándome el McDonald’s, me dijo:

—¿Tienes tiempo?… Vamos por un café.

Conversamos mucho. Le conté que su hermano Jorge había dado por muerto a un niño en un poema. Le mencioné que había leído sus artículos sobre el movimiento popular de junio de 1950 y que incluso había empleado su división cronológica en mi libro. Creo que también se lo entregué ese día.

Hablamos de poesía, de un poemario que estaba por publicar. Corrigió algunos versos de mi poema Noctámbulo. También conversamos sobre mi tío abuelo, Pedro Luis González, de quien —según me contó— había sido jurado de tesis y quiso sorprenderlo con un trabajo voluminoso (con un “sillar”).

En medio de todo, me preguntó por mi signo zodiacal, entre otras cosas. Luego, avanzamos hasta una fotocopiadora, donde hizo copiar algunos de sus artículos, uno sobre la visita de Pablo Neruda a Arequipa —a quien había recibido personalmente—, y otra a color de una pintura en honor a Francisco Mostajo, a quien retrató en vida.

Antes de despedirse, me dijo:

—Serás mi discípulo.

Yo, que no creía mucho en esas cosas, porque no son de mi tiempo, solo sonreí y le respondí:

—Doctor, creo que cada quien hace su propio camino, pero es un honor escucharlo.

Me lo encontré incontables veces en el Panorámico, en Mercaderes y en San Francisco. A veces, acompañado de su esposa, María Esther Basurco. En una de esas ocasiones, nos detuvimos a conversar sobre Mariano Melgar. Unos estudiantes de antropología lo habían invitado a dar una charla sobre el vate arequipeño.

Me preguntó:

—¿Irás?

—No puedo, doctor, porque en las mañanas enseño en un colegio. Allá… en Mariano Melgar —respondí.

Luego, me preguntó qué tema me gustaría que tratara, y yo le dije:

—Quizás sobre la naturaleza fenotípica o étnica de Melgar, recordando los dibujos que lo representan como un europeo y aquellos que lo muestran como un hombre mestizo con rasgos predominantemente andinos.

La ocasión más difícil ocurrió un atardecer en Mercaderes, a la altura de una sede de la Librería San Francisco. Me acerqué para saludarlo, pero cuando escuchó mi nombre, visiblemente molesto, me dijo que no quería saber nada de mí. Me dejó consternado.

Resulta que unos amigos suyos, abogados, le dijeron que yo había escrito un libro sobre Melgar, cosa que nunca ocurrió, y que, además, no citaba su trabajo. Entonces, traté de aclararle la situación, y creo que logré demostrarle que lo único que había escrito sobre Melgar era un artículo que aparece en mi obra sobre el Cementerio de la Apacheta, y que, aunque no tenía su libro, sí lo citaba. Le expliqué que cómo no lo iba a citar si alguna vez nos habíamos encontrado y conversado al respecto.

—¡Evento al que no asististe! —me dijo.

Y yo le respondí:

—Estaba trabajando, doctor, como le mencioné en aquella ocasión.

Se tranquilizó. Sin embargo, debo confesar que en ese momento experimenté desconcierto. Preocupado por su edad y por el impacto que mi acercamiento pudo haber tenido, decidí alejarme.

Años después, en 2018, organizamos un homenaje a Carlos Meneses Cornejo, con la publicación de un libro sobre su vida y un opúsculo de saludos. Sabiendo que María Esther había publicado en Arequipa Al Día (que dirigió don Carlitos), la invité a escribir unas palabras de homenaje. Grata fue mi sorpresa cuando respondió, además, con un segundo texto suscrito por los hermanos Gustavo y Xavier Bacacorzo. ¡Genial! Y aún más grato fue que asistiera al evento, realizado en la Biblioteca Mario Vargas Llosa, espacio vinculado a un novelista del que discrepó y renegó en más de una ocasión. En medio de la incertidumbre que domina los sentidos, me acerqué y el doctor me saludó con familiaridad. Le dije: «¿Y usted cuándo se deja hacer un homenaje?», mientras me mostraba, de un cartapacio que llevaba en las manos, una serie de artículos y algunas biografías de él, pues su trayectoria aparece en diccionarios locales y nacionales.

Lo más inolvidable aún fue el abrazo que se dieron con Eusebio Quiroz, con quien habían tenido una serie de polémicas académicas sobre temas como la Guerra del Pacífico o la llamada “Revolución del 50”. Ambos se preguntaron cómo estaban y se desearon lo mejor.

Luego llegó la pandemia, y no volví a verlo. Supe de él por los correos electrónicos que compartimos con su esposa, cuando lo invité a participar en el libro Voces de la poesía peruana (Parihuana, 2021).

En ciertos libros, he leído que nació en 1931. En mi antología aparece el año que consulté en registros oficiales, 1930. Sin embargo, en una de nuestras comunicaciones, María Esther me comentó que fue en 1932. Todo en él siempre fue un misterio, lo que lo convierte en un intelectual único, sin igual.

Xavier fue un personaje excepcional por múltiples razones; pero era, en esencia, hombre; un hombre de letras, y ser un hombre de letras implica profundas lecturas, inolvidables diálogos, polémicas, reflexiones humanísticas, aciertos y desaciertos. Por eso, resulta más sencillo comprender al hombre que fue, al que hoy recordamos, porque la congoja y el pesar que acompañan el ocaso de la existencia, nos permiten entender de mejor manera el orden de las cosas, asimilar los recuerdos con reconciliación y valorar esos buenos momentos, apreciando cada circunstancia de aprendizaje, cercanía y alejamiento en nuestras vidas. Xavier fue uno de los personajes de la vieja escuela, cuya obra es clave para comprender los procesos históricos-literarios del siglo XX y una época crucial en nuestra ciudad.

Comentarios
Continue Reading

Cultura

Álvaro Vargas Llosa: su pareja lo deja, la ex contraataca y Bayly opina

Un dolor de muelas en el corazón. Así es la vida amorosa de Álvaro, quien ha tenido que vivir un duelo doble, primero por la muerte de su padre nuestro premio Nobel, y después la ruptura relámpago de su pareja de origen libanés. Aquí los pormenores.

Avatar photo

Published

on

¿Cuándo se jodió Álvaro? Quizás fue en este 2025 cuando su romance terminó de manera inesperada. O tal vez en 2021 cuando dejó atrás la solidez de un matrimonio de casi treinta años por la aventura de rejuvenecer con una nueva pareja. Sea que Álvaro esté mirando la Gran Vía de Madrid o desde la Diagonal de Barcelona, es muy seguro que ve al mundo desde donde esté como la Avenida Tacna, sin amor.

Nada se va, Nada se fue

 En una carta publicada en el diario El País, el conferencista reveló que su pareja lo abandonó en el momento más difícil de su vida. Según relató, mientras él lidiaba con el dolor de la muerte de Su padre, Mario Vargas Llosa, Nada regresó a su país natal sin ofrecerle ninguna explicación, poniendo fin a su relación de cuatro años.

“Pues te cuento, ya que el diálogo continúa, que, como todos los dramas, el tuyo tiene un toque tragicómico: mientras tú agonizabas, morías y se iniciaba mi duelo, mi pareja… regresó a su país para siempre sin que medie una conversación de despedida”, escribió Álvaro en una carta abierta en El País, titulada “Elogio fúnebre de mi padre”. El ensayista de 59 años no solo rinde homenaje al legado intelectual y humano de Mario Vargas Llosa, sino que también comparte con los lectores el doloroso momento personal que le tocó vivir paralelamente al duelo familiar. En el texto, da entender  que Nada se fue sin ofrecer una despedida o una explicación clara.

De inmediato como si fuesen las mismas Erinnias de Esquilo, aparecieron como glosistas de la carta su ex mujer y su ex amigo (¿?).

La ex esposa contraataca

Con garbo y elegancia, Susana la ex de Álvaro, lanzó un tweet que hace volar la imaginación de los internautas: 

«Dos palabras: Efímero: pasajero, de corta duración y Mentecata: tonto, fatuo, falto de juicio, privado de razón.  A buen entendedor, pocas palabras»

Álvaro Vargas Llosa y Susana Abad.

No solo eso, la ex esposa de Álvaro Vargas Llosa reconfiguró su biografía  en Instagram, llamando la atención de los usuarios en lo que obviamente es una clara indirecta hacia su exesposo: “El mundo es redondo y da muchas vueltas”.

Además, compartió una serie de imágenes acompañadas de frases reflexivas, como “Confía en la intuición, te avisa antes que la razón”, “Que la sed no te haga beber del vaso equivocado” y “Cada uno da lo que tiene en su corazón”.

Álvaro Vargas Llosa y Susana Abad se casaron en 1992 y, fruto de su romance, nacieron tres de sus hijos: Julio, Leandro y Aitana. Sin embargo, después de dos décadas de matrimonio, la pareja decidió separarse en 2021, sorprendiendo al público. La noticia se dio a conocer de manera insólita y poco convencional: Susana, en lugar de hacer un comunicado o de hablar con la prensa, cambió su biografía en Twitter, afirmando que estaba en “proceso de divorcio”.

Como si no hubiera quedado suficientemente claro que su relación con Álvaro Vargas Llosa había llegado a su fin, Susana Abad compartió un mensaje revelador: “Una vez le dijeron: eres muy bella para estar sola. Ella respondió: Nada de eso, soy demasiado maravillosa para estar con cualquiera”. A lo que añadió: “Pues eso”, subrayando de manera definitiva que no había marcha atrás en su decisión.

Una vez consumado el divorcio, no pasó ni un mes para que el hijo mayor de Mario Vargas Llosa presentara públicamente a su nueva pareja: Nada Chedid, una traductora libanesa a quien conoció en 2006 y con la que retomó contacto en 2020, justamente cuando aún estaba casado con la madre de sus hijos. En ese momento, comenzaron a circular rumores que sugerían que la relación con Nada había sido un factor decisivo en la disolución definitiva de su matrimonio.

Nada Chedid y Álvaro Vargas Llosa.

Y para colmo Bayly 

Para el periodista, la revelación de Álvaro resulta inoportuna, y es que no fue el momento para dar un anuncio como este por lo que lo calificó de ‘desatinado’.

“Es una carta preciosa, un texto muy bien escrito y seguramente muy bien leído. Pero, ¿tenía que revelar Álvaro, al final de esta carta de despedida a su padre, que su novia lo había despedido? Yo creo que fue un paso en falso. Creo que fue un anuncio desatinado, inoportuno en esa circunstancia”. Y luego agregó: “Álvaro no debió contar algo tan íntimo, tan personal, en los funerales de su padre. Y es evidente, para mí, que si ya lo había contado y luego tomaba la decisión de publicar el discurso en el diario El País de España, pudo haber suprimido esas tres líneas quejumbrosas. Me parece un paso en falso”.

Comentarios
Continue Reading

Cultura

Día Internacional del Libro 2025: en promedio, menos de dos libros al año lee un peruano

Este 23 de abril se celebrará importante fecha en distintos países del orbe y en comparación con otros países de la región estamos muy por debajo en lectura.

Avatar photo

Published

on

Uno de los inventos más grande de la humanidad no requiere de electricidad, ni de modernas tabletas, y tampoco del pago de una suscripción, solo sostener en sus manos aquellas hojas que conforman una historia fascinante, misteriosa, reveladora o sumamente intrigante.

Cada libro es una historia diferente, puede que el tema sea el mismo, pero la manera y estilo de escribirlo, y sobre todo de imaginar cómo se desarrolla la trama, hace que ninguno de ellos sea idéntico. También influye la etapa en que lo leamos, ya sea de muy jóvenes, ya adultos o en nuestros años otoñales.

En épocas de inteligencias artificiales, mega computadoras, plataformas que encadenan a las personas a deslizar su dedo de abajo hacia arriba, los libros han quedado relegados en algún rincón de la casa. Ya pocas personas se toman el tiempo de ‘desconectarse’ de la vorágine del mundo entrampado a un enchufe y una conexión a internet; podría calificarse como ‘rara avis’ a aquellas personas (hombres, mujeres o niños) que están en la calle concentrados en algún capítulo de su novela favorita.

A propósito del Día Internacional del Libro a celebrarse este miércoles 25 de abril, cabe recordar que menos del 50 % de peruanos ha leído un libro, según la Encuesta Nacional de Lectura (ENL) realizada en el año 2022, teniendo como universo de encuestados a personas entre los 18 y 64 años.

En estricto, de acuerdo a las cifras arrojadas por la ENL, el peruano en promedio lee 1.9 libros al año, cifra sumamente baja a comparación de otros países en la región. Por ejemplo, en Argentina sus ciudadanos leen 6.4 libros año, de acuerdo a la Cámara Argentina del Libro. En tanto, en Brasil se lee 4.7 libros. Nuestro vecino país de Chile lee en promedio 3.9 libros al año, de acuerdo a data recabada por la Biblioteca Nacional de Chile.

Nuevas generaciones optan por los contenidos digitales. Foto: Gobierno del Perú.

Factores del bajo nivel de lectura en el Perú

Una crítica que se tiene que realizar a todos los padres de familia es el no acostumbrar a sus hijos a coger un libro en su tiempo libre, optando por entregarles un celular para su distracción lo que hace que a la larga se pierda el hábito de la lectura de manera voluntaria.

Otro de los factores es la aparición de distintos medios digitales. Los peruanos se han ‘mal acostumbrado’ a leer solo las portadas y un poco de texto, desechando cualquier otro tipo de información más detallada.

Y cómo no soslayar el hecho de los altos precios de algunos libros, espantando a muchos ciudadanos de querer adquirirlos. Cabe recordar que nuestro país es mayoritariamente informal y acceder a un libro, ganando solamente el sueldo mínimo, puede representar un gasto considerable en la economía de una persona.

Comentarios
Continue Reading
Advertisement

LIMA GRIS TV

PUBLICIDAD

PRNEWS

PARTNER

 

CONTACTO

Síguenos en Twitter


LIMA GRIS RADIO

Trending