Mientras
la Revolución Cubana se consolidaba y millares de corazones juveniles se
encrespaban en América, en 1959 en la ciudad argentina de Azul se fundó la
Escuela Nacional de Bellas Artes y Escuela de Cerámica. Entre los profesores
que se radicaron en el poblado para dictar clases, en la etapa inicial y
fundacional, estuvo Adolfo Pérez Esquivel (Premio Nobel de la Paz 1980), quien
además de una notable obra escultórica que perdura (el Monumento a la Madre) dejó algunos escritos que hemos recuperado y
que serán objeto de un próximo artículo. La Escuela comenzó a formar
profesionales, año tras año, durante su primera década, y lo hizo auspiciosamente;
pero, para el país, sobrevinieron años trémulos desde entonces, agudizados a
partir de la dictadura de 1966 y, más aun, con la que se instauró diez años
después. Durante ese período, de los establecimientos terciarios y
universitarios de Azul, la Escuela de Bellas Artes fue la única que sufrió no
sólo sistemáticas operaciones de inteligencia policial y militar sino también detenciones
y secuestros de alumnos. Varios de ellos continúan hoy desaparecidos. De ello
trata esta historia.
Años oscuros
Norma
Delbonis, Roberto Zaffora y María del Carmen Barros fueron tres de los jóvenes
estudiantes de Bellas Artes secuestrados y desaparecidos. Militaban en la
Juventud Peronista, relacionada con la organización Montoneros. Susana Yaben y Norma Monticelli —cuyo caso hemos tomado
para desarrollar particularmente aquí— fueron secuestradas y mantenidas
en cautiverio; sufrieron vejámenes de toda índole y sus verdugos las liberaron
pasado un mes de reclusión en Centros Clandestinos de Detención (CCD). No
pertenecían a organizaciones juveniles armadas, sólo habían tenido una
esporádica participación en la campaña electoral del Partido Socialista en Azul durante 1973. Darío Restivo, un joven
egresado de Bellas Artes, fue detenido y permaneció encarcelado como preso
político. En su caso, jamás había participado en movimiento político alguno. Su
única pasión eran las Bellas Artes.
¿Por
qué esta escuela fue particularmente tomada como pieza de caza por los
represores? ¿Cuál fue el criterio “de selección” de alumnos, a la hora de las
persecuciones y detenciones o secuestros? Como estos, es posible formular muchos
otros interrogantes en torno al caso particularmente llamativo de la Escuela de
Bellas Artes de Azul, pero implicaría un desarrollo más voluminoso que el
presente.
“Éramos raros. Además de jóvenes, queríamos crear y pensábamos desde el Arte”, dice Darío Restivo. “Eso, para el poder, ya era un síntoma grave”. Tanto el de fines de los ’60 como el de principios de los ’70, recuerda, “era un tiempo esperanzado, donde parecía que todo era posible. Un clima de gran efervescencia revolucionaria. En Bellas Artes, además del clima de efervescencia, se vivía lo clandestino. Ya iniciados los ‘70, los cambios que se venían eran posibles. Así se lo vivía, ya fuera uno simpatizante de los grupos peronistas o de los grupos más definidos de izquierda. Llegaban las revistas clandestinas, se leían y se pasaban de mano en mano. Estrella Roja, El Descamisado u otro tipo de revistas, como Satiricón o Crisis. Todo eso circulaba entre la juventud. De la misma manera se pasaba la música prohibida, como fue el caso de la cantata popular Santa María de Iquique de los Quilapayún, o los discos de Zitarrosa o de Violeta Parra. Entre el ‘60 y el ‘70, todo era posible. Luego vino una época de terror y de miedo. Y después, de desesperanza”.
1975
fue el año de las tomas de escuelas, entre ellas la de Bellas Artes de Azul. El
momento coincidió con el dictado de los decretos antisubversivos por parte del
gobierno de Isabel Perón, con lo cual agudizó la persecución de “la guerrilla”,
aunque bajo ese rótulo se terminó englobando expresiones que nada tenían que
ver con quienes profesaban y ejercían la lucha armada.
“Comenzaron
a aparecer grupos civiles que secuestraban jóvenes en la vía pública. Hubo un
caso que ocurrió a las dos de la tarde, en pleno centro de la ciudad, frente a
la vista de todo el mundo. Yo no militaba en política, pero eso no quiere decir
que no tuviera una simpatía ideológica. Comenzó a vivirse un clima de terror.
Llegábamos a Bellas Artes y alguien decía: viste, anoche fueron a la casa de
fulano y se lo llevaron. O: cuidate, porque esa persona que viene siempre a la
escuela no es fiable”, rememora Darío Restivo.
“Nos
perseguían si usábamos poncho, si usábamos barba —que no era la barba
prolijita tipo ‘candado’ de los abogados—. Yo iba de poncho a
Bellas Artes; lo había comprado durante un viaje al norte del país. Entiendo
que era una identificación con lo telúrico, pero está claro que nosotros la
habíamos cargado otro contenido, más allá de lo costumbrista que pudiera darse.
Una vez no me permitieron dar un examen porque me presenté con ojotas de cuero,
como las que usaban los collas. En otra oportunidad, porque no llevaba saco y
corbata. Ese día pude rendir porque me prestó su ropa el portero”. Darío
Restivo fue detenido en 1975, recluido como preso político en la cárcel de
Sierra Chica —destinada a delincuentes de máxima peligrosidad— y finalmente liberado
en 1979.
Para
Susana Yaben, “pertenecer a Bellas Artes era ser ‘rara’, ‘difícil’. Empecé en
1974 y en 1976 fue el primer allanamiento en mi casa, antes del golpe militar,
en pleno gobierno democrático. En Bellas Artes se hacían algunas
actividades que, para el poder represor, pudieron ser consideradas
‘peligrosas’. Una vez fuimos con un profesor a Buenos Aires, a una villa
miseria, a llevar parte de lo que nosotros hacíamos en la escuela. Fue
impresionante; los chicos nos abrazaban, nos besaban. ¿Qué había de peligroso
en eso para el poder represivo?”.
Desaparecidos
María Barros y Roberto Zaffora eran, además de estudiantes avanzados de Bellas Artes, una pareja. Se habían conocido en esa escuela y bien pronto formaron familia. El día 25 de septiembre de 1977 fueron secuestrados en la localidad de San Martín (Gran Buenos Aires). Los vecinos se hicieron cargo momentáneamente de sus dos pequeños hijos, Sabina y Nicolás. Algunos testimonios aseguran que ambos estuvieron en el centro clandestino de detención La Cacha (La Plata) y continúan desaparecidos.
Norma
Delbonis fue ejecutada la mañana del 6 de diciembre de 1977 en el Barrio Parque
Luro de Mar del Plata, a manos de un comando de la Subzona Militar 15, a cargo
del Ejército. Su cuerpo no fue entregado a la familia, aunque el gobierno
dictatorial publicó la noticia confirmando la muerte. Un coronel, a pesar de
algunas promesas preliminares, terminó negando la entrega del cuerpo a la
familia Delbonis.
Norma
era una “artista prometedora”, según los medios. En 1969 había realizado una
exposición personal en la Escuela de Bellas Artes de Nicaragua y, un tiempo
antes, en Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia y Costa Rica. El diario Crónica de Perú afirmó en 1969: “Pocas
veces una artista tan joven se vio favorecida de esa forma en nuestro país”.
El caso de Norma (o La Sed)
Mañana
de llovizna invernal la de ese día. No se condecía con el mes, ni la época, ni
el lugar: febrero, verano, Mar del Plata (Argentina). Ella amaneció con un
resfrío muy fuerte, pero tenía que ir al trabajo. Salió caminando desde el
hotel donde se hospedaba, rumbo a su nueva oficina. Se cubría con un paraguas
esa mañana. Y se sonaba la nariz.
Las 6,15
horas de uno de los primeros días de febrero de 1977. Norma Mabel Monticelli,
mientras avanzaba por la calle vio, de reojo, un Falcon verde estacionado. En
ese preciso instante, dice, se le terminó
el mundo. Como testigos estaban las espaldas de la Catedral y el centro
marplatense.
Estaba
graduada, pero quería seguir estudiando. Había pensado en la carrera de
Abogacía. Ya era profesora de Dibujo y Pintura, egresada de la Escuela de
Bellas Artes de Azul. Y tenía trabajo en la Caja de Ingeniería. Se hallaba de
paseo en Buenos Aires cuando le ofrecieron un reemplazo breve, de dos a tres
meses, en Mar del Plata. Era enero de 1977. Norma tenía 26 años. Le aseguraron
gastos pagos y hotel. Ni lo pensó: se fue a Mardel.
Llevaba
menos de un mes allí cuando la abordaron cuatro hombres. “Grandotes”, dice
ella. Le taparon la cara, desde atrás, le cruzaron los brazos adelante y la levantaron
como si fuese un puñado de plumas. La empujaron desde la cabeza para meterla
violentamente dentro del automóvil, en el asiento trasero. La acusaron de
inmediato: “guerrillera”. Y le dieron trompadas. En el estómago, en la cabeza,
en las orejas.
La trasladaron hasta La Cueva, uno de los centros clandestinos de detención más trágicamente célebres que funcionó durante la última dictadura militar, en este caso en Mar del Plata (Era el antiguo radar de la Base Aérea, lindero con el Aeropuerto Astor Piazzola. En 1977 estaba bajo el control operacional del Ejército).
Uno de
los captores la bajó del auto a Norma. Se la cargó sobre un hombro y descendió varios
escalones. Escalones de cemento. Norma cree que el lugar era un sótano. Algo
profundo, porque fueron muchos los escalones que bajaron. Muy cerca, se
escuchaban ruidos de aviones.
Allí fue
violada por los captores, a modo de “bienvenida”.
Tenía los
ojos vendados, con mucho algodón y varias vueltas de cinta adhesiva alrededor de
la cabeza. Le habían destapado la boca.
Los
captores le dijeron “te vamos a meter en la parrilla”. Le ataron piernas y
brazos a un elástico metálico de una cama. Norma se sintió crucificada.
Uno de
los torturadores le dijo que era “muy linda”, que era una lástima que anduviera
metida en “eso”. Pero ella nunca se enteró qué era lo que los represores
significaban con “eso”.
Quizá a
consecuencia de la aplicación de picana, ella pedía agua. Tenía mucha sed. Los
captores se reían y le arrojaron agua sobre el cuerpo. Sentía cada golpe de
agua. Y la sed la exasperaba.
De comer
no le dieron, salvo un bocado dos veces en quince días. Permaneció encapuchada
y atada, de pies y de manos, a una silla dura. Volvieron a golpearla, a insultarla
y amenazarla. Cierto día ya no la golpearon. Le dijeron que no le debían quedar
marcas. Oyó los gritos de otras personas que eran sometidas a torturas. Escuchaba
los gritos desgarradores y después, solamente silencio.
Norma
rezaba. No hacía otra cosa. Le pedía a la Virgen de Luján.
Que la
dejaran viva.
La noche
del 24 febrero de 1977 una persona se le acercó y le comunicó a Norma
Monticelli: “Nos equivocamos. Te vamos a soltar”.
La introdujeron
en una bolsa de arpillera y la trasladaron en un vehículo hasta un camino
cercano a Sierra de los Padres. La sacaron de la bolsa y le dijeron que contara
hasta mil y, recién después, que se sacara las vendas de la cabeza y que
caminara hacia una dirección determinada.
Así lo
hizo, pero contó mucho más porque hasta mil le pareció poco.
Se vio
en un camino de tierra. Empezó a andar, con dificultad. Llevaba un sólo zueco y
ni se enteró cuándo y dónde perdió el otro.
Se
sentía sucia Norma. Nunca la habían bañado y, además de todas las torturas, la habían
obligado a hacerse encima sus necesidades, todos los días de las tres semanas
de su cautiverio.
Ya era
25 de febrero. Pronto iba a amanecer. Un trabajador municipal la halló y, a
pocos metros, apareció otra secuestrada: Susana Yaben. Su amiga, igualmente
extraviada y con signos de tortura.
Le quedó
la vida a Norma. También le quedó el pánico. Desde el día que volvió “sin
sonrisa”, como asegura hoy ella, vive con sed.
Aún no tolera
que le tapen la nariz. No puede acercarse las sábanas a la cara porque comienza
a sentir que se ahoga. Y la sed…
Todavía la
desespera. Algunas noches se despierta con la garganta reseca. Dice que se
muere se sed. Tiene un problema en un oído, como consecuencia de un golpe.
Culatazo. De fusil o Ithaca; quizá de una patada fortísima. “Sufrí disritmia
cerebral, por la tortura y los golpes. Sufrí desmayos y convulsiones”, dice.
Y las Bellas Artes, que tanto la apasionaron, también padecieron la tortura: Norma Monticelli nunca más pudo tomar un lápiz. O pintar.