Cultura

Alfredo Alcalde e Ivette Taboada: un vals para dos

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Él era un pintor metafísico, ella una joven investigadora de la realidad a través del arte. En 1980 Bellas Artes era una ebullición de talento en medio de la miseria, la violencia y los atentados, sin embargo los buscadores de la belleza se abrían paso por entre una ciudad abarrotada de ambulantes con un fondo de música chicha, mientras estos dos jóvenes pintores leían a poetas turcos, iban a la búsqueda de un maestro caído en desgracia por calumnias entretanto conocían a otro gran maestro, Víctor Humareda, que les mostraba sus pinturas con una vela. La presente historia no es una pobre historia de éxito, o una crónica salvaje del mundo de los pintores, es una historia de dos vidas que se trenzan en un único compromiso: el arte. Una historia de amor al arte que cuarenta años después sigue tan joven como en 1980.

En una casa en el recóndito distrito de Magdalena del Mar, desde donde se ve la cúpula de la basílica más hermosa de Lima, viven dos pintores. En su casa no se sabe si hay más pinturas que plantas y flores. Eso sí, domina un color: el verde. A lo largo de un pasillo con olor a primavera se suben unas gradas que dan al gran taller de pintura. El ambiente es oscuro y silencioso. Hay piezas de grandes dimensiones y muchos bocetos y esbozos de próximos trabajos. Un retrato de un Quijote en azul, con la barba flotante empujada por el viento.

A Alfredo Alcalde se le conoce internacionalmente, no hace mucho fue noticia en México entre otras cosas por ganar premios, reconocimientos, pero también porque en su casa en el DF entraron unos ladrones que lo único que se llevaron fueron sus cuadros. Que te roben tu pintura, Sancho, es señal de que avanzamos.

Alcalde en un breve descanso en su taller.

Pero no siempre fue así.

Alfredo: la búsqueda de la imagen

“Gran parte de mi producción al inicio tiene una armonía verde casi en su totalidad”. Precisamente su casa en el DF la eligió por eso en San Miguel, por el predominio del verde en su paisaje, su color favorito. Alfredo  nació en Chimbote, a dos cuadras del mar. A la edad de cuatro años la familia de Alfredo se desplaza a la campiña de la ciudad, una franja verde entre el mar y la arena del desierto. Entre campos de algodón, de frutales y sobre todo cerezas se desarrollará ese primer contacto, casi idílico, con la realidad. Una relación más hacia con el campo que con el mar o la ciudad. Pero será recién a los 9 años que nazca el pintor Alfredo, con el gran terremoto de 1970: “porque ahí recién desperté a ver el drama humano que estaba en primera fila”, cuenta Alfredo. De los escombros y muertes de aquella tarde, mientras temporalmente vivían en una casita armada de esteras forrado de papel periódico, el destino de la vocación se le revelará. “Es ahí donde veo las primeras obras de arte porque mi hermano era pintor y le gustaba pintar en las paredes paisajes con tigres. Fue él quién empezó a adornar las paredes de esa casita de esteras”. Cómo las pinturas rupestres la vida de pintor de Alfredo arrancaría entre ese imaginario que envolvía su vista al despertar y al irse a dormir durante aquellos recios días posteriores al terremoto. Así como admiraba la obra de su hermano también por esos tiempos empezó a admirar la obra de un amigo y vecino, Víctor Barrionuevo, quien pintaba réplicas de la Gioconda y La última cena, a quien Alfredo iba a mirar pintar.

Hijo de un arguediano y dirigente sindical (que ganó el primer puesto en un concurso de poesía en el norte del Perú) que no vio con malos ojos en su hijo la vocación de pintor, lo animó a acercarse a la alta cultura de la mano de buenas lecturas y la Enciclopedia de Oro, dónde Alfredo empezó a aproximarse a las grandes obras de arte de todos los tiempos. En palabras de la periodista Ruth Enciso: “el entorno que rodea forma el destino de un niño”. Y en efecto la presencia de un vecino pintor, un padre poeta, un hermano que pintaba tigres en las paredes o una abuela aprista (en el sentido revolucionario del nombre), solo podían apuntar a un único destino de ese niño. A medida que crecía empezaba a conocer a otros artistas de la región como Julio César Salamandra, un pintor surrealista que para Alfredo era “con él la mística del pintor se radicalizó porque para él la pintura era creación”. A partir de esta amistad y de otras amistades como el de un par de discípulos del pintor Azabache, Alfredo consolidará su vocación y se propondrá su primer viaje a Lima, rumbo a Bellas Artes.

Alfredo e Ivette, cuatro décadas unidos por el amor.

Después de un viaje de un día y en medio por carretera, en un camión que transportaba harina de pescado conducido por su tío, Alfredo llegó a Lima, o a las afueras de Lima. Desde una de las panamericanas Alfredo tomo su primer autobús rumbo a la Av. Abancay. El primer pie en Lima fue con desconfianza, recordaba lo que le había dicho todo el mundo cuando les contó que iría a Lima: ten cuidado, en Lima mucho roban, y cosas por el estilo. Su impresión felizmente no fue el de un robo sino el de estar en una gran ciudad. Después de desempacar sus cosas en la casa de un amigo en el Rímac, se fue directo a Bellas Artes, en pleno corazón de Barrios Altos, “y apenas entré a Bellas Artes me chupe. Yo creí que sabía algo pero comparado a los estudiantes yo era una nulidad, porque mi profesor surrealista y el otro tenían sin embargo sus limitaciones”. Pero no se amilanó. “Yo venía con la intención de conocer a Humareda”. Fue en sus tiempos de estudiante en la ESEP que Alfredo supo de Humareda gracias a un raro libro editado por un tal Juan Villacorta Paredes sobre pintores peruanos, “y ahí estaba dedicado cuatro páginas a Humareda, una dedicada a su biografía con su retrato en terno todo serio, y tres cuadros en blanco y negro: Las brujas, El tango y La muerte. Yo Vi ese libro y me dije, este un artista famoso. Yo venía de admirar la pintura figurativa de Goya, Velásquez, Van Gogh, y en ese libro Humareda hablaba de estos pintores”. Pero volvamos a Lima en 1980. En una pensión que compartía, Alfredo se dedicaba en las mañanas a estudiar en Bellas Artes mientras  el resto del día trabajaba para una librería haciendo reproducciones de Renoir. En las noches en la soledad de su pensión con vista a un callejón la mejor compañía eran los poemas de un poeta turco.

Ama la nube, la máquina y el libro

Pero ante todo, ama al hombre

Siente la tristeza

De la rama que se seca

Del animal inválido

Pero siente ante todo la tristeza del hombre.

Nazim Hikmet.

Ivette: la mujer que mira

-¿A qué has venido aquí?

-A estudiar derecho- le mintió su hija.

Ivette en 1980 era una chica que se había escapado de su casa en Huánuco para venir a Lima a estudiar pintura. Cuando su papá descubrió la verdad fue a su pensión para señoritas dónde le comunicaron que su hija no estaba en la universidad sino en Bellas Artes. “¿Bellas Artes?” Se preguntó incrédulo. Fue hasta allá de inmediato, no planeaba quedarse mucho tiempo en Lima, seguro le horrorizaba que su hija estuviese sola en una ciudad tan grande y ajena, es que en Lima mucho roban, y por Bellas Artes no escasean los pirañas. Allí la encontró, a su hija pintando feliz. Apenas reconoció a su padre, ella corrió a abrazarlo mientras se le caían las paletas y los pinceles de la mano.  Con sequedad él le dijo: “vine a verte como estás andando”. Una pausa seca para voltear a ver el lugar con desdén, definitivamente no le encontraba belleza. “Estás estudiando está porquería con todos estos mequetrefes” le espetó mientras miraba a sus compañeros de pelo largo y pantalones acampanados. “Tú sabes que yo amo la pintura” fue lo primero que le respondió firmemente su hija. “Siempre has hecho lo que te dió la gana. Eres muy caprichosa”. Mientras continuaban conversando padre e hija, se acercó un compañero de Ivette, un escultor con su mandil todo manchado de yeso, a saludarla. “Hola Ivette”, y ella le respondió el saludo con “hola Tiburón”. El papá impresionado le dijo a su hija: “¿Qué has dicho? ¿Para eso te hice estudiar? ¿Para hablar jerga? Y ese mequetrefe es tu amigo. Bien Ivette, o te regresas conmigo a Huánuco a estudiar cualquier cosa y te sigo manteniendo, o te quedas acá pero solo te mando para que sobrevivas y no te mando para tus estudios”. “Me quedo, y no me mandes para nada”, le respondió su hija. Y así empezó su destino de pintora.

Hans Herrera y Alfredo Alcalde en su taller.

“Ibamos mi amiga Keiko y yo por el centro de Lima a buscar a los poetas malditos, a los intelectuales”. Lima entonces era una ebullición. Además de pirañas si uno se descuidaba se encontraba con Ribeyro, Oswaldo Reynoso o algún famoso pintor.  ¿Y a ti y a tu amiga las gileaban? Le pregunto. “Algunos nos gileaban, pero entre mi amiga y yo repartíamos golpes” me responde entre risas. Keiko fue su primera amiga en Bellas Artes, una chica extraña que pasó de repartir volantes de ETA en el sur de Francia a estudiar pintura. Ivette por otro lado era una chica con consciencia política que se hacía muchas preguntas en una época en que no era seguro hacerlo. “Ivette vamos  pero no hables cojudeces, aburres a los chicos”, le reclamaba su amiga cuando salían los sábados. Ivette no tenía remedio, le gustaban los libros y la política. Entonces como ahora muy pocos comprendían ese extraño afán. Como estudiante inquieta que era en una época inquieta, Ivette quería saber más, no solo pintar con una técnica limpia sino también con un sentido limpio, honesto, saber que su arte era un surco como trinchera desde donde combatir para contribuir a los demás. Un día se le acerca al maestro Revolledo diciéndole: “maestro yo quiero que usted me enseñe la hermosura de los trazos. Quiero que me enseñe a pintar”. Revolledo entonces era una de las máximas autoridades en grabado y uno de los primeros pinceles del Perú. “Y él me queda mirando, y me pregunta ¿Quién es tu maestro? Pancho Izquierdo, le respondo, a lo que el maestro me dice: lleva todas sus enseñanzas pero no su amor europeo”.

En el techo de un taller Pancho Izquierdo le enseñaba a pintar a Ivette. A la sazón entonces Izquierdo estaba en romances con la amiga de Ivette, Keiko, que para evitar la oposición de sus tradicionales padres japoneses lo tenía escondido en el taller donde les enseñaba a pintar a Ivette y a Keiko a la luz de las velas cuando un atentado dejaba en apagón la ciudad. Más tarde en la noche iban a Palermo con apagón o sin apagón.  Eran  días sin plata ni para los cigarrillos. Vida de estudiante. En esas salidas a Palermo el maestro Izquierdo le comentaba a Ivette: “hay un gran pintor, se los voy a presentar”. Poco después en la escuela Pancho les presenta a Víctor Humareda.

Bellas Artes: un juego de abalorios

“Alfredo era un pintor muy callado”, es la primera impresión que Ivette tuvo de Alfredo, “pero bien dedicado. El mejor del salón. Llamaba la atención”. Un día en que Ivette que veía a sus compañeros que no iban a almorzar, su buen corazón le hizo repartir entre ellos el manicito y habitas que había comprado en la calle. En eso cuando ya no tenía nada más para comer, salvó una manzana roja, ve a Alfredo, pintando callado y pálido, entonces se dió cuenta que no le había convidado a él. “Que voy hacer, le di mi manzana”, me cuenta Ivette. Y Alfredo lo recibe con gratitud diciéndole: “que chica tan buena”. Quizás ese fue el primer diálogo que tuvieron en Bellas Artes. Mientras Alfredo estaba absorbido por lo espiritual, Ivette estaba preocupada en investigar, qué estaba pasando en el país, por qué el Perú estaba así, por qué había tanta pobreza y qué se podía hacer para cambiarlo.  Ivette leía a Lenin, al Che, a Nietzsche, a Allan Poe, a Vallejo, las cartas a Theo. En fin, era otra juventud. “Y encima sufríamos lo que leíamos, lo que vivíamos”, cuenta Ivette. Mientras ella leía a Lenin, Alfredo estaba más interesado por los Krishna. Más opuestos no podían ser. Fue a través de una especie de sacerdote socialista, un profesor de Bellas Artes en que los destinos de Ivette y Alfredo se trenzarían definitivamente. “El maestro Félix Rebolledo hablaba con tanto amor, quería tanto a la gente con su humanismo, que su salón se llenaba durante sus clases, había que escucharlo desde los pasillos o desde las ventanas agazapándonos solo para verlo hablar.” Rebolledo tiene el cariño de los alumnos, como quien dice del pueblo, pero no de los otros docentes y maestros en la institución, como quien dice del Poder. “Entonces cuando se postula para director de Bellas Artes es que lo calumnian de senderista”. Sorprende recordar que entonces era bien peligroso pensar en voz alta. Si hoy es fácil que acusen a un hombre de violador, ayer era más fácil ser acusado de terrorista o simpatizante de terrorismo. A pesar de su inocencia como Jean Valjean, Félix fue recluido en el Frontón. Eran años de plomo.

La familia Alcalde Taboada.

La política, las ideas, las vivencias, las cosas fuertes como las llama Ivette alimentaban el arte de esos años entre los estudiantes. “La pasión por el otro en Bellas Artes era muy fuerte entonces”, agrega Alfredo. Mientras que para algunos pintar a los campesinos bastaba para hacer del arte una pintura socialista, para otros se trataba de ir más allá: pintar un mar bravo era mejor metáfora, porque el Perú estaba así. “Un mar azul embravecido y una avecita roja volando, eso tenía un profundo sentido”, dice Ivette. “Entonces llegaban muchas voces, el simbolismo estaba muy fuerte” menciona Alfredo, quien añade, “en esa época había un poeta turco que nos alimentaba mucho la parte humana, Nazim Hikmet, que gracias a ediciones populares que sacó Pancho Izquierdo llegaron a oídos de los artistas. De manera que todas las artes se conjugaban en esas ansias de dignificación del ser humano”.

En un ambiente estudiantil inquieto, ansioso de buscar nuevos caminos y encontrar respuestas a un país ensangrentado, en un contexto peligroso, con presencia de policías infiltrados como estudiantes, en Alfredo comienza a operarse un acercamiento a los problemas concretos del Perú de los ochentas sin dejar de lado su profundidad espiritual. Es entonces cuando la relación de Ivette y Alfredo se ata definitivamente como un poema de Nazim Hikmet. “Cuando a nuestros maestro lo toman preso nos íbamos los dos a la cárcel a llevarle víveres”, cuenta Ivette, “pero el maestro descentralizada la poca comida que llegaba para sus compañeros de prisión. Al maestro lo movía un espíritu de comunidad”. Cómo Jesús, Rebolledo reparte la comida que le traen a sus compañeros. Como Jesús muere entre delincuentes siendo inocente. Faltando una semana para que salga se da la infame matanza del Frontón. Cómo Jesús resucita si no en la carne, si en quienes lo reivindican.

Lo máximo que se puede enseñar es a formar un ser humano. Se forma con palabras, pero sobre todo con el ejemplo. Rebolledo supo dar las dos cosas con generosidad.

Humareda: el oficio de pintor

“Un hombre muy inteligente, muy gracioso y muy sarcástico”, recuerda Ivette de la primera vez que lo conoció. “Me acordé que en quinto de secundaria lo había estudiado, pero en ese momento no le di mucha importancia. Otro día en la escuela yo sentía que llegaba porque escuchaba su carcajada, y todos los chicos de Bellas Artes le seguían como procesión. Apenas escuchaba su carcajada yo también arrojaba mis pinceles y bajaba a unirme. En la cafetería íbamos  a escucharlo hablar. Él hablaba de los grandes personajes, de Víctor Hugo, de Gauguin, Shakespeare, Sartre, Van Gogh, Vallejo. Y un día el me pregunta ¿donde pintas? En el segundo piso, le digo, y él me dice: vamos a ver tu trabajo. Subimos. Lo vio y siguió mirando. Está bien, me dijo, vamos a seguir hablando. Salía de la escuela y me lo encontraba y lo primero que me decía era: ¿ya has terminado de pintar? Luego iba, veía mi trabajo y me daba sugerencias. Luego me invitaba a tomar un café en el centro. Entonces yo no lo llamaba maestro todavía, y tanto nos hicimos amigos que yo le llamaba Víctor, Victoloncito, Victolin, Victolito, porque era como un niño, era muy gracioso y nos divertíamos mucho. En la plaza 2 de mayo hacíamos que nos pusieran un tango y bailábamos en la calle. Y un día Víctor me queda mirando y me dice: “Ivette, tu vas a ser famosa”.

La primera vez que yo Hans Alejandro Herrera escuché de Víctor Humareda fue en la clase de mi malvada maestra de arte, allá por 1999. A Humareda lo llamaba cuellosucio y a nosotros, estudiantes de colegio estatal, nos llamaba Humaredas si notaba una pizca de sudor o mugre en el cuello de nuestras camisas.  Para mí desgracia a mí me tocaba su clase siempre después de recreo. No recuerdo que nos hablara más de él.

Corbata roja, un tongo y un pañuelo blanco sobresaliendo del saco como si fuera un lirio. Esa es la imagen que se tiene de Humareda. Esa, y el dejarle con la mano en el aire al mismo Szyszlo cuando se la tendió para saludarle. “Pregúntame si conozco a Vargas Llosa. Por supuesto que no, porque soy amigo de Sartre”, recuerda Ivette le dijo Humareda el día que la llevó a la galería a conocer sus pinturas.

“Un día me invita a una exposición de sus cuadros. Él me dice, mira estas son mis obras. Y yo me quedé mirándolas, sentí como si mi cuerpo se hubiera congelado de solo verlas. Y él me preguntaba ¿qué te parece? Y yo no le respondía nada. Me acerco a otra obra y el me vuelve a preguntar ¿qué te parece? Y no le respondía nada. Y terminamos de ver toda la muestra y él otra vez: ¿qué te parece? No le respondí nada. ¿Qué tienes? ¿Qué te pasa? Me pregunta con preocupación. Me le quedé mirando en silencio. Había cambiado para mí”. Y esa fue la primera vez que Ivette llamó a Humareda maestro. Desde entonces Ivette se vuelve alumna de Humareda, quien le enseña los misterios de la pintura que en Bellas Artes no se enseñan.

“Para mí tú eres el hijo que nunca tuve.”

Compañeros y padres.

La trayectoria de la línea

Nuestra amistad está condicionada. Tu ten su cuerpo, que yo me quedo con su espíritu”. Fueron las palabras de Humareda a Alfredo cuando se enteró que era novio de Ivette, y además que iban a ser padres. Para Humareda, la vocación de Ivette era un deber ser. Una entrega absoluta al arte para el arte, pero Ivette y Alfredo se habían enamorado y sus destinos eran pintar juntos. Humareda aunque enojado y algo decepcionado, lo aceptó.

Muchos años después y con dos hijos, Ivette fue a pedirle permiso al colegio para que sus hijos pudieran viajar con ellos a Europa para conocer de primera mano las obras maestras del arte en un viaje que tenían programado. El director accedió a darle ese permiso a cambio de una condición: que le dejé una rosa de parte suya a la tumba de Sartre.

Años atrás en Lima y con solo un niño todavía en pañales, Humareda era parte de la familia de Ivette y Alfredo. Humareda compartía el día con ellos, incluso comía la comida del bebé. Cómo un abuelo con su nieto.

En Amsterdam frente a un autoretrato de Van Gogh, Ivette quedó anonadada, no podía dejar de verlo y sentirlo en profundidad. Era la misma sensación cuando años atrás supo que Humareda era un Maestro. Después de un largo rato de estar de pie frente al cuadro, Ivette notó que sus manos se estaban mojando. Bajo la vista y vio que estaban húmedas. Estaba llorando y no se había dado cuenta. Con cierta sensación de vergüenza corrió al baño de mujeres para lavarse la cara, allí otra mujer que se miraba frente al espejo la vio entrar, reconoció esas lágrimas, también estaba llorando, fue al encuentro de Ivette y se abrazaron. Dos desconocidas que no compartían ni siquiera el idioma se abrazaban llorando. Casi cien años después Van Gogh era comprendido en toda su dimensión.

El arte es la religión del sentimiento” , Juan Manuel de Prada.

Años antes Humareda visitaba por última vez a Ivette, hablaron poco o mucho, no importa. Humareda sabía que era su última visita cuando se subió al taxi y desde ahí se despidió con un largo adiós. Murió pocos días después.

De vuelta a París, Ivette y Alfredo fueron al cementerio a cumplir su palabra al director del colegio. Mientras buscaban la tumba de Sartre se encontraron con un viejo compatriota de sus años de estudiantes. Frente a la tumba de César Vallejo, Ivette se puso a llorar. La rosa que era para Sartre se quedó con Vallejo.

Cuando nació Diego, el primer hijo de Alfredo e Ivette, fue puesto en una incubadora. Humareda le pregunto por qué, y el médico le contesto que estaba prematuro. “¿Prematuro para ver a las chicas a las 5:30?” le dijo Humareda. El primer día de vida de Diego Alcalde Taboada,  el pintor Humareda se dedicó a dibujarlo.

De Ivette y Alfredo se pueden contar muchas más historias, sus vidas dan para un libro o dos, historias tantas que apenas me atrevo mencionar una de cuando se fueron a vivir a la sierra de Lima mientras pintaban pueblitos, y como la gente más sencilla comprendió el valor de su oficio al punto de pedirles que les pintasen su casa, o de niños que se paraban largo rato frente al paisaje que retrataban para poder aparecer en sus cuadros. A ninguno de ellos les importaba cuánto valiese el cuadro o que famosos serían los pintores, pero si entendían lo mismo que el Papa Julio II cuando mando a Miguel Ángel pintar la Sixtina, y es la importancia del arte, lo que significa un paisaje, un retrato y aparecer ahí. El aliento de un instante congelado en la belleza de un trazo. El arte es un oficio cruel, porque duele al artista sacarlo de dentro y duele también al espectador al comprenderlo. Porque los artistas son los guardianes de la belleza, belleza que no se puede explicar, solo vivir, como Víctor Humareda que hizo de su vida una obra de arte.

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