Adaptación de la obra de Georg Büchner (Riedstadt, Alemania, 1813 – Zúrich, Suiza, 1837), dirigida por Werner Herzog (Múnich, Alemania, 1942), la película narra el último tramo en la vida del soldado Franz Woyzeck (interpretado por Klaus Kinski), quien después de tantos maltratos y humillaciones, terminará en la insania y en el asesinato.
Relato estructurado a partir de planos fijos. Woyzeck es una película de diálogos. Casi de aspecto teatral. El protagonista dirige su discurso, principalmente, a un punto distante, a algún lugar frente a él, más allá del campo. Su mirada no sigue la mirada del resto, de aquellos con los que interactúa, de aquellos que le ordenan, lo degradan o solo lo soportan. Esos gestos evasivos, con los ojos desorbitados y las frases crípticas, parecieran dirigirse a otro lugar, a uno en donde sus ideas y necesidades podrían ser tomadas en cuenta. ¿O será que todo es parte de su desvarío? De hecho se trata de ambas situaciones.
Personajes como el doctor, el capitán, o el oficial, hablan para sí y para sus subalternos, afirmando su posición –poder-, a través de unos gestos altivos y a veces condescendientes, que precisan la anuencia del otro contiguo, ya sea como sujeto o como cómplice. En distinto registro, Marie (Eva Mattes), la “pareja” de Woyzeck, expone sus frustraciones –la suerte que le ha tocado y la pobreza-, como su fascinación por los uniformados, hablando con desparpajo o con pena y culpa, en una especie de discurso desesperado que intenta empatía, comprensión, en interlocutores que no puede encontrar.
El soldado Woyzeck es un cuerpo en constante movimiento, realizando ejercicios y tareas de lo más variadas: entrenando, cortando cabello, limpiando, ordenando las habitaciones, llevando recados, etc. Un movimiento continuo vinculado a la sobrevivencia se junta con los experimentos a los que el doctor lo somete. (Una dieta estricta de garbanzos y privación del sueño, por unas monedas de más, para la manutención del niño que tiene con Marie). Movimientos que no solo son un efecto de su situación social, sino también mental. Su fragilidad, ese cuerpo tembloroso, anuncian su degradación, su ser alienado. Porque es sobre ese cuerpo explotado, intervenido, en el que se instalan unos discursos que ponen en duda su humanidad, a pesar de ser caracterizado como un “buen hombre” (una ironía). Un ser destruido, o en proceso de serlo, con razonamientos contradictorios que en apariencia justifican a sus explotadores: los pobres no tienen una “inteligencia”, “solo poseen su naturaleza”. (¿Acaso esto no se asemeja al discurso de las derechas contemporáneas que intentan excluir a los ciudadanos de bajos recursos de la política, denegándoles la capacidad de exigir cambios o incluso de elegir a sus propios representantes, arguyendo que esas mayorías no tienen los “conocimientos necesarios” o no saben nada de economía o del estado?).
Herzog construye una película bastante fiel a la obra de Büchner. Utiliza un escenario marcadamente minimalista –en los exteriores y decorados-, o mejor, austero, que privilegia las interpretaciones –destacadas la de Kisnki y Mattes. Porque son en los cuerpos en donde acontece la tragedia de Woyzeck. En ese cuerpo nervioso y debilitado que cansado de las humillaciones asesina a su amante –cuerpo que condensa a su vez, todas las ofensas y maltratos, y no solo su traición-, para después intentar regresar, brevemente, a una vida mundana, en la que sin embargo, se encontrará fuera de lugar.