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«Universo», un cuento de Alfredo de Cossío

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La noticia me agarró por sorpresa. Caminaba por la calle Berlín, rodeado de turistas en busca de una dosis de alcohol diurno, cuando recibí el mensaje de texto que me anunciaba tu llegada a Lima. Me encontraba entusiasmado, acababa de comprar unos libros en El Virrey; por fin tenía en mi poder las novelas de Sebald que tanto quería leer y agregar como joyas literarias en mi cada vez menos austera biblioteca. Debo decir que esa noticia, aún caliente en mi teléfono, me distrajo, me sacó de esa mezcla de orgullo y satisfacción que siento cada vez que tengo un libro nuevo entre mis manos, y me hizo volar hacia atrás en el tiempo, no muy lejano, de unos cinco años atrás: de aquel año en Barcelona, a donde llegamos con la intención de ser parte de la escena literaria, aquella selva de letras y plumas, en el que todos los escritores, hasta los más nóveles, luchan por el derecho a unas pocas gotas de tinta. ¿Te acuerdas? Estoy seguro de que sí.

            Desde muchos años antes, desde nuestra adolescencia, soñábamos con escribir. Pero escribir de verdad. No hacerlo a escondidas, a oscuras, y sin que nuestros poemas y relatos salieran a la luz. La vida, al inicio, pareció traicionarnos, darnos la espalda en este viaje que aún no habíamos comenzando, ­­pero en el que ya nos sentíamos en pleno desplazamiento, al llevarnos por caminos profesionales más seguros, pero, definitivamente, más decepcionantes. Tú con la publicidad y yo con el derecho (que vergüenza). Sobrevivimos aquellos años, intentando no ahogarnos como un náufrago en medio del océano, cada año un manotazo más desesperado, haciendo lo posible para no dejarnos tragar por las aguas.

            Una maestría en creación literaria. Esa fue tu idea. No me siento seguro de mi escritura, me dijiste. ¿Por qué no intentarlo y, de paso, conocer gente nueva, escritores? No vale la pena contar el camino tortuoso por el que tuvimos que pasar para poder llegar finalmente a la tierra de los sueños a orillas del Mediterráneo. Lo importante fue que llegamos juntos, como los mejores amigos que fuimos, un apoyo, una muleta debajo del brazo del otro. Nuestros miedos e inseguridades rondaron esos primeros días, casi al punto de considerar la posibilidad de coger el primer vuelo de vuelta a Lima y regresarnos a los pocos días de haber empezado las clases. A ti te intimidaba la poesía, el poder simbólico del lenguaje, los sentidos, la búsqueda de la verdad; a mí me aterrorizaba el cuento, el formato corto, el engranaje perfecto, las estructuras circulares, la economía.

            ¿Te acuerdas de las clases? Cómo no te vas a acordar, si al inicio fuiste el más preguntón del salón. Algunos profesores te adoraban porque los hacías sentir escuchados, relevantes; otros, te detestaban porque no hacías más que interrumpir las clases con preguntas que, seamos sinceros, no siempre venían al caso. Tu sonrisa socarrona no era de ayuda tampoco. ¿La hacías a propósito o te salía natural? Me acuerdo cuando le dijiste al profesor del curso de novela que un escritor estaba obligado a matar toda tradición, y más aún a la nacional. Matar a Vargas Llosa, Alegría y Ribeyro, dijiste. ¡Maten a Borges y a Cortázar de una buena vez!, les gritaste a los argentinos del salón, influenciado por las tres copas de vermut que habías tomado en una de nuestras tantas excursiones post clases a bares. Tus ojos estaban encendidos, y cualquiera que no te conociera tanto como yo no hubiera dudado en asegurar que estabas ardiendo por dentro y que la violencia podría haberse hecho presente en cualquier momento. Todos nos quedamos mudos. A pesar de que te conocía, debo confesar que aquella noche vi algo en tu mirada que no había encontrado antes y sentí miedo. Sentí miedo de mi amigo. Desde aquella ocasión no fuiste bien visto por nuestros compañeros, pero yo permanecí a tu lado, como me correspondía. Para eso están los amigos, ¿no?

            Es un cliché, pero, a pesar de eso, a pesar de que, como escritor, en teoría, debería evitarlos —a veces es inevitable caer en algunos vicios—, puedo decir que conocimos hasta el último rincón de Barcelona. Lima era veinte veces su tamaño, pero nuestra nueva casa la sentíamos más grande, inacabable e inabarcable. Respiramos su aire como si cada bocanada fuera la última. Vivimos la ciudad hasta exprimirle el último soplo de vida, hasta casi matarla. Me acuerdo que tu lugar preferido era ese cruce anodino —diría anónimo— entre la calle Roselló y el Paseo Sant Joan. Te gustaba sentarte en una de las bancas del paseo y hablar de literatura, del futuro, de las novelas que publicaríamos y del futuro literario de nuestra amistad. ¿Nos matará la literatura?, te preguntabas —¿o me preguntabas a mí?— con la mirada fija hacia el oeste, quizá hacia Lima.

Recuerdo que fuimos asiduos de toda cantina en la que valiera la pena poner los pies. Las terrazas de los bares en las plazas del Sol, de la Virreina y de la Villa de Gracia, en el barrio del mismo nombre donde instalamos nuestra guarida. El bar de todo a un euro, en la calle Aribau, en Eixample, donde una noche me tomé quince cañas y tuviste que llevarme cargado hasta el piso. Los chiringuitos en La Barceloneta, el Razzmatazz y el Hi Jau, en el Poblenou, un hueco en el que escuchábamos a bandas de la movida indie catalana. Y las turistas. Las suecas, inglesas, alemanas y rusas. ¿Viajamos miles de kilómetros para buscar a las de fuera y no a las locales?, te quejabas. Pero conocías mi debilidad por las rubias, las teutonas; tú te inclinabas por las catalanas. Esa misma suerte no nos acompañó con nuestras compañeras de clases, pero con las de la maestría en edición otro fue el cantar. La chilena para ti y la argentina para mí, recuerdo que me dijiste. Intentaste en varias oportunidades impresionarla —aún te puedo oír— hablándole de literatura, acerca de autores de culto alemanes, austriacos y rusos; yo, por mi parte, le hablaba acerca de los latinoamericanos, pero más acerca de su compatriota Bolaño, de cómo el autor chileno había escrito en España la gran novela mexicana, y que yo, un peruano, iniciaría mi carrera literaria escribiendo una novela acerca de Bolaño. Un peruano en España escribiría una novela acerca de la vida de ese chileno que años atrás escribió en España la gran novela mexicana.

Pero, finalmente, lo que nos importaba eran los libros. Esa era nuestra misión: la literatura. No dejamos pasar una sola oportunidad de ser parte de aquel mundo que desde Lima nos parecía lejano, imposible. Pasábamos horas en las librerías, saltando de estante en estante, revisando novelas que casi nunca —por falta de medios— llegábamos a comprar. La Central, en la calle Mallorca, y Nollegiu, en Pons i Subira, fueron como un segundo hogar para nosotros, donde convivíamos casi diariamente con nuestros héroes. Aparte de las charlas y clases que nos daba la universidad, fuimos asiduos a toda presentación de libros —recuerdo que te presentabas como escritor, a pesar de que nunca habías publicado nada—, conferencia, conversatorio, muestras y demás eventos literarios y culturales a los que podíamos poner nuestros pies adentro. Tal fue nuestro afán de participación que varios de los asistentes, frecuentes como nosotros, empezaron a reconocernos. O al menos eso creíamos, o queríamos creer. Éramos como estrellas, cuerpos luminosos que llenaban de luz todo lugar al que nos presentáramos, una luz cargada con nuestra juventud y nuestros sueños, y de la que nadie podía librarse.

Y si, finalmente, lo que importaba eran los libros, lo que importaba más aún eran los propios; o aquellos que escribiríamos, debería decir, porque todavía no habíamos escrito ninguno. ¿Fue ahí, acaso, donde todo se fue al diablo? ¿Ese fuego que se siente al escribir, ese calor intenso en la boca del estómago que sienten los creadores al entregar todo lo que tienen dentro fue demasiado para ti? Escuchaba tus gritos, los insultos dirigidos ti mismo desde el interior de tu habitación. Mientras más avanzaba con mi novela que, al igual que tú, debía entregar, por lo menos una primera parte, al final de la maestría, más encerrado te mantenías, hermético; te veía cada vez menos o, mejor dicho, te veía deambular por el piso, pero en silencio, lívido y flotante, como si estuvieras ausente. Otra vez sentí miedo de mi amigo. Recuerdo que, durante los últimos meses, cuando nuestra aventura europea estaba llegando a su inevitable final, no querías salir a tomar una copa ni ir a buscar chicas o ir a presentaciones. Salía solo —una luz solitaria—, sintiéndome culpable de no poder hacer nada más por ti. Pero ¿qué podía hacer? No se le puede ayudar a alguien que no quiere aceptar ayuda, no me importa que digan lo contrario.

El tiempo de regresar a casa, a Lima La Horrible, como te gustaba llamarla a veces, había llegado. Entregué ochenta páginas de mi novela, la que sería mi opera prima, con un resultado del que no me pude quejar. Tú no entregaste nada. Mientras mi entusiasmo, mezclado con una cuota de exaltación, iba creciendo cada día más con cada página que llenaba de palabras, tu desazón con la maestría y conmigo —ahora que lo recuerdo, me parece que también— llegaba a sus picos más altos. Intenté ayudarte a que terminaras tu trabajo, pero de partir de cierto momento ya ni me dejabas ver tu texto. Terminé tirando la toalla. Nunca había visto a una persona tan frustrada —y frustrante— en mi vida. Una tarde, caminando por Via Laietana, me dijiste que te quedabas, que no volverías a Perú. Te respondí que ese no era plan, que la idea era llegar juntos e irnos juntos, que más valía intentar vivir de las letras, de la escritura y de la literatura en nuestro país, donde conocíamos gente, y no ahí, donde éramos unos simples estudiantes latinoamericanos. Serás un sudaca más tratando de sobrevivir, te increpé. Mis consejos y advertencias fueron en vano. Tus últimas palabras antes de irme al Prat, a tomar el avión de vuelta —al menos eso recuerdo— fueron que preferías ser un sudaca en Barcelona que un perdedor en Lima.

Con el tiempo, por algunos amigos en común —la verdad es que poco a poco he ido dejando de ver a muchas caras de nuestra juventud—, me fui enterando de tu vida. Me contaron que trabajaste de mesero, luego de cajero de supermercado; que a los pocos meses de mi partida conociste a una catalana, te enamoraste y terminaron viviendo juntos; que gracias a ella acabaste trabajando como asistente en el estudio de abogados de su padre. De todos modos, eso no duró. Que automáticamente volviste a los trabajos de medio pelo, sirviendo mesas y manejando cajas registradoras, hasta que otra mujer entró en tu vida, una sueca que vivía en Barcelona —¿no era turista? — con la que te casaste y tuviste dos hijos. No recuerdo mucho detalle acerca de lo que me fui enterando con el pasar de los años, pero lo que sí puedo recordar, sin problema, es que nada de lo que escuchaba tenía que ver con la bendita literatura ni mucho menos acerca de algún intento de tu parte en escribir o de publicar por lo menos un cuento.

Te puedo decir que mi camino tampoco ha sido fácil. ¿Escribí? Sí. ¿Publiqué? Eventualmente. Ahora soy un humilde profesor de colegio y me dedico día a día a enseñar lo poco que he aprendido a niños y adolescentes. No es la vida que me había imaginado, pero el sueño se ha mantenido intacto todos estos años, a pesar de que me faltara aquella muleta que me ayudaría a no tropezar durante tiempos difíciles, a pesar de que el amigo que mejor entendía los miedos que sentimos las personas que nos dedicamos a este ingrato oficio ya no estuviera conmigo. ¿Cómo así se pierde la magia de un día para otro? ¿Eres feliz sabiendo que abandonaste tus sueños y que lo tiraste todo por la borda? Por lo menos, y a pesar de todo, durante todos estos años logré que mi estrella siguiera brillando, sentirme un cuerpo luminoso; y tuve la certeza de que esa luz, cargada aún de mis sueños y de mi juventud, que emanaba, que iluminaba el mundo, no solo llenaría de fulgor mi camino, sino que trascendería el reino terrenal y viajaría por el cosmos, hasta posarse como una supernova en medio del universo.

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