Estaba por tocar apenas el segundo punto introductorio de la exposición cuando el profesor me interrumpió. Yo era un novato en la vida universitaria, pero ya el colegio me había enseñado que nada bueno podía devenir de una irrupción tan prematura. Todos en el salón paseaban sus miradas de un lado a otro –sus ojos rojizos como péndulos trasnochados- entre mis compañeros de grupo, el profesor y yo.
-¿Ustedes han escrito esto? –preguntó nuestro docente.
-Sí –respondí, frunciendo el ceño, arrugando mi frente con una expresión de extrañeza pantomímica que era incapaz de disimular mi nerviosismo.
-¿Ustedes han escrito esto? –volvióa preguntar el profesor, esta vez agitando el folder manila engrosado por las cincuenta hojas mecanografiadas. Mis compañeros me miraron –ellos estaban realmente extrañados-. Yo les había sugerido que se ocuparan de los trabajos de otros cursos y me dejaran hacer este. “Mi papá trabaja en esto”, les dije, “de sobra lo termino y les paso sus partes para que las expongan. Minutos antes de la clase yo me había ofrecido a hacer la introducción y ahí estaba, empezando a empapar con sudor la camisa que había tomado de la gaveta de mi padre y sintiendo un escozor entre las piernas por el pantalón de tela gruesa, flagelante en ese verano criminal. Di dos pasos al frente, quedando entre mis compañeros y el profesor, y contesté con aplomo.
-Sí.
El profesor pasó las páginas de la monografía una y otra vez. Avanzaba y retrocedía, volvía a avanzar, pasaba su dedo con las cutículas devoradas por alguna nerviosa malacia producto quizá de los rumores de que su esposa se acostaba con el director académico de la facultad que, sabíamos, era un vejete salaz y mano larga. Luego de prolongar un rato más escrutinio de las hojas mecanografiadas, que para mí resultó tan largo como un invierno polar, levantó su mirada y se dirigió exclusivamente a mí.
-Tú has hecho este trabajo.
Asentí. El profesor se acercó hasta quedar apenas a dos palmos de donde yo estaba. De pronto, esa idea que había albergado en mi cabeza de que el profesor era un tonto mendicante cuya enseñanza no aportaba nada –rumores sembrados por gente de ciclos avanzados- desapareció por completo y, por primera vez en todo el ciclo, lo vi como un tipo amenazante. El escozor se intensificó en mi entrepierna y el sudor había vulnerado ya las sisas de la camisa de mi padre. El profesor le habló a uno de mis compañeros de trabajo.
-Anda a la biblioteca y dile a Patricia que te dé estos libros, dijo, apuntándolos sobre el folder manila que guardaba mi trabajo.
Las miradas del resto de mis compañeros eran elocuentes, pero, creyendo que eso no bastaba, uno de ellos empezó a mover sus labios dibujando un “¿qué pasa?” constante que caía sobre mi como repetidas puñaladas sobre mi ego. El profesor se dirigió al resto de la clase.
-Antes de que todos sigan, quiero recalcar lo que les dije al principio, cuando les dejé el trabajo: esta investigación debe ser original, y no deben de dejar de citar sus fuentes. Aquí –dijo señalándome, moviendo un poco su torso para descubrirme frente al resto de alumnos apostados en sus carpetas unipersonales, que me miraban comparecer como quien ve a Cristo expuesto a la sentencia de Pilatos- El señor, ¿disculpa, cuál es tu apellido?
-Puñal –respondí-. El salón dejó escapar una risa tímida que se evaporó ni bien el profesor retomó su charla.
-Aquí el señor Puñal ha copiado frases completas de dos libros que, casualmente, son mis favoritos.
Ese terrible viento gélido que penetra ropa, piel, hueso, y que recorre la espalda hasta llegar a hacer un nudo en el cuello, llegó a mí. El sudor hacía que la tela de la camisa empezara a pegarse en mi espalda. Mi compañero apareció con los dos libros. El profesor los recibió levantando las cejas y exhalando un “ah” con la boca muy abierta y una sonrisa justa para su victoria. Abrió uno de los libros y empezó a leer.
-Aquí dice: “en el proceso de la planeación de recursos humanos se debe fijar las adaptaciones y los cambios futuros que una organización tendrá que hacer a su estructura interna, debido a las modificaciones en su ambiente interno y externo. Se emplea el término planeación de la organización para hacer referencia a este proceso de cambio.”
Luego tomó la monografía.
-Bien aquí en tu trabajo has puesto: “en el proceso de la planeación de recursos humanos se debe fijar las adaptaciones y los cambios futuros…” ¿Ves? Está igualito.
Mis compañeros empezaron a llevarse las manos a la cabeza, acariciar sus cabellos, mirar de lado, tratar de esconderse, como si aquello fuese posible, de la inquisidora gesta con la que el profesor nos avergonzaba delante del resto de la clase. Mis orejas parecían estar a punto de reventar, las sentía calientes, como si estuvieran bajo el viento de una secadora de pelo silenciosa. Mis sienes se apretaban y el sudor había convertido mi camisa en un trapo. El profesor siguió cotejando la monografía con el resto de libros, que sin duda eran sus favoritos, ya que podía ubicar con facilidad el tema y la página para confrontarlo con mi lamentable trabajo.
-¡Has copiado hasta la introducción del libro! –dijo, dejando escapar una risa sardónica -¡Hasta los pies de página! ¡Qué increíble!
Agaché la mirada, la cabeza, por completo, para que no notaran el rubor y las lágrimas cobardes que querían asomar a mi rostro. Todavía recordaba la tienda en la que había comprado ambos libros, las respuestas nulas de mi padre, que me dijo que no sabía nada de esos temas, y que él trabajaba en esa área, sí, pero ni sabía que existiesen esa cosas, “es que tú ya estás viviendo otros tiempos, muchacho”, e intenté explicarme el por qué no me detuve; el por qué empecé copiando un pequeño texto y luego no pude parar y termine prácticamente resumiendo ambos libros y convirtiendo mi monografía en un burdo trasunto de dos autores que –me sentí aún más estúpido- eran los más conocidos en la carrera que estaba estudiando.
Mis compañeros ya ni siquiera me miraban. El profesor se acercó y me dio el trabajo. El folder estaba magullado, y me concentré en los títulos de los libros apuntados a mano.
-Eso, señor Puñal, no se hace. Nunca. Jamás. Eso es trampa. Has jalado. Y has jalado a los demás contigo.
Extendió su mano, señalando nuestros sitios. Uno de mis compañeros despegó los papelógrafos casi arrancándolos con furia, desahogando con ellos lo que, por su tamaño, difícilmente podría hacerme conmigo. Yo llegué primero a mi sitio e intenté por todos los medios posibles no mirar no mirar a nadie.
-Así es, señores –les dijo el profesor a mis compañeros de grupo- el señor le ha hecho honor a su apellido y les ha dado con eso. Ya verán ustedes como agradecerle. ¡Segundo grupo!
Seis muchachos se pusieron de pie en el lado sur del salón de clases. Escuché el sonido de sus papelógrafos, el ruido de sus pasos, pero no levanté la mirada. Me quedé ahí, ensimismado, con el peso deldelito cometido partiéndome la espalda, mientras imaginaba los puños de mis compañeros apretándose y pensando en que era una verdadera desgracia que la facultad tuviera un solo acceso.
Mire el reloj. No me quedaba mucho tiempo para terminar de aprender mi lección.