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UN BODRIO LLAMADO “PERRO GUARDIÁN”

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El cine peruano no existe. Lo que hay es una especie de mala imitación de fórmulas ya usadas, clichés de películas y alegorías inexistentes de lo que es en realidad el séptimo arte. Y “Perro Guardián” –de los publicistas Bacha Caravedo y Chinón Higashionna– es, antitéticamente, todo eso y más –o menos–, un filme donde todo es copiado o hurtado de otros (principalmente “Los Visitantes”, de E. Kazan; “Taxi Driver”, de M. Scorsese; “Rambo”, de Ted Kotcheff;  “Léon: The Professional”, de L. Besson, etc., pasando por “Terminator”, de J. Cameron y acabando en “Robocop”, de P. Verhoeven).

Un guion flojo donde el personaje principal no habla o no puede, donde personajes y actores con más carácter son relegados (¿qué pasó con “el Jaguar” Juan Manuel Ochoa?, él pudo hacer perfectamente de “Perro” y, quizás, hasta Miguel Iza hacía un mejor papel) y donde el peso sonoro recae en los personajes secundarios y sobre la música ambiental a modo de video-clip, la misma que también es vacua,  y con ánimos de protagonismo, y, por ratos, devela sus raptos en Jean Michael Jarre, John Cage o la bulla salida del theremin. (Lo siento, Pauchi Sasaki, pero no solo se trata de hacer música, también se trata de sostenerla racionalmente, de explicarla y de precisarla tanto en el pentagrama como en las entrevistas. Ver:

Y donde las imágenes sombrías de la ciudad, a modo expresionista, Lima-La Victoria y su panza de burro o de rata, las combis, la gente de a pie, los miserables, los pastrulos y los que sobreviven como pueden, terminan por convertirse, de forma involuntaria, en un atractivo que supera, largamente, al de los personajes principales.

Sobre la trama, hay que precisar que las matanzas de la época fujimontesinista no eran arranques de locura o desvaríos de unos cuantos, sino una forma organizada del crimen. El grupo Colina asesinaba sistemáticamente porque había planes digitados, órdenes directas de los altos mandos y del tirano Alberto Fujimori, y porque había partidas económicas, dietas, para solventar sus gastos.

No es creíble, pues, que el personaje “Perro”, quien, supuestamente, padece el “síndrome de Vietnam” (patología psicótica derivada de la guerra), mate con el cuento “ético” de acallar a los que querían “echar” a sus compañeros (hecho que se repite, erróneamente, en muchos casos de la novelística y cuentística peruana).

O sea, un loco suelto con alguna idea principista, una especie de mono con metralleta con un dogma en la sesera, que, en cierto momento, ve la luz al escuchar al “Apóstol”, líder de una secta evangélica (Reynaldo Arenas), y que, para bien de todos, encuentra la redención: “¿Sabes cuál es la diferencia entre un asesino y un justiciero? Pues, que el justiciero siempre busca las razones por las cuales mata”. Y esa frasecita termina por librarlo de sus pesadillas para entregarse a otras donde dios, y toda una feligresía con biblia en mano, le enseñará el camino de la salvación. Tal y como se lo mostró el “Apóstol”, que en realidad es un ex-militar asesino y, ahora, predicador de la “palabra de dios” y cuyas memorias escritas en un cuaderno, próximas a publicarse, amenazan el orden de la mordaza.

En este culebrón ideático con aires fanático-religiosos, el traidor termina siendo el aspirante a pastor, encarnado por un Ramón García acartonado y con demasiada base o polvo de maquillaje en el rostro, quien, por supuesto, en una escena avisada, es muerto a tiros por “Perro”. El papel de la sobrina, interpretado por una regular Mayra Goñi, pudo haber sido explotado con mayor inteligencia y habilidad, alejándolo, de repente, del modo del “Léon: The Professional”, donde el asesino y la niña –símbolo de la pureza y, a la vez, “daño colateral” – huyen de la mano. El erotismo adolescente a lo Lolita de Nabokov, tropieza con el personaje central, incapaz de decir nada [imaginamos que un Carlos Alcántara mudo era mucho más fácil de convertir en “héroe” psicodramático; Arnold Schwarzenegger ha llegado incluso a ser gobernador  (Governator) de California hablando poco o casi nada y cuyo epítome podría ser la frase de De Gaulle: “El silencio es el arma definitiva del poder”]. Y al final, la adolescente, sin familia y sin mayores antecedentes ni recursos, escapa con el asesino, el mismo que aprovecha el camino para quemar, en plena carretera, las huellas y vestigios de sus tropelías.

Los movimientos de cámara no corren ningún riesgo, son lineales, todo está hecho con una plantilla de zapato; al igual que la edición, al parecer, hecha para un producto que se puede comprar y vender en los mercados y, por ello, aburre y cansa, pese a sus 88 minutos de duración; aunque es de destacar que esos vacíos gratuitos de la película invitan a la reflexión, pero una reflexión maniquea por el poco interés en escarbar sobre el tema de los grupos paramilitares en la reciente guerra interna Y eso que los directores cuentan que se han basado en el libro Muerte en el Pentagonito y las confesiones del criminal Jesús Sosa. Al final, la lectura epidérmica y la no comprensión del tema, obligan a los cineastas debutantes a crear personajes bastante distantes de la realidad donde la impunidad es cubierta por un arrepentimiento cristiano, cánticos y aleluyas, pero sin mayores actos punitivos al menos en lo que se refiere a carcelería y leyes. Y por ratos, da la sensación de estar viendo a un personaje de video juego que gana puntos matando gente y obtiene un campo de fuerza cuando se acerca a “dios”.

Salvo un par de escenas con tufo kafkiano, donde se pudo explotar el monólogo interior, quizás al estilo de Tomás Gutiérrez Alea y sus Memorias del Subdesarrollo o, siquiera, Josué Méndez y sus “Días de Santiago” –sobre todo, cuando “Perro” golpea al lumpen pedigüeño en plena calle y cuando deja entrar en su habitáculo a su vecina, pobre y prostituta, que viene a pedir agua y le muestra la gotera que tiene en el techo donde ha pegado hojas de biblia–, poco es lo que hay que resaltar en esta película que demuestra, una vez más, que nuestro cine nacional no existe o está camino a convertirse en un plagio grotesco y permanente del cine norteamericano con pincelazos de Tarantino, Robert Rodríguez y demás supuestos outsiders de Hollywood y su máquina consumista; o cultivadores del cine negro, al sachaestilo de John Huston, Chabrol, Brian de Palma o Coppola,  etc., como es el caso aspiracional de Perro Guardián. Y, por lo visto, sin mayores pretensiones que captar al público o arrear, a la fuerza, al ganado cinemero y sentarlo a chacchar maíz pop corn; embutirse Coca Cola y tragarse un culebrón que lo aleje de la realidad a cambio de una ficción que rezuma mediocridad y conformismo a raudales.

Por cierto, como era de esperarse, Perro Guardián no ganó ningún premio en el reciente Festival des Films du Monde de Montreal en el que estaba nominada en cinco categorías.

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