El poeta Tomás Ruíz Cruzado jamás hubiera pensado que ganar un premio nacional de poesía lo trasladaría al mismo infierno o lo convertiría en un apestado o en prófugo de la justicia; pero eso pasó y más. Lo encadenaron, lo golpearon, lo metieron a una celda oscura en Piura y le echaron excrementos. Tomás escribió una carta, en diciembre de aquel año, diciendo que las navidades eran una mierda. Y no era para menos. Todavía era inicios de los noventas, Fujimori y Montesinos gobernaban el país, y perder la vida era cosa de todos los días; pero eso sí, alguien como Tomás, jamás perdería la nobleza y el sueño de un poeta, que, de niño, había tenido que robarse un pan o jalar una fruta en el mercado.
Cuando, por una triquiñuela legal, pudo escaparse de los barrotes, los policías que lo custodiaban lo habían amenazado de muerte y, así, viajando de tramo en tramo y bajándose en las garitas de control para pasar desapercibido, llegó a Lima. Aquí no tenía a nadie, solo a un amigo que vendía libros en la Parada, en la tercera cuadra de la avenida Aviación, y que tenía un nombre celestial: Ángel Izquierdo Duclós, pero él también estaba en la miseria absoluta y solo había podido invitarle un caldo de cabeza con mote que comieron hambrientos entre los dos frente al Mercado Mayorista.
Fue entonces que Izquierdo Duclós, desesperado, me lo presenta y me dice: aquí está el poeta de hierro y hay que cuidarlo y protegerlo, lo están buscando para matarlo y no lo podemos permitir. Yo inmediatamente, y sin pensarlo dos veces, asumí el reto y lo llevé a mi casa, le entregué unos pantalones y unas camisas que le quedaron grandes, pero eso no importaba. Y le ofrecí mi biblioteca y otras pocas comodidades. El poeta estaba contento dentro de mis atavíos. En ese tiempo yo dormía en un camarote, así que fue fácil cederle el primer piso.
Tomás Ruíz no traía casi nada de equipaje, solo contaba con un fardo de poemas escritos a mano y en letras de molde. Y al parecer, esa era su única preocupación porque ahí mismo, ante mi vida franciscana de ese tiempo (en que había regresado literalmente del desierto de Sechura), me preguntó si tenía máquina de escribir y yo le dije que había una Olivetti Lettera 32, pero los tipos eran un poco grandes y ocupaban mucho espacio en las hojas bond, así que quedamos en que le conseguiría una máquina con letras más pequeñas.
Y al día siguiente, con una plata que yo había ganado corrigiendo unos textos y haciendo de negro literario para un escritorzuelo de la ANEA, nos fuimos otra vez a La Parada, mejor dicho a “La Cachina” buscando en el suelo, entre cachivaches y demás deshechos, alguna máquina de escribir desdentada, a ver si una u otra era la que el poeta quería. Hasta que la encontramos; era una máquina pequeña con rodillo delgado y de marca alemana, pero le faltaba una tecla, creo que la letra “o”. Era lo que había y no teníamos nada que reprochar, además nos costó una baratela. Ya bajando por la avenida Grau, comimos unas tripas fritas que olían mal y tomamos unos emolientes que sabían peor. Igual, tampoco había nada que reclamar. Lo importante era que el poeta estaba vivo y a salvo y podría, al menos, escribir en la casa del jirón Puno donde yo vivía.
Esos seis meses de convivencia nos planteamos discusiones poéticas que duraban toda la noche. A veces nos poníamos de acuerdo y otras no. Algunas madrugadas, el poeta contaba historias fantasiosas o de carácter sobrenatural como esa de que su madre se despidió de él con un beso en la frente y se fue volando. O la de su abuelito que, según le contaron unos tíos, el día que se iba a morir hizo una fiesta, se despidió de todos con un abrazo y se echó a dormir para no volver a despertar.
Una mañana, un patrullero se estacionó en la puerta de la casa y ahí se quedó toda una tarde. Tomás estaba nervioso, no quiso salir durante varios días. Miraba por la ventana y me decía que no quería comprometerme. Yo le dije que estaba dispuesto a asumir cualquier contingencia. Incluso le comenté que había un tragaluz en el baño por el que se podía escapar saltando hacia los techos vecinos. Un día, el patrullero volvió a estacionarse cerca, casi a un par de metros, y cuando pensábamos que iban a entrar pateando la puerta, se metieron con todo a la casa de un vecino que era sanmarquino y se lo llevaron en peso. Ese día Tomás me dijo, “gracias Rodolfo, hermano. No hay tiempo. Me tengo que ir”. Cogió sus cosas, le regalé un par de mudas de ropa y le dije que se llevara la máquina de escribir desdentada. No la quiso aceptar, me dijo que no podía llevar nada, porque ya le había tocado correr y con peso se le hacía difícil. El poeta me dio un gran abrazo y partió hacia el terminal Fiori para dirigirse a Trujillo.
Años después aparecería, otra vez en Lima, con su Camión Editores y me propuso editarme un libro de poemas. Yo le dí unos textos que tenía escrito casi a mano y con muchas correcciones y el poeta se lo llevó. Unos poemas salieron, como adelanto, en su revista Camión de ruta. Y al poco tiempo el poeta murió de tuberculosis. Tenía solo 32 años. Y en su preocupación por sacar libros a los poetas, él mismo no había logrado autopublicarse. Y es que en el fondo, o a todas luces, el poeta amaba la poesía, fuera de quien fuera y sus prioridades eran de carácter ético/estético o humanistas. En una plaqueta que sacó por esos años apunta: “Para mí es muy penoso tener que publicar estos textos,/ Pues me hice la promesa de no hacerlos públicos; sin embargo/ No queda conmigo otra alternativa: esta crisis, como a todos,/ Me arroja a cometer tan infame hecho”. Y en otra plaqueta de 1997 diría: “Publico para que se piense que todavía queda un imbécil que cree en la poesía”.
Finalmente, yo recuerdo que una noche, en una de esas discusiones, nos peleamos casi a las manos y no nos hablamos por varios días. El punto de inflexión fue Ezra Pound y T. S. Eliot. Cada uno defendía a su poeta y no había cuartel. El poeta sabía que yo era terco y lo dejamos pasar. Hasta que me salió con una pregunta ex machina: por qué le daba la mano, por qué lo estaba ayudando. Y me quedé callado y le dije que, sí, que T. S. Eliot era enorme poeta y bla, bla, bla, pero que Pound le había corregido su Tierra Baldía. Y ahí nomás nos echamos a reír a carcajadas.
Ahora que la poesía se ha convertido en un commodity y que los poetas andan buscando laureles para el tallarín o salir en la carátula de algún periódico que desprecian, quisiera recordar a este enorme poeta de la generación del noventa: Tomás Ruíz Cruzado, el poeta que, aún encarcelado y humillado, pudo escribir su texto Pabellón 3 y que poco antes de morir soñaba con editar cien tomos de la literatura peruana, el poeta que la justicia persiguió solo por ganar un concurso de poesía de una revista de izquierda; el poeta al que protegí, aunque sea unos meses y a duras penas, para que siguiera soñando que la poesía también puede cambiar al mundo.
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PD1.-Este texto está dedicado a Kelly y Alonso Camino y a Vicente Montaña: La esposa y los dos hijos de nuestro poeta de hierro Tomás Ruíz.
PD2.-El concurso de poesía a nivel nacional que ganó Tomás Ruíz, en 1990, lo organizó la revista Cambio y uno de los jurados fue el indigenista Mario Florián. Curiosamente, el año 1992, la periodista y jefa de informaciones de esa revista, la amiga y compañera Melissa Alfaro, moriría por un sobre bomba.
PD3.-El libro de este servidor que se extravió para siempre en alguna imprenta de Trujillo fue Alas de Minotauro. Años después lo rescribí de memoria y, como ya eran otros textos, lo llame la Reconstrucción del Minotauro que, al final, quedó como Construcción del Minotauro.