Opinión

Taipei Story (1985) de Edward Yang

Lee la columna Rodolfo Acevedo Palomino

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En la bullente capital taiwanesa de los años ochenta, Chin y Lung intentan encontrar un rumbo  a sus vidas. Ambos asisten a las ruinas de su propia relación (han sido novios desde muy jóvenes). Chin tiene que afrontar además, la inestabilidad laboral producto de la compra de la empresa donde trabaja por una gran corporación. Lung, un ex beisbolista, intenta que su negocio de telas progrese, a la vez que trata, infructuosamente, de asociarse con su cuñado que vive en California (EE. UU.), lugar en el que también estuvo, aunque sin mucho éxito. Familia, amigos, antiguos compañeros, amantes ocasionales, transitarán junto a ellos por la ciudad, en una serie de desencuentros, incapaces de comunicar sus afectos, de encontrar empatía, asumiendo una impostada frialdad y dureza o apelando al cinismo y al engaño.

Edward Yang (Shanghái, China,  1947 – Beverly Hills, EE. UU., 2007), compone un drama que si bien se centra en la crisis de una pareja, se ramifica al mismo tiempo, hacia un grupo social diverso. Lo que sus personajes experimentan –el aislamiento, la incomprensión, las carencias, el futuro incierto, entre otras cosas-, se relaciona con el crecimiento de la ciudad de Taipéi (en esa época), la velocidad en que las nuevas inversiones transformaron el paisaje urbano y el desborde demográfico atraído por el “desarrollo”. Los efectos de estos procesos aparecen en las miradas lánguidas y a veces diríamos evocadoras –de un pasado no explícito-, que los personajes lanzan a la ciudad, como en las panorámicas en donde vemos avenidas atoradas de vehículos junto a enormes edificaciones de hormigón. Desde esas “miradas”, y sus comentarios, los individuos parecen no reconocerse, mostrando una actitud de extrañeza frente a los cambios que van ocurriendo. (En distintas formas de conciencia esa extrañeza lleva incluso a quienes podrían estar más cerca de esa “modernidad” a sentirse fuera de lugar, como en el caso de los que trabajan en el sector inmobiliario, el arquitecto Ke, colega de Chin, y ella misma, por ejemplo. Pero también están aquellos para quienes las nuevas condiciones ofrecen oportunidades de sacar ventajas –el alcohólico padre de Chin, o la esposa jugadora del taxista amigo de Lung-, sin que esto suponga  mejora alguna para sus vidas).

En este marco, la pareja protagonista aparece atascada entre la continuidad del noviazgo y su evidente distanciamiento. Unas apariencias surgidas quizás de la costumbre chocan con unos hechos y acciones que constantemente señalan el agotamiento de la relación. (O su farsa). Yang filma momentos ambiguos y tristes -a veces desesperados-, en que los personajes intentan verbalizar sus motivaciones, sus conflictos, pero no pueden, apenas se observan, no se entienden, o se comportan con indiferencia. Las palabras dichas en esos planos (que por otra parte les deben mucho a  Antonioni y Ozu), están cargadas de culpa y condescendencia, y de un decir a medias. Así, cuando Chin encara a Lung porque no le pregunta la razón de su tardanza, él reacciona tocándole la mano, sin darle importancia. (El mismo Lung dirá después, que el matrimonio no soluciona nada). O cuando él le narra con amargura, su experiencia estadounidense, y la violencia que en ese país vio, ella contesta evocando el miedo que tuvo al mudarse sola y como un recuerdo de cuando eran muy jóvenes la tranquilizaba. Es difícil encontrar el vínculo. Discursos sin interlocutores. Lo cual, a su vez, podemos ver en casi todos los personajes.  

Personajes que andan por la ciudad en busca de futuro, de estabilidad y dinero, o intentando  recuperar algo que tuvieron. La película muestra además el modo en que estos seres se insertan en la ciudad y experimentan sus transformaciones. Si por un lado había esa mirada extrañada,  también aparece cierta añoranza que no alude a ningún momento en concreto, sino que pareciera ubicarse en un tiempo primordial, siempre imaginario, en donde todo empezó, en el que todo iba a ser posible. Allí se encuentra Lung, que pasa los días en su tienda pendiente del teléfono, o visitando a familiares o a sus antiguos compañeros del béisbol. Sus recorridos desesperanzados solo encontrarán penurias –el mismo viaje a California, o con el padre de Chin, o con su ex compañero beisbolista-, y señalarán su desarraigo, su no pertenencia, su derrota. Chin por su parte, más inserta en el aparato social y productivo de la ciudad, puede no aceptar un puesto de menor jerarquía con los nuevos dueños, y mantener una actitud de espera más calma –o más desenfrenada cuando sale con la pandilla de su hermana-, hasta que algo suceda o alguna resolución aparezca. Su vínculo con el pasado es Lung, pero ello empieza a desmoronarse, y los “errores” de este –el préstamo al padre alcohólico, la pelea con los yuppies-, van llevando a un final en el que las “faltas” ya no se perdonan. (El amorío con la amiga de la escuela). Yang propone un relato en donde la asimilación a la ciudad y a sus demandas, pasa por un proceso contradictorio que tamiza el pasado, a la vez que endurece a los sujetos en su sentido de obtener bienestar, placer, beneficios. Un proceso que distingue a los sobrevivientes del “ajuste”, de aquellos que son descartados por no haberse adaptado. No es casual entonces, que Lung encuentre la muerte de manera absurda –un pandillero que se obsesiona con Chin-, o que ella, al final del conflicto, obtenga trabajo con su antigua jefa.

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