El mes de julio estaba acabando y el calor empezó a apretar. Fue entonces cuando empezaron los baños a la luz de la luna y algo cambió. Miguel Ángel tenía una casita en el campo. En realidad era un chamizo bien construido con una cocina muy estrecha y funcional que sólo utilizaba para hacer café o calentar agua, un dormitorio y un salón cuadrado, no muy espacioso y con tres sofás individuales y uno de tres plazas que probablemente según iban siendo desechados de la vivienda familiar iban incorporándose al mobiliario de aquel lugar.
Él utilizaba aquella casa para encerrarse a escribir o para ir con el escritor y organizar veladas literarias para ellos solos. Supongo que alguna vez su musa les acompañó. Una noche me invitaron y fui. A pocos metros de la casa había una alberca que utilizaban en verano para refrescarse pero esa noche había luna llena y les pareció perfecta para que nos bañáramos los tres desnudos. No se de quien fue la idea pero ellos planteaban a dúo que era una forma de preparar el espíritu para después dejarnos llevar por el encanto de las palabras.
Iban a dar un verdadero recital y querían que los tres disfrutáramos de aquella experiencia. Hacía mucho calor y lo de bañarse desnuda amparándose en la oscuridad y acompañada por dos individuos que me resultaban tan ajenos me pareció una locura, pero lo hice. Era como un imperativo asociado a la velada y no me atreví a negarme. El agua estaba tibia porque le había estado dando el sol todo el día. Aunque me ponía nerviosa aquella vegetación viscosa y los animales que se paseaban a mi alrededor. Luchaba por ignorarlo todo para no dar el espectáculo intentando salir de allí agarrándome con las uñas a aquel borde que resbalaba tanto que solo con ayuda podría conseguirlo.
Menos mal que ellos se mantuvieron a una distancia prudencial mientras estuvimos en el agua, muy juntos, haciendo bromas y cuchicheando como niños de diez años. Por lo menos no me hicieron sentir incómoda que yo con la flora y la fauna tenía suficiente. Claro que al salir del agua, con la caballerosa ayuda de Miguel Ángel comprobé que la oscuridad te abandona cuando tienes la piel tan blanca como la mía y hay luna llena. Los dos me miraban detenidamente y yo intenté envolverme con la manta sin hacer mucho aspaviento para no estropear mi imagen de alternativa y moderna. Por el camino el escritor no hacía más que repetir que verme salir del agua había sido toda una revelación, algo muy espiritual. Yo le miraba de reojo y cuando llegamos a la casita me acurruqué dentro de mi manta en uno de los sofás individuales.
Allí había chimenea y mi amigo la encendió un ratito para que no cogiéramos frío, preparó un poco de café y se sentaron un frente al otro, desnudos y envueltos en sus respectivas mantas, dando comienzo al recital. Por turnos leían un poema tras otro. Yo intentaba prestarles atención pero estaba más pendiente de conseguir vestirme debajo de la manta y, conforme me iba secando, lo fui haciendo. La velada duró hasta las doce y de vuelta a casa. La segunda vez vino la musa pero no se bañó y claro nadie lo hizo y la tercera llegó Javier, el caníbal, y ahí empezó la parte loca del verano.
Íbamos a la casita en el coche de Miguel Ángel. Una tartana vieja y muy ruidosa pero con espacio suficiente para seis personas. El punto de reunión era la puerta de la casa de la musa. Aquel día el escritor apareció con una botella de vino y ella subió a buscar unas jarritas metálicas que usaban sus hermanos cuando iban de acampada para que pudiéramos bebernos el vino con estilo, porque a morro no entraba en los planes de nadie y Miguel Ángel no tenía suficiente de nada en la casita. Mientras esperábamos pasó Javier y saludó a todo el mundo, se paró a charlar y acabó aceptando la oferta de unirse a la velada literaria y acompañarnos en la excursión.
Hasta el momento aquellas noches estaban siendo tan aburridas que la presencia de un nuevo invitado se convertía en la esperanza de un cambio. Javier no era alto, más o menos delgado, llevaba gafas y tenía una cara corriente. Era un tipo normal pero tenía un brillo desconcertante en los ojos. Lo más extraño fue que me fijé en que eran verdes, yo que nunca distinguía el color de los ojos de la gente por estar intentando averiguar qué demonios tenían en la cabeza, como si dentro de la suya no hubiera nada.
Ya en la casita la botella duró muy poco porque éramos cinco así que con una copita y media se acabó, pero ya se había hecho de noche y mi amigo le habló a Javier de lo de bañarnos desnudos en la alberca y vino sin dudar. La musa se bañaba sola en una esquina, Miguel Ángel, Javier y el escritor juntos en su propio mundo y yo sola en la parte más oscura de la alberca sin estar muy segura de qué hacía allí, como todas las noches, buscando el punto adecuado para intentar salir de allí por mis propios medios. Habían pasado varias noches y aún no lo había encontrado. Sólo unos minutos después me di cuenta de que tenía compañía. Javier se había acercado con tanto sigilo que me asusté.
Sonreía y hacía bromas en voz baja sobre el par de intelectuales. Consiguió hacerme reír un par de veces y me fui relajando. Cuando llegó el momento de salir del agua el protocolo habitual era que Miguel Ángel saliera el primero, era el más grande y no le costaba nada. A los demás nos sacaba a pulso. El turno del escritor era el más complicado, por eso era el primero, y aunque las caras de esfuerzo se disimulaban al estar penumbra la lentitud con que lo movía era como ver una grúa manejando maquinaria pesada, le faltaba rechinar. A la musa la sacó sin problemas y cuando me tocó el turno a mí Javier me dio impulso cogiéndome por la cintura, aunque no hacía falta, yo era la más pequeña del grupo. Luego le sacó a él y empezó el reparto de las mantas.
El invitado sorpresa había mandado al traste los cálculos y faltaba una. La musa cogió la suya y empezó a andar camino de la casa y a mí me quedaban tres candidatos dispuestos a compartir la suya conmigo porque entre ellos ni muertos lo hacían. La elección fue muy fácil, el menos malo, Javier. El que parecía más normal.
Nada más llegar a la casa comprobé que la musa seguía envuelta en su manta, cómodamente sentada en un sofá individual, esperando a que llegáramos y exigiendo que Miguel Ángel encendiera la chimenea porque hacía frío, de paso podía hacer café y así entrábamos todos en calor. Nosotros nos sentamos en el sofá de tres plazas, estaba demasiado mojada para vestirme y, como él mantenía la distancia prudencial que la manta permitía, me lo tomé con filosofía. Aunque a la musa la hubiera matado. Sin embargo, Javier empezó a tener frío y se acercaba mucho, yo también estaba helada y acabamos dándonos calor el uno al otro sin llegar a tocarnos pero piel con piel. Nos fueron repartiendo los cafés y dieron comienzo a su recital. Yo ni le miraba, hacía como si estuviera más atenta que nunca a las lecturas apasionadas de aquellos dos pero cada vez más inquieta. Pasado un buen rato los demás estaban tan entretenidos hablando de sus obras con la musa que me quedé sin una vía de escape y en ese preciso momento Javier me besó el cuello con la boca entreabierta, noté su lengua lamiéndome lentamente y susurrándome al oído:
-Sabes muy bien. Me encantaría darte un mordisco, no te va a doler. Te lo prometo-.
Muy discreta, nerviosa y mirando al grupo le pedí que se estuviera quieto. Entonces noté su mano en mi vientre y sus dedos acariciándome la cara interna de los muslos, los apreté con fuerza para pedirle que parara y se retiró muy despacio como si le gustara que hiciera presión. Me vestí como pude y me salí de la manta. De vuelta en el coche y cuando nadie estaba mirando me volvió a besar en el cuello como si nada y no me quejé. Tenía la fuerte sensación de que aquello era una pésima idea pero todo era tan extraño que me dejé llevar sin saber muy bien a donde.
Aquella noche me acompañó a casa porque Miguel ángel estaba demasiado cansado para hacerlo y apenas hablamos por el camino, sólo un par de bromas sobre lo raros que eran los escritores. Ya en el portal de mi casa me besó en la boca, en realidad no me dio margen de maniobra. Su lengua se movía atrapando la mía mientras sus labios se aferraban a los míos como una ventosa, me faltaba el aire. Su cuerpo arrinconaba al mío contra la puerta y su mano se metió bajo mi falda, hacía presión sobre mi sexo a través de la tela y jugueteaba con los dedos mientras yo apretaba los muslos para que se estuviera quieto pero presionó aún más. No apartó la mano, aunque dejó de mover los dedos.
Seguía besándome, haciendo pausas muy breves para respirar. Hasta que reconoció que no iba a poder hacer nada más, yo no colaboraba. Me había excitado muy a mi pesar y el lo notó, pero era tarde y no estaba dispuesta a más. Muy tranquilo me propuso vernos al día siguiente, quería enseñarme un sitio que me iba a encantar y le acepté la invitación completamente segura de que estaba cometiendo un error pero al menos lo dejaba para la próxima vez que le viera. Me decía a mí misma que aquello no era Madrid y él no era un completo extraño. Tenía que ser prudente, todo lo prudente que yo podía llegar a ser, o sea, empezábamos mal.
Nuestra primera cita fue en un antro que a su juicio era pintoresco, junto a una iglesia medio derruida, y me explicó que me quería llevar a un mirador fantástico que estaba al final de una de las calles que salían de la iglesia. Estuvimos charlando sobre mí y sobre él, nada demasiado personal ni demasiado frío. La idea del mirador me gustó y cuando llegamos allí la vista me pareció una maravilla, además, como era de noche y en aquella zona no había demasiadas farolas funcionando, todo se veía en sombras. La luna iluminaba los edificios y las calles y la poca gente que veías se concentraba en un par de bares de la calle de los bares pintorescos, o bien estaban sentados en las terrazas o entrando y saliendo.
El ruido se oía desde allí como un murmullo. Donde estábamos nosotros no había iluminación alguna, sólo pasaba una pareja muy de vez en cuando y se les oía venir desde lejos porque allí todo estaba en silencio. Me estaba enseñando la vista y acariciándome el culo con toda la mano, palpando cada rincón. Yo estaba nerviosa y excitada por su descaro, por la naturalidad con la que hacía las cosas como si diera por hecho que mi respuesta iba a ser la que esperaba. Yo no podía pensar solo quería que siguiera sobándome sin entender muy bien que demonios había en mi cabeza. Él rezumaba sexo y despertaba en mí sensaciones muy extrañas. Era como si nos hubiéramos reconocido nada más vernos. Dos animales en celo. Me lamió el cuello y ahí terminó la pausa. Me giró, metió ambas manos debajo de mi vestido y me agarró el culo con fuerza apretándome contra su cuerpo mientras me besaba. Parecía que me fuera a devorar. Me mordía el labio inferior y me lamía los párpados, me lamía el cuello y volvía a mi boca. Durante un buen rato se concentró en mi boca, mis ojos y mi cuello.
Luego se sentó en una de las garitas que había en el mirador, me sentó en sus piernas y me bajó los tirantes del vestido. Empezó a lamerle el escote, a desplazar aquella lengua ancha y larga por mis pechos. Describiendo círculos, acercándose sin prisa a los pezones, deteniéndose en las areolas para terminar por abalanzarse sobre mis pezones, lamiéndolos, chupándolos y mordisqueándolos y volviendo chuparlos como si intentara alimentarse de ellos. Primero uno después el otro y vuelta a empezar. Sus manos no me soltaban el culo, se estaba excitando y me clavaba las uñas. Yo ya estaba completamente húmeda, tenía los pezones duros e hinchados y mi sexo palpitaba ansioso. Mi cuerpo y mi cabeza estaban descoordinados. Estaba inquieta, como si estuviera entrando en un terreno peligroso pero mi cuerpo se moría de hambre y no atendía a razones.
Él hizo una pausa me subió los tirantes del vestido, me pidió que me pusiera de pie y lentamente me quitó la braguita y se la guardó en el bolsillo del pantalón. Entonces se bajó los pantalones y los calzoncillos, me hizo sentarme sobre él dándole la espalda porque no podía ser de otra forma. Apenas nos podíamos ver, había tan poca luz, pero estaba tan excitada que me senté sobre él y descendí de golpe sobre su pene clavándomelo hasta el fondo. Noté un ligero calambre porque era largo y parecía llegar hasta mi útero, así que me incliné un poco hacia atrás y él me agarró los pechos con ambas manos mientras me iba dando instrucciones en voz muy baja. Yo intentaba moverme despacio para disimular porque empecé a oír voces, alguien se acercaba, no nos podría ver las caras pero si oírnos susurrar y como ya había empezado a gemir no tenía arreglo. Cada vez me apretaba más los pechos y me pedía que me moviera más rápido y lo hice ignorando la presencia de posibles espectadores. Gracias a Dios desaparecieron entre las sombras porque nosotros ya no controlábamos.
Fue entonces cuando se convirtió en caníbal. Al principio me daba mordiscos suaves en los hombros pero poco a poco me fue clavando los dientes cada vez más. Y cuando explotó se aferró a mi cuerpo y eyaculó dentro de mí, mordiéndome tan fuerte que me hizo gritar. Sus dientes se mantuvieron clavados en mi carne hasta que su orgullo fue perdiendo todo el ímpetu y su semen empezó a escurrirse por mis muslos. No se movió, ni me dejó hacerlo a mí. Estuvimos en aquella postura unos minutos hasta que por fin me pude levantar y rebusqué en sus bolsillos para recuperar mi ropa interior. Ya era tarde y quería irme así que me acompañó a casa. Sin hablar mucho, uno al lado del otro bajamos aquella cuesta infernal y nos internamos en las calles laberínticas que nos conducirían a la catedral.
Y allí mismo junto a la sacristía, en el paseo desde el que se contemplaba casi todo el pueblo, donde había unos bancos de piedra solitarios más que nada por la hora, se empeñó en repetir hazaña y esta vez fue de frente, sin apenas preliminares, un polvo rápido y frío que me hizo preferir llegar a casa sola. Pero acabó acompañándome y aquella noche, en el portal de mi casa, en el descansillo de la entrada, me tumbó sobre el suelo de terrazo y su boca se perdió entre mis piernas. Aquella boca disfrutaba de mi sexo, lo saboreaba con calma y se aferraba mi clítoris con los labios, con los dientes y lo chupaba ignorando mi respuesta. Yo no dejaba de temblar, de contorsionarme, creía que iba a explotar y me aterré porque jamás había sentido algo así. Perdí el control por completo y se dio cuenta. Después vino una sesión de sexo muy salvaje, me mordía, me arañaba, me hacía daño pero yo no podía pararle. Esa noche llegué a casa con una sensación de angustia pura, deseando no volver a verle al día siguiente.
Pero solo fue el principio. Mi cuerpo estaba tan lleno de marcas que parecía que me daba verdaderas palizas y cuando me duchaba por las mañanas me sentía extraña, avergonzada, incómoda pero luego aparecía y día a día la dependencia se hacía más fuerte. Sólo fueron hormonas y hambre. Follábamos como locos en cualquier parte. Duró tres semanas porque la cuarta solo hablábamos por teléfono y aquello fue aún más confuso, su voz, sus palabras se volvieron más peligrosas o descubrí que no podía seguir así. Sólo estuvo fuera una semana pero cuando volvió yo ya no estaba. Me escapé de él y de mí.