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Sobre un corto de Mario Castro Cobos: ¡Vive la vida! (2022)

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A pesar de lo irónico del título, ¡Vive la vida! –clara alusión a la frase de una conocida figura del espectáculo y la política-, nos presenta un “paseo” por el Cementerio Municipal de Surquillo que tiene mucho de evocador, de melancólico, sin eludir cierto tono curioso y ocurrente. Pero también muestra afecto y algún grado de sentimentalismo, cuando se enfoca en la manera particular en que las personas recuerdan a sus muertos, o quizás, en la forma en que ellos hubieran querido ser recordados.    

En principio, el espacio acotado genera unidad temática, restringe las posibilidades en que los signos pudieran evocar distintas experiencias. El tema del que trata es la muerte y la manera en que esta se inscribe en las memorias de quienes recuerdan y en la forma gráfica y estética que adquiere cuando decora lápidas, nichos, o las paredes del camposanto. La riqueza de la película aparece allí en donde lemas festivos o frases solemnes, objetos diversos –algunos inexplicables-, o figuras, fotos, dibujos, esculturas, resumen el sentir de los deudos o nos dan pistas sobre algunos occisos. Son imágenes breves que buscan capturar una idea específica sobre el muerto, sobre su carácter, sobre aquello que lo relacionó con su familia de manera especial, no la simple relación parental. No diremos que esto se logra en cada caso, pero muchos de los planos transmiten cierta manera de ser –o de ser visto-, como el padre que pide a su familia que sean felices por él -a través de “sus” palabras escritas sobre la tumba-, o la imagen de un joven con su amigo –¿o pariente?-, denotando alegría, desenfado; o los animalitos coloridos que mueven las cabezas, adornando los nichos de los infantes fallecidos. Otros planos en los que se muestran pequeñas esculturas de ángeles y motivos cristianos más tradicionales, vinculan inmediatamente  la antigüedad del muerto –y el tiempo que le toco vivir-, a su propia práctica religiosa –junto probablemente a la de su familia.

Lo interesante del registro de Castro es que cada plano no resulta excesivo, convirtiéndose en  una especie de instantánea sobre diversos tipos de recuerdo. Ese proceder, no genera sin embargo, una reflexión minuciosa sobre la memoria o los procesos de duelo, pero elabora  contraposiciones a partir del montaje. La soledad del cementerio expresada en planos generales -que destacan por su profundidad-, en los encuadres del piso y de las columnas de nichos, parecen producir una sensación de abandono, de estación final y hasta de olvido. Frente a ellas,  las diversas tumbas decoradas, escritas, coloreadas, investidas, mantienen la cualidad de presencias, que aún tendrían esos muertos. (Hay también planos en donde los efectos paradójicos son más extraños. La ausencia de un féretro es llenado por un montón de piedras y otros elementos, mientras en la lápida se puede leer el nombre de alguien. Esto podría sugerir algún robo o profanación, pero también una espera, un lugar de “reposo eterno” que aguarda a su ocupante).  

Curiosas elecciones resultan del registro de las tumbas de los infantes o recién nacidos que concitan el interés del autor, especialmente al inicio. Esas muertes prematuras podrían entenderse como una circunstancia contraria a lo que debería ser la vida. Es un extremo, pero quizás por ello, por lo absurdo de ciertos decesos, estos y otros cuerpos deban tener un lugar específico donde consagrarse, rendirles homenaje.

En las secuencias finales, la cámara nos hará mirar a la calle, en donde las imágenes de la avenida y el paso de los vehículos y transeúntes podría indicarnos que la vida está allá afuera, o la vida solo sigue su curso. Es ese movimiento de contrarios, en donde la existencia desborda al cementerio, incluso dentro de sus muros –como memoria duradera-, lo que nos presenta este interesante corto, lo cual por otra parte nos recuerda, que aun cuando sepamos a dónde irán a parar nuestros cuerpos, la muerte podría encontrarnos a la vuelta de la esquina o de la plaza.  

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