La poesía de Giacomo Leopardi (1798-1837), ligada fundamentalmente al romanticismo italiano, es, sobre todo, una poesía acerca de la existencia humana y sus varias contradicciones. Duros, sobrecogedores, a ratos idílicos y, por supuesto, de una gran hermosura formal, los versos de Leopardi trastocan la base misma de la vida y nimban a la realidad de misterio, aun en las acciones más cotidianas y triviales que puede llevar a cabo el ser humano. Por eso, ante ese estado de taedium vitae —aquello que Baudelaire llamaba el «spleen»— según el cual la realidad monocorde, indiferente y desesperante a la que estamos confinados nos produce una insatisfacción crónica, Leopardi manifiesta lo que sus estudiosos han llamado il pesimismo cósmico.
En su
ensayo «Ese spleen que nos ayuda a vivir», Reinaldo Spitaletta sostiene que el spleen se asemeja a «llegar a la puerta
de la casa y entonces arrepentirse de tocar», porque tenemos un rechazo
visceral a «ese universo tan conocido y obvio» que nos produce náuseas. Leopardi, por su parte, vierte en sus
poemas una visión degradada y desconsoladora del mundo moderno con respecto al
antiguo (aquél en el que los escasos conocimientos de la realidad permitían dar
libre curso a nuestros recursos imaginativos para elucubrar lo que no era).
Esta
concepción filosófica se ve reflejada en una poesía en la que confluyen
muchísimos tópicos vinculados a la experiencia vital del poeta, tales como sus
varios padecimientos físicos, su falta tanto de amor romántico como de apetito carnal, y un ambiente
familiar opresivo en el pueblecito de Recanati, donde transcurrió la mayor
parte de su desgraciada vida, y donde, dicen las malas lenguas, todavía se puede
encontrar a sus descendientes, entre callejuelas y verdes colinas. No obstante,
me parece que lo que más resalta en la identidad lírica de Leopardi es su profunda
empatía para con el otro. A diferencia de la conocida ironía de Schopenhauer
(la cual sin duda tuvo una gran impronta en la obra leopardiana), Leopardi
expresa un dolor compartido, una visión vecina, afratellata, con sus lectores.
La obra
poética de Leopardi, precisamente porque bebe de las fuentes de su
inconformismo frente a la realidad que vivía su autor (de alguna manera, la misma que nosotros vivimos)
es una poesía que —tal y como se
ha referido Roberto Paoli acerca de la obra de Blanca Varela— «es y quiere ser […]
comunicativa» (Canto villano.
Poesía reunida, 1949-1994, 3ª. ed., p.15). Queda claro que, unido a sus ribetes
existencialistas, el dar sentido a nuestra vida terrenal (acaso la principal
tarea de la literatura y del arte) es de primer orden en sus textos.
Mucho de
esto se puede apreciar en el «Canto nocturno de un pastor errante de Asia»
(1829), donde Leopardi se sirve de la figura de un pastor y de la luna para dar
rienda suelta a sus invocaciones filosóficas. El poema comienza con una
evocación mítica a la luna: la voz poética le pregunta «¿Qué haces, luna, en el
cielo?». Pero, además, la llama «silenciosa luna», dando a entender que no
obtiene respuesta alguna. La comunicatividad
de la poesía recae en el hecho de que Leopardi (bueno, la voz poética)
se está haciendo preguntas a sí mismo, y a todos nosotros. La luna mira desde
lejos —en perspectiva— la tierra como un desierto. El pastor, ya cansado,
reposa bajo un cielo que seguramente está encapotado de estrellas, y «no espera»
(en el sentido de esa expectativa
permanente de algo que no se llega a cumplir jamás).
Cuando el
poema reza «Dime, luna, ¿qué espera/ el pastor en su vida», nos sentimos
implicados como lectores, así como cuando contrapone el «curso inmortal» de los
cuerpos celestes con el «vagar breve» del hombre. La muerte es descrita como un
«inmenso, horrible abismo», un vacío en el que todo lo vivido no importa más. Sin
embargo, el poema también pone de relieve el hecho de que la vida mortal
tampoco es muy feliz que digamos. El pesimismo cósmico de Leopardi entronca con
un existencialismo muy duro, casi nihilista, y la luna (vale decir, la
naturaleza) se muestra indiferente a la angustia vital de su interlocutor: «Mas
tú mortal no eres/ y tal vez lo que digo no comprendas». Cansada de tanto
insistir, la voz poética se hace la pregunta existencial por excelencia: «¿Qué
significa esta/ inmensa soledad? ¿Qué soy yo mismo?». Al explorar los
vericuetos de la crisis leopardiana, caemos en la cuenta de que el problema no
es tanto la indiferencia, sino la conciencia de nuestra mortalidad.
Quizás lo
más desconcertante —y, al mismo tiempo, lógico— sea el momento en que el pastor
se dirige a su rebaño y le dice que lo envidia por desconocer su condición
mortal: «ignorando, imagino, tu miseria/ ¡cuánta envidia te tengo!». Los
animales con dificultad consiguen interiorizar el dolor como nosotros, y, para
Leopardi, ese estado de inconciencia es algo que lamentablemente nos es vedado.
El poema comienza con preguntas y acaba con una respuesta demoledora: «tal vez
en toda forma/ en todo estado, ya en cubil o cuna/ es funesto a quien nace el
nacimiento». Es una suerte de testimonio existencial de ese mal absoluto, de
ese male della vita que nos persigue
de principio a fin, y que nos hace preguntarnos, como Mallarmé, «¿Dónde huir en
la divina indiferencia?».
En otro
poema, «La calma después de la tormenta», también escrito en 1829, luego de ese
largo paréntesis en el que completó
sus Operette morali y dejó la
lírica, Leopardi incorpora a su pensamiento y obra literaria el recurso de la
memoria ante el estado de angustia existencial que lo aqueja en el grueso de
sus poemas. No obstante, al contrario de lo que podría creerse, la rimembranza no es para él una
posibilidad de refugio: los momentos de felicidad que rememora, aunque
intensos, son, en
realidad, unas mentiras muy grandes.
Es
interesante reflexionar sobre cómo esos instantes de aparente felicidad (aquellos
que Leopardi describe a partir de su famosa «teoría del placer») que nos ayudan
a encarar la vida, finalmente no logran consolarnos del todo, ni antagonizar la
cruda realidad que nos circunda. Y, sin embargo, creo que, en lugar de
subsumirnos en un pesimismo como el de Leopardi, las grandes obras de la
literatura (incluida la suya, desde luego) siempre aspiran a trascender los
límites terrenales de nuestra existencia gracias a su congénito inconformismo,
y a «convertir» —como diría Vargas Llosa— «en posible lo imposible».
Curiosamente, entre los poemas que más me recuerdan a
Leopardi está «Ternera
acosada por tábanos», de nuestra compatriota Blanca Varela. En especial, estos
últimos versos:
ah
señor
qué
horrible dolor en los ojos
qué
agua amarga en la boca
de
aquel intolerable mediodía
en
que más rápida más lenta
más
antigua y oscura que la muerte
a
mi lado
coronada
de moscas
pasó
la vida
Ejercicios materiales (1993)