Restos, deshechos, recogidos y
reutilizados. Grupos de seres humanos transitan por los campos ya cosechados y por
los desperdicios de la basura urbana, buscando productos alimenticios que aún
no han perecido y objetos que puedan ser reparados o transformados. Nuevas
apropiaciones para nuevos usos,
reciclaje. Sobre estos presupuestos gira el documental -o ensayo
fílmico- de Agnès Varda (Bruselas 1928 – París 2019), Los
Espigadores y la Espigadora (2000), una exploración que va desde una antigua
costumbre hasta un extendido modo de sobrevivir en las sociedades
contemporáneas.
Iniciando con una breve revisión
conceptual, la reflexión de la autora se desplaza a las pinturas de los
artistas franceses Jean François Millet y Jules Breton (del siglo XIX), para
interrogar la escena sobre el lienzo de unas mujeres recolectando –espigando-
trigo en un campo. La investigación sucinta que hace la directora encuentra la
tradición de una práctica reservada a las clases empobrecidas del campo –los
dueños de la tierra les permitían recoger lo que quedara después de la
cosecha-, asociada a una economía doméstica manejada por las mujeres y a unas
obligaciones que imponía tanto el estado como la moderna economía capitalista.
Los hombres de las zonas rurales eran reclutados para la guerra o iban lejos
por el trabajo. Ellos no aparecen en esas pinturas. Las representaciones del
paisaje campestre encontrarían siempre a una mujer o a los niños entregados a
sus labores habituales de sustento.
La autora atraviesa carreteras
pobladas por camiones de carga pesada en busca de los recolectores franceses del
campo contemporáneo. Esta vez encontrará gente de ambos sexos, recogiendo frutos,
papas descartadas por no cumplir determinados estándares industriales, uvas que
no han madurado lo suficiente para convertirlas en vino, mariscos en las
orillas y otros productos, cualquier cosa útil que se haya dejado en la
carretera o en algún tiradero. Los testimonios que Varda recoge tienen que ver
con el desamparo, con las consecuencias de ciertas decisiones, con los efectos
del vicio, con la falta de oportunidades, con la marginación y el racismo (el
grupo de gitanos por ejemplo), es decir, con la pobreza y todo lo que la
circunda. Al mismo tiempo, la convivencia con la acción de propietarios y de la
policía, cercando y controlando –cuando no sancionando- sus actividades, contribuye
a hacer más difícil su existencia. Pero también en esos espacios, entre casas
rodantes y frágiles campamentos, suceden acontecimientos como la amistad, las relaciones
amorosas y la actitud solidaria. Dispersos en grandes áreas de la campiña
francesa, estos hombres y mujeres hablan a la cámara con aparente naturalidad. La
cámara de video que porta Varda no sólo le da facilidad en el traslado, sino
hasta genera un aire menos invasivo.
Estos testimonios e imágenes,
materiales construidos a partir de fragmentos de vidas, son también recogidos,
reutilizados y montados para producir una película, un estudio, un mensaje, o
un discurso. Quizás todo a la vez. La directora se hace eco de la tradición del
“espigueo” a su propia manera. (Encuentra algún símil en el trabajo de Étienne
Jules Marey, quien atrapaba “momentos” y los convertía en fotografías
experimentales y trozos de película, con una cámara modificada por él mismo -un
antecedente del cinematógrafo). Desapercibidas por la normalidad del orden
cotidiano, estas prácticas inscritas en los márgenes (de la economía oficial y
la política inclusiva y de derechos) son captadas por la directora, puestas
sobre la luz, visibilizadas desde una toma de posición.
La ciudad conforma un espacio en
donde el consumismo y el despilfarro abren muchas posibilidades para la
recolección. Artistas de la basura –un viejo que construye esculturas-,
migrantes que reparan aparatos domésticos abandonados, ya sea para usarlos o
para sacarles un dinero; hallazgos encontrados en contenedores con las fechas
de vencimiento aún vigentes; sujetos que rescatan lo que dejen los mercados populares,
o cocineros en busca de algún ingrediente menos costoso para su restaurante. Los
“restos” que la sociedad opulenta deja para su deterioro, permiten sobrevivir a
muchos individuos o tener modos alternativos de existencia. Pero lo que subyace
en la mayoría es la propia lucha que entablan con la precariedad en el día a
día.
Una lógica evidente impide que
medios más racionales reorganicen los usos de productos y objetos. (Los hábitos
y costumbres que difunde e impone el capitalismo, para ser claros). La autora
critica directamente el derroche y el consumismo y se pregunta sobre el fin de
la sociedad o lo que sucederá con la sobreexplotación que este sistema ejerce
sobre el medio ambiente. ¿A dónde irán a parar estas personas cuando los
recursos empiecen a agotarse o las políticas del poder tengan coberturas más
limitadas o distribución más exclusiva?
Cámara en mano, como se dice, Varda
elabora una mirada profundamente comprometida tanto en la intimidad que desarrolla
con sus entrevistados-actores sociales, como en los lugares que visita, en el
registro de las actividades, y en las críticas imágenes que muestran terrenos vedados:
áreas en donde no se permite el paso, campos protegidos por sus dueños -por su derecho a la propiedad
privada-, lugares vacíos, olvidados, después de haber concluido su ciclo
productivo.
En ese mundo humano de restos, aparece la fuerza y la dignidad de los sobrevivientes, de los marginados, desde aquellas campesinas de la pintura de Millet, hasta los espigadores contemporáneos, como aquel vegetariano que recoge verduras sobrantes del mercado y que después de su trabajo de vendedor de libros y revistas se da tiempo para enseñar francés a un grupo de inmigrantes africanos en una asociación cultural, casi como un gesto de reciprocidad comunal o simple solidaridad de clase.