En 1969, durante una entrevista para la televisión, a la que se presentó notablemente borracho, el llamado “Rey de los Beats” sostuvo que la única diferencia entre los “beats” y los “hippies” radicaba en la edad y la ropa; éstos eran más jóvenes, tenían el pelo largo y lucían bastante desaliñados, mientras que aquéllos llevaban el cabello corto, bien peinado, y vestían limpias camisetas de algodón blanco.
Explicó, además, que la rebeldía latente en el corazón del movimiento no intentaba fomentar la anarquía sino por el contrario beatificar -desde el arte- la pureza, el placer, la ternura y el misterio de la vida. Pero naturalmente no era eso lo que pensaba y sentía en 1949 cuando bautizó a su grupo como “The Beat Generation”, la generación jodida.
El término “beatnik” fue acuñado luego en sentido peyorativo por un sector de la prensa y la sociedad americanas, que los consideraba una banda de vagos hedonistas, y se mofaba de ellos imputándolos de soviéticos -los enemigos de moda- quienes recientemente, en el curso de la desenfrenada carrera espacial, habían lanzado en órbita su último juguete, el “Sputnik”.
Debo reconocer que a inicios del 2006, cuando supe de él por una edición especial de la revista “Time” dedicada a compilar los eventos y personajes relevantes del siglo 20, Jack era para mí un perfecto desconocido. Acepto que suena a excusa barata, pero después de todo soy escritor; no literato. Meses más tarde, ya en el 2007, apareció en otro semanario una extensa nota conmemorando el 50º aniversario de “On the road”. El reportaje capturó mi atención al mencionar que Kerouac había vivido una temporada en Long Island, región peninsular localizada al sur del estado de Nueva York, donde –por esas tretas insospechadas del destino- yo residía (y resido) a la fecha.
Decidí entonces averiguar un poco más sobre él y seguirle los pasos. De entrada, una intriga: ¿cómo demonios se pronuncia su apellido? Conseguí en la biblioteca un ejemplar de “On the road” y lo devoré tan rápido como él lo escribió. La experiencia de leer la novela con un diccionario inglés-español en la otra mano fue alucinante. La historia de Sal Paradise y Dean Moriarty explotó en mi interior como un espectáculo de fuegos artificiales. Kerouac me llevó de viaje en auto con sus amigos por un país al que yo recién estaba empezando a conocer y que amenazaba con convertirse en mi hogar los próximos años.
Estas son las casas donde vivía Kerouac entre 1958 y 1964
Adicto como soy, a tantas cosas, la lectura de “On the road” (con perdón de las traducciones oficiales, me atrevería a decir que “En la ruta” aplica mejor que “En el camino” para describir el carácter nómada del relato) no sólo inauguró para mí una etapa de romance literario con Kerouac sino que me demandó la necesidad de ir por más. Me agencié entonces, en la misma biblioteca, ejemplares de “Big Sur”, “Los vagabundos del Dharma”, “El viajero solitario”, “Los subterráneos”, y su ópera prima “El pueblo y la ciudad”. Contra todos mis pronósticos, descubrí a un escritor fascinante y sorprendente, esforzándose por ofrecer en cada libro un producto diferente. Me cautivó, sobre todo, su espíritu innovador, experimentando con una prosa espontánea y exuberante, fonéticamente armónica, cargada de marcado ritmo y tono poéticos. Su lectura me llevó incluso a preguntarme, gracias a esas asociaciones de ideas algo salvajes que siempre he padecido, si más de un prestigioso autor latinoamericano de la época no copió -disimulada o abiertamente- ciertas fórmulas inusuales propias de su estilo.
Sin embargo, como en todo romance -y posible adicción subsecuente-, sobreviene siempre un inevitable período de hastío. Entonces su narrativa de alto voltaje, que al principio me deslumbró por su vértigo, velocidad y osadía, de pronto empezó a quitarme el aire. Sus interminables oraciones de una página (o más) de extensión, me dejaban exhausto; a veces aburrido.
“Sólo escribe –fue su consejo a uno de sus amigos Beats-. No regreses al texto para corregirlo, déjalo fluir libremente”. Eso explica por qué -y cómo- escribió “On the road” de un tirón, resumiendo 7 años de viaje por los Estados Unidos en sólo 3 semanas de trabajo creativo. A lo mejor también por este motivo, pese al culto que se le rinde hoy, en su tiempo nunca lo tomaron realmente en serio. Cuando “On the road” apareció en el firmamento literario, un crítico suplente del “New York Times” manifestó que el público lector estaba asistiendo a un evento histórico y que Kerouac había estampado prácticamente el testamento de su generación, comparándolo con Hemingway. Un par de semanas más tarde, el crítico titular enmendó la plana de su subordinado atacando al autor y su obra, llamándolos “el hombre de Neandertal con máquina de escribir”. El mismo Truman Capote declaró en una ocasión: “Kerouac no escribe; mecanografía”.
De cualquier manera, cuando se mudó a vivir en Long Island, Jack era ya un tipo famoso. Eligió el pueblo de Northport, en particular, porque su paisaje marino, atravesado por colinas, le recordaba mucho a su natal Lowell en Massachusetts. En cierta forma también estaba huyendo del bullicio y la locura de la ciudad, tal como hiciera años antes Jackson Pollock, quien abandonó su departamento de Greenwich Village para refugiarse a pintar en un viejo taller cerca de la playa en East Hampton.
Contrario a lo que sucede con las 2 casas que albergaron en diferentes momentos a Walt Whitman, cuya ubicación es indicada hasta por las señales de tránsito en avenidas principales, ninguna de las 3 que ocupó Kerouac durante su permanencia en la isla han sido convertidas en museos. A fin de apreciarlas por fuera, sin perturbar a los residentes actuales, es preciso aproximarse con cautela, como un espía en misión secreta.
La primera propiedad, grande y cómoda, con un amplio estudio en el segundo piso y un jardín enorme rodeando el patio trasero, fue adquirida en Abril de 1958 con las regalías de “On the road” y obsequiada a su madre, quien prohibió el acceso a Allen Ginsberg porque, según advirtió a su hijo: “ese muchacho sólo está interesado en drogas y sexo”. Pese a la restricción, el poeta se las ingenió para pasar ese verano completo cerca de su amigo, con el pretexto de recolectar almejas en la bahía de Northport.
En Junio de 1959, debido a problemas financieros originados por sus excesos, Kerouac tuvo que mudarse a una vivienda remodelada -la mitad de tamaño, en relación con la anterior-, en cuyo sótano escribía apuntes para futuros trabajos hasta que el frío se tornaba insoportable en invierno y debía subir a guarecerse en la calefacción de la planta alta. Jack desalojó este inmueble en 1961.
Luego de un intervalo, en que se ausentó del pueblo, volvió en Diciembre de 1962 para instalarse en un rancho contiguo a un colegio de educación primaria. Aquí llegó a reunir alrededor de 1,000 libros, repartidos en una cantidad increíble de estantes. También adornó las paredes con pinturas de El Greco, Picasso, Van Gogh y Gauguin. Su intención de mantenerse alejado de las parrandas, jugando béisbol con los vecinos del barrio, a menudo se veía saboteada por intrusos desconocidos que continuamente invadían su privacidad y, cediendo a la tentación, terminaba escapándose con ellos a juerguear en las mansiones abandonadas de la Costa Dorada, a orillas de la zona norte de la isla. Finalmente, en Agosto de 1964 celebró una gran fiesta de despedida antes de partir a San Petersburgo, Florida (donde moriría 5 años después a causa de una agresiva cirrosis).
Bar Gunther´s es el lugar donde paraba más Kerouac que en la biblioteca
En el centro de Northport subsisten todavía 3 sitios emblemáticos en el paso de Kerouac por Long Island. Uno de ellos es el local original de la biblioteca (actualmente trasladada a una nueva sede), de la cual era asiduo usuario, aunque –consciente de su fama- rara vez ingresaba para evitar aglomeraciones en torno a él. Dejaba su solicitud de material en el vestíbulo y al final de la jornada un empleado de la biblioteca le hacía el favor de entregárselo en su domicilio.
A dos cuadras se encuentra el Gunther’s Tap Room, su bar favorito, que visitaba 4 ó 5 veces a la semana, donde además pasaba horas jugando billar, hechizándose con el jazz de Charlie Parker. El dueño del negocio recuerda que Jack se metía al baño con una maleta llena de botellas de whisky. Allí se encerraba a tomar sus tragos y luego pagaba la cuenta con un montón de monedas que su mamá le daba como propina antes de salir de casa.
Cruzando la calle, frente al bar, sobrevive aún el edificio donde funcionaba el estudio del fotógrafo Stanley Twardowicz, otro miembro de la Generación Beat, con quien Kerouac se reunía frecuentemente para conversar de arte, literatura y cultura en general. Muy a menudo tales charlas, alturadas al comenzar, con el correr de las horas y la llegada de otros compañeros “beats”, acababan en verdaderos bacanales. Una de esas noches Jack, harto del desbande que lo perseguía, se largó del lugar dejando tirados en el suelo una multitud de haikus que había estado escribiendo a espaldas de los demás.
Aunque la estadía de Kerouac en Long Island no fue en absoluto productiva en materia literaria –sin duda es muy difícil tratar de escribir algo mientras se pasa ebrio la mayor parte del tiempo-, no se puede negar que dejó plantada una huella indeleble en la memoria y el corazón de quienes compartieron esos 6 años con él. Y de aquéllos que, sin saberlo, vendríamos a conocerlo muchas décadas después.