Una vez vi explotar un coche bomba. Estaba en el octavo piso de un edificio en la avenida Arenales, visitando a mi padre en su trabajo. El estruendo hizo que todos echáramos cuerpo a tierra. Luego asomé por la ventana, que todavía vibraba, y vi el inmenso hongo de humo y fuego, y pequeños destellos –disparos-, y contemplé el desfile de patrulleros y ambulancias. Tenía trece años. Murieron tres personas.
Uno de mis tíos fue militar ycombatió en Ayacucho contra los terroristas, luego regresó a su tierra y organizó un frente de lucha con los ronderos. Otro de mis tíos fue inculpado por su novia y se le sentenció a diez años de prisión por repartir propaganda senderista. Con el primero conversé en una ocasión en las alturas del Culcuy, en Huánuco. Podía sentir su miedo y su rabia cuando me hablaba de los enfrentamientos, de ver morir a sus amigos, de ver la crueldad de las masacres terroristas. Del segundo no supe mucho, solo sé que mi mamá hizo todo lo posible por ayudarlo porque creía en su inocencia, pero en esos tiempos de terror y zozobra una simple acusación te sepultaba.
En un viaje de fiestas patrias, allá por 2002, regresaba de la catarata del Cisne, en Oxapampa. Un señor se había ofrecido gentilmente a hacernos un tour por una suma realmente cómoda. Estaba cayendo una lluvia torrencial, así que recogió a algunas personas atascadas en aquel diluvio. Un niño se sentó a mi lado, estaba sucio y vestía ropas viejas. Unos militares estaban al lado de la carretera. “Los sinchis son malos, mataron a mi papá y no era cumpa”, me dijo. Los miraba con odio, había un deseo de venganza anidándose a pesar de no reflejarse en su inocente voz cascada.
Yo también, de niño, le tenía miedo a los sinchis. Detenían los buses y subían armados y con pasamontañas. Pero eran los buenos, de seguro. Mi madre me tranquilizaba.
Mi padre trabajaba en un canal de televisión, era un tipo de peso y trayectoria, muy querido. Después del atentado en Canal 2 temí que su vida estuviera en peligro. Todas las noches sentía una angustia terrible cuando demoraba y no llegaba a casa.
Han pasado muchos años, veintitrés, desde que la policía atrapó a Abimael Guzmán. Pero es imposible que pueda olvidarme de todo aquello.
Ahora están saliendo libres, y me pregunto ¿qué hacemos con ellos?
La ideología de los terroristas era demencial. Nunca creí posible que sus ideas pudieran disuadirse. Después de ver la entrevista a Peter Cárdenas, de notar el fuego en sus ojos, su exaltación, su ímpetu, me di cuenta que estaba en lo correcto.
¿Podemos reconciliar a los terroristas? ¿Insertarlos nuevamente en la sociedad después de tenerlos un cuarto de siglo metidos en la cárcel? ¿Funcionan nuestras cárceles como correctoras de conducta?
A pesar de todo el fervor y catolicismo que nos define como nación, nos resulta imposible perdonar. Ha de ser imposible perdonar a quien partió a machetazos a tu familia, a quién dinamitó el cuerpo de un ser querido, al que embistió un cochebomba y sembró miedo en la mente de un chico de 13 años.
Pero entre el perdón y el rencor quizá estamos olvidando un problema de fondo, un problema mucho más grande. ¿Cuánto ha cambiado nuestra sociedad luego de veinticinco años? Es más, ¿cuánto ha cambiado desde hace medio siglo?
El origen de las protestas, de las revoluciones, desde siempre, ha sido el inconformismo, la lucha contra la indiferencia y la opresión, la idea de un mejor gobierno para el pueblo. La idea extremista y terrorífica de sendero y el MRTA fue la explosión insana de un malestar acuñado por décadas: Un gobierno de espaldas al pueblo, un gobierno de gente pudiente, de gente de apellidos hidalgos, virreyes aún dentro de un Perú independiente. Mientras que allá, en la lejanía de la capital, las personas han vivido olvidadas, marginadas, maltratadas o, incluso, ni siquiera existían. A veces releo a Ciro Alegría y siento que se ha detenido el tiempo. “Entonces mi pueblo era pues, un pueblo, no sé… un pueblo ajeno dentro del Perú” (Primitivo Quispe, Audiencia de Ayacucho, 08/04/2002). ¿Puede un extremista salir después de veinticinco años y encontrar un país que ya no sea caldo de cultivo para sus ideas perversas?
Yo viajo a la sierra, a pueblos en los que, después de cinco o diez años, llegas y no encuentras nada nuevo, donde los campesinos amanecen borrachos, tirados en las zanjas, porque no hay nada más que hacer después de la faena; donde los gobiernos regionales se tiran la plata irresponsablemente, y contentan a un montón de gente mal educada con dos grandes fiestas patronales al año y una corrida de toros; pueblos en los que solo hay energía eléctrica la mitad del día o no la hay del todo; pueblos a pocas horas de Lima, donde después de años las personas todavía no pueden contar con agua potable. Y desde el terrible gobierno de Fujimori hasta este último y vergonzoso gobierno, veo a un estado irresponsable, siempre enlodado por los escándalos y la corrupción, un estado que se sorprende año a año con el friaje en la sierra, como si nunca hubiera ocurrido antes, y cuya única reacción es pedir donaciones de colchas y comida y pagando el entierro de niños y ancianos que mueren por el mismo motivo año tras año; un estado que sabe que se viene un terrible problema climático como el fenómeno del niño y no toma previsión alguna; que ve como mineras y petroleras enferman y contaminan el medio ambiente, y lo único que hace es meterle bala a los campesinos que protestan; un estado cuyo poder judicial todavía se vende al mejor postor y pasa por alto cualquier delito a un hijo de alcalde o ex ministro, pero aplasta al pobre que no tiene recursos para defenderse; un estado que se relame en la indiferencia de su nación, cuya clase media vive enfrascada en su día a día y ha construido un muro invisible de cosas bonitas para evadir la realidad del resto del país –una gran porción de compatriotas- que viven en la miseria, el olvido y el maltrato.
Somos un país donde la comida tiene precios exorbitantes que engorda el bolsillo de un puñado de cocineros, mientras los campesinos siguen recibiendo migajas y siendo víctimas de la especulación. Un país donde un policía muere al reventarle una granada en la cara y es cargado como un paquete y tirado en la tolva de un patrullero para intentar ser atendido en el hospital de la solidaridad; donde nuestras fuerzas del orden no disponen de un equipo médico y un helicóptero para hacer un trabajo tan delicado como desactivar un explosivo, porque cada gobernante y su grupo suben a tirarse todo el dinero que se pueda, perjudicándonos y dejándonos en manos de la inseguridad y la delincuencia, mientras estúpidamente agachamos la cabeza y aceptamos el “roba pero hace obra” como la única forma posible de ser gobernados; un país que no es indiferente a la educación sino que vive en oposición a ella, sin querer entender que un pueblo bruto es un pueblo dócil.
Y, sumidos en esta terrible ceguera cultura, hemos aceptado sedarnos frente a una caja boba que destila un montón de naderías e idioteces; convertirnos en un atado de morbosos, viviendo del chisme del día, del romance entre un futbolista y una niña cuyo único talento es moverse como una culebra con cólicos acompañando a un grupo de cumbia; un pueblo cuya clase media tiene como máximo objetivo llegar al viernes para echar unos tragos en el bar de moda, reventar un poco la tarjeta de crédito y maldecir la llegada del lunes; una sociedad en la que los adultos han cambiado su pensamiento por memes homogéneos y banales, y por videos chistosos que comparten día a día en sus redes sociales; un pueblo que ha anulado su capacidad de crítica y discernimiento al punto de reprobar socialmente a todo aquel que intente hacerlo, y que sigue escogiendo a los mismos miserables que han saqueado al país, y que ahora grita indignado cuando ve que a los terroristas salir libres, pero nunca fue capaz de educar a las generaciones venideras sobre el terror que reinó en el Perú en aquella época.
Un pueblo que luego de tanto no ha aprendido nada del estado de derecho y la defensa de la república, y cuyo único pensamiento (con cartón de universidad bonita y maestría) es la de pedir que se atrape a un choro y se le linche, o de que llenemos las calles de militares para que le metan bala al primero que arranche una cartera. ¿Ha sembrado el Perú las bases correctas para impedir que estos tipos vuelvan a cultivar sus terroríficas ideas?
¿Cómo hará una madre de los barrios pobres y olvidados para disuadir a su hijo cuando este entre a alguna red social y encuentre un link que lo invite a integrar nuevamente las filas del terror, un link que puede ser escrito desde cualquier parte del mundo, por un terrorista que salió en libertad a ver que después de veinticinco años nada ha cambiado? ¿Cómo haremos para frenar a los jóvenes cuando hoy en este país, a diferencia de hace veinticinco años, las armas y las granadas se venden como golosinas? ¿Cómo controlaremos a los terroristas que salieron en libertad, si los gobiernos se la pasan usando el servicio de inteligencia para chuponear a periodistas y adversarios políticos?
Todos nos hemos equivocado. Y es nuestra falta de educación, solo nuestra falta de educación, nuestro deseo propio de no querer abrir un libro ni en broma, lo que nos pasa factura años tras año, y nos revuelca en el mismo lodo de siempre. Todos hemos construido esta realidad, con nuestra complicidad, silencio o indiferencia, y ahora simplemente pretendemos que alguien venga a hacer algo, como siempre; que alguien nos ayude, como nos ayudaron en la independencia, como nos ayudaron en la guerra contra Chile y como ha sucedido en muchos hitos de nuestra historia. Pero creo yo que es momento de empezar a hacer la tarea nosotros mismos, desde nuestras casas, conversando con nuestros muchachos, explicándoles qué fue el terrorismo, pero sobre todo por qué se originó, y reforzando en ellos algo que no aprendimos durante décadas: la educación en derechos humanos y la comprensión de cómo es que funciona una república, para que puedan escoger bien a sus gobernantes o, mejor aún, se animen a ejercer la política de forma íntegra.
Debemos enseñarles, finalmente, a mirar con respeto al prójimo, a eliminar barreras, a dejar el ánimo inquisidor frente a las minorías, a leer y educarse (educación, no entrenamiento). Quizá entonces podamos curar la enorme fractura de este país, esa que terminó llevándonos a la insania y al miedo, y que por nuestro bien no debe repetirse nunca más.