Opinión

Pistas de carreras: TWO-LANE BLACKTOP (1971) de Monte Hellman

Lee la columna de Rodolfo E. Acevedo Palomino

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Tanto en el cine como en la literatura, la carretera ha significado mucho más que un espacio de tránsito o una extensión que lleva a los personajes a lugares deseados. Ella misma ha sido el escenario en donde la experiencia se construye. Las interacciones entre sujetos, pero también con localidades, sitios de paso, establecimientos, adquieren una significación especial, al incidir en la travesía de los personajes, influyendo en su propio proceso formativo –individual o colectivo. La carretera, y el viaje a través de ella, también es una forma de mostrar un panorama, que va descubriendo la ruta, como un retrato social o un testimonio de época. En Two-Lane Blacktop –de Monte Hellman-, las carreteras son zonas de competencia, espacio anónimo lleno de pueblos y pequeñas ciudades, con autoestopistas despreocupados sin rumbo fijo, y corredores de autos en busca del próximo reto y el dinero de las apuestas. Allí están los dos protagonistas de la película, un equipo conformado por el Conductor y el Mecánico –no hay nombres-, manejando su Chevrolet 150 (de 1955) modificado para las carreras de “aceleración improvisada”.

En cada plano y secuencia, larguísimas carreteras son atravesadas por autos veloces, en donde gente va y viene sin aparente destino. Un discurrir eterno que apenas hace algunas paradas necesarias: comprar alimentos, cargar gasolina, dormir un poco, acordar competencias. Los pasajeros que se recogen, participan de ese desplazamiento perpetuo, y los lugares que se menciona como posibles puntos de llegada, suelen ser a su vez puntos de nuevas partidas. Ese continuo movimiento deja muy poco para el conocimiento de los otros. La velocidad de los personajes y sus intereses –las carreras, pero no solo ellas-, no admite el detalle de una relación más implicada. El trato es despersonalizado, explícito en los protagonistas, pero también en la mayor parte de los jóvenes que vemos. (Así, el intento de un vínculo romántico entre el personaje de la Chica –sin nombre-, y el Conductor, fracasa, sobrepasados por la desidia. Otro personaje, GTO -llamado así por el modelo de Pontiac que conduce-, es un hombre en sus cuarentas, que se une a los protagonistas debido a una apuesta. Pronto, sus habladurías y las diferencias evidentes entre él y los muchachos lo delatan, no parece estar preparado para seguir adelante en esa fría competencia –también intenta seducir a la Chica sin éxito. Se marchará, sin más, llevando a dos soldados).

En el contexto histórico de EE.UU. a inicios de 1970, Hellman trastoca ciertos símbolos de la época. El hippie que ya no lo es, y que solo conserva la apariencia. Una especie de “libertad” que permite hacer lo que se quiera, sin tener un horizonte definido, salvo la línea interminable de la carretera. La pérdida de aquella visión que hacía del viaje una alegoría de la búsqueda personal o generacional -al mismo tiempo subversiva al orden establecido-, será remplazada por la pura competencia y la sensación de éxito momentáneo, que como los objetos del deseo, nunca se alcanzan plenamente. (Los personajes son parcos, abstraídos en sus actividades, miran la carretera como el único refugio posible. De ahí que la perorata y las anécdotas de otros –como GTO-, no son de interés alguno).

Hellman crea una historia que no plantea demasiado conflicto entre sus figuras (quizás solo en GTO), y que sus arranques, de velocidad, son los únicos momentos en que puede percibirse cierta tensión, la compulsión de ir hacia adelante, sin que nada importe, salvo la capacidad de las máquinas y la pericia de sus pilotos. Una vehemencia que parece fundir el celuloide al final del filme. 

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