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PÁGINAS DE UN DIARIO / LOS DÍAS ORDINARIOS

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José Rosas Ribeyro y Margarita Caballero. Foto: JRR.

Hace un tiempo, Manuel Alberca, profesor de la Universidad de Málaga, especialista en  literatura autobiográfica y autor, entre otros libros, de una biografía de  Valle Inclán, de próxima publicación, leyó el primer volumen de mi diario, Los días ordinarios 1 (1977-1983) Cuadernos de la pasión. Me propuso luego hacer una pequeña selección de los diversos fragmentos que lo componen y publicarla en una importante revista de la Universidad de Barcelona, con una pequeña introducción suya. Acepté la propuesta y, por primera vez, se hizo público algo de lo que voy apuntando de manera secreta día tras días, semana tras semana, mes tras mes, año tras año, en hojas sueltas y cuadernos. He aquí, pues, partes de la introducción de Manuel Alberca y de la selección que hizo del primer volumen de mi diario. (J.R.R.)

 

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“Entré en contacto con José Rosas Ribeyro, porque había leído mi libro La escritura invisible. Testimonios sobre el diario íntimo, y quería comentármelo. En el curso de la conversación se identificó como un diarista de largo recorrido. Al final, mi curiosidad pudo más que su generosidad, pues acabamos hablando de su diario. Aparte de un álbum infantil, Rosas Ribeyro ha llevado diario desde los postreros días del exilio mexicano hasta el corriente año de 2014. Por tanto, los numerosos cuadernos que lo componen abarcan estos 37 años y dan cuenta de la aventura del exilio y de las vicisitudes personales, familiares, profesionales e íntimas. Me confió que, por aquellos días, ante el temor de perder las anotaciones diarísticas, le daba soporte informático a los cuadernos y hojas sueltas en los que había ido dejando la huella cotidiana del paso del tiempo. Me prometió que cuando acabase una parte significativa de la copia de los diarios me los enviaría. Los he leído subyugado por la aventura personal, pero también colectiva, que aquí se cuenta: sus avatares, desgracias y triunfos, su adaptación final y la conquista de una identidad nueva, es verdad que frágil e incierta.

¿Por qué y, sobre todo, para qué se lleva un diario? Sabemos que las respuestas posibles a estas preguntas son tan variadas y diferentes como diaristas hay, por lo que ni es conveniente ni acertado generalizar. A veces ni el propio diarista puede dar una respuesta satisfactoria: el gesto de la escritura cotidiana está tan interiorizado que le es imposible observarlo reflexivamente, es ya una extensión de su vida y de sí mismo. Por el conocimiento parcial que tengo, intuyo que los diarios de José Rosas Ribeyro, a parte de su valor literario y de su interés humano, han sido y posiblemente siguen siendo el salvavidas para no perecer en la travesía del exilio y el hilo de su escritura es el hilo de Ariadna que une entre sí las dos orillas de una vida partida:

“Esto que estoy escribiendo, desordenado ejercicio de la memoria, cuaderno de bitácora de viajes infinitesimales, balbuceos en el confesionario laico de mi máquina de escribir […] ejerce un efecto saludable que me está permitiendo sobrellevar los días presentes, días de angustia, días heridos, con una intranquilidad menos nerviosa y una infelicidad más apaciguada” (diciembre, 1977).

Aunque en esta ocasión sólo podrán leer algunos fragmentos, les  invito a recorrer conmigo el laberinto vital de Rosas Ribeyro. No saldrán defraudados. Antes les propongo algunos fragmentos de su Breve historia de un diarista, que me envió por correo y que, lamentablemente, creo que he perdido.” (Manuel Alberca)

 

El descubrimiento del diario

Dos descubrimientos tempranos, en la infancia, han influido de seguro en mi interés por la escritura diarística. Se trata, por un lado, de la lectura del Diario de Ana Frank, un libro que cuando lo leí, a los… ¿trece? años, me emocionó hasta arrancarme lágrimas y me enseñó que la vida de una persona cualquiera, cuando se la presenta con sensibilidad y en una combinación alquímica de aspectos exteriores e interiores de la vida, puede ser para quien la lee no sólo interesante sino, más aún, apasionante. Sin embargo, todavía más importante que éste fue para mí el descubrimiento del diario de mi abuelo Belisario. Era un cuaderno muy pesado, con formato de libro, con tapas duras de un color marrón que se acercaba al morado, con hojas interiores gruesas y con rayas muy suaves que facilitaban la escritura. Mi abuelo vivió la parte final de su existencia en Liverpool, Gran Bretaña, donde ocupaba el puesto de cónsul de Perú. Supongo que pasó allí unos diez años y murió muy joven, a los cuarenta y tantos años. Mi padre nació en Liverpool, de madre inglesa. Mi abuela se llamaba Bárbara. Digo esto para situar un poco el contexto del diario de mi abuelo, un objeto que desde niño me fascinó. En este cuaderno había algunas anotaciones en español pero, por lo general, el diario estaba redactado en inglés. Mi abuelo utilizaba su cuaderno para luchar contra el alcoholismo, su cuaderno era depositario de un combate perdido de antemano. Parece ser que Bárbara no quería que su hijo (mi padre niño) viera a mi abuelo Belisario en estado de ebriedad, y en el diario encontramos imágenes terribles de un padre que trataba de ver a su hijo desde lejos, sin que este le viera a él. Ya lo dije: este diario me fascinó y aún ahora, pese a que se perdió y desapareció de mi vista para siempre, me sigue fascinando. Podría decir incluso que ha sido para mí un ejemplo de cómo abordar la escritura, un paradigma.

 

    Hojas sueltas

1977

Noviembre (s. f.)

He terminado de realizar mis tareas cotidianas… lavar los trastes del desayuno y la ropa pequeña. Mis manos están heladas, los dedos entumecidos no los siento sobre las teclas. El árabe que vive al lado izquierdo de mi cuarto acaba de dar señales de vida. Como siempre, ha aparecido con el rostro hostil y amargo  -lo sé aunque no lo he visto- y, arrastrando los pies, se ha dirigido hacia el WC y se ha sentado durante un minuto y medio, sin preocuparse mucho por la suciedad y el mal olor. Su aparición cada mañana, a eso de las once u once y media, deja un rastro de humor cargado, un olor a sudor incubado tras semanas de trabajo físico. En menos de diez minutos estará listo para salir y bajará las escaleras con rumbo a la calle. Allí desaparecerá de mi oído. He notado que, cuando sale, va bien vestido. No elegante, pero siempre con la ropa bien planchada, nueva y, aparentemente, limpia. Lleva un sobretodo salido de un thriller  americano o una chamarra de cuero recién comprada. Nunca se le verá mal afeitado, como nunca se le verá tampoco sonreír o pronunciar algo que vaya más allá del gruñido con el que responde a mi bonjour  o a mi bonsoir . Ahora, en este instante en que dejo de golpear sobre las teclas de mi vieja Olympia, todo es silencio.

                        Oigo, de repente, el apurado trajinar de mi reloj a mis espaldas: me anuncia que faltan diez minutos para que sean las doce (en este instante el árabe acaba de arrojar el agua con que se ha lavado y rasurado). Debo emprender mi corto camino hacia el retrete con resignación y asco contenido. Iré premunido, en la mano izquierda, de VIM citron vert  y, en la derecha, de papel higiénico color cielo. Dentro de la cabina del WC me espera lo de siempre: la suciedad de todos mis vecinos. Y yo, que todavía tengo reparos (pero ¿hasta cuándo?), limpiaré con prisa. Antes el retrete era para mí un lugar de reflexión y lectura, hoy vacío rápidamente mis tripas -concentrando toda mi atención y el conjunto de mi sistema muscular en esa tarea- y paso de inmediato a la etapa de acarrear agua para la superficial, pero consoladora, limpieza corporal. Marga, dos pisos más abajo, debe de estar terminando su trabajo cotidiano. Volverá dentro de unos minutos y lo más probable es que me encuentre sentado aún en el wc. El árabe se ha vuelto absolutamente silencioso. Lo oigo, sin embargo, cuando abre su puerta e inicia el descenso. El estómago me llama… y voy hacia el infierno a paso ligero.

                                   

Diciembre, 9

Estuve escribiendo un texto o poema o como quiera llamársele -siempre estaré peleado con los géneros que envuelven y asfixian- en el que iba dando cuenta de mi vida con un flujo que surgía como si me hubiera abierto las venas […]. Ese poema pretendía marcar una ruptura con mi vida anterior y servir de «programa» para una nueva forma de existencia. Resumía en él mis últimas experiencias en París, mis relaciones eróticas, mi soledad meditativa en Alemania y la pasión que me mantiene vivo desde hace cinco años: Marga.

                        Quizá el no poder proseguir en ese proyecto me haya hecho regresar a estas confesiones auto terapéuticas. He llegado a un punto en el que el tema de mi relación pasional con Marga debía ser desarrollado de una manera también pasional en el texto. Esto lo había rumiado mucho en mi segunda estancia en Alemania. En Heidelberg lo percibí con claridad y un  texto que le envié en ese momento a Marga aparece incluído en el poema. Y en Upfingen, solo entre la gente de la aldea, o solo de veras al lado de una vaca tristona, le terminé de dar un sentido: todo lo que llevo escrito (y vivido) se sustenta, por ahora, en el amor de Marga. Y todo lo que me interesa desarrollar actualmente tiene que ver con ella: su búsqueda confusa de sí misma, el enfrentamiento constante con sus fantasmas infantiles, su extraña y contradictoria necesidad de afecto, lo que hemos podido sacar juntos de un pozo de desgracias y la variada gama de daños que nos hemos infringido mutuamente […].

                        No sé si seguiré en París, si seguiré impartiendo lecciones de español ayudado por mis dosis cotidianas de Ansiopax, si lograré soportar mi situación actual, mi ceguera, o si estallaré de nuevo y ya no controlaré las consecuencias que ello acarree. Nunca he estado tan solo como ahora y nunca he sentido a Marga tan cerca y tan distante. Nunca me había sentido confrontado, al mismo tiempo, con tantas experiencias dolorosas: los dos años de ausencia de Ximena, la lejanía de mi madre, la muerte de mi padre antes de que pudiéramos -como dice Pocho- iniciar un diálogo. Y ahora, como para completar este cuadro de dolor, la catástrofe que se anuncia en mi relación con Marga. El poema que estaba escribiendo no intentaba, por supuesto, explicar mi vida ni mi tiempo, ni a Marga y la unión de nuestros fantasmas. Ese poema debía construirse como un eje transformador en nuestro paso hacia una nueva etapa de la vida. Este texto, en cambio, no pretende transformar nada, sólo quiere explicar, testimoniar sobre un momento crucial de mi existencia y sobre quienes amo y me rodean. Aquí se trata de dejar una huella indeleble sobre lo que en verdad se extingue: una relación amorosa, una vida, una utopía. En la ficción del poema había un personaje que se veía desertor pero no derrotado, se veía abandonando parte de su pasado para asumir su vida de manera diferente. Ahora esa perspectiva ya no me parece posible: el personaje ha sido derrotado y va desertando de la vida en todas sus formas. La realidad se impuso sobre la ficción y la masacró. Hay, pues, urgencia. Y es esa urgencia, esa inmediatez, la que me lleva a escribir desesperadamente, contra-el-tiempo. Escribir, escribir, escribir, para dejar constancia de que llueve o nieva o hace calor, de que conversé con Marga, que Marina estuvo extrañamente de buen humor, que conseguí trabajo para salir mínimamente de la miseria.

                        Esta mañana, cuando empecé a escribir, creí que iba a tratar de explicar(me) quién era en definitiva Marga. Ahora pienso que no es el momento para lanzarme a tales elucubraciones. Marga sigue estando tan metida en mi vida y en lo que en ella ocurre que, para explicarla, tendría primero que entenderme yo mismo. Y eso, en el caos actual, es imposible […].

(LEE LAS PÁGINAS DEL DIARIO COMPLETO EN LA REVISTA LIMA GRIS 8)

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