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Pacto de caballeros

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Con la llegada de la noche nos entraron las ganas de fumar. Abandonamos el bar de Walter y partimos hacia Barranco, a visitar a Julio.

 Siempre terminábamos igual. Nos reuníamos los domingos por la mañana con la gente del barrio, jugábamos fulbito hasta el mediodía y después, todos juntos, recalábamos en la bodega de la  señora Gladys para tomar unas cervezas heladas. Bebíamos durante horas sin probar alimento. Cuando la tarde iba cayendo y empezábamos a sentir un poco de frío, medio borrachos ya, nos pasábamos al bar de Walter. Seis botellas más eran suficientes para que el gusano comenzara a moverse por dentro. La fría sensación de la cerveza en nuestros estómagos, sacudiendo nuestras cabezas, nos conducía irremisiblemente a pensar en eso. Siempre terminábamos igual.

—¿Ya? —me decía Pucho, de repente— ¿Nos vamos?—Vamos, pues —le contestaba, y salíamos casi sin despedirnos.

Tomamos un ómnibus en la Avenida Ayacucho. En quince minutos llegamos al callejón donde vivía Julio. Puesto que era lo único que alcanzamos a reunir entre los dos, sólo le compramos una remesa de ciento cincuenta intis. Antes de regresar compramos también algunos cigarros negros y una cajita de fósforos. Con ellos se fueron nuestros últimos billetes, así que el regreso debíamos hacerlo a pie. La casa no estaba muy lejos y Julio nos había despachado bastante bien; teníamos suficiente para volver caminando, conversando y fumando. Habíamos aprendido a hacerlo pausadamente, sin desesperarnos. No teníamos necesidad de estar volviendo la cabeza atrás a cada instante. Habíamos logrado que el acto de fumar fuera un acto placentero y no una experiencia de terror, como lo era ya para muchos de nuestros amigos. Lo asumíamos como una práctica natural. Claro que tomábamos también nuestras precauciones, sin duda; pero nunca llegábamos al extremo de ocultarnos. Fumábamos tranquilos, conversando; como si estuviéramos disfrutando la compañía de un buen trago. Nuestros diálogos abordaban problemas sociales, deportes, arte. “Cuando desaparezca la comunicación y nos juntemos sólo para fumar, entonces comenzaré a preocuparme”, pensaba yo cada vez que terminábamos de fumar y regresaba aturdido a mi casa en busca de algún programa de televisión que me ayudara a conciliar el sueño.

Dimos la vuelta en el Jirón Lima y entramos a la Avenida Jorge Chávez. Su deficiente iluminación nos favorecía. Pocos autos circulaban a esa hora de la noche y la gente, como era domingo, prefería quedarse en casa. A Pucho le preocupaban las torres rodeadas de alambres que se elevaban sobre el muro celeste de la otra cuadra.

—Toma —le dije, entregándole un Latino— Anda bajando.

—¿Y esos tombos? —preguntó él.

—Son avioneros —respondí— No dicen nada. Baja nomás.

Cruzamos la pista y empezamos a caminar por la berma central. Pucho frotó el cigarro con ambas manos hasta dejarle el tabaco a la mitad. Nos detuvimos junto a una de las pequeñas palmeras resecas plantadas a lo largo de la avenida.

—¿Ya abriste? —me dijo— Pásame uno.

Le extendí un paquete abierto y lo acomodó sobre la palma de su mano; con el cigarro entre los labios, de una chupada absorbió todo su contenido. Mientras lo hacía, yo vigilaba discretamente los alrededores.

—Rompe palos —me dijo, entregándome la cajita de fósforos.

Saqué tres palitos, les corté las cabezas y los partí por la mitad. Con los dientes, Pucho arrancó el filtro del cigarro y en su lugar colocó los palitos. Luego arrugó el otro extremo y cortó la punta que sobresalía. Así, el cigarro parecía un pequeño lápiz de color blanco. Lo encendió y lo pasó un par de veces por encima de la llama. Le dio dos pitadas fuertes y largas. Después me lo pasó.

—Está bueno —dijo— Cúralo un poco.

Con el dedo le unté un poco de saliva al lado del papel que no encendió bien y el cigarro empezó a consumirse de un modo más parejo. Fumé con tranquilidad. Le di también dos pitadas y se lo devolví. Dos pitadas y me lo devolvió. Dos pitadas y se lo devolví. Así hasta que se acabó. La misma operación se repitió a lo largo del camino. Nos deteníamos cada seis o siete cuadras, preparábamos uno (en realidad Pucho los armaba todos, yo no sabía hacerlo, así que sólo fungía como su secretario) y continuábamos. Conversábamos y fumábamos. Fumábamos y conversábamos. Sin embargo, teníamos mucho cuidado de esquivar a la gente que se agrupaba en las esquinas, especialmente a la que caminaba por la misma acera que nosotros. No queríamos tener problemas con nadie. Sin darnos cuenta nos habíamos acercado bastante a la casa. Empezamos a sentir las piernas algo pesadas. Se imponía un descanso. Propuse sentarnos un rato por ahí, en Surco todavía.

—Vamos mejor al parque del barrio —dijo Pucho— Ahí es más seguro.

En medio del parque estaba la cancha de fulbito. Nos sentamos en una de las bancas de cemento construidas alrededor del perímetro. Toda la zona se encontraba desierta y corría fuerte viento. Era cerca de la medianoche.

—Anda abriendo uno —dijo Pucho, mientras le quitaba el tabaco a un Latino— Vamos a hacer dos de a dos —añadió después.

Abrí los paquetitos con cuidado, evitando que el viento los vaciara, y se los entregué uno por uno. Los cargó en el cigarro y les puso los palitos de fósforos. Esperé a que terminara de armarlo para sacar los dos últimos paquetes que nos quedaban.

—Toma —le dije— Guárdalos tú.

Se los entregué y los metió al bolsillo de su pantalón. Siguiendo la costumbre establecida, Pucho se esmeró en hacer el penúltimo cigarro lo suficientemente grande y poderoso como para que nos remeciera el cerebro. La táctica era siempre la misma. Al principio los más delgados y chicos, para probar. Después los medianos. Y finalmente los grandes, los más fuertes. “Petroatómicos”, les decíamos.

A esas alturas ya sentíamos las piernas agarrotadas y calientes por la caminata, nuestros movimientos se habían vuelto torpes y rígidos, igual que nuestra respiración, y nuestros pensamientos se hacían cada vez más lentos y elásticos. Con inusitada fijeza nos quedábamos mirando hacia cualquier punto de la calle, teníamos las gargantas resecas por la falta de alcohol. Sentíamos en nuestro interior una extraña mezcla de laxitud y desasosiego.

—¡Excelente! —comentó Pucho cuando lo encendió y le dio una buena pitada, después de hornearlo sobre la llama del fósforo.

Mientras él fumaba, por la Calle Los Tamarindos vi aparecer una camioneta Blazer blanca, maltratada, con una gran mancha ploma en la puerta del copiloto, que avanzaba silenciosamente en dirección paralela a nuestra ubicación. Pucho no se percató de ella hasta que sintió, a sus espaldas, el ruido leve del motor.

—¿Qué es eso? —preguntó con desconfianza, sin volver la cara.

—Una camioneta equis.

—¿Sí?

—Creo —le contesté, ya no muy seguro porque noté que la camioneta aminoraba la marcha y sus dos ocupantes nos observaban descaradamente con los cuerpos inclinados hacia adelante.

—Mira bien —insistió Pucho, pero no esperó a que yo lo hiciera y miró de reojo a la derecha.

—¡Son rayas, huevón! —exclamó— ¡Párate y vámonos! ¡Camina!

—Aguanta, ya se van.

Pero no se fueron; siguieron observándonos. Yo continué sentado, fingiendo conversar, pero Pucho se levantó y empezó a caminar, ensayando una pésima simulación de indiferencia. ¡Para qué lo hizo! La camioneta se detuvo definitivamente y sus dos ocupantes se lanzaron de un salto hacia afuera.

—¡Alto! —gritaron.

Pucho siguió caminando, acelerando el paso.

—¡Corre! —me dijo.

Pero al ver que yo continuaba sentado (creí que eso era lo mejor), no le quedó más que detenerse y esperar. Los dos hombres de la camioneta llegaron en dos segundos hasta nosotros. ¡Qué manera de correr! El más alto de ellos ni siquiera le dio tiempo a Pucho para que botara el cigarro.

—¡Dame acá eso! —le dijo, cogiéndolo fuertemente del brazo, apuntándolo con su revólver.

De un tirón le arrancó el Latino de las manos: lo examinó, lo olió, hizo una mueca de asco y lo apagó. El otro hombre, más bajo y más joven, se había detenido muy cerca de mí, apuntándome con su metralleta.

—¿Dónde viven ustedes? ¿Qué están haciendo aquí? —preguntó el hombre alto, que parecía ser el jefe.

—Vivimos aquí en la otra cuadra, señor —respondió Pucho, señalando hacia el lado izquierdo del parque.

—¡A ver sus documentos, rápido!

Le entregamos nuestras libretas electorales. Después de revisarlas, le dijo al otro que las guardara.

—¡Ya! —dijo, guardándose el Latino en el bolsillo de su chaqueta— ¡Vamos a la camioneta!

—Pero ¿por qué, señor? —preguntamos, casi al mismo tiempo.

—¡Silencio, carajo! ¡Caminen!

—Pero señor…

—¡Vamos, vamos!

Como nos resistíamos a caminar, los dos hombres comenzaron a llevarnos a empellones.

—¿No podemos arreglar esto de alguna manera, señor? —le dijo Pucho al hombre alto, mientras avanzábamos hacia la camioneta tratando de zafarnos de sus brazos.

—En la estación vamos a arreglar.

—Pero señor, si podemos arreglar esto aquí —dije.

—Ya nos íbamos a nuestras casas —añadió Pucho.

—¡Suban a la camioneta!

—Caminen, caminen —agregó el hombre más joven.

—Comprenda, señor —supliqué.

El hombre alto se detuvo y me miró incrédulo, con sorna.

—¿Estabas fumando o no, huevón?

—Pero es sólo uno, señor.

—¡Nada! Uno o cien son la misma cosa. ¡Suban!

—Allá van a arreglar —dijo el hombre más joven en un tono más suave, como para darnos confianza— Suban a la camioneta.

Estábamos ya delante del vehículo, las puertas abiertas, pero ninguno de los dos se animaba a subir.

—Señor, entiéndanos —insistió Pucho— Busquemos una forma de arreglar esto.

—¡Claro! —dije— Podemos resolverlo aquí, señor; sin necesidad de ir hasta la estación.

—Allá vamos a arreglar —respondió secamente el hombre alto, que empezaba a impacientarse— Ahora suban.

—Pero señor, podemos…

—¡Sube carajo! ¿O quieres que te meta un golpe? —e hizo la finta de golpearme con la cacha de su revólver; estaba enfurecido.

Pucho y yo nos miramos resignados. Teníamos que subir; no nos quedaba otra. Cuando se sube a una de esas camionetas el asunto puede adquirir cierta gravedad. Sin embargo, pensábamos que aún podíamos convencerlos. Seguramente nos darían un par de vueltas por ahí, para hacernos aflojar, y después nos picarían. Era lo clásico. Pero pronto nos dimos cuenta de que no habría vueltas esta vez. La ruta que tomó la camioneta era la que conducía directamente a la estación; lo sabíamos.

 

—Señor, déjenos ir —comencé de nuevo— Le juramos que no lo volvemos a hacer.

—Mira compadre —dijo el hombre alto, mientras conducía el vehículo—, si dejáramos ir a todos los que agarramos, así como a ustedes, nunca cumpliríamos nuestro deber. Nosotros damos un servicio a la comunidad. Nuestro deber es protegerla, ¿entiendes? Esto les va a servir de escarmiento.

—Pero señor —dijo Pucho—, no le estamos haciendo daño a nadie. No somos delincuentes.

—Estábamos cortando los tragos de la tarde nomás, señor.

—Yo no tengo la culpa de que se pongan a fumar. Se hubieran ido a dormir tranquilos y no hubiera pasado nada.

—Era el único, señor —aclaró Pucho.

—Eso lo vamos a ver en el laboratorio.

—Señor, perdónenos por favor.

El hombre aceleró la marcha. Pucho insistía.

—Háganos ese favor señor, por favor. Nos va a hacer un daño. Estábamos fumando uno solamente.

Hubo un momento de silencio. El hombre alto parecía estar tramando algo.

—Los dejamos ir si nos dicen dónde la han comprado —dijo por fin.

—Quién se las vende —agregó el más joven.

La propuesta no era precisamente la que nosotros esperábamos. ¿Cómo íbamos a embarrar a Julio? No, no era posible.

—No sabemos quién es, señor —dijo Pucho.

—¡Cómo que no saben! ¡No se hagan los cojudos!

—Son unos negros que andan por la Plaza Raimondi —dije— Pasamos por ahí y le compramos a uno de ellos, pero no sabemos quién es ni adónde vive.

—No, no. Tienen que llevarnos al sitio y decirnos quién es. Si no, nada.

—No los conocemos, señor.

—No sabemos quién es.

—Están jodidos, entonces. No hay trato.

—Ya pues señor, entiéndanos. Por uno solamente no es justo que nos haga esto, señor.

—Era sólo uno, señor.

—Les vamos a hacer un oficio para el laboratorio. Si se han fumado sólo uno, como dicen, el examen sale negativo y se van.

—¿Y si no? —pregunté, asustado.

—Quince días en la carceleta —respondió el más joven— Y si no los pueden sacar de ahí, los pasan a Lurigancho mientras les hacen el juicio.

Quedamos consternados, incapaces de seguir porfiando. Estoy seguro de que en ese momento ambos juramos internamente no volver a hacerlo nunca más, pero el arrepentimiento, como en la mayoría de los casos, llegaba demasiado tarde. La camioneta seguía avanzando velozmente rumbo a la estación. A esa hora debíamos estar acostados, durmiendo la borrachera de la tarde, en cambio estábamos sentados en esa camioneta fría, sin saber bien cuál sería nuestro destino inmediato. Me reproché el no haberme ido a la cama temprano, y anhelé hacer muchas cosas al día siguiente: levantarme a las seis, con las sacudidas frenéticas de mi abuela, para ir a comprar el pan; tomar el duchazo matinal de agua helada; respirar saludablemente, camino de la panadería, el aire fresco de la mañana. Pucho había pegado su cabeza rubia a la ventanilla del vehículo. Estaba mirando al infinito a través de sus anteojos redondos de intelectual, pensando tal vez en su familia, en lo que dirían cuando se enteraran de que iba a pasar quince días en cana porque lo habían pescado fumando. Y su madre, que a principio de año le había prestado mil dólares para que se bandeara con ellos hasta que consiguiera un trabajo o lograra cerrar algún buen negocio, ¿qué le diría después de esto? No iba a felicitarlo, seguramente.

Los hombres de adelante se veían indiferentes; en medio de mi preocupación pude observarlos. Iban vestidos con unos modelitos ridículos, como sólo ellos saben usar. Igual que a los maricones, a los rayas se les conoce por la mirada. Pero también, y sobre todo, por la manera de vestir. Ellos son quizás los hombres que ostentan el más pobre concepto sobre el buen gusto en el Perú. El hombre alto, aparte de los zapatos blancos de charol, llevaba chaqueta y pantalón celestes de dril. Para darse aires de maloso -aunque por sus rasgos de forajido converso, aquello no era muy necesario en realidad-, masticaba con desprecio, por un solo lado de la boca, un chicle inocente. Todos sus gestos me eran familiares; los había visto mil veces en las películas de James Cagney. El más joven, robusto él, casi gordo, daba la impresión de ser más asequible. Tenía puesto un estúpido conjunto marrón de corduroy barato, todo brilloso, que estaba a punto de reventarle a la altura de la panza; y aunque era ya más de la medianoche llevaba orgulloso sobre su nariz uno de esos horribles lentes negros de marco dorado, imitación de marca mundial, que venden los ambulantes. Entre sus piernas se erguía un evidente rezago del conflicto con el Ecuador: su metralleta.

Doblando la esquina en la calle de la municipalidad, divisamos la estación. Era una construcción vetusta y sucia enclavada en el corazón mismo del pueblo de Surco, en una calle estrecha y pobre; al lado del mercado, frente a la biblioteca. En el muro de la entrada, tres hombres interrumpieron su charla al vernos llegar. Cuchichearon algo mientras bajábamos de la camioneta y nos siguieron con la mirada hasta que estuvimos adentro.

—Siéntense ahí —nos dijo el hombre alto, señalando un largo banco de madera pegado a la pared. Se acercó a la puerta e hizo pasar a uno de los hombres que conversaba afuera.

—Regístralos en el cuaderno y hazles un oficio para el laboratorio —dijo— Les hemos encontrado esto. Aquí están sus documentos —y puso sobre el escritorio nuestras libretas electorales, que se las había pedido al hombre más joven, y el Latino requisado, que sacó de su bolsillo. Luego entró a una oficina contigua. El hombre más joven lo siguió.

El encargado de redactar el oficio para el laboratorio era un muchacho como nosotros, tendría nuestra edad inclusive, y por su facha tranquilamente podía imaginarlo trabajando en un Banco o en cualquier empresa privada. No me explicaba cómo podía estar allí, mezclado con esa clase de gente. Sin embargo, se le veía contento con su trabajo. Anotó algo en un cuaderno sucio, luego se sentó frente a una máquina de escribir viejísima y colocó algunas hojas con papel carbón en el rodillo. Después de leer nuestros nombres en las libretas electorales, empezó a teclear torpemente, a dos dedos, unas palabras.

—Hermano —le dijo Pucho, reconociendo en el muchacho un semblante amigable— ¿No podemos evitar todo esto?

—El alférez ha dicho que les haga el oficio para el laboratorio.

—¿El alférez? —pregunté, extrañado.

—Sí, el que los ha traído aquí es el alférez.

Jamás lo hubiera creído. Más que un alférez, el hombre alto parecía un hampón retirado. Pensé que se trataba de un soplón cualquiera.

—Bueno, pero ¿no podemos arreglar esto de otra forma? —prosiguió Pucho.

—Aquí es muy difícil. Esto lo han debido arreglar antes, afuera.

—Sí, pero…

—Además -agregó, mostrándonos el Latino—, si les han encontrado esto

Sacudí la cabeza y preferí mirar a otra parte. Un poco más allá, en otro escritorio, un joven de bigotes ralos escribía, en una máquina tan antigua como la de nuestro nuevo amigo, las declaraciones que prestaba, sentada frente a él, una mujer humilde vestida de negro, a cuyo lado se acurrucaba una niña asustada. De rato en rato, el joven mecanógrafo desprendía los ojos del papel que estaba tipeando para escrutarnos fugazmente.

—Oye hermano —insistía Pucho—, es sólo uno. ¿No crees que puedan dejarnos ir? ¿Tú nos puedes ayudar?

—¿Era el único? —preguntó el muchacho, solicitando franqueza con su mirada.

—No, pero…

El muchacho hizo un gesto de reprensión con la cabeza.

—El alférez ya ordenó. Yo no puedo hacer nada —y continuó tipeando el oficio.

—¿Él es el jefe aquí? —pregunté.

—No, el teniente.

—¿Quién es?

—Afuera está.

Estiré el cuello para mirar hacia afuera. Allí estaban los otros dos hombres conversando.

—¿Cuál de ellos es?

El muchacho se incorporó y miró a través de una pequeña ventana.

—El de la izquierda.

—¿Podemos hablar con él?

—No, ahora no.

—¿Por qué?

—Está ocupado. No le gusta que lo interrumpan. Hay que hablar con el alférez primero.

En ese instante entraron dos hombres a la estación. Uno bien plantado, de aspecto marcial, empujaba con su mano armada por un revólver a otro flaco, desgreñado y ojeroso, con medio cuerpo desnudo, que farfullaba algunas palabras maceradas en ron; se defendía de los empujones, decía que él no lo había hecho y que lo dejaran en paz. Pasaron de largo frente a nosotros hasta desaparecer al fondo, tras una desportillada puerta de madera.

—Es nuestro inquilino —explicó, bromeando, el muchacho— Pasa más tiempo aquí que en su casa.

Sonreímos. Al mirarnos, Pucho y yo comprendimos que existía todavía una ligera esperanza de que ese penoso trámite no prosperara. El muchacho parecía entender nuestra situación, lo cual nos aliviaba, pues confiábamos que a través de él podríamos encontrar una salida a nuestro problema sin necesidad de que se armara un escándalo con nuestras familias.

El alférez salió de la oficina.

—¿Ya está el oficio? —preguntó. Su tono era enérgico, inflexible.

—Todavía, mi alférez.

Se paseó delante de nosotros por un momento, con las manos en la cintura, mirándonos con crudeza.

—Cuando termines me lo alcanzas —ordenó— Y que pasen —agregó, señalándonos— Yo les voy a hacer el atestado.

Luego regresó a la oficina. Al cabo de un rato, cuando el oficio estuvo terminado, el muchacho se levantó y extrajo los papeles de la máquina de escribir.

—Vengan por acá —nos dijo.

Entramos a la oficina. Era una habitación pequeña y cuadrada, sin gracia, que en algún tiempo debió haber sido uno de los dormitorios de aquella vieja casa convertida ahora en estación policial. El hombre más joven estaba apoyado en la pared, con los brazos cruzados, debajo de una ventana alta que daba a la calle. Cómodamente sentado detrás del escritorio, el alférez leía un papel mecanografiado.

—Siéntense —nos dijo.

Por lo menos ahí los asientos no dolían tanto; eran de metal pero tenían cojines de espuma sintética forrados en marroquín plomo. El muchacho le entregó el oficio, nuestras libretas electorales y el Latino requisado. El alférez leyó el documento para el laboratorio, asintiendo en señal de conformidad. Luego levantó los ojos y nos quedó mirando alternativamente.

—Bien —dijo— Vamos a hacerles el atestado.

Tomó unas hojas en blanco, les intercaló papel carbón y las colocó en su máquina de escribir. Con lentitud tipeó algunas palabras, deteniéndose a cada momento para releer lo escrito. Pucho y yo estábamos impacientes; nos mirábamos, nos frotábamos la cara, nos rascábamos la cabeza, recorríamos con la vista toda la oficina.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó de pronto el alférez, dirigiéndose a Pucho, sin entender lo que leía en el oficio.

—Antonio Seno.

—¿Cómo?

—Seno —respondió Pucho, y para ser más explícito añadió:— S-E-N-O.

—El otro apellido…

—Bronzini…B-R-O-N-Z-I-N-I.

El alférez continuó tipeando algunas palabras más mientras que a mí no me preguntaba nada. El hombre más joven le decía a Pucho que estábamos en un problema del carajo; le recriminaba amigablemente el hecho de que hubiéramos estado fumando a la vista de todo el mundo; le decía que esas cosas no se hacen así nomás, como quien se fuma un cigarro a la entrada del cine; cualquiera tiene más cuidado, pues compadre.

—Listo —dijo el alférez, arrancando el papel de la máquina. Lo unió al oficio y le extendió ambos documentos a Pucho.

—Léelos —le dijo.

Pucho los leyó rápidamente, pero con mucha atención. A medida que lo hacía su rostro se iba arrugando, mostrando disconformidad. Hizo varios movimientos de negativa con la cabeza.

—No puedo firmar esto, señor —dijo rotundamente, sosteniendo los papeles entre sus manos.

—¿No fue así como pasó todo? —inquirió el alférez.

Pucho asintió.

—Tienes que firmar, entonces.

Le pedí a Pucho los papeles para leerlos. Uno era el oficio dirigido al laboratorio de la policía ordenando que nos practicaran los exámenes toxicológicos. El otro era el atestado donde se describían, escuetamente y con muchos errores de ortografía, los hechos ocurridos. Mi nombre aparecía en el texto sindicándome sólo como acompañante. En cambio a Pucho lo comprometían por completo; lo acusaban de ser el autor del delito. Su nombre estaba escrito en mayúsculas al pie de la hoja para que estampara su firma.

—Mi familia no tiene por qué enterarse de esto, señor —dijo Pucho— Me va a hacer un gran daño.

El alférez agrandó los ojos y se encogió de hombros, mostrándonos las palmas de sus manos.

—Debiste pensar en eso antes —dijo.

—¿No podemos arreglar esto, señor? —pregunté— ¿No hay alguna forma?

—Por favor, señor —rogó Pucho.

—Pídanos lo que quiera —añadí— Le juramos que no lo volvemos a hacer.

El alférez sonrió sin ganas. Sus compañeros se burlaron de nuestra proposición.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó el alférez. Luego de una pausa se dirigió al muchacho que redactó el oficio para el laboratorio.

—Llévalos donde el teniente —le dijo— Que hablen con él.

El muchacho nos guió hasta la entrada de la estación. Afuera todavía estaba el teniente conversando con el otro hombre.

—Quédense aquí —nos dijo bajo el dintel, y salió para acercarse al oficial.

Vimos que conversaban. El teniente parecía hacer algunas preguntas y el muchacho responderlas. En sus rostros no había gestos ni expresiones que nos indicaran el sentido de la conversación. Dos minutos después, el muchacho regresó.

—¿Qué dijo? —preguntamos angustiados.

—No quiere. Le expliqué la situación y le dije que querían hablar con él, pero dice que no. Quiere que sigamos con el trámite regular. Vamos a la oficina.

El temor nos invadió nuevamente.

—¿Y? —preguntó el alférez al vernos entrar.

—No quiere —respondió el muchacho.

—Bueno —suspiró el alférez, recogiendo su lapicero del escritorio— ¿Alguno de ustedes tiene teléfono?

—Sí, yo —respondí.

—Puedes llamar a tu casa y avisar que te vas a quedar. Que avisen también a la casa de tu amigo y que les traigan frazadas, comida.

Después le extendió su lapicero a Pucho y le señaló los documentos sobre el escritorio.

—Firma de una vez, compadre —le dijo.

Pucho no obedeció. A cambio replicó:

—Señor, comprenda por favor. Díganos cómo podemos arreglar esto. Pídanos lo que quiera.

—Por favor, señor —imploré.

El alférez se tiró para atrás en su asiento y se puso a pensar. El hombre más joven se acercó al escritorio y recogió un cortaplumas, con el que empezó a juguetear mientras nos examinaba de arriba abajo. Por espacio de unos minutos se impuso en la oficina un silencio lleno de incertidumbre para nosotros. Los tres hombres nos miraban y se miraban entre sí.

—Está bien —dijo el alférez súbitamente, poniéndose de pie.

Luego se dirigió al muchacho que redactó el oficio para el laboratorio.

—Anda donde el teniente de mi parte y dile que aquí los muchachos quieren llegar a un arreglo. Que él decida.

Todo el tiempo que el muchacho estuvo afuera, el alférez, apoyado de espaldas al borde del escritorio, se dedicó a darnos una lección de civismo.

—Ustedes son muchachos de buena familia —nos dijo, en tono amistoso esta vez— Se les ve. ¿Por qué andan, entonces, fumando por ahí, como cualquier huevón?

—Es que no lo hacemos con mala intención, señor —expliqué— Sólo para cortar los tragos, nada más. No somos delincuentes.

—¡Pero no pueden estar fumando en pleno parque, con toda la concha del mundo!

Reímos tímidamente, como para aflojar un poco la tensión.

—Sí —dije— Reconocemos que hemos hecho mal, pero le juramos que no lo volvemos a hacer, señor.

—Déjenos ir, por favor —dijo Pucho.

—Vamos a ver qué dice el teniente.

El hombre más joven observó el Latino encima del escritorio. Lo cogió con curiosidad y lo examinó por un momento.

—¿Cuánto cuesta esto? —nos preguntó.

—Diez intis cada uno —respondió Pucho.

—¿Y cuántos le meten aquí?

—Dos.

—¿En esto gastan su plata?

Pucho asintió con timidez. El hombre más joven menó la cabeza y dejó el Latino donde lo había encontrado. Después los dos hombres entablaron una conversación que les hizo olvidarse de nosotros por unos minutos. En eso regresó a la oficina el otro muchacho. Al entrar me hizo una seña levantando su índice derecho. No comprendí bien. Se acercó al alférez y le murmuró algo que no alcanzamos a oír. Después de escuchar, el alférez volvió a su asiento y buscó una posición más o menos formal para comenzar a hablar.

—Está bien, muchachos —dijo, cogiendo los documentos— Los vamos a dejar ir, pero antes vamos a llegar a un acuerdo. ¿Está bien? Un pacto de caballeros.

—¿Cuál es? —preguntamos expectantes.

—Nosotros vamos a dejar en suspenso el trámite de estos documentos, pero ustedes tienen que traernos el martes.

—Mañana mismo —interrumpí.

—No, el martes; mañana descansamos. Tienen que traernos un palo verde. ¿Qué les parece? ¿Está bien? Aquí mismo, el martes a las dos de la tarde.

¿Un palo verde? Eso era mucha plata para nosotros. Pucho y yo nos miramos: estábamos de acuerdo. Cómo no íbamos a estarlo, si era la única salida que teníamos. Ya después veríamos de dónde sacábamos el dinero.

—Está bien —dijimos— El martes, entonces.

—Muy bien —dijo el alférez, y dirigiéndose a Pucho, agregó:— Pero tienes que dejar firmados estos papeles. Las libretas electorales también se quedan. Si no vienen el martes, continuamos con el trámite y ahí sí que se joden.

—No se preocupe, señor —dije.

Pucho miró socarronamente al alférez, pero igual se apuró en firmar los documentos.

—Bien —dijo el alférez— Ahora ya pueden irse -y guardó en el cajón del escritorio los documentos firmados, nuestras libertas electorales y el Latino requisado.

—Gracias, señor —dijimos.

Antes de salir, nos advirtió:

—Así que ya saben, ¿ah? El martes a las dos. Es un pacto de caballeros.

—Sí, no se preocupe.

Sentimos un alivio total cuando nos vimos, por fin, fuera de la estación. De regreso a casa, Pucho me contó que, en el parque, mientras los dos hombres nos conducían a empellones hacia la camioneta, había dejado caer solapadamente los últimos paquetitos que nos quedaban.

—Es extraño que ni siquiera nos hayan revisado —comenté.

—Sólo querían asustarnos.

—Sí, pero estuvo fuerte esta vez. De verdad que la vi verde.

—¿Por qué no corriste cuando te dije, huevón? Nos hubiéramos perdido entre los pasajes y no pasaba nada.

—Me cagaba de miedo. Pensé que se iban a ir, pero en fin, ya está hecho.

—¿Vamos a buscar los que boté en el parque?

—Si quieres. Aquí me queda un Latino todavía.

Regresamos al parque. Eran ya casi las tres de la mañana y el frío arreciaba. No se veía un alma. Avanzamos más o menos hasta el lugar donde nos agarraron.

—¿Por dónde los botaste? —pregunté.

—Por aquípor aquí…—respondió Pucho dando pasos inseguros, mirando al suelo.

Empezamos a buscar. Pucho trazó un radio de acción dentro del cual estaba seguro había dejado caer los paquetitos. No encontramos nada. Sólo pudimos ver piedras de todos los tamaños y formas, chapas de gaseosa, colillas de cigarro, fósforos partidos por la mitad, pedacitos de papel periódico, envolturas de condones y caca de perro.

—Imposible encontrarlos —dije— Hay muy poca luz.

—Por aquí deben estar. Sigue buscando.

—No vayan a venir los rayas de nuevo y la cagada. Vamos, nomás.

—Ahorita los encontramos.

Pensé que, quizás con la confusión, Pucho se había equivocado de lugar, así que me aparté e indagué fuera del radio de acción trazado. Unos metros más adelante hallé los dos paquetitos.

—¡Aquí están! —exclamé, y me agaché a recogerlos.

—¡Ajá! ¿Ves? Por aquí tenían que estar. A ver, dámelos. Vamos a darle vuelta de una vez. Pásame el cigarro que te queda.

Para ser el último, estuvo realmente bueno. Salió grande y cargado. Lo fumamos sin conversar y nos fuimos a dormir; un poco aturdidos, un poco asustados.

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