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NO SER MÁS

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“Cada día nos despertamos ligeramente transformados. Y la persona que fuimos ayer ha muerto. ¿Por qué entonces decimos ‘ten miedo a la muerte’, cuando la muerte viene por nosotros todo el tiempo?”

-John Updike

 

1

Siempre he tenido curiosidad respecto a la muerte. Al decir muerte me refiero al fin de la vida en la única forma en que la conocemos; el momento en que la maquinaria de carne y sangre se apaga y nos convertimos en un cenotafio de nuestra humanidad.

Me intriga aquello que se extingue tras el inmediato cese de nuestras funciones vitales –Alma, ánima, psique -, esa energía que se libera tras el largo y devastador sonido en el monitor cardiaco y que deja el cuerpo inerte, helado y distante de quien alguna vez fuera un pariente, un amigo, una esposa; de alguien que sonrió con nosotros, comió con nosotros y conversó con nosotros y que de pronto ya no es más que una manifestación de nuestra memoria. No es que le busque una explicación al fin de nuestra existencia, a la muerte no la cuestiono, tampoco le temo, pero me consterna por lo que es capaz de hacer, por lo que causa, por lo que le deja a los que seguimos vivos, cargando el dolor a cuestas, intentando olvidarnos de ella a pesar de que la cargamos día a día, y aguarda por nosotros a cada momento.

No hace mucho la tuve cerca, respirándome a la cara desde su invisible pero tan tangible fortaleza. Terminé conectado a un monitor cardíaco tras una terrible infección respiratoria que me obligó a mezclar todo tipo de pastillas e inyecciones que, de forma irreverente, mezclé luego con licor. La mañana del supuesto último día de mi vida desperté con una opresión dolorosa en el pecho que me hizo caminar, trastabillando, hasta la zona de emergencias de un policlínico en el cual una amable recepcionista detuvo a los demás enfermos para pedir que me atendieran de inmediato. Todas mis preguntas eran silenciadas por dos enfermeras que casi chocaban entre ellas tratando de salvar mi vida. Al ver el desfibrilador y el monitor cardíaco abriéndose paso en el estrecho lugar donde era atendido, comprendí que estaba en un terrible aprieto.

Estaba solo, tendido sobre esa cama, lejos de la gente que amaba, distante de haber cumplido los pequeños objetivos que había planteado para mi vida, con un libro de cuentos sin pena y sin gloria, distante de todas las novelas y crónicas que había pensado escribir. “Así que esto es todo”, pensé, mientras mis ojos recorrían el techo del lugar y el dolor parecía romper mi esternón y recordé el poema fúnebre del emperador Adriano, “Animula, vagula blandula / hospes comesques corpori…” (Pequeña alma, blanda y errante, huésped y compañera de mi cuerpo…), que leí en un libro de Youcenar. No soy creyente, así que no hice plegarias. Solo traté de evocar algunos momentos, que de pronto se vieron tan nítidos en mi memoria. Un enfermero sacó el teléfono celular de mi bolsillo y me pidió que le diera el nombre de alguien cercano. Ese día no morí, pero la dura experiencia lejos de asustarme me llenó de optimismo. Me sentí firme en mis convicciones: no me quebré ni le imploré piedad a ningún dios, confirmé quienes eran las personas que amaba porque pensé en ellas antes que en nadie más y, sobre todo, manejé con temple la proximidad de mi fin.

 

2

Tenía seis años cuando falleció mi abuela. Mi madre me había enseñado a decirle “mamita”, una palabra que nunca era pronunciada sin la carga de ternura correcta y que yo asociaba mucho a su presencia física. El rosto de mi abuela era triste, y  su cuerpo adelgazaba día tras día. Mi madre me llevaba a visitarla en las tardes, mientras ella se juntaba con sus hermanas para ver la novela y preparar el lonche en la casa donde toda la familia vivía junta. Yo entraba a la pequeña habitación del primer piso y mi abuela, echada en la cama, me extendía sus manos delgadas y reclinaba las piernas cobijadas bajo una manta para que yo pudiera jugar con mis carritos y hacerlos cruzar una ficticia montaña hecha de tela. A veces conversaba conmigo, pero no puedo recordar su voz ni sus palabras, solo su figura delgada y su mirada lánguida. Una tarde se la llevaron al hospital.

Mi madre me hacía llegar sus saludos y yo le mandaba a decir que la extrañaba y que esperaba que pronto estuviera en casa para seguir jugando. El día que falleció, yo me alistaba para la academia de natación y mi madre preparaba el desayuno. No teníamos teléfono en casa y el vecino de al lado, que si lo tenía y que nos lo había ofrecido para cualquier emergencia, le dijo a mi madre que la llamaban del hospital. Mamá dejó el estofado hirviendo y fue a atender la llamada. Segundos después la escuché gritar y salí a buscarla. La puerta de la casa vecina se abrió de par en par y la encontré de rodillas, con las manos juntas, llorando desconsolada y mirando al techo con el rostro descompuesto por la pena. El sol de febrero iluminaba todo en rededor, pero mi madre estaba ahí, llorando, en la oscuridad, como un animal herido en su cueva. Mi abuela no regresó nunca más a casa y no volví a jugar con ella. Pensé que quizá algún día mi madre también se iría y no regresaría nunca. Desde entonces intenté estar siempre cerca de ella.

Mi abuelo, en cambio, pidió que lo libraran del tumulto de enfermeras y malas comidas, y decidió morir en casa, doce años después de la partida de mi abuela. Era un tipo gruñón y licencioso, que vivía atormentado por los titulares de los periódicos chicha donde anunciaban el fin del mundo o una guerra nuclear. Tenía miedo, pero como muchos hombres hechos de la nada y sobrevivientes a duras penas, solía mostrarse duro. Muchas veces su miedo evidenciaba un peso terrible en su conciencia, que él solo tendría que ver cómo reparar o cargárselo a la tumba. Conmigo, sin embargo, hacía muestra de una paciencia y dedicación absoluta. Solíamos pasar las tardes cazando pichones con la carabina, o pegando figuritas en mis álbumes de ciencias e historia natural, los únicos que mi madre me dejaba coleccionar vaya uno a saber sus razones.

Cuando cumplí once años me enseñó los primeros acordes de guitarra, que a decir verdad eran los únicos que sabía (sin que ello le impidiera tocar tantas canciones sin desentonar) y, luego de que ingresé a la universidad, me dicto cátedra de “callao” (juego de dados) y a hacer seco y volteado en demasía. Fue esto último lo que complicó su salud y lo enfermó sin remedio. La gran vida no es eterna, y mi abuelo tuvo que internarse en el hospital mientras sus hijos escuchaban la sentencia. La última vez que lo vi con vida estaba echado en su cama, soportando el dolor del cáncer en su estómago con el estoicismo de un héroe mitológico. Me hablaba de la música de Pinglo y del fin del mundo que tanto había temido y que nunca llegaría a ver. La mañana siguiente uno de mis tíos nos dio la noticia. Fuimos con mi madre a su casa y cuando entramos a su habitación había un aire denso. El cuerpo de mi abuelo yacía echado, con una expresión de dolor en el rostro, la cabeza tirada hacía atrás rebasando la almohada, las manos engarrotadas por el inicio del rigor mortis. Vestía un bivirí, un short marrón y medias negras.

Mi madre pidió algodón y ropa. Miré su cuerpo desde la distancia. No encontraba en ese abandono de carne amoratada nada que me recordara a mi abuelo, solo tenía en frente un recipiente vacío. Mi abuelo no estaba ahí, no estaba ya en ningún sitio, salvo en mi memoria. Ya había visto cadáveres antes, pero era la primera vez que tenía frente a mí la envoltura carnal de alguien que había tenido un significado importante en mi vida. Un vacío se imponía entre ese cuerpo y el recuerdo del hombre que, con mala puntería, intentaba sin cansancio derribar un pichón y que con mucho esmero cogía la goma líquida con un palo de fósforo para pegarla sobre mi álbum. Ese vacío era la muerte.

 

3

Mi madre murió tres días después de ingresar al hospital. No hacía mucho que había cumplido sesenta años, y había caído en un estado de depresión insostenible. Recuerdo cada minuto desde la mañana del día miércoles en que recibí la noticia en la oficina, hasta el instante en que echaron el último poco de tierra sobre su tumba y lloraba abrazado junto a mi hermano y a mi padre. Fue en el año de la muerte de mi abuelo cuando me enteré que mi madre padecía de la misma enfermedad que había destrozado a mi “mamita”. Fue también el año en el que le dijeron que sus riñones habían dejado de funcionar y que tenían que hacerle diálisis tres veces por semana.

Una amiga me dijo que el tiempo estimado de vida para los diabéticos con insuficiencia renal era de diez años, pero nunca conversamos de eso en casa. Mi madre había sido una mujer alegre, entusiasta, carismática, y una fiera cuando se trataba de cuidarme y de cuidar a mi hermano, pero tras el diagnóstico, año tras año, la vi demacrarse, enflaquecer, perderse lentamente en los miedos de una enfermedad desbordada que empezaba a empequeñecerla en cuerpo y mente hasta convertirla en un ratoncito asustado mirando los recovecos de cuarto del hospital, donde a menudo solíamos llevarla. Año tras año marqué una línea en mi corazón llevando la cuenta del tiempo que le restaba de vida, como el testigo de la pena de muerte que mira el reloj aguardando por clemencia.

Once años después de la muerte de mi abuelo entré en una habitación del hospital Rebagliati para ver el cuerpo de mi madre. Entre las imágenes que grabaron junto con el dolor está la del viento agitando las cortinas cerradas de par en par y el sol filtrándose entre ellas, iluminando por ratos el cuerpo de mi madre, cubierto por una manta blanca. Encontré a mi padre sentado al pie de la cama, en silencio. Fue la primera vez que estuve cerca, muy cerca de un cuerpo inerte. Sentí la piel fría, toqué sus yagas ya cicatrizadas, que tanto le habían dolido en vida y palpé el vacío que dejaba la ausencia de una de sus piernas bajo la sábana, la cual habían tenido que amputarle años atrás debido a una gangrena. El hospital era de pronto más frío que de costumbre, y todo resultaba distante. Un enfermero llegó al mediodía y movió con tosquedad el cuerpo de mi madre para llevarlo a la morgue, con el desdén rutinario de un tipo cansado de recoger lo que deja la muerte tras de sí. Empujé al tipo y le dije que yo me haría cargo El chirrido de la camilla que yo empujaba hacía eco por el pasadizo del piso once. Bajé por el ascensor hasta el sótano y en cada piso me topé con personas que desistieron de subir al ver el cadáver y optaron tan solo por santiguarse.

Luego todo pasó tan rápido: la capilla ardiente, las flores, el licor para adormecer la pena y mantener el desconcierto, el restallido del vidrio que cubría su ataúd mientras la velábamos de noche, la negativa de los vidrieros al día siguiente, para reparar el ataúd por respeto a la difunta, los abrazos inacabables y las palabras que parecían ser una sola asegurándome que contaba ya con un angelito en el cielo, así, en diminutivo, y luego los días de borrachera y descontrol, de hartazgo y descontrol, de rabia y descontrol. Hicimos tanto por tenerla cerca y la muerte sopló sobre mi madre como si de un castillo de naipes se tratara. Su cuerpo, sin embargo, a pesar de lucirme vacío, me reconfortaba. Su rostro, ligeramente hinchado, lucía calmo, como si estuviera durmiendo. Mirar su cadáver era como mirar una vieja fotografía sin tiempo ni lugar. Pronto se cumplirán seis años de su partida, y ya debo esforzarme para no olvidar su voz.

 

4

Después de hacerme dos electrocardiogramas, el médico que me atendió me dio una severa reprimenda, también algunos consejos que solo he sabido aplicar a medias. Cuida tu corazón, me dijo, la próxima no lo cuentas. Y de repente imaginé lo que sería mi cuerpo inerte en medio de la desolación de unos cuantos enterados de que ya no estoy ahí, de que ya no soy yo, y mi yo, sabrá la ciencia, ha partido lejos o se ha desintegrado, o se ha unido a una fuente de energía mucho más vasta y caótica que la que nuestras limitadas mentes pueden imaginar. ¿Dónde yacerá la envoltura de mi naturaleza antes de quedar a tres metros bajo tierra? ¿Habrá un crucifijo y una capilla ardiente a pesar de mi férreo ateísmo? No imagino más nada. No gasto fuerza en vislumbrar un mundo tan oscuro como la sombra que la muerte traza al llevarse nuestra esencia.

Es natural que nos aferremos al cuerpo, a pesar de que, una vez muertos, el cuerpo ya no nos dice nada en absoluto y es la memoria la que debe hacer su trabajo, la que debe impedir la extinción de aquellos que tanto nos significaron en vida. No he podido, sin embargo, acostumbrarme a la idea de que una lápida reemplace la mejilla que alguna vez besé o la mano que alguna vez tomé, ni a sembrar flores temporales en un espacio donde reposan restos tan similares a muchos otros. Sin embargo sé que es la experiencia consciente de la muerte la que ha cambiado mi forma de ver las cosas y dejó atrás la inocencia con la que veía al mundo. Me alejó de la omnipotencia de la niñez, de la inmortalidad de la juventud. La experiencia del cuerpo vacío y de la ausencia me hizo pensar en la fragilidad de la existencia, en lo efímero del momento, pero sobre todo en la importancia del tiempo presente, de lo real, lo tangible, lo que verdaderamente me pertenece. Cada segundo goza de una belleza plena, cada respiro se me hace tan importante y el futuro no es más una obsesión sino un mero referente de mis acciones presentes.

Es cierto que la muerte trae consigo la tristeza inmediata, la pena profunda, la melancolía que se asienta con el tiempo. Pero son sentimientos necesarios para la introspección y el autoconocimiento, que es la única forma en la que creo que puedo llegar a existir a plenitud, continuar mi vida y aferrarme a ella con la certeza de que siempre se perderá lo que se quiere, pues esa es la regla de este mundo, hasta que finalmente me toque dejar el mismo vacío y encontrar algunas respuestas. La muerte es lo opuesto a todo, decía Susan Sontag. Tal vez la muerte sea en sí misma una respuesta.

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