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EL MOZO DE MARTÍN ADÁN, Y otros relatos del aserrín de la memoria

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1.

Broncano era su apellido y trabajaba de mozo con la familia Cochella desde la fundación del mítico bar Palermo de La Colmena en el Centro de Lima. Broncano había atendido al pintor Sérvulo Gutiérrez de quien guardaba un retrato a tinta china y del recordado Víctor Humareda a quien le protegía sus secretos. Como un empleado cómplice de una buena taberna –y el Palermo lo era– Broncano sabía vida y milagros de media Lima. Y ahí estaba siempre puntual, siempre atento y era de una prez de abolengo de mozos con historia en la antigua capital. Pero su encanto era mayor cuando uno lo observaba conversando con el poeta Martín Adán en la última mesa de la derecha. Martín Adán no hablaba con nadie y bebía solo un trago vaya uno a saber. Solo con Broncano sonreía. Solo a Broncano le contaba sus cosas, y qué cosas.

El viejo Martín Adán se asolaba en su mesa sempiterna. Broncano, no permitía que lo molesten. Miraba la eternidad, el orden genético de sus palabras. Nosotros en la otra mesa no le perdíamos detalle. Usaba un gabán mugriento y decían que estaba loco. Y decían también que era un genio. El Palermo permitía acompañarlo como citar a Nietzsche, «más allá del bien y del mal». Y desde su antiguo amor a la sabiduría no corrompida, aparecía Ortega y Gasset, y hasta el nirvana como fuente ideológica del fascismo germano, que era el fuerte de Schopenhauer, en los gritos de Jorge Pimentel o Tulio Mora o Enrique Verástegui, jóvenes aún, entre los puchos de la vida y los cigarrillos prestados y las medias botellas de pisco Vargas y los capachos bien remachados. Kant se enfrentaba a Velasco y la Reforma Agraria a Garcilaso. Así Kin Novak era más mujer que Laura Antonelli o al revés y Gladys Arista más fiel que Cuchita Salazar. Y recitábamos a Thomas Nashe, poeta impuro del mil quinientos: «Una flor es la belleza, que se marcha y se consume…El polvo ha cerrado los ojos de Helen, es hora de morir estoy enfermo: Señor ten piedad de nosotros». Así, a las 4 de la mañana, apagábamos la luz de El Palermo y todos nos íbamos a dormir, con Helen, por supuesto.

Es famosa la crónica “Travesía de extrabares” de mi maestro Gregorio Martínez que refiere a una cuchipanda con Martín Adán en 1968 en el bar Palermo y que cuenta: “ A Martín Adán lo encontramos en el bar “Palermo” de la Colmena, cerca al Parque Universitario, un apacible martes 13 de mayo del 68; había salido del manicomio, lúcido y comunicativo, hacía pocos días. “Palermo” era entonces un salón ampuloso y vulgar, sin ningún encanto, donde mataba y revivía el tiempo la “intelectualidad politizada” establecida en Lima; y donde andaban igualmente, por la fuerza de la costumbre o por el imperio de la necesidad, asordinados vendedores de condones, gitanas de la suerte que ocasionalmente entraban al puteo, estudiantes misios, asaltantes revolucionarios, damas y caballeros “honorables”; porque, eso sí, “Palermo” era también, a mucha honra, heladería y salón de té. (…) En mayo del 68 era modestamente la sombra desvalida de lo que fue años atrás, cuando desde la Casona de la Universidad de San Marcos llegaban a poblar sus mesas Pablo Macera, Juan Gonzalo Rose, Julio Ramón Ribeyro, Francisco Bendezú, Alberto Escobar, Sebastián Salazar Bondy, Eleodoro Vargas Vicuña, Hugo Bravo, Aníbal Quijano, Julio Cotler, Wáshington Delgado, Carlos Araníbar, Esperanza Ruiz, Nícida Coronado, Juan Pablo Chang, Guillermo Lobatón, Alfonso Barrantes y otros jóvenes promisorios…”.

Goyo Martínez relata que el encuentro con Martín Adán duró más de un día con sus noches y habla del mozo Broncano: “Esa noche llegué al “Palermo” con Juan y Chacho y nos ubicamos en la mesa pegada a la columna. Inmediatamente se nos acercó, muy zalamero, el mozo Broncano y me dijo: “Martínez, vino a buscarte una señorita que parecía extranjera y le dije que volviera, que con toda seguridad tú ibas a venir más tarde”. Así era Broncano, cariñoso y zalamero. Sabía alimentarle la vanidad a cada quien. Estaba en el bar “Palermo” desde los tiempos de Pablo Macera y Julio Ramón Ribeyro. Era ancashino como la mayoría de los mozos de Lima en ese tiempo”. Pero Broncano no estaba solo, otros hermanos, mayores y menores también trabajaban en otros antros limeños. En el bar América, frente al hotel Bolívar, hacía también de mozo Humberto Broncano pero ese era una rata. Al final, a uno que le queda todavía aserrín en las suelas, sabe que más tarde que nunca, el mozo es el último amigo de las noches.

Texto de Eloy Jáuregui en el bar Queirolo del Centro de Lima.

 

2.

Los bares de Lima reúnen a personajes con leyenda e historia desde aquel Jardín Estrasburgo ubicado en los bajos del Hotel Morín en el Portal de Escribanos en la Plaza Mayor donde hoy se ubica el edificio del Club de la Unión. El restaurante, heladería y bar es considerado como uno de los locales fundacionales en este catastro de bares limeños y en 1897 fue escenario de la primera exhibición cinematográfica en el Perú.  La cinta fue traída por dos franceses: Demizol y Toblert y esa vez fue una exhibición que ofreció el Presidente de la República  don Nicolas de Pierola y que tuvo como invitados a casi toda la sociedad capitalina amén del Alcalde de Lima el General Echenique, el Prefecto de Lima y otros. Fue el Jardín Estrasburgo quien uso los afiches publicitarios a imprenta por primera vez donde se leía: “Vinos, licores y cervezas de todas clases, Lunch, Ambigu y Helados. Banquetes, Convites y Saraos”.

Y Lima que fue ciudad conventual luego se iría transformando en megalópolis mudable y versátil. Los bares, así, asisten a su tradición criolla, a su orilla provincial, a su vacuna voluble de lo foráneo, el apegó al canon templado del murmullo. Digo de Lima urbana y su casco histórico no de la nueva ciudad de playas al sur de sus horizontes. En la travesía por los bares de Lima para construir un empadronamiento con los hitos que forjan las edades, las amistades y las soledades desde la perspectiva de las copas y el tour de la memoria, debe restituirse la institución del bar.

Existen bares como anuncios de una vida con estaciones y rituales. Hitos de la existencia redentora. Templo del arrepentimiento. Clínica para recargar las palabras. Uno puede ser de El Cairo o Buenos Aires. Uno es su bar y su tiempo. En Lima o Río, los bares no son estaciones ni pretexto para perder la existencia, al contrario, son los espacios públicos para hacer digna la vida privada. Sólo los imbéciles no tienen bares en su memoria ni en sus ternuras. En el bar uno grita en semitonos regulables. Uno raja con sonrisas. Uno seduce enseñando los colmillos. Así, también, uno espera a la amante que tarda porque está enamorada y eso es bueno para los amores contrariados mientras se pide el último Chilcano jamás café.

El bar Queirolo del Centro de Lima.

 

3.

En el Centro de Lima todavía funcionan tres bares que son de principio del siglo XX. El bar Cordano que se ubica al costado de Palacio de Gobierno en la calle Pescadería y que fuera fundado primero como bazar el 13 de enero de 1905 por los ciudadanos genoveses Vigilio Botano y los hermanos Luis y Antonio Cordano. Luego se ubicaría el bar Queirolo que es 1920 y que antes se llamó el “Florida” en las esquina de los jirones Camaná con Quilca. De 1923 es el bar Carbone en la cuadra tres de Huancavelica, en la esquina con el jirón Caylloma. Como se detalla por los nombres, estos establecimientos fueron fundados pro familias italianas que llegaron al Perú mayoritariamente de la zona de la Liguria.

Estos bares se incorporaron a la Lima que se fue modernizando con los gobiernos de José Pardo y Barreda y el primer gobierno de Augusto B. Leguía que es de 1908. La Lima de Valdelomar o de César Moro o de Raúl Porras Barrenechea era entendida como una comunidad rigurosamente oral. El limeño era conversador y desparpajado, respetuoso y conchudo simultáneo. La lengua secuaz forjaba la metrópoli y no al revés. Hoy habitamos en el espacio contrario. La tramoya limeña de hogaño construyó un habitante silente, pusilánime y verraco. Qué hubiese dicho Ricardo Palma o Adán Felipe Mejía “El Corregidor” si nos vieran. Nada, que así como el valse criollísimo, la picante oralidad limeña no existen más.

Lo he escrito en otras partes que en el bar los parroquianos ilustres se conocen a través de la barra. Y las barras limeñas deben atesorar cinco condiciones: Un taburete como confesionario o que simule el diván del sicoanalista. Un barmán tierno, culto y que sepa escuchar. Una coctelería atractiva donde gobierne el buen pisco. Una gama de piqueos y tempempiés de preferencia marinos. Y, lo más importante, un administrador que dé crédito sin mayores explicaciones. Aquello produce la sabiduría del codo que lo hace a uno distinto por ser militante del desprendimiento.Entonces uno es observador y ácido comentarista del todo. De los cariños más fieros, de los diálogos o susurro que se hacen teoría y praxis en la otra familia, la que uno encuentra en esa civilización que puebla los bares.

Lima escribió su destino en sus bares de la memoria. Esta, es parte de su geografía y me embriaga la emoción líquida de las ternuras. En mi caso, fue en los años setenta que conocí a fondo y desde el fondo el bar Queirolo, mi antro de la iniciación. Entonces el ron Cartavio era ese elixir del que hablaba el capital [de imágenes] de Groucho Marx. Vinces Davis, el poeta de Tumbes fue nuestro maestro del arte de la vida. Sus frases latigueaban rotundas. Ama a tu padre, detesta a los curas, cómprale un clavel a la vieja, nos decía. Amador Guimoye era el otro oráculo.

Y cierto, uno aprendió filosofía, barrio y finta, y la poesía cruel de no pensar más en ella. Más allá, el bar Cordano era otra isla pero eso amerita otra historia. Y en el Carbone conocimos a Vallejo, filudo y huesudo [Alejandro Romualdo dixit]. Antes, en el bar Zela de la Plaza San Martín sentí el tufo excitado de Sérvulo Gutiérrez  y con Felipe Buendía entendí porque Dvorak había animado a los arquitectos del bar del hotel Bolívar. En el Café de France, frente al cine Le Paris, conocí a Isabella. Por ella tengo un lunar funesto en mi costado izquierdo y, con César Calvo, en el Versailles, comprendí que todo es cuestión de tiempo. Ah, pero que sería de mí sin las noches en el América, con jazz intramuscular, hierba para el cerebro y un verso que se quedó en la última servilleta azul. Ya lo dije, los bares son aquellos campos electromagnéticos de las ciudades. Los hitos de la arquitectura que diseña los afectos.

4.

Con la irrupción de los bares en la década del 30 se funda la vicaría nocturna limeña. La vida en el centro de Lima básicamente era diurna. El bar forja la noche, y crea al parroquiano bohemio del café y la conversa a media voz. El mito urbano de los bares habla de hechos remotos, hazañosos y alegóricos. Y el Centro de Lima está apuntalado por sus quimeras y leyendas. El envés de la cultura oficial. Lo clandestino cómplice, el reverso de la otra vida urbana. El mito es así, lo colectivo soñado, lo entrañable del pecado, el tufo, el cigarro, los cuerpos excitados, la confesión y el anecdotario más íntimo.

Los bares y algunos cafés resultan los bolsones de resistencia contra esa mudez de Babel que nos convierte, a los limeños, en sordos de solemnidad. Repito, el bar es el reducto o burladero cálido contra la agresividad de la calle. Pero debo parafrasear a Savater, en aquello que los cafés son de esencia maternal hospitalario: vr. gr.: sus asistentes necesitan de un temperamento robusto para no ser abrigados y anulados por esa aterciopelada matriz.

Lima no es urbe de cafés, sí de bares. Los pocos que se nombran hoy están cerrados o se convirtieron en farmacias. El mismo café Haití tenía local al costado del Palacio de Gobierno y ya no existe más como no existe el original Centro de Lima. Otro peruano apóstata y otro imaginario han desplazado de la capital su prez y su solera. Lima cuadrada fue tomada por los migrantes, aquellos que a su vez llegaron desplazados y hambrientos de otros terruños y de otras layas. Lima no tiene cafés ni tiene novela, sí poesía. “Conversación en la catedral” de Vargas Llosa, por ejemplo y “En octubre no hay milagros” de Oswaldo Reynoso son las únicas novelas-urbe. Por eso lo limeño no goza de cimientos históricos y sí es profuso en su nerviosa melancolía.

He  ingresado al bar, el Cordano o el Queirolo, por enésima vez y el altar luce atiborrado de botellas. Entonces me siento un poseso con una sed descomunal. Frente a una barra de un bar uno es inmortal porque el aroma a la muerte desaparece y u cielo de sueños me atrapan con la sed más deliciosa. Toda mi reverenda vida está en los bares y de ahí he robado su belleza y poesía. Soy acolito de sus brebajes y un monje de su religión. Los bares son el poema que siempre quise escribir y el texto que me haga sobrevivir.

5.

Otro sí digo. Entre el desaparecido Palais Concert de Lima y la Bodega Queirolo de la esquina de Camaná con Quilca apenas median 500 metros. En el verano y antes del mediodía las cinco cuadras se hacen tremendas pero el trayecto es intenso y sudado vaya uno para allá o regrese para acá. La literatura en Lima tiene geografía, un catastro de personajes y una cartografía de libros. Los limeños al contrario de los peruanos somos memoriosos. Por estas calles no solo discurren los recuerdos sino que está vivo ese espíritu del capitalino que habla y escribe más que con la memoria con las melancolías, esas rameras de las nostalgias.

Desde unas de las mesas del salón de familias del Queirolo uno entiende ese talante limeño. Son las doce en punto del mediodía y los clientes llegan ilusionados del buche y no le pierden la mirada a las fuentes de escabeches, causas o estofados que van desfilando hasta el mostrador mayor ese estanco de la cocina criolla limeña que es una provocación más que gastronómica filosófica. Pero esa es un primer orgasmo, en la trastienda me espera lo mejor, la barra. Hay un Pisco Biondi de uva negra criolla de Moquegua que me aguarda como una amante caleta. Es fiel, me lleva a la reflexión, me amotina, luego, los amigos, la conversa, el chisme, la comidilla el cañutazo y el chirimbolo.

Ahora luzco pechero frente a un rotundo Sancochado limeño. El caldo por delante, con rodaje de rocoto para el empierne de la sustancia que hierve y el picor que enamora. Lucha de contrarios en las sábanas del paladar. Y luego las tronchas cárnicas, las coles, los tubérculos y el vino de Cravelí que me lo guardan con recelo. Entonces me entero que se han muerto de empacho feliz algunos camaradas, que algunos poetas se marcharon al más allá, que se vive gozoso también porque se está triste y reverbero y me entero que hasta el adulterado Queirolo de Pueblo Libre se quiere hacer dueño de la marca cuando aquí, en el Centro de Lima está el auténtico, el más tradicional, el añoso y querido Queirolo.

 

El bar Queirolo a las 11 de la mañana (Foto: Eloy Jáuregui)

6.

Con Abraham Valdelomar –Sí, el inmenso factótum del viejo Palais Concert–  tuve mi forcejeo. Lo dije: “Existió Valdelomar zambo y fue blanco de la envidia y el recelo”. Escritor y periodista, fue un ser descomunal, descaradamente moderno y atemporal y profético, que en una máquina de escribir, fue una máquina de crear, de ensamblar, de desmitificar, de observar; quiero decir, de mirar “eso” que los otros apenas podían ver. Ya en 1916 funda la revista “Colónida” (solo se publicaron 4 números) y pudo reunir –él era el centro– a varios jóvenes escritores que abrieron el camino para la entrada de las vanguardias en la literatura peruana.

El Palais Concert era en la Lima del novecientos lo que hoy es el Queirolo de Lima. Su inauguración es del 29 de febrero de 1913 y fue el principal punto de encuentro de la sociedad limeña. Tenía un toque a gran bar de París y fue el escenario para que recalen los intelectuales que editaron la “Colónida”. Pero aterrizaban también por el antro José Carlos Mariátegui, al igual que César Vallejo. El Palais Concert fue en todo caso también la gran confitería de los Colonidas y al revés en esa Lima de la belle époque.

De “Colónida” Mariátegui decía que no fue un grupo sino un estado de ánimo. Y Luis Alberto Sánchez en “Valdelomar o la belle époque” afirma que fue una aventura polifacética, decadentista y un tanto fanfarrona. Exagera L.A.S. solo por joder y está bien. No obstante, “Colónida” fue un batallón socarrón de ladinos salvajes. González Prada, Eguren, Chocano, More. Poesía y desparpajo. Y harto sicotrópico: El Dr. Badham en el Nro. 2 publica “Los tóxicos en la literatura y en la vida” y en Nro. 4 hay un codazo poético  contra el alcohol y a favor del opio y el éter: “Abajo el cañazo, viva la morfina”.

Luego de “Colónida” no apareció otro grupo solidificado en más de medio siglo. Se habla de generaciones pero no es lo mismo. De la “Generación del cincuenta” con Romualdo, Rose, Valcárcel, Delgado, Sologuren, Bendezú, Belli, le sucedieron en los sesenta los jóvenes Corcuera, Naranjo, Calvo, Pérez, Gómez, Hernández, Cisneros, Lauer y Javier Heraud. Todos poetas singulares y fascinados por una textualidad personalísima. Heraud es quizá aquel que radicaliza un distanciamiento con sus pares predecesores. Su trenza simbólica reúne a Manrique, Machado y T.S. Eliot. Un Joven miraflorino inflamado de una estética política que lo llevaría a la muerte.

El bar Superba de San Isidro a las 6 de la tarde (Foto Eloy Jáuregui)

 

7.

En Lima hay un nodo entre la literatura y los bares desde el novecientos. El lampo poético habita entre las mesas y las barras. Desde entonces, más que ciencia genera conciencia. Su gramática es glocal –global y local—en el sentido del trío de dos, Deleuze & Guattari, quienes  reivindica el proyecto nietzscheano de la inversión del platonismo comunal, y una concepción de lo real entendido como formado por una multiplicidad de planos. En la barra del bar, el limeño ha puesto en pie la idea de la reflexión contra los dictadores andróginos, los líderes de opinión, las vacas sagradas del canon. Así, el bar es asamblea y subvierte lo que la formalidad considera pecado. La ética del bar, así, debe contar con mozos ilustrados, cantineros sabios y propietarios generosos. Todos remplazando al cura en el confesionario y al psiquiatra en el diván. Así se articula la conectivida entre el parroquiano, su discurso y el arte de la solidaridad. Amigos los de antes. El bar no produce inútiles, genera lucidez.

Si en el Salón Estrasburgo de la Plaza de Armas a principios del S.XX, los limeños pudieron ver por vez primera una función de cine, fue en la confitería de la familia Barragán Muro, luego llamada el «Palais Concert», donde los almidonados limeños conocieron al primer auténtico artista: el zambo Abraham Valdelomar. Don Ernesto Ascher (En Curiosidades Limeñas.  Sear’s Roebuck del Perú S.A. Lima 1974. Ascher es limeñólogo y como Porros Barrenecha o Salazar Bondy, el poeta, agarra calle y callejón de media mampara) dice que el antro –ensamblaba una épica vicaria y una lírica hedonista—se convirtió en el rendez vous de la sociedad al compás de una orquesta de Damas Vienesas al centro de una rotonda-mezzanine hasta que cayó Leguía y la sociedad se mandó a mudar a las chinganas de la Calle Capón.

Insisto, en los cincuenta, el Palermo fue el bar. El más grande que se recuerde en este ejido. Sus restos aun se observan en la cuadra 11 de La Colmena cerca al Parque Universitario. Sus 22 mesas reunieron a la vanguardia del pensamiento peruano entre 1950 hasta 1974. Alfombrado de aserrín y tatuada por la efervescencia nocturna, reunía a profesores y estudiantes de la universidad de San Marcos y alguno que otro de guapo de la Católica. Gentiles de Letras y de Derecho. Era también conspicua la feligresía periodística, porque bajaban, al cierre de la edición, toda laya de redactores de La Prensa, La Crónica y El Comercio, los diarios más importantes de ese entonces. El bar convertido en ágora griega. A los gritos las ideologías y las pasiones bajoventrales.  Luego, el bar Chino-chino y después el volatín en el épico bar La Comisaría. Adoratorio de la bohemia intelectual pensó el país de otra manera. Se equivocó Pablo Macera y quizá José María Arguedas. Después de todo, con este país, quién no se equivoca. Los hombres y las botellas, ese dueto que imaginara Julio Ramón Ribeyro, fue el soporte para los sueños y las utopías estrellados por las traiciones perpetuas.

La generación del 50. Bendezú, Zavaleta, Julio Ramón, Paco Carrillo.

8.

Pero fue en el bar Queirolo de la esquina de Camaná y Quilca donde uno se hizo hombre. Entonces el ron Cartavio era ese elixir del que hablaba el capital [de imágenes] de Groucho Marx. Vinces Davis, el poeta de Tumbes fue nuestro maestro del arte de la vida. Sus frases latigueaban rotundas. Ama a tu padre, detesta a los curas, cómprale un clavel a la vieja, nos decía. Y cierto, uno aprendió filosofía, barrio y finta, y la poesía cruel, de no pensar más en ella. Así, Adam Smith era un huevero en las tardes del bar Cordano. Y en el Carbone conocimos a Vallejo, filudo y huesudo [Alejandro Romualdo dixit]. Antes, en el bar Zela de la Plaza San Martín sentí el tufo arrecho de Sérvulo Gutiérrez y con Felipe Buendía entendí porque Dvorak había animado a los arquitectos del bar del hotel Bolívar.

Los peruanos más ilustres saben por la barra del bar y de ‘la sabiduría del codo’. Codistas famosos fueron los habitúes del Negro-Negro, del Viena, el Haití de la Plaza Pizarro y los solitarios de la medialuz en el Pigalle, el Ebony y el Maury. Antes que los burócratas de la inteligencia que se despeina por el establishment y el lameculismo antañón. El militante del bar es poco estridente, más bien observador y es ácido cuando detecta un sobón. Aquello lo salva del champancito que ya denunciara Vargas Llosa. El «hermanito» es enemigo de los cariños fieros que en diálogo o susurro, se hacen teoría y praxis en la otra familia, la que uno encuentra en esa civilización que puebla los bares.

A los bares de los setentas poéticos los aroma un movimiento singular en las literaturas nacionales latinoamericanas: Hora Zero. Jorge Pimentel de Jesús María, Juan Ramírez de Chiclayo, José Carlos Rodríguez de Iquitos y Enrique Verástegui de Cañete, cuatro visiones distintas para un país diferente, el de Velasco, publican la primera revista con poemas y un manifiesto: “Palabras urgentes”, que le pedía cuentas al canon literario peruano adormilado en sus aposentos y que constituía una suerte de traba elegante para que ciertos apellidos, algunos términos y varios temas no sean poetizables. Este fue el inicio de una historia que no termina.

Ante todo ello, los bares son la salvación. Se asiste con tenacidad porque ya no hay lugar en este cielo citadino y si es de noche mejor. Su cultura vicaria remplaza al diván y al confesionario. Según la escenografía urbana, todos conversan pero el hecho que tenga la mano en la oreja a partir de los teléfonos móviles, es falaz. Sólo se conversa mirándose a los ojos, cuán distinto es hablarle a un aparato. Los celulares, en definitiva le han restado al limeño dilección. Lima no es abundante en bares míticos que se conservan. Por ello este es un homenaje a las pocas tabernas que hoy todavía existen. Y que cuando uno las visita, está asistiendo a un pasado que se conserva en su meas y barras. Ante esta Lima del siglo XXI  donde los espacios urbanos públicos son privados. Frente a esta Lima que es hoy urbe sexual de un mercado barato de la carne que ha forjado la pandemia urbana de los hostales. En la ciudad de los besos, de parques míticos que habitan en la exclusión proterva de las rejas, la ciudad ha generado un sentimiento de lo “caleta”, aquel síndrome híbrido, esa filosofía de beata pecaminosa que espera esconderse en la 4×4 del gerente y la práctica de la tarántula, ese arácnido que abre las piernas para trepar.

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