Me avisan que Pepe Pancorvo ha muerto y no le creo a nadie. Ahora todos mienten, me cuentan historias, cuentos, boatos, puros falsetes para hacerme enojar y perder los papeles. Porque cada uno de nosotros sabe que tú, Pepe, encarnas a la poesía y por ti nuestra generación del noventa es lo que es (“o no es nada”, como una vez me dijiste cuando hablábamos del Tercer Reich o del poeta nazi que descubrimos en un libro sobre Ezra Pound). Y yo siempre estuve persiguiendo el “buscapique” porque contigo era fácil conversar de cualquier tema, estar hasta las cinco de la mañana hablando de Plotino, Stanislaw Lem, Raffaella Carrà, Cannibal corpse, o la dieta paleolítica antes de la invención del fuego.
Nunca voy a olvidar aquella noche que nos llevaste a tu casa, en Barranco, a mí y a un grupo de poetas imberbes, y en plena sala, con la luz a medio encender, saliste con una espada de samurái y empezaste a danzar dando sablazos al aire y yo pensaba que nos ibas a cortar la cabeza a todos (como hacen ahora los del Estado Islámico), pero justo cuando pensábamos salir corriendo o tirarnos por la ventana, paraste en seco y nos dijiste que eso era un saludo de honor y una bendición por haberte acompañado a casa. Y nos dejaste más blancos que papel bond de 80 gramos. Pero, para bajar la adrenalina, dejaste la espada a un lado y cogiste el arpa y te pusiste a declamar un poema en voz alta, algo sobre las vírgenes, los estados divinos y los ángeles.
Seguro te acordarás de esas épocas en que me visitabas en La Encantada de Villa, esa casa grande y solitaria en la que tuve que volverme poeta a la fuerza o, de lo contrario, volverme loco. Y yo te decía que había una presencia, un ectoplasma, un hecho paranormal ahí, algo que apuntaba Madame Blavatsky en uno de sus textos perdidos. Y tú, muy preocupado apareciste un día con una vara de hierro, agua bendita y un rosario gigantesco e hiciste un rito, imposible de entender para un escéptico, agnóstico o trasnochado materialista dialéctico, como era yo en ese entonces. Y mira tú, cómo son las cosas, José, que desde ese día nadie más tocó las puertas desde adentro, ni se volvieron a escuchar ruidos extraños.
Y así nos encontrábamos solos en la madrugada caminando por la plaza san Martín, tú con tu amigo (porque yo nunca le di la mano) Chirinos Soto saliendo del Club Nacional, y yo te decía si no era muy congruente estar en un concierto subterráneo escuchando a Pateando Tu Kara y luego conversar de realidad nacional con estos señores de cuello duro y corbata de moño. Y tú te reías a carcajadas y me decías: “Entiéndelo Ybarra, tú eres el mejor poeta de nuestra generación por eso yo guardo, en secreto, tus primeros poemas a Dogaresa, tus líricas contra el mundo y hasta tus canciones que me distes a guardar una vez cuando estábamos brindando en Las Rejas, a inicios de los noventas. ¿Te acuerdas?”. Y yo también me reía porque siempre fuiste muy amable conmigo, incluso cuando te pedí que presentaras mi libro El Estereoscopio 500 que yo sabía iba a ser un canto en el desierto, casi mil páginas desperdiciadas solo por amor a la poesía, algo-que-cualquiera-no-podría-entender. Pero tú sí, amigo, y por eso ese día en la Feria Ricardo Palma hablaste con autoridad sobre lo que es ser un escritor en el Perú. Y me echaste tantas flores que preferí no decir nada y quedarme callado y mirando cómo la gente dudaba de que yo hubiera escrito ese mamotreto.
José Pancorvo y Rodolfo Ybarra.
Otra madrugada nos vimos en el Pharmax, ese local de sionistas confesos que no cierra nunca, eran las 3 y 30 de la mañana (“la hora del mal” le llaman los conspiranoicos) y apareciste con uno de los Tudelas que no sé porque se sintió intimidado y te jaló a un costado y tú le susurraste al oído: “No te preocupes, hombre, es el Ybarra, un poeta de mi barrio”. Pero así son los buenos amigos, no admiten competencia y no lo digo por el Tudela, ese, sino por mí mismo que prefiero evitar a los reaccionarios o a los que proclaman a voz en cuello las bondades del liberalismo económico. Pero tú, Pepe, siempre hacías la de san Martín de Porres y al lado tuyo estábamos todos: perros, gatos y pericotes luchando unos contra otros y tú divirtiéndote porque, seguro, en unas horas, tenías que ir al Brasil por un asunto pontificio. Si hasta te trajiste a un Rey del Brasil o no sé de donde diablos sería pero tenía título nobiliario y así lo presentaron en un encuentro de poesía. Y tú riéndote a escondidas porque el mejor título que puede tener uno es el de “ser humano”. Y tú lo sabías bien.
Hace unas semanas, nos encontramos en Jesús María, en la calle República Dominicana 247, ahí en la panadería San José, y compartimos una torta, una empanada y una gaseosa de colorante, agua carbonatada y tartrazina, hablando, otra vez, de los poetas, nuestros amigos y de que era necesario volver a vernos, salir en las noches o encontrarnos en algún café. Y a ver si nos animábamos a escribir un libro juntos y publicarlo en Cecosami o esas ediciones por demanda que abundan en la internet. Y antes de irte me diste, otra vez, tu teléfono y me dijiste: “llámame, Ybarra, y si no contesto, insiste, porque últimamente paro con mucho sueño, seguro estoy durmiendo”. Y eso es lo que estoy haciendo, Pepe, hermano. Marco y vuelvo a marcar tu número. Solo el contestador me repite si quiero dejarte un mensaje. Ojalá que cuando despiertes puedas leer esto, querido amigo. Te vamos a extrañar.
PD. El velorio es en la Parroquia Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa, calle Dellepiani cuadra 3, entre la 13 y 14 de la Avenida Pezet, San Isidro. A partir de hoy en la tarde.