Literatura

METAMORFOSIS VAMPÍRICAS

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“Nunca nadie no quiso de tal modo envejecer, esto es: morir. Por eso, tal vez, representaba y encarnaba a la Muerte. Porque, ¿cómo ha de morir la Muerte?”

La condesa sangrienta, Alejandra Pizarnik.

 (Primera parte)

Creencias en demonios chupasangre las han tenido casi todas las culturas sin excepción. Solo para mostrar una criatura de ese pasado remoto podríamos citar no a Lilith (a despecho de los góticos, la bíblica Lilith es una súcubo antes que una chupasangre) sino a Sekhmet o Sejmet, diosa del Antiguo Egipto con cabeza de león, versión cruel de la bondadosa Hathor,  que se pasó de sádica con la humanidad: como en una especie de versión alfa del mito de Noé, Ra (el mandamás de los dioses) ordena a Sejmet  cargarse a cuanto hombre, mujer, viejo y joven encontrase en su camino, pero ella se muestra tan esmerada en su misión y en su deseo y necesidad de beber  sangre  que sobrepasa todas las expectativas de su jefe, al punto de casi acabar con la humanidad. La solución: los dioses, apiadados,  aconsejaron a la humanidad, a la poca humanidad que quedaba, engañarla vertiendo cerveza roja en la tierra hasta formar un pozo para así poder emborracharla.

Hablar del origen de los vampiros es casi una tarea ociosa, pues la bibliografía es muy abundante. Encontrarán en muchos libros, y sobre todo en la red, etimologías, leyendas, referentes, películas de todo tipo, etc. Más bien en este artículo quisiera repasar los cambios que ha tenido el fenotipo vampiresco en las leyendas populares y en la ficción a lo largo de los siglos, desde que los vampiros aparecieron en el folclore y en la literatura occidentales.

 

VAMPIROS PRERROMÁNTICOS.

Los vampiros propiamente dichos fueron hijos del siglo dieciocho, del pre-romanticismo y convivieron al lado de las proclamas ilustradas de los defensores de la ciencia y de la razón, y fueron extremadamente populares, no obstante las airadas discusiones de los filósofos de la época, como Voltaire, y de religiosos como el padre  Augustin Dom Calmet, que abordó el tema en su libro “Tratado sobre los vampiros”. En su libro podremos darnos una idea completa de los procedimientos legales de la época respectivos a las autopsias realizadas  cuando se incluían las sospechas de vampirismo sobre algunos cadáveres, tal es así que cuando se tenía la idea de que algún vecino difunto era un vampiro, luego de auscultarlo y encontrar en él aparentes signos vitales, se le clavaba una estaca en el corazón, o se le rompía la quijada,  o bien se le abría el pecho y se le extraía el corazón, además de decapitarlo  para además colocar su cabeza entre sus piernas. En algunas regiones preferían añadir a estas vejaciones el fracturar la mandíbula del muerto insertándole, o tratando de insertarle, un ladrillo en la boca. Y si el terror era extremo, el cadáver mutilado era entregado a las llamas de una hoguera.

Dom Calmet hizo los reparos del caso, atendiéndose a la sola evidencia para descartar  el vampirismo de los diagnósticos. Todo lo que los especiales de vampiros de Nat Geo dijeron sobre el particular, presentándolo en TV cual si fuera una novedad, el propio Calmet lo dijo trescientos años antes, es cierto que apelando a una ciencia rudimentaria, pero en esencia trataba de ilustrar la misma idea, que los engañosos signos vitales de los supuestos vampiros se debían más a un proceso de descomposición que a la sola voluntad de Satanás:

Llego ahora a esos cadáveres llenos de sangre fluida cuya barba, cabellos y uñas siguen creciendo.  Se pueden descontar los tres cuartos de esos prodigios; aún así, tengamos la bondad de admitir una pequeña parte. Todos los filósofos conocen demasiado bien cómo el pueblo, e incluso algunos historiadores, aumentan las cosas que parezcan por poco que sea(n)  extraordinarias. Sin embargo, no resulta imposible explicar físicamente la causa de ello. (…) En cuanto al crecimiento de las uñas, los cabellos y la barba, es cosa que se percibe muy a menudo en diversos cadáveres. Mientras quede todavía mucha humedad en el cuerpo no tiene nada de sorprendente que, por algún tiempo, se vean algunos aumentos en partes que no exigen la conservación de los espíritus vitales.

La sangre fluida, corriendo por los canales del cuerpo, parece ofrecer una mayor dificultad; pero pueden darse razones físicas de ese flujo. Podría muy bien suceder que, recalentando el calor del sol, las partes nitrosas y sulfurosas que se encuentran en los terrenos aptos para conservar los cuerpos, y habiéndose incorporado estas partes en los cadáveres recién enterrados, empiecen a fermentar, descuajen la sangre coagulada, la vuelvan líquida, y le permitan así fluir poco a poco por los canales.”

El vampiro del siglo dieciocho es un ser nauseabundo, similar a un zombi, que según las regiones donde se le mitifica o usa los incisivos antes que los colmillos, o  tiene un aguijón debajo de la lengua para succionar la sangre de la vena yugular (y a veces usa ambas cosas) y que, vestido siempre con su mortaja y sus roídas y mohosas ropas fúnebres molestaba a sus vecinos, empezando por su propia familia. El folclore europeo de la época está atiborrado de historias de vampiros que, haciendo caso omiso del consabido “hasta que la muerte nos separe”,  se niegan a renunciar a sus derechos conyugales.  Casi todas estas historias de vampiros acababan en la ya clásica escena de la turba con rastrillos y antorchas en mano en su busca, para hacerlos picadillo.

El libro de Calmet, publicado en 1746, fue una deliciosa recopilación de casos ejemplares sobre vampirismo, debidamente documentados, que lejos de lograr su objetivo avivó aún más entre el público la fascinación por estos seres.  Lejos estuvo la gente de dejar de creer en los vampiros, incluso encontraron maneras de justificarlos, algunas muy bizarras, para dar un ejemplo adelantémonos un poco en el tiempo, vayamos a mediados del siglo XIX, a la época del surgimiento del gnosticismo moderno y del neopaganismo. Madame Blavatsky  en su libro “los espíritus vampiros”, después de referirse al famoso episodio de  La Odisea donde Ulises invoca, con sangre, el espíritu del adivino Tiresias, detalla: “La Epístola V a los Hebreos trata del sacrificio de sangre. “En donde existe un testamento –dice –necesariamente debe mediar la muerte del testador…Sin el derramamiento de sangre no hay remisión alguna…” La sangre produce fantasmas, y sus emanaciones proporcionan a ciertos espíritus los materiales necesarios para formar sus apariciones transitorias. “La sangre –dice Eliphas Levi es la primera encarnación del fluido universal, la luz vital materializada. Su producción es la más maravillosa de todas las maravillas de la Naturaleza; vive, porque se transforma perpetuamente, siendo el efectivo Proteo universal. La sangre procede de principios en los cuales antes no existía nada análogo, y que se convierte en carne, huesos, cabellos, sudor, lágrimas…La sustancia universal, con su doble movimiento, es el gran arcano del Ser, la sangre es a su vez el gran arcano de la vida.

“La sangre, dice el hindú Ramatsariar, contiene todos los secretos de la existencia; ningún ser viviente puede existir sin ella. El comer sangre es profanar la obra del Creador.” Por ello Moisés, siguiendo la universal tradición prohíbe hacerlo. Paracelso escribe que con los vapores de la sangre puede uno evocar cualquier espíritu que desee ver, puesto que con sus emanaciones se formará una apariencia, un cuerpo visible –pero esto es perfecta hechicería o necromancia. –Los hierofantes de Baal se inferían profundas incisiones en su cuerpo y con su propia sangre producían apariciones objetivas y tangibles.”

En otras partes de su libro, citando a otros autores:

“Al referirnos Maimónides en su obra Abodah Sarah que las gentes de su tiempo se veían obligadas a mantener íntimas relaciones con sus difuntos, describen las fiestas de sangre que en tales casos se celebraban. Cavaban al efecto un hoyo en el suelo en el cual vertían sangre fresca y, colocando encima del mismo una mesa, evocaban a los espíritus, quienes presurosos acudían, contestando a todas sus preguntas. No obstante de ello, Pierart, con toda su doctrina teurgista acerca del vampirismo, se muestra indignadísimo contra la superstición del clero al ordenar que se atraviese con una estaca el corazón de todo cadáver sobre quien hayan recaído sospechas de vampirismo. En tanto que la forma astral del muerto no esté completamente desprendida del cuerpo, existe, en efecto, cierta trabazón en virtud de la cual, mediante la atracción magnética, puede obligarse a aquella forma a que retorne y se posesione de nuevo del cuerpo. Acontece en ocasiones que la forma astral no se ha desprendido de éste más que a medias, por decirlo así, cuando el cuerpo es enterrado por presentar todas las apariencias de una muerte efectiva. En semejantes horribles casos, el alma astral, aterrada, retorna violentamente a su envoltura de carne, y entonces la desdichada víctima, o bien acaba de morir realmente tras el paroxismo de las atroces angustias de la sofocación, o bien, si durante su existencia terrestre, ha sido groseramente material, se convierte en un vampiro…

En este segundo caso, empieza para el mísero cataléptico, así enterrado en vida, una existencia verdaderamente bicorpórea, en la que el cuerpo que yace aprisionado en la tumba es sostenido con la sangre o fluidos vitales que sus cuerpos astrales fantasmáticos roban aquí y allá a los vivos, porque, es sabido, que esta última forma etérea puede ir donde le plazca y, en tanto que el lazo que la mantiene unida al cuerpo no se rompa, vagar en forma ya visible ya invisible, alimentándose arteramente de sus humanas víctimas.”

Entre los siglos XVIII y XIX se van configurando las características esenciales de los vampiros clásicos, la fotosensibilidad (todavía en el siglo dieciocho se asumía que el vampiro podía soportar la luz solar, aunque eso disminuía considerablemente sus poderes), la imposibilidad de reflejarse en superficies bruñidas, los clásicos colmillos (esto, producto más de la fantasía literaria, que se impuso sobre la musa popular), cierto control mental sobre sus víctimas, el terror al ajo, la cruz, al agua bendita, la capacidad de transformarse en otros seres, como los murciélagos,  y la necesidad del difunto de no separarse de la tierra de su tumba. A esto último quería llegar.

Como ha sugerido la doctora en antropología Sharona Fredericko, gran parte de la imaginería asociada al vampirismo se nutre de los prejuicios antisemitas de la época. Por ejemplo, y citándola a ella (la transcripción es obra de Marcelo Kisilevski ): “La idea de empezar el día con la aparición de una o varias estrellas en el cielo es nítidamente judía. Drácula, de acuerdo con Bram Stoker, dormía en un ataúd. Y hete aquí que en Rumania, a partir del siglo XIII, de hecho hasta los principios del siglo XX, existía una costumbre de enterrar a los judíos, cuando morían, en un ataúd con un puñado de tierra debajo de la cabeza, representando la Tierra Santa, la Tierra de Israel. Si lees bien el libro de Bram Stoker, te encuentras con que Drácula dormía en un ataúd con un puñado de tierra de “su país de origen”, país no nombrado.  O sea que Stoker cita una costumbre nítidamente judeo-rumana, e insinúa que Drácula no era nativo del lugar, lo cual es lo más ridículo, porque el Drácula histórico no sólo era oriundo del lugar, sino que pertenecía a una de las familias dinásticas más insignes del país. Pero Stoker lo convierte en forastero. Y un forastero que duerme en un ataúd con un puñado de tierra debajo de su cabeza, perdóname, pero sólo puede ser un cadáver judío.”

Como también sugiere Sharona Fredericko, la creación del fenotipo de la “vampiresa” es también obra de los prejuicios de la época. Y podría tener mucha razón, ya que no solo existieron relatos que respaldaban la idea de que los judíos sacrificaban niños cristianos en la pascua (llega súbitamente a mi memoria el relato “La rosa de pasión” de Bécquer) sino que la aparición del vampiro en la literatura comenzó con su metamorfosis de un cadáver casi irracional a una sensual y misteriosa forma femenina.

 

VAMPIROS(AS)  LITERARIOS(AS).

Vampiros, mejor dicho, vampiras en la literatura antigua: tal vez la primera que se me viene a la mente sea la celebérrima Novia de Corinto, un episodio del historiador griego Filóstrato en su “Vida de Apolonio de Tiana”. Versiones de esta historia las hay muchas, productos de diversas fuentes, viejas leyendas populares de la era  romana tratadas con variaciones por autores antiguos . De una versión similar del griego Flegón de Trales (de su libro “De las cosas maravillosas”) Goethe tomaría inspiración para crear su propia “Novia de Corinto.”  La historia de Goethe es como sigue: dos familias hicieron un pacto de matrimonio entre sus dos hijos pequeños, pero la familia de la novia se vuelve cristiana y la lejanía entre familias hace que el pacto quede roto, al menos tácitamente, pero el joven, ya adulto, no se resigna y va a buscar a su prometida. Sus ex suegros lo hospedan, él pasa la noche allí, se le aparece la tan requerida novia  y…

“En ese momento suena la hora lúgubre de los espíritus, y  entonces, solamente, la joven parece sentirse a gusto. Ávidamente, de sus labios pálidos ella bebió el vino de un rojo sombrío como la sangre. Pero del pan de trigo que él le ofreció amablemente, no tomó la menor migaja.”

Es un muy buen poema, y lo que sigue es muy hot, cosa que me sorprende teniendo en cuenta la fama de fríos e insensibles que poseen los alemanes. El asunto deriva en que la madre de la muerta los escucha “jugar” tras la puerta, entra y reprende a su hija vampira, que no tuvo mejor idea para deshacerse de su virginidad que entregarse por sí misma al muchacho al que bajo juramento estaba prometida, a pesar de que ella, de antemano, estaba muerta.  O sea que, encima de difunta, resbalosa.

Hacia fines del siglo dieciocho otro vampiro irrumpe en la imaginación popular, vía la literatura.  Tal vez sea solo una coincidencia que se asocie al vampiro con la figura del hombre y la mujer nobles, pero recordemos que eran los tiempos de la revolución francesa, y no habría sido difícil la asociación de la riqueza y los blasones con la perversidad (Sade utilizaría esta figura para atacar a sus rivales políticos, nota aparte, la literatura pornográfica nació en Europa con la clara finalidad de desprestigiar a ciertas figuras de autoridad, nació en la Italia renacentista con Poggio  Bracciolini y el Aretino, pero la encontramos también, y muy bien instalada,  en la Francia revolucionaria).

Aún así, podría existir otros factores: las visitas a ruinas medievales que hicieron muchos escritores en el transcurso de sus viajes (el naciente romanticismo y su gusto por lo irracional,  lo tenebroso y atormentado) y la existencia en el pasado de algunos serial killers famosos debidamente documentados (principalmente Giles de Rais y la condesa Báthory),  o, ya que la literatura gótica tiene a la mayoría de sus mejores exponentes en Inglaterra, podemos simplemente deducir que se trataba de un gesto muy snob de la época. Como hubiese dicho Jane Austen de haber suspirado por un vampiro guapo y ricachón: “es una verdad universalmente aceptada que toda mujer soltera necesita un guapo vampiro que le ceda sus poderes y que la mantenga.”

John Sheridan Le Fanu nos regala su maravillosa y sexy “Carmilla” (1872) un relato romántico vampírico a toda regla, que no solo sorprende por la anécdota sino por los intensos guiños lésbicos que la acompañan. No es Carmilla, como se dice por allí, la primera vampira de la literatura (hubo muchísimas anteriormente en cuentos, y eso sin contar las vampiras de la literatura antigua¡y ni siquiera cito a las vampiras de Edgard Allan Poe, lo que seguramente me traerá la inquina de más de un lector!), pero sí es la primera (y corríjanme si me equivoco) en preferir a una mujer antes que a un hombre como su víctima predilecta.

“A veces, después de un largo período de indiferencia, mi extraña y bellísima amiga me cogía súbitamente de la mano, estrechándomela con pasión. Se sonrojaba y me miraba con ojos ora lánguidos, ora de fuego. Su conducta era semejante a la de un enamorado, que me producía un intenso desasosiego. Deseaba evitarla, y al propio tiempo me dejaba dominar. Carmilla me cogía entre sus brazos, me miraba intensamente a los ojos, sus labios ardientes recorrían mis mejillas con mil besos y, con un susurro apenas audible, me decía: serás mía…debes ser mía…tú y yo debemos ser una sola cosa, y para siempre.”

Uf, les dije que era intenso. Bueno, además de ello en Carmilla se dan casi todos los tópicos usuales hoy en las figuras vampirescas, fuerza prodigiosa y capacidad casi mágica para desvanecerse, por ejemplo, (“pero, antes de que yo pudiera gritar, el general descargó el hacha sobre ella con todas sus fuerzas. Carmilla pareció inclinarse hacia delante a consecuencia del golpe, pero en realidad lo que hizo fue coger la muñeca del general con su delicada mano. El anciano se debatió vigorosamente, luchando por soltarse, pero se vio obligado a abrir la mano y dejar caer el hacha. Carmilla desapareció como si se la hubiera tragado el aire”) pero resulta curioso que a Carmilla no la afecte la luz solar.

“La doble vida de los vampiros se mantiene gracias al sueño cotidiano en la tumba. Su monstruosa avidez de sangre de seres vivos les proporciona la energía necesaria para subsistir durante las horas de vigilia. El vampiro está propenso a ser víctima de vehementes pasiones, parecidas  a las del amor, ante determinadas personas. Para obtener su sangre, pone en juego una paciencia infinita y recurre a toda clase de estratagemas a fin de superar los obstáculos que le separan del objeto deseado. No desiste de su empresa hasta que su pasión ha sido colmada y ha podido sorber la vida de la codiciada víctima. Llegan incluso a contraer matrimonio con ella, prolongando su placer criminal con el refinamiento de un epicúreo. Pero con más frecuencia se encamina directamente a su objetivo, vence por la fuerza y devora a su víctima en un solo festín.”

Carmilla parece ser la madre literaria de los seductores, ambiguos y atormentados vampiros de Anne Rice. Nótese que Carmilla es anterior al Drácula de Bram Stoker (1897), y que Drácula pondrá la misma paciencia, la misma vehemencia y el mismo ímpetu erótico en cazar a Mina Harker.

Muchísimos vampiros literarios no he mencionado, como el apuesto lord Ruthven de “El Vampiro” (1819) de John William Polidori,  que además de ser antisociales, aristócratas y algo decadentes, y claramente reaccionarios frente a la burguesía,  exacerban un rasgo que los vampiros hediondos del folclore habían tenido desde ya, el erotismo, es decir,  la asociación erótica entre el sexo y la muerte. De los primeros vampiros no se sabe a ciencia cierta si pueden tener sexo o no, las opiniones difieren,  ya que según las circunstancias se los comparaba con los íncubos y los súcubos de la demonología medieval. En todo caso, los escritores del siglo XIX llegaron a un acuerdo tácito y todo derivó en que no, en que los vampiros eran incapaces de tener sexo y de procrear, ya que básicamente se trataba de cadáveres andantes, y que la succión de la sangre del cuello de sus víctimas era el reemplazo esencial para aquel acto carnal que hace tan deliciosa, y justificable, la existencia en este mediocre planeta.

 

OTRAS FORMAS VAMPIRESCAS.

La literatura no es un corpus inmutable y se da en ella toda clase de hibridaciones esenciales. Para fines del siglo XIX e inicios del siglo XX irrumpían géneros literarios tales como el género policial, la novela de detectives, la ciencia ficción y el relato fantástico. Esto supuso un nuevo campo de acción para replantearse la figura del vampiro y darle a sus trilladas historias la tan ansiada vuelta de tuerca con la que todo escritor sueña. Tenemos, por ejemplo, el tan celebrado relato “El Horla” de Guy de Maupassant (1886) donde el vampiro ya no es ni hombre ni mujer, y ni siquiera tiene forma humana.

“Yo acechaba con todos mis sentidos excitados. Había encendido las dos lámparas y las ocho bujías de la chimenea, como si fuese posible distinguirlo con esa luz. (…) Como dije antes, simulaba escribir, pues él también me espiaba. De pronto, sentí, sentí, tuve la certeza de que leía por encima de mi hombro, de que estaba allí rozándome la oreja. Me levanté con las manos extendidas, girando con tal rapidez que estuve a punto de caer. Se veía como si fuera pleno día, ¡y sin embargo no me vi en el espejo! ¡Estaba vacío, claro, profundo y resplandeciente de luz! ¡Mi imagen no aparecía y yo estaba frente a él! Veía aquel vidrio límpido de arriba abajo. Y lo miraba con ojos extraviados; no me atrevía a avanzar, y ya no tuve valor para hacer un movimiento más. (…) De pronto, mi imagen volvió a reflejarse pero como si estuviese envuelta en la bruma, como si la observase a través de una capa de agua. Me parecía que esa agua se deslizaba lentamente de izquierda a derecha y que paulatinamente mi imagen adquiría mayor nitidez. Era como el final de un eclipse. Lo que la ocultaba no parecía tener contornos precisos; era una especie de transparencia opaca, que poco a poco se aclaraba.”

En “La floración de la extraña orquídea” (1895) de H.G Wells, el terror cede paso al humor, Wedderburn es un hombre anodino y simple, coleccionista de orquídeas,  que con riesgo de su vida obtiene la que es quizá la mayor aventura de su vida, de la que termina jactándose vana e ingenuamente. El título ya nos da la idea de qué forma tiene el vampiro que protagoniza la historia.

En el célebre cuento “El almohadón de pluma”  del libro “Cuentos de amor, de locura y de muerte” (1917) de Horacio Quiroga,  el vampiro es una criatura monstruosa pero pequeña oculta en un artefacto doméstico, se lo describe como “una bola viviente y viscosa”, con patas velludas, y con trompa, que succionaba la sangre de su víctima en las sienes de la misma, apenas dejando marcas perceptibles.

Tal vez los vampiros, mejor dicho, las vampiras más interesantes de la literatura de fantasía sean las criaturas de “Las mujeres Flor” (1935) de Clark Ashton Smith. En un universo fabuloso describe los viajes de un poderoso mago llamado Maal Dweb, y su encuentro con unos extraños seres mitad mujeres, mitad plantas, sin piernas, arraigadas a la tierra por sus tallos y raíces y con los pétalos gigantescos alrededor de sus cinturas cual si se tratasen de  tutús de ballet. Sus brazos terminan en tentáculos que se extienden para dar caza a sus víctimas y su forma de cazar, cantando, nos remite a las míticas sirenas de Odiseo.

Y en “Genius Loci” (1948) del mismo Clark Ashton Smith, el vampiro ya ni siquiera es una entidad espiritual o un bicho no humano, es un prado, un lugar.

Nos detendremos aquí, porque seguramente han de haber más vampiros en la sci fi y en la literatura fantástica que tengan formas sorprendentes y no humanas. Para ejemplos basta por el momento con los anteriores.

 

CONTINUARÁ.

 

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