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En memoria del poeta Josemari Recalde

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ESCRIBE MARCO GARCÍA FALCÓN

Una luz. Un fulgor extraño. Con esa sensación me dejaste aquella tarde en que te apareciste en la cafetería de Letras. Un grupo de amigos y yo queríamos sacar una revista de literatura y alguien nos contactó contigo. Eras un chiquillo, casi un escolar, con el pantalón de buzo del Inmaculada todavía puesto. Pero tu poema nos deslumbró, nos dejó boquiabiertos no solo por su madurez y las audacias con el lenguaje, sino porque revelaba una experiencia de vida larga, intensa. A partir de allí nos veríamos siempre y, en no pocas ocasiones, pasaríamos mucho tiempo juntos, sobre todo en cafés. Mentiría si digo que te llegué a “conocer”. Desde hace un buen tiempo tengo la idea de que todas las personas somos un misterio. Un secreto profundo, insondable. Y cada vez que pienso en eso, te veo como el misterio más grande. Debe de haber tantas versiones de ti como personas se relacionaron contigo.

Una luz. Un principio de inocencia, a veces. Una risa y un asombro de niño. Pero también, en otras, un resplandor que se volvía negro, turbulento. Había algo de temible en ti, algo cercano a la locura o al delirio, que afloraba en algunas de tus actitudes. Y también, creo, en ciertos poemas que escribiste. Quien dijera que andabas siempre entusiasta, presto a ir a explorar el mundo, a embriagarte de nuevas sensaciones, en realidad no te estaba captando del todo. Porque, por debajo de tu risa chisposa, de tu ánimo ardiente, se movía un mar de sombras. Acaso ese “negro sol de la melancolía” del que hablaba Nerval.

Fuiste una luz onmipresente, porque cuando pensaba que ya no volvería a verte, te asomabas de pronto. En alguna calle. En alguna reunión. Pero la forma en que lo hiciste al final, eso sí no lo esperaba. Yo estaba en mi cama una mañana del 23 de diciembre como esta y, cuando prendí el televisor, apenas podía creer lo que narraban las noticias. Tu luz había ardido con violencia. Se había levantado hasta el cielo. Y fue necesario que acudieran los bomberos -entre ellos un compañero tuyo del colegio- a romper puertas y ventanas. Que cortaran esa alucinada combustión que habías prefigurado en tu libro -tu único libro publicado, tu testamento- y a la que habías aceptado con resignación, con lágrimas y suspiros, porque creías –sí, lo creías- que era lo que te tocaba. Que, de alguna manera, era una forma de inmolarte por nosotros.

¿Qué pasó con nosotros? ¿Con los que nos cruzamos en tu camino y nos quedamos aquí, alelados, sin palabras? No sé cómo decirlo. Una ola negra nos arrasó. Una tristeza quieta, permanente. Y, otra vez, el misterio. Los de aquella época nos reencontramos a veces y allí aparece el hueco, la pregunta sin respuesta. Quizá por eso muchos de nosotros hemos escrito sobre ti, acaso sin proponérnoslo. Quizás por eso vienes sigilosamente a nuestras bocas y a nuestras palabras. Como hace un año, en una lectura en que participé. Leímos textos que hablaban de ti o que habían sido inspirados en ti. Surgiste también en la ronda de preguntas. Fue un homenaje espontáneo, imprevisto. En un auditorio que tenía algo de tétrico y fantasmal, porque había tan poca gente que íntimamente reclamábamos otras presencias. Yo creo que, a fuerza de evocarte, de traerte a nuestras conversaciones, te has vuelto un fantasma cálido, amable, ya desligado de la tragedia.

Nabokov dice que todo el que escribe tiene en su centro una luz piloto, una fuerza combustible que lo lleva a crear y a decir. Yo creo que esa luz la tenemos todos. Es la memoria de nuestras emociones más puras, aquella que moldea incluso nuestras decisiones más racionales. En alguna parte de esa memoria te has quedado conmigo y por eso mis recuerdos son tan persistentes. Como una marea.

Ahora estoy en un café, escribiendo. Casi todo lo que he escrito lo he hecho en cafés. Y cuando me pongo a aporrear el tecleado, me vuelvo un poco poseso, un poco enajenado. Lo noto en la mezcla de estupor y de miedo con que me miran los que están cerca. A mí, la verdad, no me importa. Si logro salir de ese trance, solo observo la puerta. Tengo la clara sensación de que un flaco de piernas largas y andar nervioso cruzará de pronto el umbral. Tengo la clara sensación de que vas a venir y que todo será como antes. Pero no; nunca sucede. Es solo un momento en blanco. Un resplandor que yo solo veo y que no se va.

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